Epílogo

Christian Tell miró a su alrededor en la terraza acristalada, típica de los chalets de un solo piso a los que solían ir adosadas. Había plantas de todo tipo. Alguna que otra la reconocía de su infancia. Una de ellas, los collares de corazones, quizá porque el nombre rara vez coincidía con su aspecto. Los geranios, claro está. Del techo colgaban largas ramas de color verde oscuro, tan frondosas y ensortijadas que resultaba difícil distinguir de qué macetero procedía cada una.

«Östergren no tiene tan buena mano con las plantas, seguro —se dijo Tell recordando el despacho de la comisaria jefe, con sus alféizares absolutamente desiertos—. Debe de ser cosa del marido».

Constató que el jardín de la parte trasera de la casa no se hallaba tan cuidado como el resto de la parcela. Cierto que el césped estaba bien cortado, pero los árboles crecían sin podar y los arbustos, salvajes. Los cipreses se erguían altos hacia el cielo. Más allá de la porción de césped, se veían los primeros árboles de un soto o arboleda en cuya linde contraria debía de extenderse la bahía de Askimsvik.

Desde la cocina se oía la voz de Gustav Östergren, que reprendía con ternura a su esposa por esforzarse inútilmente. Ella rechazó irritada su preocupación, pero se excusó enseguida. Tell sonrió con tristeza. Después de tantos años juntos, no era poco lo que había que tener en cuenta en la relación de pareja.

Östergren pareció alegrarse de veras al verlo. Llevaban mucho tiempo sin hablar. A decir verdad, desde que a ella le dieron la baja indefinida. Y desde antes, incluso.

Tell aún se sentía incómodo y su primer impulso al ver la casa había sido el de pasar de largo, con la excusa de que no había llamado antes para advertirles de su visita. Era temprano. Ella quizá estuviese durmiendo aún.

—No puedo quedarme mucho tiempo —fue la primera frase ridícula que se le ocurrió decir cuando Östergren le abrió la puerta con expresión de sorpresa. Señaló el reloj, abochornado—. Bueno, ya sabes.

En un primer momento, Östergren permaneció impertérrita y seria, como si no lo reconociese fuera de su contexto normal. Luego dijo su nombre y estalló en una risa inmotivada, casi alegre. Tell pensó que se alegraba de oírla reír.

—Sólo quería ver qué tal.

—Si miras a ver qué tal esperando en la terraza, preparo café.

Se había puesto un traje nuevo, uno de color gris claro, en lugar del oscuro que solía llevar. Distraído, retiró una hilacha de la pernera, sacó una cajita de tabaco de mascar General Portion, también nueva y, con mano inexperta, se puso bajo el labio una porción.

Seja le había hecho una propuesta: si pasaba un mes sin fumar, lo invitaría a un viaje de los llamados «de último minuto». No le dijo adonde, sólo que sería «a algún lugar cálido». Ella ignoraba lo largo que podía ser un mes en sus circunstancias. Además, era ridículo que ella, que tenía una economía tan precaria, lo invitase a ningún sitio. Sin embargo, él deseaba emprender un viaje con ella, lo deseaba con todas sus fuerzas. Y sólo por eso valía la pena pasar aquella tortura.

Gustav Östergren salió con un termo de café. Antes de ponerlo en la mesa, retiró del mantel un par de hojas secas.

—¿Os ayudo a algo? —preguntó Tell, como un niño de visita en casa de un pariente anciano. Por primera vez tuvo conciencia de la diferencia de edad. Östergren no era mucho mayor que él, pero los símbolos generacionales que adornaban la casa le recordaron a los de sus padres: la foto de boda en la pared de la sala de estar, donde se veía a Ann-Christine Östergren con el peinado típico de los años sesenta. El césped artificial de la terraza acristalada. Las hamacas de mullidos cojines. Los posavasos de madera de pino.

Todo aquello lo dejó desconcertado, lo hacía sentir extraño ante aquella persona con la que había tenido contacto diario y con la que había colaborado estrechamente durante muchos años. Para él, su jefa no tenía edad, no era ni vieja ni joven, ni mujer, ni un ser humano con pensamientos y sentimientos relativos a nada que no fuese el trabajo.

De repente se preguntó cómo se había sentido al verse tan limitada. Si ella habría participado en la creación de ese papel o si, como otros, habría optado por afirmar y desarrollar tan sólo ciertas facetas de su persona.

—Anki, ¿puedes traer el azucarero?

Cuando, durante la última conversación que mantuvieron, Östergren mencionó a su marido, Tell se sorprendió ante el hecho de que estuviera casada. Enseguida se forjó una imagen del hombre en cuestión.

Ahora comprobaba que Gustav Östergren estaba lejos de ser el abogado o el hombre de negocios jubilado, alto e imponente, que él se había imaginado. Por otro lado, cayó en la cuenta de que, de hecho, él sabía de su existencia e incluso lo había visto en una ocasión, hacía varios años. Fue en una cena de Navidad de la asociación de jardinería Trädgårdsförening. Tell recordaba que Carina lo tuvo a su lado durante la cena y quedó encantada con aquel hombre sencillo de indómito cabello gris y barba muy poblada y de mirada amable, que llevaba la camisa por fuera de los vaqueros y los vaqueros por dentro de los calcetines, de modo que más parecía un Papá Noel. Gustav Östergren se puso las gafas y leyó la fecha de caducidad de la leche, antes de servirla en una jarrita.

Ann-Christine Östergren llegó con el azucarero. Caminaba despacio. Tell no creía haberla visto nunca moverse con tal lentitud. Se preguntó si sentiría algún dolor.

—No penséis que soy descortés si me voy un rato al garaje —dijo Gustav Östergren—. Es que tengo un pequeño proyecto, ¿sabes? Me he embarcado en la tarea de construir un violín. Claro que no es seguro que lo termine. Ven a verlo luego, si quieres.

Se puso un par de zuecos y salió por la puerta de la terraza.

Ann-Christine Östergren sonrió con ternura, como para sí misma.

—Quiere dejarnos solos, por eso se ha ido.

—Es impresionante, ponerse a construir un violín —observó Tell.

Ella asintió.

—Siempre ha sido su sueño. Y ahora que ha dejado de trabajar —se ha retirado con un par de años de antelación para poder estar en casa conmigo—, tiene tiempo de dedicarse a ello.

Se hizo el silencio. Una urraca se posó en la tarima de madera que había al otro lado de la ventana.

—Todos te echamos de menos en el trabajo —dijo Tell al cabo de un rato.

—Gracias. La verdad es que yo no echo tanto de menos el trabajo. Por lo menos, no tanto como pensaba. Todo es relativo. Pensé que no saldría adelante si no me aferraba al trabajo. Por alguna extraña razón, creía que mientras estuviese trabajando, seguiría viva; que si me quedaba en casa, le daría la razón al cáncer. Sería como sentarse a esperar la muerte, ni más ni menos. No soportaba la idea. Sería una muerte doble. Ya sabes, en el trabajo, uno sabe quién es. Puede que yo no fuese la mejor del mundo en mi puesto, pero era buena. En casa no soy nada especial. No hago nada especial. Aunque, bueno, ahora he empezado a leer otra vez —se le iluminó la cara—. De joven leía a todas horas. Nada de enjundia, ya sabes, novelas policiacas, biografías. Ahora acabo de terminar una de la pintora Frida Kahlo. Una mujer fascinante. Un destino fascinante.

—Sí, también han hecho una película sobre ella —recordó Tell—. Con… Penélope Cruz, ¿no se llama así? O… bueno, creo que es ella. También una mujer fascinante. Y muy guapa.

Östergren soltó una carcajada y, con la sonrisa aún en los labios, le preguntó:

—Y a ti, ¿qué tal te va?

Tell se encogió de hombros.

—Pues no sé qué decirte. Más o menos como de costumbre. A la mujer de Bärneflod se le ha ocurrido invitar a cenar a todo el equipo, idea que a Bengt no le hace ninguna gracia. De hecho, se pasa los días quejándose de que, al parecer, no tenía bastante con aguantarnos de lunes a viernes, sino que además tendrá que vernos el sábado, en su casa, e invitarnos a unas copas.

Östergren volvió a reírse, meneando la cabeza. Tell pensó que hacía mucho tiempo que no la veía reír. Cogió una galleta de canela y continuó poniéndola al día de lo que había sucedido en la comisaría desde que ella se marchó.

—Gonzales cogió a un joven por la violación del parque Vasaparken en la que murió la chica. Su esperma coincidía. Y otras tres chicas que habían denunciado haber sido violadas el año pasado lo identificaron. Además, cuando ya lo teníamos, nos chivó que su primo le había echado una mano.

—¡Qué horror!

—Pues sí. Pero bueno, ahora están los dos fuera de combate.

Tell dio una palmada para subrayar lo terminante de sus palabras y la urraca alzó el vuelo. Tomó un trago de café y prosiguió:

—Beckman y Karlberg se fueron al curso el lunes pasado. Ya sabes, el curso al que habrían ido en Navidad, de no haberse presentado el caso del jeep.

—Eh… sí, ya sé.

Östergren dio un mordisco a un bollo de canela y retiró meticulosamente las migajas del jersey turquesa. Su gesto le hizo ver a Tell que también aquello se apartaba de lo habitual: Östergren siempre iba de negro.

—Pero ese caso está cerrado, por cierto —prosiguió Tell cumplidor, pese a que le daba la impresión de que Östergren lo escuchaba sólo a medias—. Cierto que Selander había limpiado el cuchillo que hallaron oculto en la puerta de su autocaravana, pero la Científica encontró restos de sangre de Molin en el puño. Y ella confesó en cuanto vio que todo estaba perdido. Al parecer, Sebastian Granith y Caroline Selander no planearon juntos los asesinatos, al menos no abiertamente, pero… ¿cómo decirlo? Parece que se enardecieron el uno al otro en su deseo de venganza. Los tres: la madre, el hermano y la amante. Se diría que habían sellado un pacto tripartito de locura total. Por cierto que Solveig Granith no está en condiciones de ser interrogada. Aún sigue en Lillhagen.

Östergren asintió pensativa.

—Desde luego, cabe preguntarse por qué alguien esperaría once años para matar a otro —observó.

Tell se encogió de hombros.

—Sí, bueno, en el caso de esa pandilla de chalados, cabe cuestionarse mil cosas. Yo no soy ningún experto, pero también me hice esa pregunta, claro.

—¿Y qué opinas?

—Opino que, por separado y por perturbados que estén, no habrían sido capaces de cometer un asesinato. Bueno, Selander tiene a su espalda una larga historia de delitos violentos, incluido el intento de asesinar a su padre. Pero, como quiera que sea, yo creo que la desafortunada combinación de esos tres individuos se produjo justo en virtud de la pérdida común de un ser querido. Y creo que llegaron a ser dependientes unos de otros, aunque no del mismo modo. Creo que vivieron juntos año tras año acuciándose, incitándose mutuamente, vamos. Formaron un club secreto del odio, un pacto en el que la adolescente muerta se convirtió en un símbolo de lo que les faltaba. Al final de los interrogatorios, Sebastian Granith dijo que él ya había pagado su culpa. Estaba satisfecho. En cierto modo, era como si hubiese asumido la responsabilidad de lo que le ocurrió a My, no me preguntes cómo ni por qué, pero los asesinatos de Edell, Bart y Molin serían para él una especie de desagravio. Y una manera de impresionar o de ser aceptado por su madre y por Caroline. Como si, con el paso de los años, se hubiese visto abocado a una situación en que los asesinatos se presentaban como la única alternativa.

Tell tenía el entrecejo fruncido. Al finalizar se relajó y, algo abochornado, añadió:

—¡Qué puñetas! Beckman es mejor que yo con la psicología. Pero supongo que hay preguntas cuya respuesta nunca averiguamos.

Östergren protestó y le aseguró que lo que decía resultaba muy interesante y Tell dedujo que deseaba que continuase. Se sirvió otra taza de café.

—En cualquier caso, cuando se vio abrumada por las pruebas, Caroline Selander confesó que Sebastian Granith le había enviado al móvil un mensaje de texto, justo cuando lo detuvimos. «Two down. One more to go», decía más o menos. Debía de tenerlo programado por si lo cogíamos, pues no lo dejamos sin vigilancia ni un momento. Por cierto que luego encontramos el móvil, después de que ella hubiera confesado. Estaba hundido en la tierra por la que anduvimos, delante de la casa. La verdad, fue un poco ridículo.

—¡Huy! Vaya.

—Sí, ¿verdad? Así que cuando recibió el mensaje, Caroline supo que Sebastian ya había matado a los dos primeros, y que lo habíamos cogido. Entonces entendió que era su deber encargarse del tercero y así lo hizo, sin pensárselo dos veces y sin planearlo. Intuía que era urgente, que la policía ya conocía los antecedentes de toda la historia y que sólo era cuestión de tiempo que… bueno, ya me entiendes. Sencillamente, lo apuñala sin más miramiento, lava el cuchillo y se fuga en la autocaravana que tiene registrada a su nombre. Y luego, claro, no tardaron en dar con ella.

—¿La policía de Ystad?

—Exacto.

—Y antes de eso, ¿le asestó aquel golpe a Seja Lundberg?

Tell tragó saliva.

—Seja Lundberg empezó a sospechar de Caroline Selander tras la conversación mantenida con un viejo conocido común.

—Es decir, que hizo sus propias averiguaciones.

—Sus propias averiguaciones, eso es. Selander se puso nerviosa cuando comprendió que Seja le iba siguiendo la pista.

Östergren volvió a asentir.

—Leí su artículo. Estaba bien. Inteligente —dicho esto, se inclinó y posó levemente su mano en la de Tell, como de pasada, antes de coger la jarra de la leche—. Bien. Pero, en fin, yo preguntaba que cómo te iba a ti. Cómo estás tú. Y tu chica, ¿cómo se encuentra?

Por un instante, Tell quedó perplejo. ¿A qué se refería? ¿Acaso no sabía que Carina y él habían terminado? O quizá fuese más verosímil pensar que alguien del trabajo le hubiese hablado a Ann-Christine de Seja…

Östergren exhaló un suspiro.

—¿Por qué pones esa cara de susto? Para empezar, yo estoy prácticamente jubilada y, por tanto, ya no soy tu jefa, es decir, no te expones a ningún tipo de medida por mi parte. Para continuar, y esto es más importante, soy tu amiga. O al menos, eso creía yo. Cierto que no he sido muy abierta en todo momento, pero siempre tuve la sensación de que tú y yo nos parecíamos bastante. De que nos entendíamos. Yo confiaba en que…

—Sí, pero… —protestó Tell.

—… confiaba en que… —se detuvo y le apuntó con el dedo— tú serías capaz de valorar los riesgos que entrañaba tu conducta. Tienes la capacidad necesaria para hacerlo, aunque, en este caso, llegaste al límite. Por eso me sentí muy dolida al ver que no pensabas que pudieras hablar conmigo de ello. Y que, en cambio, me evitabas sistemáticamente. Fue una cobardía por tu parte.

—Sí.

—Y una actitud bastante infantil.

Tell no la miró a la cara, pero intuyó que Ann-Christine exhibía una sonrisa apenas perceptible. Por alguna razón, eso le hizo sentirse aún más débil.

—Por supuesto —dijo alzando la voz—. Y puesto que has abordado el tema de mi falta de valor, me gustaría pedirte perdón por no haber querido ni siquiera verte, ni recordar que existías o que existía tu enfermedad. O sea, que no era sólo por el asunto de Seja. Sencillamente, me angustiaba la idea de…

Guardó silencio e hizo un gesto de impotencia con el que pretendía simbolizar aquello que no se atrevía a mencionar.

—De que pronto moriré —dijo ella concluyendo la frase con serenidad—. Acepto la disculpa.

Tell sentía la mirada de Östergren clavada en su frente.

—¿Por qué estás enfadado? Si ni siquiera yo lo estoy… —se inclinó y lo obligó a mirarla a los ojos—. Voy a hacerte la misma pregunta que le vengo haciendo a Gustav últimamente. ¿Por qué has de estar indignado tú, cuando yo he dejado de estarlo? Ya he aceptado que me queda un año. Tengo un año para leer todos los libros que pensaba leer cuando me jubilase. Para dormir más por las mañanas. Podré utilizar la sauna que construimos hace un año, en la que apenas he tenido tiempo de entrar hasta ahora. O retomar las conversaciones que interrumpí con mi marido cuando estábamos recién casados y que abandonamos en algún punto de la escalada de mi carrera. Y yo le digo a Gustav que debería alegrarse, ya que siempre se ha quejado de que ni lo veía siquiera.

Tell creía estar a punto de echarse a reír, pero notó asombrado que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Y, por cierto, Christian, creo que deberías alegrarte, como yo, de haber encontrado a alguien que se porta bien contigo y te aguanta, en lugar de complacerte en abrigar esos extraños remordimientos. Deja de conducirte con el miedo como guía. Deja de cuestionar si te mereces lo que tienes. Y vive. ¡Disfruta!

Tal era el entusiasmo con el que gesticulaba, que arrastró un mazo de cartas que había en la mesa y lo tiró al suelo.

Tell se dio cuenta de que, bien mirado, se sentía feliz. Feliz de pensar que Seja quizá estuviese en su apartamento cuando volviese a casa del trabajo. No se atrevía a darlo por hecho, pero tenía la esperanza de que así fuera. Y se alegraba de ello.

—Me va bien con mi chica —respondió. Y la alegría afloró a su semblante, en forma de sonrisa, cuando se agachó a recoger las cartas.

—¿Lo ves? ¡Si hasta sonríes, hombre! —dijo ella, y le dio un empujoncito en broma—. Ya sabía yo que eras capaz.

Ambos rieron un rato, al cabo del cual se hizo un denso silencio en la terraza. Gustav Östergren dobló la esquina con el cortacésped, que fue a aparcar delante de la escalera del sótano.

Cuando abrió la puerta de la terraza, les llegaron los gritos de las gaviotas y una ráfaga de viento fresco les acarició el rostro. Tell advirtió que Ann-Christine se estremecía de frío.

—Está soplando el viento —comentó su marido mientras se servía una taza de café—. Viento de mar.

Y de hecho, Tell constató que ahora sí se percibía el aroma marino mientras que, cuando llegó, eran las emisiones de gas del tráfico de la hora punta lo que dominaba. Recordó que de niño siempre le gustó caminar cerca del mar cuando el viento soplaba con fuerza.

—¿Y el violín? —le preguntó a Gustav Östergren.

—Espera a que me tome este café y vamos a verlo juntos.

El hombre mojó con fruición un trozo de bollo en el café mientras que, con la mano que tenía libre, cogía una manta que había doblada junto a la puerta. Se la dio a su mujer, que, agradecida, se cubrió las piernas con ella.

Tell se puso de pie.

—Otro día, Gustav. Tengo que irme.

Le dijo a Ann-Christine un adiós sencillo y carente de dramatismo. Al contrario que cuando llegó, hacía una hora, se sentía alegre y animado.

Ya en la calle, se percató de que el viento había empezado a soplar con violencia y de que los cipreses cedían sumisos a su empuje. Aun así, decidió dar un paseo por las rocas. Después de todo, tenía tiempo.