Capítulo 62

De niña iba a Borås a ver a su tía. Aparte de las reuniones familiares perfumadas de infancia, Seja sólo había puesto el pie en la ciudad en aquella única ocasión: el día en que, junto con un novio que la engañaba y otros dos chicos a los que conocía medio bien, fue para escuchar a un grupo que le gustaba a medias en un club de motoristas bastante feo y aterrador, situado a las afueras de una ciudad que respiraba tristeza.

En aquella época, solía hacer cosas así. De hecho, marcaron su adolescencia. Salía con gente que no le gustaba del todo y acudía a fiestas y a bares en los que se aburría. Escuchaba canciones que a veces ni siquiera entendía, sólo porque eran las que había que escuchar. Escuchaba otra música a escondidas. Y complacía por gratitud a los chicos cuando querían…

Intentó darle la vuelta al razonamiento. ¡Qué felicidad! Por fin, a la edad de treinta años, había aprendido a decir que no a cosas que no le apetecían. No a fiestas aburridas con gente aburrida y con fijación por sí misma. No a participar en esa competición absurda de quién tiene más, llega más lejos, es más amado.

Si es que había alcanzado ese estado, claro.

Se vio obligada a concentrarse en la carretera. Orientarse en una ciudad desconocida no era su fuerte. Cuando por fin llegó a la calle que buscaba, fue más bien gracias a la casualidad que a la correcta lectura del plano que tenía desplegado sobre las rodillas. Pagó una hora de aparcamiento: no creía que le llevase más tiempo.

Seja detuvo el paso y se concedió un último instante de reflexión.

Sabía que el hecho de que ella hubiese estado ante la puerta del club de motoristas aquella noche de hacía once años debía tener algún significado. Y también el que hubiese visto a My marcharse. Y la sensación tan extraña que se le agarró en el estómago. Y que el destino hubiese querido que ella se contase entre las primeras personas que vieron el rostro del hombre muerto en el taller de Thomas Edell.

No contaba con ningún plan definido. En un arrebato de ira, Christian la había acusado de haber tenido una intención oculta cuando inició la relación con él. De pronto, no estaba segura de que no fuese cierto. ¿Habría tenido una intención oculta incluso para sí misma? ¿Habría sido la relación amorosa —la felicidad embriagadora absolutamente subversiva en que se vio inmersa, la intensa añoranza que ahora sentía— otro indicio más? Uno de los muchos que, juntos, la conducían a un solo punto y a una única resolución: procesaría la historia y la haría inteligible. Y lo haría escribiendo. El único modo en que podía hacerlo era escribiendo.

My tuvo que morir. No sólo porque la persiguieron como a un zorro acosado, sino porque nadie acudió en su ayuda. Habría sobrevivido si alguien hubiese llegado a tiempo, antes de que el cuerpo hubiese perdido demasiada sangre. Antes de que el frío hubiese ahuyentado de su cuerpo el último aliento de vida.

Por eso tenía remordimientos, por la falta de respeto que le había demostrado a My. Fue demasiado débil para prestar oídos a la sensación que devoraba su estómago y para hablar de ello con la policía. Por el desprecio que todo el mundo había demostrado por My al permitir que los tres hombres que le arrebataron la vida quedasen libres. Hasta ahora. De eso se había encargado el asesino. El asesino no pudo soportar aquella falta de respeto. En cierto modo, Seja comprendía a la persona que se había tomado la justicia por su mano. Una sensación de envidia, tan irracional como primitiva, latía bajo la curiosidad que la había impulsado a presentarse delante del triste edificio gris ante el que ahora se hallaba. Sentía envidia de My, a la que alguien amó tanto que fue capaz de matar por restaurar su memoria. Envidia del asesino, que había elegido hacer de su rabia algo más que dejarla que minase su espíritu.

Ella, por su parte, pretendía escribir para hacerle justicia al nombre de My y, con ello, pagar de algún modo su culpa. Quería escribir un reportaje profundo. Era periodista —o, bueno, llegaría a serlo—, pero escribiría la historia desde el punto de vista personal de quien se involucra en lo narrado, de alguien que participa en la acción, y no únicamente en la periferia.

No tenía la menor idea de cómo proceder, pero para hablar de My tal y como era cuando estaba viva, tendría que hablar con aquellos para quienes My era un ser querido. Empezaría por su familia. La madre de My. Luego quizá buscase a Caroline, la mujer que fue su gran amor.

John Svensson, el conocido del amigo casado de Hanna sólo había tenido con My en Borås una relación más o menos lejana cuando eran jóvenes. Fue después, cuando ambos empezaron a estudiar en el mismo internado, cuando se hicieron amigos. Incluso buenos amigos. O «tan buenos como Caroline les permitió».

Eso dijo el propio Svensson, que le habló largo y tendido sobre My y Caroline. «Su amor se hacía notar», fueron sus palabras.

Ya ante la puerta del apartamento, Seja respiró hondo. Aún podía cambiar de idea. Podía llamar a Christian, dejar a un lado la amargura que sintió cuando se despidieron enojados e intentar una vez más que la escuchase; que se tomase el tiempo necesario para escuchar cómo ella ordenaba todos los fragmentos de sus recuerdos que, junto con la curiosidad y alguna que otra sensación difusa, insuflaban vida a ese espíritu rebelde que la impulsaba a avanzar hacia algo imposible de definir.

Sin embargo, llamó a la puerta, que se abrió enseguida. Dedujo que la mujer de piel reseca que la recibió debía de estar pegada a la mirilla, esperando a que ella llamase. Tal suposición le infundió enseguida una sensación muy desagradable.

Ella misma oyó lo desconcertante que sonaba su excusa.

Dijo que quería hablar de My. Que fueron más conocidas que amigas, pero que quería que le ayudasen a aclarar parte de lo ocurrido.

—Me figuro que vosotros también tenéis muchas dudas sin despejar. No voy a daros falsas esperanzas: no es mucho lo que sé. Pero… pensaba escribir algo sobre My, sobre lo que ocurrió. Sólo porque la conocía y porque pienso que alguien debería hacerlo. O sea… Lo único que quiero es hablar un poco. Hablar de My.

Guardó silencio. La mujer no se había inmutado lo más mínimo. Quizá hubiese estado escuchando con suma atención cada una de las palabras de Seja, interpretando cada pequeño movimiento de los músculos de su cara, aunque más bien parecía estar mirando al infinito, como si se encontrase en su propio mundo, cuyo interior estaba vedado para Seja.

—Espero no haber venido a abrir viejas heridas —concluyó Seja algo insegura al no observar reacción alguna—. ¿Puedo entrar un momento?

La mujer fue lo bastante clara, pues desapareció hacia el interior del apartamento, al parecer con la esperanza de que Seja hiciese lo propio.

Se quedó sola en el vestíbulo y se desató los cordones de las botas. Miró a su alrededor y comprobó que la mujer no vivía sola en el apartamento. Había en la zapatera dos pares de zapatos de caballero, además de varios pares de señora de un número demasiado grande para una mujer de tan baja estatura. En el perchero había un abrigo rojo que, seguramente, también pertenecía a una mujer tan alta como la propia Seja.

Olía a tabaco y a algo que recordaba a un viejo ramo de flores ajadas: olía a podrido. Sintió de improviso la punzada del miedo como una patada asestada con tino en la espina dorsal. Y acababa de reprocharse amargamente no haber prestado atención a la alarma de su estómago en aquella ocasión importante… Ahora tampoco cabía malinterpretar las señales que le enviaba su propio cuerpo. Aun así, continuó hacia la penumbra que dominaba el apartamento.

La vivienda estaba organizada según la planificación típica de los años setenta, con un aseo en la entrada y un pasillo por el que se accedía al resto de las habitaciones y a la cocina. Tenían todas las puertas cerradas, de modo que el pasillo se hallaba a oscuras.

Granith se había sentado en un sillón de la sala de estar, junto a la ventana. Tras un instante de vacilación, Seja se acercó hasta el sofá. La expresión «atestado de muebles» cobraba otra dimensión en aquella sala.

Se sentó enfrente de la mujer, que volvía la cara hacia la ventana, pese a que las cortinas estaban echadas y sólo dejaban entrar un haz de luz que se vertía finísimo sobre sus muslos delgados, pasando por los calcetines de Seja, para continuar por el parqué. A la sombra del sillón, los fragmentos de una figura de porcelana rota formaban un círculo irregular.

—¿Y dices que conocías a My? —preguntó la mujer en un tono uniforme, sin apartar la vista de la rendija de la cortina.

—La conocía un poco —respondió Seja—. Salimos alguna vez y, si nos veíamos por la calle, nos saludábamos. Nos caíamos bien. Quiero decir que a mí ella me caía bien. Y creo que yo a ella también. Yo diría que nos parecíamos bastante.

La mujer se volvió despacio a mirarla. Algo comenzaba a moverse en sus ojos grisáceos.

—¿La querías? —preguntó.

El labio inferior empezó a temblarle sin control mientras que las lágrimas afloraban a sus ojos. «Dios santo —exclamó Seja para sí—. Aún está destrozada, después de todos estos años. Aún no ha superado la muerte de su hija». Y aunque quizá fuese natural no superar nunca nada semejante y permanecer entero, algo le decía a Seja que tenía ante sí los despojos de una persona que era como un explosivo. El resultado de años de inhibir su dolor y su amargura.

«¿Cuánto odio y cuánta ira puede alojar un cuerpo humano sin resquebrajarse y derrumbarse como un castillo de naipes?», se preguntó. Sobre todo cuando se trataba de un cuerpo tan frágil: aquella mujer no pesaría más de cuarenta kilos.

«No se atreve a moverse con desenvoltura —de repente, Seja lo entendió—. Permanece inmóvil y aislada para no romperse. Hay tanto odio preso en su interior que teme quebrarse si abre un resquicio por el que pueda fluir hacia fuera. Cree que el mínimo gesto de la cara, el menor sentimiento, en cuanto lo admita, adquirirá proporciones catastróficas y devastadoras. Y, además, sabe algo. Lo sabe».

Seja comprendía ahora del todo la razón de su visita, pese a la resistencia que había experimentado, pese a sus malos presentimientos. Ahora obtendría respuestas.

Cuando se inclinó y tomó la mano de Solveig Granith, sintió la adrenalina bombeándole por todo el cuerpo.

—Sí, la quería mucho. Resultaba difícil no quererla. Parecía una persona sincera.

La mujer se sobresaltó al sentir el roce de su mano, pero no se apartó enseguida. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas rodasen por sus mejillas y le mojasen el pecho del sucio jersey.

Permanecieron un rato sentadas, rodeadas de sonidos cotidianos. Música procedente de algún lugar del edificio. Un vecino que tiraba una bolsa llena de vidrio. La oyeron caer tintineando en el suelo del almacén de desechos. Se oyó al vecino cerrar la puerta y echar la llave.

Seja se alegró de poder sentir todos aquellos sonidos.

Unos minutos después, Solveig Granith se secó las lágrimas con el puño del jersey. Sin preguntar nada, se dirigió a la cocina con paso vacilante y empezó a trajinar con la cafetera.

—¿Te importa si grabo nuestra conversación? Voy por la grabadora.

Seja lamentó enseguida haber preguntado, pensando que su actitud entrometida minaría la resistencia del frágil puente que había tendido entre ellas. Pero Solveig le respondió quedamente que no, que podía grabar la conversación y que sí, que podía escribir sobre My.

En el brazo de una silla que había en el vestíbulo estaba la cazadora de Seja, donde ella misma la había dejado. Tenía la grabadora en el bolsillo.

Era como si el olor a residuos orgánicos se hubiese intensificado. La agobiaba. Buscó con la mirada el origen del hedor, aunque no halló más que una bolsa de papel debajo de la mesita que había bajo el espejo. De la bolsa sobresalían unos trapos sucios y el borde de un anorak con manchas de color marrón. «¿Sangre, quizá?», se preguntó. Seja se obligó a serenarse. Aquella mujer tenía los nervios destrozados, pero quería hablar. Deseaba hablar por sí misma.

Desde el vestíbulo oyó cómo la mujer iba y venía de la cocina a la sala de estar.

Seja volvió a la habitación y Solveig empezó a hablar enseguida. Y al hablar de My, desaparecía su parquedad. Se diría que lo que la aterraba era la idea de olvidar a su hija, que lo único que le garantizaba un espacio en su memoria era hablar de ella.

Se alegró de tener puesta la grabadora. No tardó en dejarse llevar por el relato. De vez en cuando, se le antojaba que Solveig hablaba de ella, como si hubiese estado vigilándola a escondidas desde que nació.

No existían muchas similitudes entre la madre de Seja y la mujer que ahora tenía delante. Aun así, por un momento, Seja se identificó completamente con My.

Al cabo de un rato, las dos adolescentes se le antojaron una sola.

Le sorprendió que aquella mujer tan desagradable y a todas luces desquiciada tuviese la capacidad de pintar un retrato tan detallado de una hija que era adolescente cuando murió. Idealizándola, cierto, «pero así es como queremos recordar a nuestros muertos», se dijo. De repente, tuvo la sensación inequívoca de que Solveig Granith había conocido a su hija después de que ésta muriera, como una parte del proceso de aceptación de la pérdida.

—Un amigo de My me contó que… bueno, que conoció a una persona con la que convivió durante un par de años antes de… fallecer. Una persona con la que iba en serio. He pensado que quizá tú llegaste a conocerla y podrías hablarme de ella. Esa persona me interesa porque… —Seja dejó escapar un suspiro—. Seré sincera.

Las palabras fluyeron por sí mismas, se sentía incapaz de controlarlas. Se obligó a ignorar sus miedos. Estaba demasiado pendiente de cómo reaccionaba la mujer.

—Tengo un amigo… Quiero decir que… He estado hablando con una persona que fue a la misma escuela que My. Este amigo la conocía bastante bien. A ella y a Caroline Selander, la mujer con la que My mantuvo aquella relación. Y este amigo me dijo que Caroline amaba a My hasta el punto de que parecía querer poseerla por completo.

Por primera vez desde que Seja puso en marcha la grabadora, Solveig Granith empezó a flaquear, con la mirada perdida, y a comportarse como si se sintiera asediada desde todos los frentes. Seja supuso que no le resultaba muy cómodo pensar en la relación homosexual de su hija, quizá porque tal certeza manchase la perfecta imagen que de ella se había construido. O tal vez fuese otra la razón. De pronto, se le vino a la mente la imagen del gran abrigo que había visto en la entrada.

Tragó saliva. Se había embarcado y ahora tendría que llegar a puerto.

—Y había pensado que, si aquella mujer era tan importante para My y My tan importante para ella… Bueno, quizá me sea posible hablar con ella. Para mi historia.

Pronunció aquellas palabras a modo de excusa. Solveig ya estaba descompuesta, con la mirada enconada y con los brazos rodeando su cuerpo con fuerza, en un gesto nervioso. El puente que existía entre las dos acababa de derrumbarse. Seja ni siquiera se atrevía a pensar en la causa de tan súbita excitación.

—Creo que será mejor que me vaya —dijo esforzándose por aparentar serenidad, pese a que el corazón le latía desbocado en el pecho.

—¡No, quédate! —exclamó Solveig con vehemencia—. Le preguntaré.

Seja notó sus dedos finos, fríos e inesperadamente fuertes alrededor de su muñeca.

—Voy a… llamarla por teléfono ahora mismo.

—¿A llamarla?

—Sí, claro, podrás hablar con Caroline personalmente.

El tono de Solveig Granith había cambiado por completo, ahora hablaba con una voz dulce y convincente. «Dios santo, está loca de atar», acertó a pensar Seja, que no se atrevió a contradecirla.

Constató con el rabillo del ojo que estaba demasiado alto para saltar por la ventana si la mujer sufría un acceso de ira. Debería intentar salir del apartamento. Esperaba que el teléfono estuviese en la cocina, pues, de ser así, podría ir al vestíbulo sin hacer ruido y coger sus zapatos mientras Solveig Granith hacía la llamada. «La bolsa que hay en el vestíbulo, el anorak. Sangre».

Con un miedo cuyo origen desconocía, pero que resonaba de un modo instintivo y primitivo en sus oídos, descubrió que Solveig no pensaba soltarle la muñeca. Al contrario, la agarraba con más fuerza, aunque su voz seguía siendo dulce.

—Ven conmigo, voy a llamarla. Quizá puedas hablar con ella ahora mismo. Al menos, para concertar una cita.

Seja asintió con la boca seca como una lija. Tenía que pensar con claridad. Ella era más alta y más robusta que aquella mujer que, no obstante, podría ser más fuerte gracias a la capacidad que le otorgara su locura.

«Lo mejor será mantener la calma y mantener en calma a Solveig Granith. Intentar charlar para controlar la situación».

Como una madre que ha perdido la paciencia con un hijo díscolo, Solveig la fue empujando por el penumbroso apartamento.

Un mar de pensamientos inundaba su mente. Intentó volverse para tener contacto visual con Solveig. Su voz resonó primero aguda y chillona, hasta que se le estranguló en la garganta.

—No es necesario, tengo su nombre. La llamaré desde casa… Basta con…

Al pasar por delante de la cocina, Seja vio sobre la mesa un teléfono de los antiguos. Estaba a punto de protestar, de hacer un movimiento brusco para zafarse de Solveig cuando ésta abrió de golpe la puerta de lo que, a juzgar por el olor a ropa vieja, parecía un vestidor.

Seja no tuvo tiempo de reaccionar. De pronto, sintió en la espalda un rodillazo que la hizo caer sobre algo duro y blando al mismo tiempo. El dolor se irradiaba en agujazos desde la región lumbar hasta la nuca. Logró girar la cabeza lo suficiente para ver, justo detrás de Solveig, la silueta de otra persona que tapaba la luz del pasillo. Entonces recibió un fuerte golpe en la cabeza y todo se volvió tinieblas.