La iglesia presbiteriana celebraba todos los años una feria de Pascua. El sábado, a primeras horas de la mañana, los tenderetes, las casetas pintadas, los carruseles alquilados a la Empresa de Atracciones Días Felices invadían la alargada y suave colina de delante, mientras los mostradores de los carritos de madera iban llenándose lentamente de palomitas. Un conejo blanco, de un metro ochenta de altura, hacía una digna reverencia, al tiempo que, de una cesta, repartía caramelos de goma azucarada. Por la tarde se organizaba una búsqueda de huevos de Pascua detrás del edificio de la escuela dominical y el ganador recibía un pollito de chocolate. La música flotaba por todo el lugar: fragmentos desafinados de una canción enlazaban con otra. El aire olía siempre a bolado.
Pero el clima de Baltimore era imprevisible. A veces hacía demasiado frío para una feria. Un año en que la Pascua cayó en marzo, había tan poca vegetación que la búsqueda de huevos pareció una broma. Los huevos yacían tontamente a la vista, sobre la tierra pelada, y los niños, con mitones en las manos, se abalanzaban sobre ellos. Los adultos permanecían encogidos en sus jerséis y bufandas. Parecía que se hubieran equivocado de estación. La feria hubiese resultado mucho mejor sin ningún ser humano: sólo los toldos rayados agitando sus orlas de colores primaverales, el tiovivo tocando Después del baile y los caballitos de yeso haciendo cabriolas sin jinetes.
En la función de polichinelas, bajo una carpa verde y blanca iluminada por un frío resplandor verdoso, Cenicienta llevaba un traje de noche escotado, que daba escalofríos al público. Era un títere de guante, de cabeza grande y redonda, con trenzas de lana amarilla. En aquel momento bailaba con el Príncipe, que lucía un corte de pelo a lo paje. Se cogían tan cariñosamente que costaba recordar que, en realidad, sólo eran dos manos enlazadas.
—Tenéis un hermoso palacio —le dijo ella—. ¡Los suelos parecen espejos! Me pregunto quién los limpia.
Tenía una voz irónica y ronca, en absoluto parecida a la de un títere. Casi se esperaba ver salir de su boca pintada una vaharada.
—No tengo ni idea, señorita… ¿cómo habéis dicho que os llamabais?
Ella, en lugar de responder, se miró los pies. La pausa se prolongaba demasiado. Los niños se movían en las sillas plegables. Se hizo evidente que el salón de baile no era ni con mucho un salón de baile, sino una caja de cartón sin tapa y con una cortina de gasa al fondo.
—He de ir al lavabo —dijo un niño del público.
—Shh.
—¿Cómo os llamáis? —dijo el Príncipe.
¿Por qué no hablaba ella?
Los niños vieron que en realidad sólo era un muñeco y se acomodaron en sus sillas. Algo se había roto. Hasta los padres parecían confusos.
Luego Cenicienta cayó de bruces y, de entre sus faldas, emergió una mano humana que se retiró tras el telón de fondo. Los niños miraron fijamente. En el escenario yacía la cáscara vacía de Cenicienta con los brazos hacia atrás, como si estuvieran rotos.
—¿Se ha terminado? —preguntó un niño a su madre.
—Shh. Estate quieto. Sabes que no acaba así.
—Entonces, ¿dónde está lo que falta? ¿Nos podemos ir?
—Espera. Ahí sale alguien.
Era a duras penas un adulto. Cruzó a tientas la sábana que colgaba a un lado del escenario: un muchacho alto y delgado, con unos pantalones caqui, una chaqueta de pana rojiza y una camisa tan vieja y lavada que ya no le quedaba mucha vida. Había en él algo feroz, quizá la mueca de su boca o su desafiante manera de mantener la barbilla levantada.
—Damas y caballeros —dijo pasándose una mano por el pelo—. Niños y niñas…
—Es el Príncipe —dijo un niño.
—Niños y niñas, alguien… se ha puesto enfermo. Se suspende la función. Pueden pedir en taquilla que les devuelvan el dinero.
Sin esperar siquiera a ver cómo lo tomarían, dio media vuelta y abrió torpemente la sábana. Pero en aquel momento pareció cambiar de idea.
—Perdonen —dijo.
Volvió a pasarse la mano por el pelo. (No era de extrañar que estuviese tan sucio y grasiento.)
—¿Hay algún médico en la sala? —preguntó.
Se miraron los unos a los otros, en su mayoría niños y casi todos menores de cinco años. Al parecer no había ningún doctor. El muchacho lanzó un suspiro rápido y entrecortado y alzó una punta de la sábana. En aquel momento alguien se puso en pie al fondo del entoldado.
—Yo soy médico —dijo.
Era un hombre alto, delgado y con barba, llevaba un peludo traje marrón, que parecía hecho con una manta, y un rojo gorro de esquí en la cabeza, de esos puntiagudos con un pompón en la punta. Negros mechones rizados le salían por debajo. La barba era tan salvaje, negra y espesa que resultaba difícil calcular la edad del sujeto. ¿Cuarenta quizá? ¿Cuarenta y cinco? En todo caso, mayor de lo que cabía esperar en una función de títeres, sobre todo sin llevar a su lado algún niño que explicara su presencia. Aun así, estiró el cuello sonriendo bondadosamente, guiado por una nariz larga y afilada, y esperó a oír en qué podía ayudar. El muchacho pareció aliviado y su cara se relajó un poco.
—Venga conmigo —dijo, y levantó más la sábana.
El doctor se abrió paso hasta él, tropezando con los pies de la gente y avanzando con timidez por entre los niños que ya se dirigían en tropel hacia la salida. Se secó las palmas en los muslos y se detuvo bajo la sábana.
—¿Cuál es el problema?
—Ella —respondió el muchacho.
Se refería a una muchacha rubia, recostada sobre un montón de bolsas de muselina. Era menuda y frágil, pero estaba enormemente preñada, y, mientras alzaba la vista para mirar al doctor a la cara con sus ojos grises, se cogía el vientre, protegiéndoselo. De tan pálidos, sus labios parecían invisibles.
—Ya veo —dijo el doctor.
Tirándose un poco de los pantalones a la altura de las rodillas, se agachó a su lado y se inclinó para ponerle una mano sobre el abdomen. Hubo una pausa. Con el ceño fruncido, como sopesando algo en mente, miró hacia la pared de tela.
—Sí —dijo por fin.
Se sentó cómodamente y estudió el rostro de la chica.
—¿Cada cuánto son los dolores? —preguntó.
—Son constantes —respondió ella con la voz de la Cenicienta.
—¿Constantes? ¿Cuándo empezaron?
—Hace… ¿Una hora, Leon? Mientras preparábamos la función.
El doctor alzó las cejas: dos matas oscuras.
—Es la mar de extraño —dijo el médico— que las contracciones sean tan seguidas.
—Pues lo son —respondió la muchacha, sin pasión alguna.
El doctor se levantó, protestando un poco, y se sacudió las rodillas.
—Bien —dijo—, para mayor seguridad creo que deberíais ir al hospital. ¿Dónde tenéis el coche?
—No tenemos coche —dijo el muchacho.
—¿No tenéis coche?
El doctor miró a su alrededor como preguntándose cómo habían trasladado el material: el pesado teatrito, el montón de trajes diminutos, la caja de botellas, arrinconada, con las diferentes cabezas de los muñecos asomando por cada uno de los compartimientos de cartón.
—El señor Kenny nos ha traído en su camioneta —dijo el chico—. Es el presidente del comité para la recaudación de fondos.
—Entonces será mejor que vengáis conmigo —dijo el doctor—. Os llevaré en mi coche.
Parecía bastante contento de hacerlo.
—¿Qué hacemos con los títeres? —preguntó—. ¿Nos los llevamos también?
—No —dijo el chico—. ¿A quién le importan ahora los muñecos? Llevémosla al hospital.
—Como quieras —dijo el médico, pero, antes de agacharse para ayudar al muchacho a poner en pie a la chica, lanzó otra mirada a su alrededor, como si lamentara perder aquella oportunidad.
—¿De qué están hechos? —preguntó.
—¿Eh? —dijo el chico—. Ah, pues de… muchas cosas.
Le alcanzó el bolso a la chica.
—Los hace Emily —añadió.
—¿Emily?
—Emily es ella, mi mujer. Yo soy Leon Meredith.
—Mucho gusto —dijo el doctor.
—Están hechos con pelotas de goma —dijo Emily.
De pie resultó aún más delgada de lo que pareciera en un principio. Caminó con gracia, guiando a los hombres hacia la salida de la carpa, mientras sonreía a los pocos niños que quedaban. La falda, negra y llena de polvo, le colgaba irregularmente por debajo de las rodillas. El cardigan blanco jaspeado no llegaba a cerrarse sobre su abultada barriga.
—Compro una pelota de goma en cualquier tienda —dijo Emily— y con mi cuchillo corto el agujero para el cuello. Después la cubro con una media de nilón y le coso los ojos y la nariz, le pinto la boca y le hago el pelo con alguna clase de…
Cada vez le costaba más esfuerzo hablar. El doctor le echó una severa mirada.
—Las medias más baratas son las mejores —continuó ella—. Son más rosadas y de lejos se parecen más a la piel.
—¿Está muy lejos el coche? —preguntó Leon.
—No, no —dijo el doctor—. Está en el aparcamiento central.
—Quizá deberíamos llamar a una ambulancia.
—No es necesario, de veras —respondió el médico.
—Pero, ¿y si el niño nace antes de que lleguemos al hospital?
—Créeme, si hubiera la más mínima posibilidad, no estaría haciendo lo que hago. No tengo ningunas ganas de asistir a un parto en un Pontiac.
—No, por Dios —dijo Leon y, por el rabillo del ojo, miró las manos del doctor, que no parecían muy limpias—. Pero Emily asegura que nacerá de un momento a otro.
—Así es —dijo Emily tranquilamente.
Iba entre los dos, subiendo la rampa del aparcamiento sin ninguna ayuda. Sostenía el peso de su bebé como si se hubiera desprendido de ella. El maltrecho bolso de cuero se balanceaba colgado de su hombro. A la luz del sol, su cabello, recogido en dos trenzas plateadas, dejaba escapar pequeños mechones que ascendían en espiral, como filamentos metálicos atraídos por un imán. Su piel parecía fría, transparente y pálida, pero su mirada seguía serena. No parecía asustada.
—Puedo sentirlo —dijo, mirando al doctor a la cara.
—¿Es el primero?
—Sí.
—¡Ah!, ¿ves?, entonces no es posible que nazca tan deprisa —dijo el médico—. Como muy pronto será esta noche, ya tarde, tal vez mañana. ¡Si sólo llevas una hora de contracciones!
—Quizá sí y quizá no —dijo Emily.
De pronto sacudió sorprendida la cabeza y lanzó una rápida mirada al doctor:
—A fin de cuentas —dijo—, tengo dolores de espalda desde las dos de la madrugada. Tal vez estaba de parto sin saberlo.
Leon se volvió hacia el médico, que pareció dudar un instante.
—¿Doctor? —dijo.
—Todas mis pacientes creen que van a tener al niño muy deprisa —le respondió— y nunca es así.
Habían llegado a la gravilla blanca del aparcamiento. Varias personas pasaron junto a ellos: algunas acababan de llegar y se sujetaban los abrigos contra el viento, mientras otras se marchaban con globos, niños llorando y cajas planas con temblorosos plantones de tomates.
—¿No tienes frío? —preguntó Leon a Emily—. ¿Quieres mi chaqueta?
—Estoy bien —dijo ella, aunque debajo del cardigan sólo se veía una ligera camiseta negra, tenía las piernas desnudas y llevaba unas zapatillas de ballet finas como el papel.
—Debes de estar helada —dijo Leon.
—Estoy bien, Leon.
—Es la adrenalina —comentó distraídamente el doctor. Se había detenido y estudiaba el aparcamiento mientras se acariciaba la barba—. Parece que he perdido el coche.
—Dios mío —dijo Leon.
—No, ahí está. No sufras.
El coche era a todas luces el de un padre de familia: de morro chato, anticuado, con una cinta para el pelo que, roja y deshilachada, ondeaba en la antena y un ¡LÁVALO! escrito sobre un guardabarros cubierto de polvo. Dentro había libros de texto, calcetines sucios, chandals de gimnasia y revistas de cine arrugadas. El doctor se arrodilló en el asiento delantero y dio unos manotazos al desorden de atrás, hasta que casi todo fue a parar al suelo del vehículo.
—Ya está —dijo—. Podéis sentaros los dos detrás, estaréis más cómodos.
Se acomodó en su asiento y puso en marcha el motor, que gimió con un sonido giratorio. Emily y Leon subieron detrás. La chica encontró una bota debajo de su riñón derecho y se la puso sobre la falda, acunando entre sus dedos la punta y el tacón.
—Bueno —dijo el doctor—, ¿a qué hospital?
Emily y Leon se miraron.
—¿Al City? ¿Al University? ¿Al Hopkins?
—Al que esté más cerca —respondió Leon.
—Pero, ¿en cuál tenéis habitación? ¿Dónde visita vuestro médico?
—No tenemos habitación en ninguno —dijo Emily—, ni tenemos médico.
—Ya veo.
—Vayamos a cualquiera —dijo Leon—; pero vayamos ya.
—Muy bien.
El doctor maniobró para salir del aparcamiento. Los engranajes crujían al cambiar las marchas.
—Creo que tendríamos que habernos ocupado de todo esto antes —dijo Leon.
—Sí, realmente —dijo el doctor.
Frenó y miró en ambas direcciones. Luego metió el morro del coche en la corriente del tráfico de Farley Street. Avanzaban por una parte nueva y sin terminar, casi en las afueras de la ciudad: casas bajas, jardines sin árboles, una iglesia, un centro comercial.
—Pero supongo que lleváis un tipo de vida andariega —dijo el doctor.
—¿Andariega?
—Despreocupada, libre —explicó.
Se palpó todos los bolsillos con una mano, hasta que encontró un paquete de Camel. Consiguió sacar un cigarrillo y lo encendió, operación esta que exigió tantos tanteos, maldiciones y manipulaciones de objetos que se caían que fue un milagro que los otros conductores consiguieran librarse de él. Cuando al final agitó la cerilla para apagarla, exhaló una nube de humo y empezó a toser. El Pontiac iba de un carril a otro.
El doctor se golpeó el pecho:
—Supongo que vais de feria en feria, parando allí donde estéis, ¿no?
—No, lo que pasó fue…
—Pero ojalá hubiéramos podido traernos los títeres —continuó el doctor.
Giró por una calle más ancha. Se vio obligado a disminuir la velocidad y a pasar lentamente junto a varios edificios ocupados por guardamuebles y depósitos de alfombras, siguiendo a una enorme camioneta Mayflower que bloqueaba la visión.
—¿Estamos llegando a algún semáforo? —preguntó—. ¿Está rojo o verde? No veo nada. ¿Y las narices de qué son? Las de los títeres, quiero decir. ¿Cómo hiciste la nariz de la madrastra? ¿Era una zanahoria?
—¿Qué? —preguntó Emily—. ¿La nariz? —No parecía muy atenta—. Perdone, pero hay una especie de agua por todas partes.
El doctor frenó, miró por el retrovisor y se encontró con los ojos de Leon.
—¿No podemos darnos prisa? —preguntó éste.
—Me doy prisa —respondió el doctor.
Dio otra calada al cigarrillo cogiéndolo entre el índice y el pulgar. En el interior del coche el aire se volvió más azul y espeso. Delante, la camioneta Mayflower intentaba girar hacia la izquierda. A aquel paso le llevaría todo el día.
—Toque el claxon —dijo Leon.
El doctor tocó el claxon. Luego sostuvo el cigarrillo entre los dientes y se desplazó al carril de la derecha; un coche que avanzaba a toda velocidad casi se estrella contra ellos. Ahora se oían bocinazos por todas partes. El doctor empezó a tararear. Volvió al carril de la izquierda, puso el intermitente izquierdo y aceleró hacia el siguiente semáforo, del que colgaba un cartel que decía: PROHIBIDO GIRAR A LA IZQUIERDA. El cigarrillo tenía en la punta una ceniza larga y temblorosa. El doctor la echó al suelo y dio unas palmaditas en el volante y en su regazo.
—«Cuando el baile ha terminado…» —cantó.
Volvió aprisa al carril de la derecha y cortó por la explanada de la gasolinera Citgo, después giró de golpe a la izquierda y salió a la calle que quería.
—«Cuando amaneceee…»
Leon se cogió al asiento delantero con una mano, mientras con la otra sostenía con fuerza a Emily, que tenía la mirada fija en la ventanilla.
—Siempre voy a todas las ferias de la ciudad —dijo el doctor—. A las ferias de las escuelas, de las iglesias, a las ferias italianas, ucranianas… Me gusta la comida. También me gustan las atracciones y observar a la gente que trabaja allí. ¿Cómo debe ser tener un trabajo así? Solía llevar a mis hijas, pero ahora dicen que son muy mayores. «¿Cómo que sois muy mayores?», les pregunto yo. «Si yo no lo soy, ¿cómo vais a serlo vosotras?» La menor de mis hijas sólo tiene diez años. ¿Cómo va a ser muy mayor?
—El niño está naciendo —dijo Emily.
—¿Cómo?
—El niño. Lo noto.
El doctor volvió a mirar por el espejo. Sus ojos tenían más edad que el resto de su persona: eran de un marrón triste, estaban inyectados de sangre y por debajo presentaban bolsas del color opaco de los plátanos machucados. Abrió la boca o pareció que lo hacía. En cualquier caso, su barba descendió y luego volvió a subir.
—Pare el coche —dijo Leon.
—Pues… Ah, sí, podría ser —dijo el doctor.
Estacionó junto a una boca de riego, frente a una pequeñísima pizzería llamada Maria’s Home-Style. Leon le frotaba las muñecas a Emily. El doctor salió del coche rascándose los rizos por debajo del gorro de esquiar. Parecía sorprendido.
—Con permiso —le dijo a Leon, y éste salió del coche.
El doctor metió la cabeza dentro y preguntó:
—¿Dices que lo notas?
—Noto la cabeza.
—Todo esto es una equivocación, naturalmente —dijo el doctor a Leon—. ¿Sabes cuánto tarda, por término medio, una primeriza en dar a luz? Entre diez y doce horas. ¡Por lo menos! Y con bastante más jaleo, créeme. No existe la más mínima posibilidad de que tenga ahora al niño.
Sin embargo, mientras hablaba iba colocando a Emily en posición horizontal sobre el asiento y recogiéndole, metódicamente, la falda húmeda en una serie de apretados pliegues.
—Pero ¿qué demonios es…?
La camiseta era una especie de leotardo con bragas incluidas. El doctor hizo una mueca y desgarró la costura central.
—Emily tiene razón —añadió después.
—Pues haga algo —dijo Leon—. ¿Qué va usted a hacer?
—Ve a buscar algunos periódicos —le dijo el doctor—. Cualquiera servirá: News American, Sun… Pero que sean nuevos, ¿comprendes? No traigas el primero que te den diciendo que ya lo han leído…
—Ay, Dios mío, Dios mío. No tengo cambio —dijo Leon.
El doctor buscó en sus bolsillos. Sacó el deformado paquete de Camel, dos caramelos de goma pegoteados de hilachas y un paquete de pastillas.
—Emily —le dijo—, ¿no tendrás por casualidad cambio de un dólar?
Emily dijo algo parecido a un «sí» y giró la cabeza de un lado a otro.
—Busca su bolso —dijo el doctor a Leon.
Tantearon por el suelo, entre la ropa de gimnasia y las pajitas de refrescos. Leon levantó el bolso por la correa y metió dentro la mano hasta que dio con el portamonedas. Luego se lanzó calle abajo murmurando:
—Periódicos. Periódicos.
Era una calle animada, con mucho trajín. Había papeles esparcidos por la acera y una hilera de tiendas pequeñas: sitios donde comer, tintorerías, floristerías. Frente a uno de los cafés, se veían varias máquinas para comprar periódicos.
El doctor tiró el cigarrillo sobre el pavimento y lo pisó. Después se quitó la chaqueta. Se arremangó la camisa y se la metió bien por dentro de los pantalones. Se agachó dentro del coche y apoyó la palma de una mano sobre el vientre de Emily.
—Respira hondo, con el pecho —le dijo.
Con mirada soñadora observó por la ventanilla opuesta los camiones y autobuses que pasaban rugiendo, mientras tarareaba al compás de su propia respiración. El aire frío le erizaba el vello oscuro de los antebrazos.
Una mujer con tacones altos pasó por la acera; ni siquiera se dio cuenta de lo que ocurría. Luego se acercaron dos adolescentes que se repartían los bombones de una bolsa de papel. Disminuyeron la marcha. El doctor las oyó y se volvió:
—¡Chicas! —dijo—. Llamad a una ambulancia. Avisad que se trata de un parto inminente.
Lo miraron fijamente. Dos bombones idénticos quedaron suspendidos a medio camino de la boca.
—¿Y? —insistió el doctor—. Venga.
Las chicas entraron deprisa en Maria’s Home-Style y el doctor se volvió hacia Emily.
—¿Qué tal va eso? —le preguntó.
Ella gimió.
Leon regresó con un montón de periódicos. El doctor los abrió y empezó a colocarlos por debajo y alrededor de Emily.
—Esto —dijo como al azar— nos garantizará ciertas medidas antisépticas.
Leon parecía no escuchar. El médico envolvió los muslos de Emily con sendos periódicos. La chica comenzaba a hacer juego con el coche. El doctor tapizó el respaldo del asiento con la sección deportiva y fijó unas hojas más en el reborde de la ventanilla con la bota que Emily había sostenido durante todo el tiempo.
—Ahora —dijo— voy a necesitar dos tiras de tela de cinco centímetros de ancho por quince de largo. Arráncalas de los faldones de tu camisa, Leon.
—Renuncio —dijo Emily.
—¿Renuncias?
—Sí, he cambiado de idea.
El cocinero de Maria’s Home-Style salió del local. Era un hombre robusto, con un delantal manchado de salsa de tomate. Observó un momento a Leon, que de pie junto al coche y en tejanos tironeaba tembloroso de los faldones de su camisa. (Se le marcaban todas las costillas y los omóplatos eran tan puntiagudos como las alas de un pollo.) El cocinero se le acercó, cogió la camisa y la rompió por él.
—Gracias —dijo Leon.
—Pero ¿para qué es esto? —preguntó el cocinero.
—Quiere dos tiras de tela de cinco centímetros de ancho por quince de largo —dijo Leon—. No sé para qué.
El cocinero volvió a desgarrar la tela siguiendo las instrucciones: le pasó la camisa a Leon y las tiras al doctor, que las colgó cuidadosamente de la manija de la portezuela. Después el hombre apoyó en el techo del coche una mano ancha y carnosa y, agachando la cabeza, saludó a Emily:
—Buenas —dijo.
—Hola —contestó ella, cortésmente.
—¿Qué tal?
—Pues bien.
—Parece que quiere salir y nacer —dijo el cocinero—, pero luego se vuelve atrás, ¿no?
—¿Podría hacer el favor de irse? —dijo Leon.
El cocinero no le hizo caso.
—Las dos chicas que ha mandado usted están llamando a la ambulancia —le dijo al doctor—, usando gratis mi teléfono.
—Muy bien —dijo el doctor.
Tenía la cabeza del bebé entre sus manos: un bulto oscuro, húmedo y brillante.
—Ahora, Emily, empuja —dijo—. Maria, usted presione el vientre con las palmas. Apriete fuerte y lentamente, por favor.
—Así, así, ahora —dijo el cocinero mientras apretaba.
Leon, de cuclillas en el bordillo, se mordisqueaba los nudillos; se había puesto de nuevo la camisa, pero sin abotonársela. A sus espaldas se había apilado un pequeño grupo de gente. Las adolescentes guardaban silencio, sin acordarse de rebuscar en la bolsa de bombones. Un hombre preguntaba a todo el mundo si ya habían llamado a una ambulancia. Una mujer mayor le contaba a otra más joven la historia de un tal Dexter que había nacido de culo, con infinitas complicaciones.
—Empuja —dijo el doctor.
Se produjo un silencio. Hasta el tráfico parecía haberse detenido.
Después el doctor retrocedió sosteniendo un bulto resbaladizo y pelado. Algo se movió. De un sitio inesperado surgió un ruido ahogado. Fue tan rápido que, cuando sucedió, fue como si todo el mundo hubiera estado mirando hacia otra parte: el bulto se convirtió en una maraña, llorosa, serpenteante, frenética e indignada, de brazos y piernas rojos, con un cable de teléfonos en forma de espiral.
—Ah —dijo la gente respirando de nuevo.
—Es una niña —dijo el doctor y se la pasó al cocinero—. ¿Querías una niña?
—¡Qué más da! ¡Qué más da! —respondió el cocinero—. Mientras sea un bebé sano…
—Se lo preguntaba a Emily —dijo el doctor pacíficamente.
Tuvo que alzar la voz por encima de la del bebé, que era sorprendentemente fuerte. Se inclinó sobre Emily, apretándole el vientre con ambas manos.
—¿Emily? ¿Estás bien? Empuja otra vez, por favor.
Mientras el médico apretaba, a ella le resultó imposible tomar aire para hablar, pero, en el momento en que él aflojó, la chica dijo:
—Estoy bien, quiero ver a mi hija.
El cocinero parecía reacio a dársela. Meció al bebé contra su delantal, reflexionó un momento y suspiró. Luego se lo pasó al doctor, que examinó los conductos respiratorios, la naricita aplastada y la berreante caverna de la boca.
—Con semejantes chillidos, ¿cómo no va a estar bien? —dijo, y se agachó para dejarla en brazos de Emily.
La chica acunó al bebé contra su hombro, mientras el llanto continuaba, débil y apasionado, con un hipo al final de cada respiración.
—¿Qué has hecho con la tela? —preguntó el doctor a Leon.
Leon se había puesto de pie para poder echarle una ojeada al bebé. Algo hacía que mantuviera los labios estirados en una sonrisa que trataba de contener.
—¿Qué tela? —dijo.
—Las tiras de tela que has arrancado de tu camisa, maldita sea. Todavía nos falta mucho para terminar.
—Las ha colgado usted de la manija de la portezuela —dijo alguien.
—Ah, sí —dijo el doctor.
Agachado en el interior del coche, cogió una de las tiras y la ató alrededor del cordón del bebé. A pesar del aspecto torpe y rudo de sus dedos, parecía saber lo que hacía.
—«Cuando el baile ha terminado…» —cantó con la voz difusa de los barbudos. Mientras anudaba la segunda tira de tela, a lo lejos se oyó un gemido. Lanzado al viento, sonaba como una prolongación del llanto del bebé, igual de débil y de acuoso. Luego se diferenció y se hizo más penetrante.
—¡La ambulancia! —dijo Leon—. Oigo la ambulancia, Emily.
—Dile que se vaya —dijo Emily.
—Van a llevarte al hospital, cariño. Ahora te pondrás bien.
—¡Pero si ya ha pasado todo! ¿He de ir? —le preguntó al doctor.
—Naturalmente —respondió éste, y dio un paso atrás para admirar sus nudos, que parecían lazos en la cola de una cometa.
—En realidad —añadió—, llegan a tiempo. No tengo con qué cortar el cordón.
—Puede usar mi navaja del ejército suizo —le dijo Emily—. Está en mi bolso. Es del modelo «leñador», con tijeras incorporadas.
—Extraordinario —dijo el doctor balanceándose sobre los talones y sonriéndole alegremente. Los dientes, tras la barba enmarañada, parecían muy grandes y amarillos.
La sirena se acercaba. Una luz giratoria serpenteaba por entre el tráfico. Al detenerse junto al coche del doctor, la ambulancia chirrió. Dos hombres de blanco saltaron del vehículo.
—¿Dónde está la mujer? —preguntó uno.
—Estamos aquí —llamó el doctor.
Los hombres abrieron de golpe la puerta trasera de la ambulancia y sacaron a la calle estrepitosamente una camilla de ruedas, larga y estrecha como un ataúd y llena de cromados. Emily se esforzó por incorporarse. La niña se quedó callada en mitad de un llanto, como impresionada.
—¿Tengo que ir? —preguntó Emily al doctor.
Mientras los camilleros la ayudaban a salir del coche (cargándola en la camilla con periódicos y todo), ella se volvió hacia el doctor como esperando que la rescatara:
—¿Doctor? ¡No soporto los hospitales! ¿He de ir?
—Por supuesto —le respondió éste.
Se agachó para recogerle el bolso y se lo dejó en la camilla.
—¿Leon también viene?
—Claro.
—¿Y usted?
—¿Yo? Pues…
—Mejor que venga usted, doctor —dijo el conductor, cubriendo a Emily con una sábana.
—Bueno, si quieres… —respondió el doctor.
Cerró la puerta de su coche y siguió a la camilla hasta la ambulancia. Junto a Emily había otra camilla vacía en la que Leon y él se sentaron con cuidado, en el borde mismo, con las rodillas hacia afuera.
—Qué elegante —dijo el doctor a Leon.
Se refería, presumiblemente, al interior de la ambulancia: el mullido suelo alfombrado, los tubos y manómetros brillantes. Cuando, de un portazo, los hombres cerraron, el vehículo se sumió en un súbito y lujoso silencio. Los ruidos de la calle se apagaron y, a través de los vidrios ahumados, la gente de la acera parecía moverse con tanta lentitud como las mudas criaturas del fondo del océano. Avanzaron con suavidad. Pasaron junto a un café y una tienda de empeños. Hasta la sirena sonaba amortiguada, como si saliera de una vieja radio.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el doctor a Emily.
—Bien —contestó ella.
Yacía quieta, en medio de una maraña de trenzas sueltas. El bebé miraba fijamente el techo.
—Le agradecemos mucho todo lo que ha hecho —dijo Leon al doctor.
—No ha sido nada —respondió éste bajando las comisuras de los labios. Parecía incómodo.
—Si a Emily no le pasara eso con los hospitales, creo que habríamos hecho los preparativos antes. Pero no esperábamos al crío hasta dentro de un par de semanas. Lo fuimos postergando y eso es todo.
—Y supongo que siempre estabais de acá para allá —dijo el doctor.
—No, no…
—Claro, con vuestra forma de vivir, no me imagino que pudierais hacer planes a un plazo muy largo.
—Usted tiene una idea equivocada de nosotros —dijo Emily.
Tumbada en la camilla y con la sábana que, ondulada, tapaba los periódicos y la falda empapada, Emily parecía en cierto modo intacta, prístina y remota, con la mirada puesta en sí misma.
—Usted cree que somos una especie de vagabundos —añadió—, pero no es así. Estamos casados legalmente y vivimos en un piso normal y corriente, con muebles. Nuestro hijo fue completamente planeado. Incluso vamos a contratar un servicio de pañales a domicilio. Ya les he llamado y me dijeron que les avisara en cuanto naciera la criatura y que enseguida empezarían a mandármelos.
—Ya veo —dijo el doctor, moviendo la cabeza.
Parecía disfrutar. La desordenada barba subía y bajaba y el pompón de su gorro de esquiar se agitaba.
—Hemos planeado cada detalle —continuó Emily—. No hemos comprado una cuna porque no es muy importante, de momento usaremos una caja de cartón acolchada.
—Ah, maravilloso —dijo el doctor, encantado.
—Cuando sea demasiado grande para la caja, compraremos esas barandillas con barrotes de aluminio que vimos en un catálogo, pueden ponerse en cualquier cama. ¿Para qué tantas cosas: cunas, cochecitos, bañeritas? Además, las barandillas de aluminio van muy bien para los hoteles y los pisos de otras gentes. Son muy cómodas para viajar.
—Para viajar, sí —repitió el doctor, mientras se apretaba las manos con las rodillas y se inclinaba en la misma dirección que la ambulancia cuando ésta tomaba una curva.
—Pero no somos… Quiero decir que sólo viajamos a veces, cuando damos una función. Fuera siempre hay alguien que quiere ver Blancanieves o La Cenicienta, pero por la noche estamos casi siempre en casa. No somos unos vagos. Tiene usted una idea equivocada de nosotros.
—¿Acaso he dicho yo que fuerais unos vagos? —preguntó el doctor. Miró a Leon—. ¿He dicho yo eso?
Leon se encogió de hombros.
—Hemos pensado en todo —dijo Emily.
—Sí, ya lo veo —dijo el doctor amablemente.
Leon se aclaró la garganta.
—A propósito —dijo—, no hemos hablado de sus honorarios.
—¿Honorarios?
—Sí, por sus servicios.
—Bah, las urgencias no se cobran —respondió el doctor—. ¿No lo sabíais?
—No —dijo Leon.
Él y el doctor parecían empeñados en conseguir que el otro bajara la vista. Leon levantó aún más la barbilla. La luz le dio de lleno en los pómulos. Era una de esas personas que siempre parecen dispuestas a ofenderse: mandíbulas apretadas, hombros tensos…
—No puedo aceptar gratis sus servicios —dijo.
—¿Quién ha dicho que sean gratis? —preguntó el doctor—. Espero que le pongáis mi nombre a la criatura —se rió: un jadeo que le agitó la barba.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Emily.
—Morgan —respondió el doctor.
Silencio.
—Gower Morgan —añadió.
—Tal vez podríamos usar las iniciales —dijo Emily.
—Era broma —dijo el doctor—. No lo habréis tomado en serio. —Se palpó en busca de los Camel y sacó uno del paquete—. Sólo quería hacer un chiste.
—Acerca de los honorarios… —dijo Leon.
El doctor se quitó el cigarrillo de la boca y fijó la vista en el rótulo del tubo de oxígeno.
—En realidad —dijo, volviendo a guardar el cigarrillo en el paquete—, hoy no tenía nada mejor que hacer. Mi mujer y mis hijas han ido a una boda; el hermano de mi mujer se casa de nuevo.
Mientras tomaban una curva, el doctor se cogió al hombro de Leon. Ahora la ambulancia circulaba por un camino privado. Pasaron junto a un cartel que decía SÓLO URGENCIAS.
—Mis hijas están haciéndose mayores —continuó—, empiezan a hacer con su madre cosas de mujeres y se olvidan de su padre. Al nacer, cada una de ellas parecía tan nueva; yo tenía tantas esperanzas, estaba tan seguro de que no cometeríamos ningún error… Disfruta de ella mientras puedas —dijo, dirigiéndose a Leon.
El bebé dio un respingo y agarró con fuerza dos poquitos de aire.
—Yo tenía el presentimiento de que iba a ser niño —dijo Leon.
—¡Leon! —dijo Emily, acercándose más a la niña.
—Un niño, claro —dijo el doctor—. Nosotros buscamos al niño durante años. Pero siempre te queda la esperanza de que la próxima vez…
—Nosotros sólo podemos permitirnos uno —dijo Leon.
—¿Uno? Un hijo nada más —dijo el doctor. Se hundió en sus pensamientos—. Sí, está bien, ¿por qué no? Hay cierta… solidez en eso. Muy calculado. Muy básico.
—Es un asunto de dinero —aclaró Leon.
La ambulancia se detuvo en seco. Los camilleros bajaron, dieron la vuelta, abrieron la puerta de atrás y dejaron penetrar el rugido de una enorme máquina ennegrecida situada en la entrada misma del servicio de urgencias, el olor del agua caliente de la lavandería, de los tubos de escape y de la comida reseca de la cafetería. Cogieron la camilla de Emily y se alejaron aprisa haciendo chirriar las ruedas. Leon y el doctor treparon por el enlosado y trotaron detrás.
—¿Llevas suelto? —gritó el doctor.
—¿Suelto, qué?
—¡Dinero! ¡Monedas!
—No, lo siento —respondió Leon—. ¿Le sirve un dólar de papel?
—¡Es para ti! —gritó el doctor. Pasaron por unas puertas de vaivén y bajó la voz—: No es para mí, sino para ti, para el teléfono. Querrás llamar para dar la noticia.
—¿Llamar a quién? —preguntó Leon abriendo los brazos.
El doctor se detuvo de golpe. «¡A quién va a llamar!», se repitió para sus adentros. Tenía la misma expresión de franca satisfacción que en la ambulancia, cuando le habían hablado de la cama de aluminio.
Después, una enfermera levantó la sábana de Emily y, al ver todos aquellos periódicos llenos de sangre, chasqueó la lengua y corrió junto a la camilla mientras ésta avanzaba por el pasillo. Otra enfermera cogió a Leon por el codo y lo llevó junto a una mecanógrafa, en una oficina con paneles de vidrio. Todo se puso en marcha, pulcra, eficiente y activamente. Al doctor lo dejaron atrás.
De hecho se olvidaron de él por el momento. Cuando Leon y Emily volvieron a pensar en él, no lo encontraron por ninguna parte. Se había esfumado, sencillamente. ¿Había dejado alguna nota?, le preguntó Leon a la enfermera de Emily. La mujer no sabía siquiera de quién hablaban. Otro médico, residente de obstetricia, llamado en consulta, dijo que había sido un buen parto, y que el bebé estaba sano. Teniendo en cuenta las condiciones, añadió, Emily tenía que estar muy agradecida.
—Sí, deberíamos darle las gracias al Dr. Morgan —le comentó Leon—. Además, no aclaramos lo de los honorarios.
Pero el residente nunca había oído hablar del Dr. Morgan. Tampoco figuraba en la guía telefónica. Parecía que no existiese.
Más adelante (tan sólo unas pocas semanas después, cuando el recuerdo del nacimiento de su hija ya se había desvanecido y los dos tenían la sensación de que la niña había vivido siempre con ellos) casi llegaron a preguntarse si aquel hombre no habría sido producto de su imaginación, si no lo habrían invocado precisamente en un momento de necesidad. Su gorro, dijo Emily, le había recordado a un gnomo. En realidad, podía ser un personaje de cuento de hadas, dijo ella: el elfo, el geniecillo, el duende que encuentra a los niños debajo de las hojas de col, los deja en brazos de su madre y desaparece.