Capítulo 58

Según indicaba el reloj de Tell, aún eran las siete y cuarto cuando dejó la comisaría, pero él no se detuvo a pensarlo. Pese a su añoranza de una copa de vino antes de irse a la cama, se quedó en la sala de personal con Beckman y Karlberg. El subconsciente de los colegas también parecía resistirse a dejar el trabajo e irse a casa. Quizá porque necesitaran sacar conclusiones del caso con más urgencia que dormir.

Cualquiera que fuese la razón, aquello era lo que solían hacer después de resolver un caso de envergadura: rebuscaban en los armarios y, tras encontrar un paquete olvidado de galletas polvorientas que mojar en el café, repasaban las distintas fases de la investigación. Tal vez fuese lo que la dirección llamaba debriefing.

Después de aquello lo reclamó su despacho, con sus montones acusadores de papeles y la luz del contestador, que le recordaba que tenía mensajes sin escuchar. Lo que debería haber sido media hora de poner orden en las pilas de carpetas, sólo para calmar los nervios antes de irse a casa, degeneró en varias horas de actividad febril.

Había quienes, no sin razón, lo acusaban de no tomarse muy en serio el aspecto administrativo de su trabajo. Sin embargo, nadie podía negar que, una vez que se ponía a ello, era de una eficacia extraordinaria.

Pasó por delante de la recepción para, por fin, dar por terminada su jornada laboral e irse a casa. La mayoría de los colegas a los que se encontró acababan de empezar su turno: al ver el reloj de la pared, constató que el suyo debía de haberse detenido la tarde anterior, concretamente a las siete y cuarto. Le escocían los ojos y su deseo de meterse en la cama no era ya teórico, sino físico y patente, pues le temblaban las piernas y no tenía fuerzas en los brazos. Incluso el maletín le pesaba aquella tarde más de lo habitual. Antes de salir del despacho, guardó un montón de los protocolos, las circulares y los memorandos que siempre inundaban las bandejas del correo y se quedaban apilados en la mesa. Leerlos todos le llevaría una jornada completa de trabajo. Había pensado utilizarlos como excusa para quedarse en casa un día o dos poniéndose al corriente.

—¡Christian!

Seja se le acercó con un par de zancadas. Tras haber dudado una fracción de segundo, le dio un abrazo sin entusiasmo. Tell se percató de que olía a vainilla.

Enseguida y a su pesar, se puso tenso. Seja debió de notarlo, pues dio un paso atrás para compensar el supuesto atrevimiento.

—Llevo media hora intentando que me dejen entrar en tu despacho. Esto es como una fortaleza —le dijo tratando de bromear.

Ninguno de los dos sonrió.

—Pero en realidad no lo es —respondió él secamente—. Les pedí que no me pasaran ni llamadas ni visitas. Estaba ocupado con…

—¿Estás ocupado? —lo interrumpió ella, nerviosa, jugueteando con un mechón de pelo que se le había soltado del moño—. Porque, bueno, necesitaba hablar contigo de…

—Sí, estoy ocupado.

Tell vio cómo enrollaba el mechón de pelo entre los dedos. Un gesto infantil que, de repente, lo llenó de irritación desmedida. La sensación de estar cansado pero satisfecho se esfumó en el instante mismo en que ella, irreflexiva, se le acercó en un intento de abrazo, mostrando así un desprecio absoluto por la integridad ajena. La falta de sueño de los últimos días y la ingenua ausencia de tacto de Seja hicieron estallar su ira.

—Es como suelo estar, ¿sabes? Ocupado. En el trabajo. Y si es verdad que ya no estoy ocupado, no lo es menos que estoy muy cansado y que pienso irme derecho a casa, a dormir.

—Comprendo —ella dudó un instante—. Sólo quería hablar contigo de…

—Oye, estoy muerto de cansancio. Si quieres algo de mí y ese algo está relacionado con el trabajo, llámame mañana en horario de oficina. Ahora me voy a casa.

Seja abrió la boca a medias, como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

—«Si quieres algo de mí…». ¿Qué demonios quieres decir con eso? ¿Y si lo que quiero de ti no tiene nada que ver con el trabajo?

Retrocedió unos pasos hacia la salida, aumentando así la distancia que mediaba entre ellos.

Un colega alzó la mano al pasar, a modo de saludo; Tell no le respondió. Le dolía el brazo en el que llevaba el maletín cargado, pero soltarlo sería ceder ante la presión de Seja. Y Tell no quería darle más tiempo.

—Christian, comprendo que estás… cabreadísimo conmigo, aunque, desde mi punto de vista, has reaccionado de forma desproporcionada. Puede que tengas razón en estar enfadado, qué sé yo, pero, en cualquier caso, podrías concederme cinco minutos. Además, creo que tengo algo que te interesa.

En lo más hondo de su ser, Tell sabía perfectamente que la mujer que tenía delante estaba pagando por un montón de cosas de las que, en realidad, no era responsable. El haberle fallado a Östergren, desde el punto de vista profesional y personal. Su ridícula incapacidad para enfrentarse a las grandes cuestiones, las que tenían que ver con la vida y la muerte, con el amor, con la intimidad.

Y eso era, ni más ni menos: Seja lo tenía harto con su exigencia de intimidad. Exactamente igual que todas las mujeres que había conocido en su vida habían terminado por asfixiarlo con su deseo de fusión.

—Yo no te he pedido nada —le dijo ella con voz queda, como si acabase de leerle el pensamiento—. Ni que te comprometas a compartir el futuro conmigo ni que me cuentes todo lo que haces o lo que piensas. Y si te empeñas en fingir que sí lo he hecho, estás siendo injusto conmigo. Y por eso tampoco entiendo que te hayas enfadado tanto conmigo sólo porque no te lo conté todo.

—Es que hay mucha diferencia, ¿no crees?

—Pues no. Yo he venido porque tú querías que te contara todo lo que sé. Tiene que ver con My, con los dos últimos años de su vida. Creo que…

—Ya es tarde —la cortó Tell—. Ya no importa. Está resuelto.

—Bueno, como te digo, creo que lo que tengo te interesa.

—Me cuesta mucho creerlo.

Disfrutó al decirle aquello, aunque enseguida vio la decepción reflejada en su rostro. Meticulosamente, se cambió el maletín de la mano derecha a la izquierda, gesto que aprovechó para evitar su mirada. Los ojos de Seja le quemaban la espalda mientras se alejaba.

* * *

El recuerdo fugaz de sus cuerpos entrelazados en la buhardilla le llenó los ojos de lágrimas, más por la humillación que por el dolor. Era demasiado pronto para sufrir por amor, no hacía tanto que se conocían.

Pero sí sentía pena por lo que no llegó a ser, quizá. Por las expectativas no cumplidas.

Él resultó ser otro, uno de los que decepcionaban. Y ella… había vuelto a arrojarse de cabeza a lo desconocido, para salir de nuevo más herida. Una vez más, abandonada a sí misma.

Y justamente abandonada se sentía allí, en medio del vestíbulo, ante las puertas que se abrían y se cerraban cada vez que entraba alguien. Le dio la impresión de que todos aquellos que pasaban a su lado la estudiaban para enseguida constatar que se trataba de mercancía dañada, que era una de esas que creen más de la cuenta. Ésas eran siempre las personas más ridículas. Las que se acercaban correteando alegremente, con la lengua fuera, como un perro, en cuanto alguien las llamaba para jugar un rato.

La recepcionista era una mujer de mediana edad con el cabello teñido de rubio y recogido a los lados con unas peinetas. Le guiñó y le sonrió compasiva. Como una autómata, Seja intentó corresponderle con una sonrisa obsequiosa, pero sólo consiguió dibujar una mueca nada natural.

Se alegró al sentir la ira que le nacía en las entrañas. Volvió a evocar la imagen del comisario —porque eso era él: su trabajo, más que un hombre o que un ser humano— bajo el tejado inclinado de la buhardilla, o junto al horno de leña de su cocina, demasiado estresado para sentarse con la taza en la mano.

Su espalda. Y su aspecto mientras se alejaba con paso cansino cargado con el maletín, caminando pendiente abajo.

Su aspecto cuando, hacía un par de minutos, salió por la puerta de la comisaría.

«Los hombres son instituciones», decía una de sus profesoras. Fue durante un curso sobre los fundamentos del feminismo al que asistió hacía muchos años. Entonces no entendió el significado de tal afirmación, y era demasiado joven e insegura para preguntar. Más tarde fue modificando la alta dosis de preguntas y respuestas feministas que asimiló durante un periodo de activismo intenso. Llegó a integrar una parte de sus conocimientos, pero otros los desechó. Y a lo largo de los años pensó en más de una ocasión en las palabras de aquella profesora y en qué habría querido decir. Y por primera vez en su vida creyó que empezaba a entender la respuesta correcta. Una institución era algo obvio, un hecho. Un fenómeno que jamás se veía obligado a cuestionarse a sí mismo. Y que, naturalmente, se tomaba a sí mismo muy en serio. Como el comisario Christian Tell.

Seja habría podido comprender que se enfadase por no contarle sus recuerdos de la noche en que murió My. Y podía aceptar que, en ese caso, tenía derecho a conocerlos. Incluso podía admitir que debería haber dejado a un lado su integridad y haber hablado con él antes, en lugar de, como él le dijo, llevar a cabo su investigación particular.

Y teniendo en cuenta todo eso, ella se había tomado la decepción de él muy en serio, de modo que verdaderamente se esforzó por explicar lo que le pasó por la cabeza aquella noche. Y durante los años transcurridos. Y durante las últimas semanas, cuando decidió esperar antes de contárselo.

Pero, joder, él no quiso escuchar. Estaba demasiado ocupado jugando a ser el héroe herido y traicionado que luchaba contra viento y marea.

Existía una razón por la que ella había querido olvidar los malos presentimientos que abrigó sobre el destino de My. Una vez evocado, el recuerdo de aquella noche se le hacía implacable, apremiante. Jamás lograría liberarse del frío roce con que aquel recuerdo le helaba el alma y la conciencia.

Si quería alcanzar la paz, debía actuar. Ahora lo veía claro. Y ahora que sus compromisos para con Christian Tell se habían eliminado de un plumazo, era libre de actuar conforme a sus intereses. En su disco duro tenía el borrador de una novela policiaca, el principio de una historia, y una carpeta junto al grueso manual de Ética y Periodismo. El examen sería dentro de unos días y ella aún no había abierto el libro.

«Pero —se dijo— ¿qué debe hacer un periodista, en realidad, sino escribir?».