—Dijo que los había matado, que se lo merecían y que no necesitaba ningún abogado para su defensa. Supongo que piensa que no hay nada que defender.
Tell y Bärneflod estaban en la lamentable parte trasera de la comisaría, con su empedrado en mal estado y sus bancos de madera medio podrida. El clásico cubo de cemento lleno de arena se veía estratégicamente colocado un poco aparte, para aquellos que no habían logrado dejar de fumar cuando se prohibió en todo el edificio.
—O sea, que no le has sacado nada más, ¿no?
—Ni una palabra. Vamos, literalmente, ni una palabra. No ha vuelto a hablar desde que confesó. Ha contado su cuento y luego, ha decidido cerrar el pico. Empieza a ser muy frustrante.
Bärneflod dejó escapar entre los dientes un silbido de admiración.
—Pues cualquiera lo habría dicho. Quién se iba a imaginar que ese desgraciado fuese tan bravucón. Yo pensaba que tenía los nervios destrozados.
Tell asintió con un susurro y encendió el segundo cigarrillo en los últimos cinco minutos. Ya que, forzado por la ley, había tenido que bajar hasta allí para fumar, más valía amortizar el paseo. Antes cerraba la puerta de su despacho, abría la ventana y fumaba apoyado en el alféizar y echando el humo a la calle. Apagaba la colilla en una de las macetas que sólo Dios sabía cómo habían ido a parar a su ventana. Desde que se enteró del cáncer de pulmón de Östergren, empezó a coger el ascensor para bajar a fumar al patio trasero. Así de banal y predecible era.
—Pues yo no sé si es bravucón —dijo Tell meditabundo y con el ceño fruncido.
Había pasado muchas horas con Sebastian Granith. No cabía la menor duda de que, en lo concerniente a los dos primeros asesinatos, no encubría a otro asesino. Sobre todo, después de que comprobasen que las huellas dactilares encontradas en el jeep alquilado —de cuyos neumáticos hallaron un rastro en el lugar del crimen— coincidían con las suyas. Y, puesto que el arma homicida fue la misma en ambos casos, Granith aparecía claramente vinculado al asesinato de Waltz.
Distinta se presentaba la situación con Molin. Tell estaba convencido de que Sebastian Granith sabía quién había matado a Molin, pero, pasados los primeros momentos de desconcierto, no mostró el menor indicio de angustia ni el más mínimo deseo de querer hablar. A medida que pasaba el tiempo, crecía la insatisfacción de Tell ante el hecho de tener que conformarse con una solución incompleta del caso.
—No —resolvió al cabo de unos minutos de cavilaciones—. No guarda silencio porque sea un bravucón. Es sólo que se ha apagado. No creo que tenga los nervios destrozados. Es como si tuviese la mente ocupada con otro asunto, como si de verdad consiguiera desconectar de la realidad a placer.
—Pues se ve que es de familia —masculló Bärneflod, irritado. Y parecía dispuesto a continuar con su razonamiento, si no lo hubiera interrumpido un ataque de tos originado en lo más hondo de sus pulmones. Se volvió, entre convulsiones, de espaldas a Tell, que le aporreó la espalda obsequioso, mientras miraba de soslayo las hileras de las ventanas que daban al patio. Por un instante, se sintió como un actor secundario en una película de borrachos.
—¿Qué tal? Suenas como un tuberculoso. ¿Qué estabas diciendo?
Bärneflod entró y llamó el ascensor.
—No, nada, que parece que es de familia, porque a mí su madre me causó la misma sensación: de vez en cuando cerraba todos los canales y ni siquiera era consciente de nuestra presencia. Y en otros momentos era demasiado consciente de nuestra presencia. Menuda pirada. No es de extrañar que el chico se haya vuelto loco, pobrecillo.
Tell asintió con expresión ausente. Encaminó sus pasos hacia la cafetería, en lugar de a su despacho, pues sabía que no sería capaz de concentrarse en nada sensato.
Bärneflod siguió su estela sin dejar de hablar, sin precisar más público que el que había hallado en Tell. Al igual que el comisario, se sirvió un café y un bollo de canela.
Se llevaron el tentempié a su sección, donde se les unió Gonzales, que parecía necesitar algo de compañía tras varias horas de trabajo en solitario.
—¡Qué mierda! ¡Cómo sufre mi muñeca de tanto ordenador y tanto teléfono! —se lamentó a modo de introducción, mientras describía círculos en el aire con un mohín de dolor en la cara—. Los que pasamos mucho tiempo al teléfono, ¿no deberíamos tener auriculares?
Tell disimuló una sonrisa complacida. Existían tantas similitudes entre Gonzales y él tal como era al principio de su carrera… Impaciente, entusiasta y ávido de experiencias fuertes. Seguramente, en aquellos momentos estaría pasando por la fase de decepción ante la realidad de que el trabajo no satisficiera sus expectativas.
—¿Habéis sacado algo de la visita? —preguntó el joven colega dirigiéndose a Bärneflod. Este le hincó el diente al bollo de canela, negó moviendo la cabeza y señaló a Tell.
—Pues no mucho, ya ves. Que esa mujer parece estar chiflada y poco más. Muy desagradable, si quieres saber mi opinión. No me gustaría toparme con ella en un callejón oscuro.
—Vale, pues yo sí he encontrado algo. He estado hablando por teléfono con…
Tell le puso la mano delante de la nariz y Gonzales guardó silencio.
—Espera, acabo de recordar otra cosa muy extraña de esa mujer. Mientras estábamos allí, apareció una chica de treinta y cinco o cuarenta. Dijo que era de los servicios de atención domiciliaria, pero tanto yo como Bengt notamos que allí había algo que no encajaba, ¿verdad?
Bärneflod asintió vehemente.
—Si aquella tía era del servicio de asistencia domiciliaria, yo soy el Pato Donald. No tenía… ni la ropa ni la actitud adecuadas —explicó con la boca llena de bollo de canela—. Además, le dio una coartada a la vieja.
Tell asintió.
—Quiero que revisemos todo eso con más detenimiento. Y Beckman, ¿está aquí?
—Llevaba el pelo súper corto y unos pendientes enormes y los labios pintados —prosiguió Bärneflod, como si no lo hubiesen interrumpido—. Tenía una pinta de lo más insolente. Y una serpiente grande y asquerosa tatuada en el cuello, vamos, como cualquier marino.
—¿Qué dices que tenía?
Gonzales se dio con las rodillas en la mesa y armó un escándalo general antes de transmitir su mensaje de un modo racional.
* * *
Tell frenó delante del edificio de ladrillo rojizo después de un eslalon por la autovía con las luces de emergencia encendidas y, en ese preciso momento, se encendió el móvil y apareció en la pantalla el número de Michael Gonzales.
Había notado su decepción cuando le ordenó que se quedase en la comisaría para averiguar enseguida cuanto fuese posible sobre la mujer de la serpiente tatuada en el cuello. Y no fue sólo por el presentimiento de que Bärneflod se ofendería muchísimo si le sugiriesen que él debía quedarse amarrado al escritorio.
Pese a sus prejuicios y a su falta de espiritualidad y de habilidad social, era indiscutible que Bengt Bärneflod tenía más de treinta años de experiencia en aquel tipo de situaciones, de modo que actuaba con el piloto automático y se mostraba notablemente impávido con independencia del tipo de intervención. Mantenía la cabeza fría en situaciones en que otros policías curtidos podían perderla. Tell ignoraba si ello se debía a su incapacidad emocional para permitir que las crisis ajenas le afectasen lo más mínimo, y, para el caso, poco importaba cuál fuera la causa. Debía admitir que aunque a veces, incluso muy a menudo, se sentía más que harto del colega, para él era una garantía llevarlo consigo en intervenciones arriesgadas.
Cierto que la visita que iban a hacerle a Solveig Granith no era, en términos policiales, una visita peligrosa. En el apartamento habría a lo sumo dos mujeres, por más que estuviesen locas de atar. Pero Tell tenía un mal presentimiento. Además, estaba convencido de que el modo en que jugasen sus cartas en los próximos sesenta minutos sería decisivo para la resolución de un caso que él había dado por zanjado hacía tan sólo un par de días.
Ahora, Gonzales le confirmó brevemente la información facilitada por Greta Larsson: según los datos que había recabado sobre Caroline Selander, ésta había estado interna en una clínica psiquiátrica en tres ocasiones, entre los dieciocho y los veintiún años. Había enviado una solicitud para tener acceso a la historia clínica, pero, como ya sabían, podían tardar en concederlo.
—Antes del psiquiátrico estuvo encerrada en un centro terapéutico durante más de un año… Hasta que cumplió la mayoría de edad. Ley de Protección del Menor. Sentenciada a cuidados psiquiátricos penitenciarios a los diecinueve, por intento de asesinato. La persona a la que intentó matar era Gunnar Selander, su padre. Y eso es todo por ahora. Tomáoslo con calma.
* * *
La aceleración cardiaca le resultaba familiar de sus tiempos de policía de seguridad ciudadana. El ir con los cinco sentidos. La detección de los detalles. Tell advirtió que la manivela de la portezuela de la rampa para arrojar los desechos estaba suelta en el segundo piso y la portezuela, entreabierta. Un leve olor a residuos en descomposición inundaba el rellano. Cayó en la cuenta de que, desde que ascendió a comisario, la cantidad de escaleras extrañas que transitaba durante la semana se había reducido de forma drástica.
Metió la mano en el bolsillo interior en busca de la cartera. El peso del arma le resultaba insólito, pero le infundía seguridad, como siempre que se ponía la funda de la pistola. Llamó a la puerta, puso la placa delante de la mirilla y aguardó la respuesta.
Nada se oía en el interior del apartamento. Se dio la vuelta y miró a Bärneflod. Él también se había llevado la mano al arma.
El colega asintió. Tell presionó el picaporte y la puerta se abrió silenciosa.
Durante el trayecto habían recordado juntos la planificación del apartamento, que el pasillo era estrecho y que el baño estaba enfrente. Que la cocina quedaba al fondo a la izquierda, contigua a la sala de estar. El olor era el mismo, constataron enseguida: un aire viciado de humo y carente de oxígeno, con un toque de fruta demasiado madura.
Hallaron a Solveig Granith sentada en el mismo lugar, con las manos abiertas y las palmas hacia arriba, apoyadas en las rodillas nudosas, como un perro declarando su sumisión. O como una persona que, resignada, hubiese aceptado por fin cuanto pudiera sobrevenirle.
Tenía la mirada perdida en el vacío. Los fragmentos de la paloma de porcelana rota seguían allí, en un pequeño montón en el suelo. Tell bajó el arma e hizo un gesto por encima del hombro. Bärneflod empezó a inspeccionar las habitaciones con cautela, en busca de Selander. Era evidente que ya no estaba en el apartamento.
Tell se acuclilló.
—¿Dónde está Caroline Selander? —le preguntó sereno.
Solveig Granith no pareció haberlo visto siquiera.
—La encontraremos, Solveig. Sólo que nos llevará un poco más de tiempo sin tu ayuda. Y protegiéndola a ella sólo consigues perjudicarte.
Se atrevió a acercarse un poco más. Aún acuclillado, recogió los fragmentos de la paloma y los posó con un tintineo sobre la mesa, al lado de Solveig. La mujer entrecerró los ojos y las palmas de sus manos enrojecidas se plegaron instintivamente, como si quisieran proteger la figura quebrada.
—No debes protegerla, Solveig —Tell se acercó tanto que, con el brazo extendido, podía tocarle la pierna, pero no lo hizo—. No tendrás fuerzas para ello. Además, no se lo merece. Te ha dejado aquí, ¿verdad? No se ha molestado en llevarte consigo, así que, ¿por qué ibas tú a arriesgar nada por ella?
Durante unos minutos, lo único que se oyó fue el sonido de puertas que se abrían y se cerraban, el ruido amortiguado de los movimientos de Bärneflod.
«Joder, ni siquiera ha pestañeado desde que llegué», pensó Tell.
De pronto, reconoció en aquella mujer a su hijo. Tal y como había dicho Bärneflod, ambos tenían la capacidad de anular la realidad cuando se les hacía demasiado insoportable.
—¿Dónde está, Solveig? —repitió—. Tú no has matado a nadie, ¿verdad? Todo lo que está ocurriendo… Eso no es cosa tuya, ¿cierto? Pero mientras no podamos interrogar a Caroline Selander, tú eres la única que tiene un móvil y que carece de coartada. Habla, por tu propio bien.
Dijo las últimas palabras concentrado a medias en los sonidos cada vez más ruidosos del interior del apartamento y en el breve grito de sorpresa de Bärneflod. En efecto, el colega apareció en el umbral segundos más tarde con la pistola apuntando al suelo. Parecía sereno.
—Jefe, creo que deberías venir a echar un vistazo —dijo sin más explicación.
Tell pasó por delante de él y siguió hasta el pasillo. La desagradable sensación que había tenido todo el tiempo se acentuó y, de repente, comprendió qué lo había movido a conducir a toda velocidad, por qué tenía el corazón en un puño.
Seja y sus remordimientos irracionales y sus malditas pretensiones periodísticas. En el vestíbulo de la comisaría, ella quiso contarle algo relacionado con Caroline Selander. Se había enterado de algo relevante para el caso, pero él estaba demasiado cansado y fue demasiado orgulloso para escuchar. Y de ese modo, la impulsó a acudir sola a aquel apartamento. A aquella casa pestilente, tenebrosa y repugnante, habitada por dos psicóticas…
Bärneflod salió al pasillo móvil en mano y señaló sin decir nada la habitación de la que él acababa de salir. La lámpara del techo vertía su luz sobre la moqueta marrón del pasillo.
—… una mujer de unos treinta años —oyó decir fríamente a Bärneflod—. No, no, está viva, pero le han dado un buen golpe en la cabeza… Sí, exacto, relacionado con ese caso. Incluso creo que se trata de uno de los testigos a los que interrogamos.
Seja yacía en una posición extraña, con un brazo doblado bajo su propio cuerpo. A primera vista, se diría que tenía el cuello roto. Tell se quedó helado, pero advirtió enseguida que la cabeza estaba ladeada y que reposaba sobre su cabello. Había sangre en el umbral de la puerta y bajo el cuerpo de Seja.
Seguramente, la habían golpeado cuando entraba en la habitación y luego la arrastraron algo más de medio metro hacia el interior para que no estorbase a la puerta. «Nadie se ha molestado en colocarla en una postura más cómoda», se dijo con irracional impotencia. La tensión de los tendones del cuello resultaba obscena y el modo en que quedaban a la vista hacía pensar en una escena amañada. Lo que más lo incomodaba era su vulnerabilidad: ¿cuánto tiempo llevaba allí tendida con la garganta descubierta en aquella casa de locos?
Se arrodilló y le colocó bien el brazo y la cabeza. La mano de Seja se estremeció al contacto de las suyas.
Al parecer, Bärneflod había localizado al comisario responsable del grupo de homicidios de Borås y, mientras charlaba con él, soltó una risotada estentórea y absolutamente impropiada. La frustración de Tell se materializó en una ira concentrada dirigida contra su colega, que parecía haberse contentado con comprobar que Seja estaba viva antes de ponerse a charlar con Björkman.
Tell le oyó lanzar un silbido.
—¡Perfecto!
Por lo que iba comentando Bärneflod, Tell comprendió que habían comprobado la existencia de una autocaravana registrada a nombre de Caroline Selander.
—¡Baja un poco la voz, joder! —le espetó Tell entre dientes—. Y da una orden de búsqueda de inmediato.
—Gracias, sé hacer mi trabajo —Bärneflod aún estaba lo bastante animado por el hallazgo como para no dejarse abatir por el humor incomprensible del comisario—. ¡Tell, ya tenemos a esa zorra!
Seja parpadeó brevemente cuando Tell le puso la cabeza en sus rodillas. Se le manchó el pantalón de sangre, aunque la mayor parte se había coagulado formando una masa pastosa alrededor de la herida de la cabeza.
—No tardarán en venir —le comunicó Bärneflod al tiempo que cerraba el móvil de golpe—. ¿Has visto esto, eh?
Señaló con un amplio movimiento toda la habitación, el vestidor que, a todas luces, había sido utilizado para otro fin.
Tell no se había dado cuenta hasta ese momento de la minuciosa decoración del santuario dedicado a My Granith. Las paredes estaban cubiertas de banderolas con motivos políticos y de ropa que había pertenecido a My, en distintas edades y de diversos estilos. Carteles de grupos como The Sisters of Mercy y The Cure. Una de las paredes estaba tapizada de poemas y páginas arrancadas de sus diarios.
Se acercó un poco y leyó pensamientos grandilocuentes del consabido tono existencialista. La caligrafía era típica de una adolescente: letra grande y amplia, inclinada a la izquierda.
En un taburete alargado se veían pilas de discos de vinilo junto a ejemplares de literatura juvenil, anuarios escolares, revistas de sociedad y de música. Todo estaba atestado de fotos y de fotocopias de imágenes de My: de niña, desnuda en el jardín junto a una piscina hinchable; a la edad de diez años, con un par de pantalones cortos y las piernas y los brazos demasiado largos; a los catorce, con el pelo teñido con henna.
En una mesita auxiliar cubierta con un tapete de color lila había un florero con un ramo de rosas secas y polvorientas. Por entre las flores sobresalía una tarjeta: «Felicidades, My, el día de tus dieciocho años». Sobre la mesa, en un marco dorado había colgada una ampliación en blanco y negro. Tell supuso que sería una de las últimas fotos de My. Aparecía de cuerpo entero en una amplia escalinata de piedra y le sonreía al fotógrafo, tan sorprendida como relajada. Comparada con la adolescente huraña de la foto de al lado, allí se la veía convertida en toda una mujer. Era una foto preciosa. Tell comprendía perfectamente que la hubiesen elegido como objeto de veneración.
Bärneflod apareció a su lado.
—Desagradable, ¿no? Es como una sala de inmolaciones.
Uno de los médicos de la ambulancia dio unos golpecitos en el marco de la puerta antes de entrar. En ese mismo momento, Seja abrió los ojos.
—Joder —dijo al ver a Tell.