Estaba claro: aquella cabaña llevaba mucho tiempo vacía. Iba incluida en el lote de la finca, pero Sven Molin no había puesto un pie allí. Era un pequeño pabellón de caza y a él la caza no le interesaba especialmente. De hecho, pensaba que el esfuerzo físico que exigía no era proporcional al beneficio económico que suponía la carne del animal cazado. Sobre todo desde que la adhesión a la UE abarató los precios de la mayoría de los productos alimentarios. Y no sentía ningún interés romántico por el asunto.
La madera del suelo de la entrada estaba podrida y la puerta se había hinchado y estaba atascada. La tarde que llegó no tenía ninguna palanca con que abrirla, ninguna herramienta, salvo la navaja del llavero. Estaba demasiado oscuro para ponerse a buscar una rama o una piedra puntiaguda que introducir entre la puerta y el marco. Finalmente, descubrió que una de las ventanas no tenía los pestillos echados. Se coló por ella y cayó al suelo con un golpe sordo. Le dio una patada a la puerta, que cedió enseguida. Contuvo la respiración durante varios minutos.
No quería romper el silencio. La cabaña estaba apartada de la civilización y, que él supiera, nadie la conocía. El anterior propietario de la finca la había mencionado de pasada. Una muñeca sin piernas y unos cubos de plástico llenos de hierba reseca indicaban que hacía años que allí no jugaba ningún niño.
Huyó por el bosque como un animal acosado, después de cargar la furgoneta y de dejarla en la explanada para despistar y escabullirse por la parte trasera. Como de costumbre, el vecino había dejado las llaves de su Saab bajo la rueda delantera izquierda. Sven Molin era un animal acosado y si, llevado por la actividad de la vida cotidiana, había logrado olvidar aquella sensación hasta entonces, ahora la sentía con toda su fuerza.
Alguien iba a por él. Y ese alguien no tendría, seguramente, ninguna dificultad en encontrarlo. Nunca había puesto especial empeño en borrar su rastro. Jamás lo creyó necesario.
Cuando se marchó precipitadamente de Olofstorp después del Accidente, no lo hizo por temor a las posibles acciones jurídicas. Ni siquiera estaba seguro de que hubiese habido delito. Él lo veía como un accidente.
Lo hizo más bien huyendo de los recuerdos cuya fuerza se incrementaba cada vez que veía a sus dos amigos de la infancia, cada vez que oía sus voces o cualquier otra cosa que le trajese a la memoria aquella noche infernal de diciembre en las afueras de Borås.
Lo único que quería era marcharse lejos de allí y tampoco le parecía que tuviese mucho por lo que quedarse. La preocupación temblona de sus padres, ya mayores, y sus cuidados agobiantes. El patético agujero de soltero que se montó en el sótano de la casa paterna, que no era, en realidad, sino una habitación infantil encubierta. Aquel trabajo lamentable en el almacén. Decidió desertar, quería ser dueño de su vida y quería tener familia.
Y con Lee y la granja de visones, alcanzó su objetivo. Se sentía satisfecho. El Accidente estaba cayendo en el olvido. Tal y como él había augurado, desde que cambió de vida, le resultaba cada vez más lejano. Pertenecía a la vida del muchacho fracasado que había sido y no al padre de familia en que se había convertido.
La mañana siguiente al Accidente, vomitó en el vestíbulo y en la escalera que conducía al sótano, temblando y llorando como un niño. Sus padres no habían mencionado el suceso hasta el día en que su padre le expuso sereno los hechos de los que había extraído sus conclusiones. Lo hizo con objetividad. Se diría que, de no haber sido asesinados en el transcurso de unos días tanto Pilgren como el nuevo marido de Lise-Lott, el asunto hubiese carecido de importancia.
Desde luego, él jamás pensó que aquella historia le perseguiría de ese modo. Curiosamente, se veía prisionero de su pasado en el peor momento imaginable, ahora que había conseguido algo valioso, algo por lo que luchar. Ahora se vería obligado a luchar, en lugar de resignarse y dejar que la mierda emergiese a la superficie, lo cual habría sido un alivio, en cierto modo.
* * *
Cualquier sonido procedente del exterior de la cabaña le hacía pensar que había llegado la hora. Aquella oscuridad impenetrable aceleraba su pánico, que perduró incluso hasta el amanecer. Sin soltar la escopeta, se arrastró gateando, pues no osaba dejarse ver por la única ventana de la cabaña. Como tampoco se atrevía a salir al bosque para hacer sus necesidades, sino que usaba uno de los cubos que algún niño habría dejado allí dentro. Las provisiones que con tanta premura había guardado para llevarse se terminaron muy pronto.
No tardaría en perder la razón. Si es que antes no moría de hambre.
Su móvil no tenía reloj y pronto perdió la noción del tiempo. De vez en cuando, parpadeaba silencioso en la pantalla el número de sus padres, cuando no un número oculto que suponía pertenecía a la policía que le había dejado en el contestador un mensaje en el que le pedía que acudiese de inmediato a la comisaría más cercana. Podía hacer horas, o días, no tenía ni idea. Él no confiaba en la policía y, desde luego, no confiaba en que pudieran protegerlo de un loco desquiciado.
Tenía clarísimo desde un principio que no se entregaría. No paraba de pensar y de preguntarse si su colaboración podría considerarse como homicidio, complicidad en intento de violación, falta de colaboración con la policía… ¿Habría prescrito ya el suceso, después de más de once años? Sencillamente, no tenía el menor interés en remover la cosa y airear los trapos sucios.
Más tarde, su única razón fue el miedo, pero de otra naturaleza, más primitivo, un miedo inveterado. Le habría gustado tener a la policía en la cabaña cuando, cubierto de un sudor frío y temblando en el saco de dormir, temía que, en cualquier momento, aquel vengador perturbado echase abajo la puerta y acabase con su vida. Y justo cuando estaba a punto de marcar el número de emergencias de la policía en el móvil ya casi sin batería, recibió un mensaje corto:
La policía de Gotemburgo ha intentado ponerse en contacto con usted por una posible amenaza contra su vida. Le comunicamos que dicha amenaza ha dejado de existir: hemos atrapado al culpable. Le rogamos se ponga en contacto con el comisario Christian Tell lo antes posible en el número 031-39-29-50 para el seguimiento del caso.
Tuvo que leerlo varias veces para comprender qué decía.
* * *
Molin tenía aún el corazón en un puño cuando, agazapado, echó a correr bosque a través hacia el lugar donde tenía escondido el coche del vecino. Una vez dentro del vehículo, bajó el seguro de las cuatro puertas y recorrió la sinuosa carretera de gravilla a una velocidad temeraria. Quería verse lejos. Lejos de las peores veinticuatro horas de su vida, lejos del miedo y de las alucinaciones febriles protagonizadas por una silueta sin nombre que se alzaba sobre él con mano amenazadora. Se pondría en contacto con la policía en cuanto llegase a casa. Se quitaría un enorme peso de encima.
Una sombra se plantó delante del coche y le arrancó un alarido. Durante una fracción de segundo, su mirada se clavó en un par de ojos aterrados. El coche alcanzó la parte trasera del corzo, que lanzó un grito. Vio por el espejo retrovisor que el animal se desplomaba sobre el piso antes de quedar inmóvil.
Ya daba por hecho que habría muerto cuando, de repente, se levantó como pudo y entre movimientos convulsos y agudos lamentos, arrastró su cuerpo herido hacia el interior del bosque.
Se le nubló la vista. Se obligó a detenerse en el cruce iluminado, junto a los buzones. A pocos metros de su casa.
«… dicha amenaza ha dejado de existir: hemos atrapado al culpable». Había pasado el peligro. Respiró tan pausadamente como pudo. Había pasado el peligro.
El grito fantasmal del corzo parecía estar acercándose. Echó otra ojeada al espejo retrovisor. Detrás del coche se movían las ramas densas de un abeto.
Dudó un instante. Luego extendió el brazo y cogió la escopeta. Cuando abrió la puerta y salió del coche, los gritos del corzo le recorrieron todo el cuerpo como un cuchillo. Resultaba insufrible. Tenía que hacerlo callar, por el bien de todos. Sólo sería preciso un disparo.
Buscó el origen del sonido a la luz de los faros traseros del coche. No tuvo que caminar muchos metros para toparse con el animal herido. Resonó el disparo y un silencio compasivo lo inundó todo mientras él se apresuraba a regresar al coche. Había dejado abierta la puerta del lado del conductor y no estaba a más de dos metros del asiento y de la luz cuando intuyó un movimiento a su espalda.
Un segundo después, sintió una punzada detrás, entre los hombros. En un primer momento se sorprendió y se llevó la mano hacia la fuente del dolor. Recibió la segunda puñalada en la muñeca. El dolor, como un rayo, lo dejó transido y le hizo caer de rodillas. Sobre él se cernía un cuerpo, una respiración acelerada y un grito ahogado por el esfuerzo. En su cerebro aturdido se repetía un mantra absurdo: «Ha pasado el peligro. Ya ha pasado el peligro».