Capítulo 64

Sin ofrecer la menor explicación a sus colegas, Tell se fue en la ambulancia rumbo al hospital de Borås. Seja estaba despierta, un tanto aturdida a causa de la conmoción cerebral que, según sabrían más tarde, había sufrido.

Con rapidez inaudita y con la ayuda de la placa, Tell hizo venir a un médico que examinó la herida que Seja tenía en la cabeza. Iba a necesitar varios puntos de sutura y, seguramente, terminaría por salirle un buen chichón.

En el apartamento no hallaron ningún objeto con el que pudiesen haberle ocasionado la lesión. El médico sugirió que debía de ser grueso y romo, quizá un bate de béisbol. Seja no conseguía recordarlo y, pese a la discreta insistencia de Tell, no quería hablar del suceso acontecido en casa de Solveig Granith.

—Vi la silueta de una persona y sentí que me estallaba la cabeza casi al mismo tiempo. Es cuanto puedo decir. Y es cuanto deseo decir en estos momentos. Te agradezco que me acompañaras, Christian, pero ya puedes irte. Estoy cansada y sé que tienes mucho trabajo.

—Mal momento para mostrar tanto orgullo —le dijo reconviniéndola con dulzura—. Además, sé que se las arreglarán perfectamente sin mí durante un par de horas.

Como cabía esperar, apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un joven sudoroso con el uniforme de enfermero asomó la cabeza por la puerta:

—¿Christian Tell? Tengo un mensaje…

El joven se inclinó, con las manos en las rodillas.

—Mierda. Perdón, te he estado buscando por todo el hospital. Tienes que llamar a una tal Karin Beckman. Parece que es importante y cito: «Urgente de cojones».

Tell sacó el móvil, que tenía apagado, marcó el código y, acto seguido, el número directo de Beckman. Una enfermera que pasaba lo miró con el ceño fruncido y señaló un cartel en el que se veía un móvil tachado. Tell asintió e hizo un gesto de «disculpa», que dirigió tanto a la enfermera como a Seja.

El eco de su voz resonó en el pasillo, que en ese momento estaba desierto.

—¿Beckman? ¿Qué pasa?

—¿Cómo que qué pasa? —respondió ella. Por el tono crispado de su voz, Tell comprendió que algo había sucedido—. ¿Dónde estás? —preguntó—. Bärneflod me dijo que habías ido al hospital y…

—A ver, habla.

Un médico se acercó estresado por el pasillo y Tell se volvió hacia la pared, ocultando como pudo el teléfono en el cuello del abrigo.

—Han detenido a Caroline Selander en Ystad, en el muelle del transbordador de Polonia y…

Tell supuso que Beckman había entrado en el ascensor, ya que la conexión empeoró de pronto.

—… la policía ha registrado la autocaravana y ha encontrado…

La voz de Beckman se perdió entre los ruidos.

—¡Coño, sal ya del ascensor! —le gritó Tell.

Una mujer con las piernas y los brazos escayolados pasó en una silla de ruedas y le dedicó una mirada de reproche.

—… un cuchillo que muy bien podría haber sido el usado para asesinar a Molin —prosiguió Beckman—. Lo han lavado, pero según el perito, deberían poder aislar alguna huella, puesto que el puño es de madera.

—Bien —respondió Tell—. Me encargaré de ello en cuanto la traigan. ¿Qué te contaron de la detención? ¿Opuso…?

—Christian —lo interrumpió ella, con la voz tensa del principio. Tell intuía que había algo más. Oyó que Beckman entraba en una habitación, seguramente en su despacho, y cerraba la puerta—. Östergren se desmayó en su despacho hace dos horas. Vino a buscarla una ambulancia.

Tell retrocedió con torpeza un par de pasos y apoyó la espalda y la cabeza en la pared. Sintió un repentino mareo y una sequedad amarga en la boca. «¿Cuándo fue la última vez que comí bien? —se preguntó absurdamente—. Un bocadillo, un bollo de canela. ¿Fue ayer cuando compré la pizza en La Gambero? ¿O fue anteayer?».

—¿Hola? Oye, Christian, ¿sigues ahí?

Se presionó la frente con la palma de la mano.

—Sí, estoy aquí. ¿Cómo está?

—Pues como comprenderás, no lo sé. En el hospital no le dan información más que a los familiares. Renée tenía el móvil del marido, pero, desde que se enteró de la noticia y se fue en taxi al hospital, no lo ha cogido. ¡Dios! ¡No sé si puedo con esto!

Tell se sorprendió al oír a Beckman: se diría que estaba llorando. Nunca pensó que su relación con la comisaria jefe hubiese llegado a ser tan íntima. Se serenó y le dijo:

—Karin, voy a salir. No cuelgues.

Dicho esto, tomó el ascensor y, ya en la puerta del hospital, la llamó de nuevo. Le dio la impresión de que aquel breve espacio de tiempo bastó para que su colega recobrara el temple. «Cobarde», sentenció Tell para sí.

Beckman carraspeó para aclararse la garganta.

—Perdona, no sé qué me pasa. Demasiados acontecimientos, todo de golpe. He dejado a Göran, esta vez va en serio. O al menos, creo que esta vez va en serio.

Tell aguardaba con interés que su colega continuase, pero no fue así.

—No tienes nada por lo que excusarte —le aseguró. Durante un instante, se hizo el silencio, pero fue un silencio agradable y lenitivo.

—Sí —replicó ella—. A veces hay que pedir perdón. Y yo pido perdón por pasarme de lista. Esto de la muerte nos afecta a todos, a cada uno de una manera. No sólo a ti. A mí también. Quiero decir que está muy bien tener un montón de opiniones teóricas, pero en la práctica… —Beckman se sonó ruidosamente, antes de proseguir—: Bueno, sólo quería decir que me alegro mucho de las conversaciones que mantenemos. Sé que a veces parece que son sólo por ti, pero yo también las necesito.

—No pasa nada, Karin —respondió Tell. La nieve empezaba a caer en tímidos copos sobre el aparcamiento de enfrente—. Está bien poder contar con la gente para cosas.

En condiciones normales se habría irritado por lo simplón de su respuesta, pero, en aquel contexto de sinceridad mutua, concluyó que sentía lo que acababa de decir.

—Oye, por cierto —prosiguió—. Decías que se llevaron a Östergren hace un par de horas, ¿no? Pues entonces no es tan raro que no puedas hablar con ellos. Es una mierda, Karin, pero en estos momentos no puedes hacer nada. Tendrás que esperar hasta mañana, pase lo que pase.

—Pero ¿y si no sale de esta?

—Ya… —respondió Tell—. De todos modos, no podrás hacer nada, salvo aguardar pacientemente.

Karin Beckman rompió a reír, sin dejar de sollozar.

—Vale, lo que quieres decir es «Karin, en estos momentos no puedes tener el control. Al menos, no sobre la muerte».

—Sí, algo así.

Por un instante, Tell creyó que había colgado, cuando la oyó hablar en un tono más animado.

—Por cierto, Björkman me llamó para contarme lo que habían encontrado en la casa de Bart. Un fajo escondido de cartas. De su hermana. Al parecer, intentó sacarle dinero.

—Pero ¿cómo? No, espera, déjame adivinarlo: lo amenazó con contar lo que sabía de su complicidad en lo del club de motoristas, ¿no es eso?

—Exacto. Se ve que, según ella, él se había quedado en alguna ocasión con un dinero que le pertenecía y, de este modo, intentaba recuperarlo.

—Ajá. Fíjate lo que son las cosas.

Tell rebuscó en los bolsillos para ver si encontraba el papel donde había anotado el número de teléfono de la habitación de Seja. Debía procurar marcharse antes de que empezase a nevar de verdad, tan pronto como fuera posible, para no arriesgarse a tener que esperar a que las quitanieves terminasen su trabajo. Y pensó que bien podía decírselo por teléfono.

Sin embargo, no quería colgar sin asegurarse de que Beckman se encontraba bien. Ella no solía bajar la guardia ni se permitía mostrarse débil. Si ahora había comprendido que no sólo era posible sino, además, beneficioso a veces, quizá la próxima no le costaría tanto.

Pero fue Beckman quien puso fin a la conversación.

—Vuelve con la chica —le dijo—. Seguro que está esperándote.

Tell no supo qué responder. Allí estaba, desorientado, con las llaves del coche a unos centímetros de la cerradura, incapaz de darse el último empujón necesario para abrirla y entrar en el coche. Estaba cansado.

En su cabeza se mezclaban un sinfín de ideas y de preguntas, pero comprendió que no conseguiría aclararse allí, en medio del aparcamiento. Ni bajo la nieve, que caía con más fuerza posándose sobre el asfalto como una blanda membrana.

De repente, recordó que se lo había oído decir a alguien: que aquella noche iba a nevar. Quizá en las noticias de la mañana. Se dio la vuelta, aún vacilante, y se quedó con la imagen del aparcamiento medio vacío.

Se veía luz en casi todas las ventanas del hospital y, aquí y allá, incluso un candelabro de Adviento olvidado. Pensó que las personas que allí había luchaban por su vida en aquellos momentos.

Se guardó las llaves en el bolsillo y volvió a entrar por la puerta giratoria. No se quitó el abrigo, pues no pensaba quedarse mucho tiempo pero, de todos modos, le diría a Seja personalmente que se marchaba. Y también que pensaba volver.