Tell había esperado ante la puerta cerrada del Systembolaget junto con la pandilla de borrachos del barrio, entró en cuanto abrieron y compró una botella de Glenfiddich y otra de un vino tinto ni caro ni barato, para celebrarlo, por así decirlo, y se detuvo en la tienda de comestibles de la calle Vasagatan, de camino a casa.
La chica que trabajaba en la tienda hablaba a gritos por el móvil, pero bajó un poco la voz cuando Tell entró en el establecimiento. Cogió unas cuantas películas de DVD, una bolsa de patatas fritas y unas golosinas para consumir durante las veinticuatro horas que, según creía, necesitaba pasar en el sofá, con las persianas echadas. Salió y lo metió todo en el coche.
Vio por el retrovisor que un guarda del aparcamiento precedía al coche de limpieza urbana que, a una velocidad de caracol, barría el cruce de las calles Vasagatan y Victoriagatan, mientras la cafetería de Tomtehuset abría sus puertas con la promesa de café caliente y bollos de canela recién horneados.
Tell exhaló un suspiro de alivio cuando se alejó de allí sin que le hubieran puesto ninguna multa. Ya tenía bastantes y, desde luego, era lo último que necesitaba en un día como aquel. Para empezar, era una locura coger el coche para recorrer el corto trayecto entre su casa y el trabajo, pero eso ya lo había constatado con anterioridad. Se libró de chocar con el tranvía número 3, cuyo conductor tocaba el claxon enloquecido y le hizo un gesto obsceno con la mano. Sin embargo, Tell estaba demasiado cansado para inmutarse.
Su apartamento olía a cerrado. Se quitó los zapatos en la cocina y se sirvió un Glenfiddich. Como a cámara lenta, se dirigió a la sala de estar y aterrizó desplomándose en el sofá sin haberse quitado la chaqueta siquiera.
Unas horas más tarde lo despertó el jaleo de la happy hour del bar Valand, que comenzaba después de la jornada laboral. Echó una ojeada al reloj: aún marcaba las siete y cuarto. Se dio cuenta de que había estado muchas horas durmiendo, pero todavía se sentía agotado y, además, acalorado y pegajoso. Una mancha de sudor cubría la porción de piel del sofá donde había estado tumbado.
Se levantó con el cuerpo entumecido por la extraña posición y se encaminó a la cocina, dispuesto a ingerir algo de comida antes de abalanzarse sobre la bolsa de patatas fritas. Se tomó un bocadillo que devoró de pie mientras contemplaba la calle Götabergsgatan y la parte del parque Vasaparken que veía desde su ventana. Una pandilla de chicos alborotadores que apenas había dejado los juegos infantiles bajaba por Avenyn, pese a lo temprano de la hora.
«Al menos antes la afición a la bebida se practicaba sólo los sábados por la noche», pensó sin gran interés. En realidad, el ruido de la ciudad nunca le había molestado, no realmente. Sin embargo, sí que le parecía enervante el silencio que reinaba en la cabaña de Seja.
Ahuyentó con éxito la ampliación de aquel pensamiento.
Se dio una ducha con una copa de vino aguardándolo en el borde del lavabo, ya que se había propuesto pasar su día libre en un dulce estado de embriaguez elegante, mientras en el televisor se veían los anuncios previos a Million Dollar Baby, de Clint Eastwood. No oyó el teléfono hasta que saltó el contestador.
«… te habla el contestador automático…».
Mientras se secaba, su voz le pedía al que llamaba que dejase su nombre y su número de teléfono. Se dijo que, la próxima vez que decidiese tomarse un día libre debía recordar no sólo apagar el móvil, sino, además, desconectar el teléfono fijo.
El prolongado pitido cesó y la voz excitada de Karlberg vino a invadir su canal auditivo. Tell tuvo que ir a la cocina e inclinarse sobre el altavoz del contestador para oír bien lo que decía. La grabación era bastante mala, de modo que se vio obligado a rebobinar y volver a escuchar el mensaje.
La segunda vez que lo reprodujo no le cupo la menor duda de cuál era la información que le transmitía Karlberg. Se le cayó al suelo la toalla que llevaba enrollada en la cintura, pero, por el momento, lo último en lo que pensaba era en que pudiesen verlo los vecinos.
«Han encontrado muerto a Sven Molin. Asesinado. También he llamado a Beckman. Avisa de cuándo vas a venir. Y de lo que debemos hacer».
Miró las botellas que había en el poyete de la cocina.
Y el reloj de pulsera, con la correa de piel desgastada, que aún indicaba las siete y cuarto. Según el reloj de pared, pronto lo serían. Lo sopesó brevemente y decidió que tomaría un taxi.
* * *
De no haber tenido tanto interés en no pregonar a los cuatro vientos que estaba algo ebrio —pese a la urgencia, se había detenido por el camino a comprar una cajita de caramelos Fishermans Friend—, se habría reído de buena gana al ver el semblante pálido y la expresión de desconcierto de Gonzales.
Y si la razón de la reunión de emergencia no fuese cualquier cosa menos cómica, claro.
—No se nos olvidaría encerrar con llave a Granith antes de marcharnos, ¿verdad? —no pudo evitar preguntar, aunque volvió a ponerse serio al ver la expresión de sorpresa de Gonzales—. Bien, amigo mío, esto no era exactamente lo que esperábamos que sucediera.
A medida que tomaba conciencia de lo ocurrido, notó cómo se iba encolerizando. También los colegas llevaban el fracaso escrito en la cara.
—¡Vaya mierda! ¿Cómo coño…? —exclamó antes de ponerse a pensar con claridad—. ¿Karlberg está allí?
Gonzales asintió.
—Fue él quien atendió la llamada de Bengtfors. Salió hacia allí enseguida. Nosotros estábamos esperando a que llegaras para…
—¿Quién ha hablado con Karlberg?
—Yo —declaró Bärneflod, que apareció en el umbral metiéndose la camisa por dentro de los vaqueros.
—¿Y?
—El cadáver de Molin se hallaba en mitad de la carretera, acuchillado sin más, a tan sólo unos doscientos metros del policía que estaba de guardia en la comisaría.
—Es decir, cerca de su casa.
—Sí, creo que en una encrucijada que hay justo antes de llegar a su finca. Por alguna razón, Molin había salido del coche y había dejado la puerta abierta.
—Karlberg pensó que quizá hubiese ido a recoger el correo —apuntó Gonzales—, porque estaba a tan sólo unos metros de los buzones. La otra opción es que hubiese atropellado a alguien o algún animal, había un residuo en el paragolpes delantero que podría ser sangre. Si se trata de un animal, no tardarán en encontrarlo.
Se oyó el raudo resonar de unos tacones en el pasillo y un segundo después, Beckman asomó la cabeza. Llevaba el pelo revuelto, lo que indicaba que, como Tell, también ella había cambiado la noche por el día y que la habían despertado con la mala noticia. «El peinado de después de un polvo», le susurró Bärneflod a Gonzales, que no pestañeó siquiera. Beckman se desplomó al lado de Gonzales y fijó la mirada en Tell, para darle a entender que no se explicaba en absoluto el desarrollo de los últimos acontecimientos.
—¡Me rindo! —exclamó—. Por el camino hacia la comisaría he tenido tiempo de cabrearme.
—¿Cómo dices que murió? —preguntó Tell, sentado con gesto impaciente en el borde de la silla—. ¿Apuñalado? Pero, en ese caso, el modo de proceder es totalmente distinto. Vamos, es que no me lo explico…
—Es que se trata de otro asesino —aclaró Bärneflod. Tell cerró los ojos durante unos segundos, antes de responder.
—Sí, soy consciente de que Sebastian Granith no ha podido matar a Sven Molin mientras estaba encerrado en el calabozo. Pero, teniendo en cuenta los antecedentes, quizá podamos concluir que sería una coincidencia un tanto extraña que a Sven Molin lo hubiese matado una persona totalmente ajena al círculo, sin conexión alguna con Sebastian Granith, ¿no te parece?
—En el trabajo policial, nunca hay que decir «nunca jamás», mientras no existan pruebas para ello —aseveró Bärneflod ofendido.
«Bueno, ya te has dejado caer con el comentario inteligente del día», pensó Tell. Haciendo un esfuerzo infinito, se serenó para dar forma a una hipótesis.
—Sin dar nada por sentado, hemos de considerar que este tercer asesinato también está relacionado de algún modo con el hecho de que My Granith, hermana de Sebastian Granith, fuese atacada por Thomas Edell, Olof Bart y Sven Molin. Es decir, se trata de alguien que colabora con nuestro detenido… A ver, ¿qué decís?
—Alguien que también tenía una relación íntima con My —apuntó Beckman.
Tell asintió.
—O que tenga una relación lo bastante íntima con Sebastian como para secundar su disparatada venganza. Por si fuera poco… existe una posibilidad con la que hemos de contar, desde luego: que Sebastian Granith haya confesado dos asesinatos que no ha cometido. Por ejemplo, para proteger a alguien.
—¿Quién encontró a Molin? —preguntó Beckman.
—Un vecino —respondió Bärneflod.
—¿Lo han interrogado?
—Sí. La policía local ha empezado a preguntar de casa en casa por aquel desierto; al parecer alguien dijo haber oído un disparo.
—¿Un disparo? —preguntó Beckman—. Me sorprende muchísimo.
—Sí. Hallaron en el suelo la escopeta de Molin, al lado de su cadáver. Puede que presintiera que estaba en peligro, quizá le disparó al asesino y erró el tiro, cualquiera sabe.
—Bien.
Tell notó que su cerebro empezaba a deshacerse de la garra soporífera del alcohol.
—Beckman, tú irás a ayudar a Karlberg, será suficiente con una persona. Yo me sentaré a ver qué puedo sacarle a Sebastian Granith. Los demás seguid estudiando la historia de My Granith en el mismo punto en el que nos interrumpieron el otro día. La investigación del accidente data de 1995. Partid de ahí y retroceded en el tiempo. Lo más sensato será empezar por el resto de la familia. Bärneflod, tú me traerás un informe más tarde —guardó silencio un instante, antes de preguntar—: Por cierto, ¿alguien ha hablado con Östergren?
Bärneflod lo miró con sincera sorpresa.
—¿No es ése tu trabajo? Por eso cobras tú más que nosotros, ¿no?
Tell se levantó y le dio un empujón al salir de la sala.
—En lugar de protestar tanto, ponte manos a la obra.
La puerta del despacho de Östergren estaba cerrada y Tell decidió esperar y llamarla a su casa más tarde.
Poco más de media hora después, Tell apareció ante la puerta de Bärneflod y dio unos golpecitos en el marco.
—Le he dicho a Gonzales que siga un par de pistas a ver qué dan de sí. Y he pensado que tú y yo vayamos a visitar a mamá Granith. Al parecer, existe.
—A Borås entonces, ¿no?
—A Borås, sí.
—¿Y no puede encargarse Björkman?
—No, joder. Este caso es nuestro. Venga, nos vamos.
* * *
Justo a la altura del aeropuerto de Landvetter, empezó el atasco. Tell se vio obligado a reducir la velocidad hasta detenerse por completo. Soltó una maldición cuando oyeron por la radio que un camión de gran tamaño había volcado en la autovía y que, en aquellos momentos, estaban deshaciendo el entuerto. Seguramente, el tráfico tardaría un par de horas en volver a fluir con normalidad.
Tras tres cuartos de hora de espera con otras cuantas imprecaciones y conduciendo a paso de tortuga durante lo que se les antojó una eternidad, pudieron tomar la salida hacia Kinna y Skene para, desde allí, poner rumbo a Borås por las carreteras comarcales.
Un buen rato más tarde de lo previsto, aterrizaron en la dirección de la familia Granith, ante un bloque de pisos de alquiler más o menos céntrico pero bastante deslucido. En la segunda planta tenían las cortinas echadas.
En la puerta se leía «S. Granith». Un arrastrar de pies procedente del interior del apartamento los movió a permanecer a la espera, pese a que nadie acudía a abrirles. Bärneflod aporreó la puerta con el puño. Miró por la ranura para el correo y vio un par de pies en calcetines.
—Señora Granith, ¿sería tan amable de abrirle la puerta a la autoridad policial? —les preguntó a los pies en tono solvente. Tras otro instante de vacilación, oyeron el ruido de la llave al girar en la cerradura y una mujer con el pelo revuelto apareció en la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó con hosquedad forzada, cuya única finalidad era ocultar su angustia. Tell le mostró la placa y, al ver que no reaccionaba, dio un paso al frente y entró en el apartamento seguido de Bärneflod. Ella retrocedió con los ojos desorbitados.
Tell tuvo que decirse a sí mismo que el hijo de aquella mujer acababa de ser detenido por asesinato, pero ni siquiera esa circunstancia le ayudó a ser indulgente con su aspecto. Sencillamente, era espantoso. El cabello sucio le caía en mechones enredados por la cara y el cuello, como si se le hubiese alborotado en un ataque de ira, o por haber sufrido un exceso de humillación o quizá por desidia. Se tironeaba sin cesar del jersey, demasiado corto, y llevaba un par de leggins raídos y demasiado grandes para sus piernas raquíticas. Por encima de la cintura se atisbaba una franja de piel pálida y arrugada.
—Perdona que vengamos tan tarde. ¿Podemos entrar? —preguntó Tell.
—Supongo que pensáis hacerlo de todos modos, ¿no? —le espetó la mujer, aunque los precedió invitándolos a entrar en lo que parecía ser la sala de estar. Estaba atestada de muebles en una mezcla disparatada de estilos. Tell contó hasta cuatro mesas de distinto tamaño. Los dos policías llegaron como pudieron a una de ellas y se sentaron en sendos sofás. Solveig Granith optó por quedarse de pie, por el momento, como dando a entender que no esperaba que permaneciesen allí demasiado, pero puesto que los policías no parecieron captar su intención, decidió sentarse en el sillón que había junto a la ventana.
—Tienes un hijo llamado Sebastian Granith, ¿no es cierto? —preguntó Bärneflod al tiempo que, con una expresión de repugnancia inequívoca, retiraba el polvo que había acumulado en el respaldo del sofá, antes de acomodarse. La mujer asintió de mala gana—. Te han comunicado que está detenido y que, durante la noche, se ha confesado autor de dos asesinatos: el de Lars Waltz y el de Olof Bart.
Solveig Granith volvió el rostro hacia la ventana sin inmutarse.
Bärneflod y Tell se miraron. Aquella señora parecía un hueso duro de roer. Era natural que estuviese conmocionada, pero algo les decía que su actitud hostil se debía a algo más. Tell decidió ir derecho al grano.
—Por lo que sabemos, tu hijo vive contigo, lo que nos da pie a preguntarte dónde te encontrabas la noche del martes 19 de diciembre y la mañana del jueves 28 de diciembre.
Escribió ambas fechas en una página en blanco de su bloc y se la ofreció a Solveig, que les echó una ojeada antes de volver a concentrarse en la contemplación de lo que había al otro lado de la ventana.
—Tómate tu tiempo, si necesitas hacer memoria.
Por entre las sucias cortinas se atisbaba al otro lado de la calle una fachada iluminada por luces de neón.
—Veamos, formularé la pregunta de otro modo: la noche del 18 al 19 de diciembre del año pasado, ¿estuviste fuera toda la tarde y toda la noche o sólo unas horas?
—¿Y cómo demonios quieres que me acuerde? —le respondió Solveig en tono burlón.
Se oyó una puerta al cerrarse y Bärneflod enarcó las cejas preguntándose de dónde vendría el ruido. El comisario se puso rígido y, de forma instintiva, acercó la mano a la funda de la pistola.
—¿Hay alguien más en la casa?
Solveig Granith negó con un gesto. Bärneflod miró fugazmente a Tell antes de levantarse. Solveig se puso nerviosa y empezó a morderse el labio inferior.
—Bien, entonces, reformularé la pregunta —aseguró Tell—. ¿Dónde te encontrabas anoche y anteanoche?
—No tengo por qué responder a tus preguntas —replicó Solveig, aunque no sonó muy convencida. Durante unos segundos, su mirada vagó entre Tell y Bärneflod, como si esperase que, de pronto, alguno de los dos le diese la razón y pusiera fin a aquella situación desagradable.
—¿Dónde te encontrabas esos días y a esa hora?
—¡No me acuerdo!
Con los ojos desorbitados, al borde de la histeria, la mujer hizo un gesto patético y dio dos pasos al frente, apuntando con la barbilla a Bärneflod, que era el que estaba más cerca. Éste no estaba preparado y, en el sobresalto, derribó una paloma de porcelana. Los fragmentos se dispersaron por el parqué dañado y uno de ellos fue a parar junto a los pies de Solveig Granith.
La mujer se acuclilló despacio y lo cogió en la palma de la mano. Por un instante, Bärneflod creyó que estaba llorando y carraspeó, un tanto incómodo.
—No lo recuerdo —susurró Solveig ahuecando la mano para recoger los fragmentos de porcelana.
—Pero seguramente te acordarás de lo que hiciste ayer por la tarde —insistió Tell, empecinado en obtener una respuesta.
Tuvo que repetir la pregunta una vez más, antes de conseguido.
—Supongo que estaba aquí. Yo siempre estoy aquí.
—¿Hay alguien que pueda verificarlo?
—No.
Tell sintió una corriente de aire en la nuca. Seguramente, habrían abierto una ventana o un balcón de una habitación contigua. Tenía la certeza de que allí había alguien más y que ese alguien estaba escuchando lo que decían, lo que hacía la situación más extraña aún. Con un gesto, le indicó a Bärneflod que se preparase para inspeccionar el apartamento.
Solveig Granith, que seguía acuclillada, se incorporó y Tell decidió poner todas las cartas sobre la mesa.
—Estamos seguros de que Olof Bart y Lars Waltz, al que confundieron con Thomas Edell, fueron asesinados por la supuesta agresión cometida hace once años contra tu hija. Ésa es la razón que ha aducido tu hijo. Ahora bien, en las últimas veinticuatro horas también ha aparecido asesinado el tercer hombre, Sven Molin. El problema es que tu hijo estaba detenido en el calabozo.
—Y ¿por qué había de ser eso un problema para mí? O para ti.
Solveig Granith hablaba como para sí y parecía cada vez más ausente.
—Es un problema porque no creemos que sea casual que también Molin, el tercer hombre de aquella noche, haya sido asesinado. Y puesto que tu hijo estaba detenido, cabe suponer que la venganza se ejecutó por mano de otra persona, también estrechamente vinculada a My. No estoy diciendo que esa persona seas tú, sólo te pregunto si hay alguien que pueda confirmarnos que pasaste en casa la tarde y la noche de ayer.
Granith se tiró del escote, como si le faltase el aire.
—Yo puedo confirmar que estuvo en casa.
La mujer que apareció en el umbral tenía los labios color cereza y una melena corta teñida de negro. Quizá fuese una peluca, constató Tell un segundo después, tras comprender que su presencia no constituía una amenaza. Era alta y llevaba un traje anticuado, bastante ajado pero seguramente caro.
—¿Y tú eres…?
Bärneflod escrutó descaradamente a la mujer de pies a cabeza. Tendría unos cuarenta años.
—Yo, bueno, ayudo a Solveig a hacer la compra y cosas así. Servicios sociales —explicó la desconocida—. Y puedo atestiguar que Solveig estaba en casa ayer por la tarde.
Solveig Granith se volvió agradecida a la asistente, como mira a su madre una niña necesitada.
—¿Y por la noche? —preguntó Bärneflod.
Lo que veía a su alrededor le hacía sospechar. Por un lado, el desorden reinante en el apartamento hacía dudar de que Solveig Granith tuviese una asistente social. Por otro, el traje de la asistente contradecía su afirmación de que la limpieza estuviese incluida en sus tareas. Quizá la limpieza no entrase en el epígrafe «cosas así». Quizá, se decía Bärneflod, la limpieza se hubiese eliminado con los recortes, como si un tsunami hubiese arrasado la atención a la tercera edad.
Él sabía muy bien cómo estaban las cosas en ese frente. En el hogar de ancianos donde vivía su madre apenas había personal para cambiarles los pañales a los viejos. Aunque Solveig Granith tampoco era tan mayor, lo que no significaba que fuese agradable a la vista. Antes al contrario, era un adefesio, pero al parecer también los locos tenían derecho al servicio de asistencia domiciliaria.
¿Acaso no era así, de hecho, en la Suecia actual? Se premiaba cualquier forma de incompetencia social y de vagancia, mientras que los viejos, los suecos, aquellos que habían trabajado duro por la sociedad de su país durante toda su vida, no debían suponer coste alguno.
—Ajá, de modo que trabajas por la tarde. Y por la noche también —rugió Bärneflod tras echarle una ojeada al reloj. No hizo el menor esfuerzo por ocultar su desconfianza, ahora que había conseguido ponerse furioso. Y de hecho, le pareció que la supuesta asistente se ruborizaba un poco.
—Sí, a veces trabajo por las tardes. La gente no sólo necesita ayuda durante el día —respondió la mujer, aunque nada convincente—. Pero ayer por la tarde estuve aquí por otro motivo. Se me había olvidado el reloj en la cocina, me lo quito para fregar los platos y quería recuperarlo, así que… llamé a Solveig para preguntarle si era demasiado tarde para…
—Yo estoy despierta hasta muy tarde —intervino Solveig en tono mecánico.
—¿Y a qué hora fue eso? —preguntó Bärneflod, tan exasperado como antes. Miró a la mujer más joven, que le sostuvo la mirada.
—Hacia las nueve. Me quedé hasta las diez menos cuarto.
Con un gruñido, Bärneflod le dio su bloc de notas para que escribiese en él su nombre y sus datos de contacto.
—En previsión de cualquier eventualidad.
Cuando, tras un instante de vacilación, la mujer se inclinó para escribir, dejó al descubierto una serpiente tatuada que le subía por el cuello de la camisa. Bärneflod se estremeció.