Capítulo 56

Era una silla endeble con el respaldo de plástico. Seguro que la mesa estaba fijada al suelo, pero no importaba. De todos modos, no tendría fuerzas para arrojarla contra la puerta cerrada con llave. Para llevar a cabo semejante hazaña se precisaba una cantidad considerable de rabia, y él ya no estaba enfadado. No estaba nada. En cuanto a la fuerza, si en algún momento la había poseído, se le habría esfumado por los pies para desaparecer en el musgo allí, en la oscuridad que rodeaba la casa de Sven Molin. Cuando sintió que le agarraba los brazos una mujer a la que, en su desconcierto, tomó por Caroline o por el equivalente femenino del mismo diablo, comprendió que todo había terminado para él.

Había contado con la posibilidad de que sucediera. Quizá no justo en aquel momento, pero sí que podrían atraparlo antes de que hubiese completado su trabajo.

No tardó en resignarse a la nueva situación, sin perder tiempo y energía en maldecirse por su falta de previsión, por haberse alejado demasiado de la tienda de campaña sólo para calmar su desasosiego, con lo que no oyó a los policías. Ni porque, por imperdonable que pudiera parecer, dejó huellas que lo descubrieron y poco menos que lo arrojaron a los brazos de la policía. Fue un error propio de un estúpido. Un imbécil haría algo así, arruinar meses de preparativos. No le costaba lo más mínimo recrear la voz de Solveig en su cabeza: «¿Qué has hecho, Sebastian? Tu hermana jamás habría…». Y él completaría la frase: «… fracasado como tú». Y además, le habría dado la razón. Por eso se veía ahora en aquella situación.

No opuso resistencia, sino que colaboró en la medida de lo posible sin responder a sus preguntas.

El breve mensaje críptico que había preparado, aunque confiando en no tener que usarlo, salió ahora solapadamente hacia su destinatario, con un par de movimientos ágiles de los dedos sobre las teclas del móvil.

Sabía que ella lo comprendería.

Después, mientras aguardaban a que comenzase el espectáculo, dejó el teléfono a su lado, en el suelo. Claro que luego lo encontrarían, cuando inspeccionaran el lugar, pero para entonces sería demasiado tarde. Lo pisó discretamente para hundirlo en la tierra húmeda. Pese a la presencia de los dos policías, serenos en apariencia, aún se sentía protegido por la oscuridad. La oscuridad era un signo alentador.

Cuando llegó el coche policial y la mujer policía lo condujo hasta él no sin cierto miramiento, aún se permitió una sonrisa, para sus adentros.

* * *

El comisario era alto y como sacado de una película policiaca, con el traje arrugado y barba de tres días. El otro, pequeño y obeso, con la frente estrecha y los vaqueros colgando por debajo de la barriga. Y la mujer, algo hombruna, con el logotipo de la policía en la sudadera. Todos creían que él era un cretino fácil de destruir. Que lo habían atrapado en su red como a un pez y que, aun antes de empezar a trabajárselo con sus parodias, de poli malo y poli bueno, se vendría abajo y soltaría la verdad como sale el aire de un neumático pinchado.

En realidad, aún no había decidido la estrategia cuando fue a dar con sus posaderas en la silla de la pequeña sala sin ventanas. Su silencio era ausencia de acción, más que una acción consciente, y nada tenía que ver con que se negase a admitir sus crímenes. Puesto que aún no había decidido hablar, guardaba silencio.

Y, al parecer, ellos ya se lo esperaban. Aquel ridículo equipo tenía un plan previsto para situaciones como aquella, y en ese plan, cada uno desempeñaba un papel.

El que era como un tonel de cerveza: poco inspirado, con una agresividad nada profesional, y demasiado torpe para ver la solución a un problema aunque se la pusieran delante de las narices. La tipa, por su parte, buscaba contacto visual con él e intentaba ganárselo con una especie de compasión fingida, mientras que el del traje adoptaba la actitud intermedia entre uno y otro, haciendo de tío majo que ofrece cigarrillos y un bocata envuelto en plástico, para, de repente, dar un puñetazo en la mesa y exigir respuestas a cambio de su amabilidad.

Nada de aquello le haría hablar, puesto que nada de lo que decían le importaba lo más mínimo. Si algo había aprendido muy pronto en la vida era la capacidad de abandonar su cuerpo cuando lo necesitaba, transportar la actividad mental a un lugar donde hallase paz y donde nadie pudiera alcanzarlo. Como si se hubiera encajado en la nariz un par de gafas a través de cuyas lentes los veía borrosos, lejanos, mientras sus voces iban y venían como entre murmullos.

En aquella sala sin ventanas perdió la noción del tiempo, consciente sólo de que ya había transcurrido gran parte de la noche.

Por pura curiosidad, sopesó la posibilidad de intentar explicarles cómo pasó todo. Sólo por ver si lo comprendían. No tenía miedo de ir a la cárcel a consecuencia de su confesión, casi había calculado ya que acabaría allí tarde o temprano. Con las medidas de seguridad que había adoptado sólo pretendía evitar aquello que, pese a todo, había sucedido: es decir, que lo atraparan antes de terminar.

Abrió la boca varias veces para empezar a hablar, pero luego la cerraba, al comprender que, de todos modos, sus palabras no salvarían las interferencias. Había momentos en que el rumor inundaba toda la sala. Sólo cuando el del traje se inclinó sobre la mesa, fue capaz de distinguir sus palabras, que el policía articuló de forma exagerada.

—Mataste al hombre equivocado, ¿verdad, Sebastian? Tú querías matar a Thomas Edell, porque crees que intentó violar a tu hermana My aquella noche de hace once años, ¿no? Él, Olof Pilgren y Sven Molin.

El del traje presionaba con fuerza la mesa con las palmas de las manos y continuó en el mismo tono monótono.

—Porque archivaron el caso como un accidente y porque no había pruebas; porque dijeron que bien podía haber tropezado y haberse golpeado la cabeza con una piedra al caer, como si, de repente, hubiera perdido el juicio y hubiera echado a correr hacia el corazón de la oscuridad del bosque y se hubiese arrojado en la nieve para morir. Porque la policía hizo entonces un pésimo trabajo.

Sebastian sintió que sus miradas lo perforaban. El rumor había cesado, las palabras alcanzaban implacables sus tímpanos y era imposible defenderse de ellas.

—Porque cayó en coma y murió, por culpa de aquellos tres hombres horribles. Por eso dedicaste años enteros a hacer lo que la policía debió hacer en su día: plantear preguntas, sacar conclusiones. Averiguar quién o quiénes estaban detrás de la muerte de My. Y cuando lo supiste, te entregaste a una colérica venganza, para reparar la muerte de tu hermana. Thomas Edell, Olof Pilgren y Sven Molin, ¿verdad? Pero fracasaste por completo, Sebastian. Sólo lo conseguiste con dos, uno de los cuales resultó ser el hombre equivocado.

Sebastian Granith tenía el ralo flequillo pegado a la frente. Muy despacio, alzó la cabeza y miró a Tell a los ojos.

No había en los suyos nada que el comisario pudiera interpretar y aquel vacío lo inquietó más que cualquier otra cosa.

—No sabías que estabas matando al tipo equivocado, ¿verdad, Sebastian? —continuó en voz aún más baja—. Te has enterado ahora, ¿a que sí?

El aire se había vuelto demasiado denso e irrespirable.

—Creíste que era Thomas Edell porque era su granja y porque su nombre figuraba en el letrero del taller y porque estaba casado con Lise-Lott Edell. Lógico, ¿no? Le pegaste un tiro en la cabeza y le pasaste por encima con el coche una y otra vez, hasta que su cuerpo quedó esparcido por media explanada. ¿Cómo ibas tú a saber que no era Thomas Edell? ¿Cómo ibas a saber que el tipo al que habías pulverizado era Lars Waltz, el nuevo marido de Lise-Lott, que ni por asomo había violado a tu hermana ni a ninguna otra joven?

El vigilante vino a salvar a Tell, antes de que las manos de Sebastian Granith se hubiesen aferrado a su cuello. El joven se le abalanzó por encima de la mesa, aunque sin convicción, sólo para detener el flujo de palabras que manaba de la boca del comisario, y ahora volvía a desplomarse en la silla.

—Dadme sólo cinco minutos.

Tell rechazó la ayuda que le ofrecía el musculoso vigilante y le señaló la puerta con un gesto. Sebastian meneó la cabeza y el sudor manchó el suelo de color verde. De su garganta surgían unos hipidos que aumentaban o disminuían de volumen en una especie de canto gutural.

Media hora antes, Tell había sopesado la posibilidad de interrumpir el interrogatorio y continuar al día siguiente. Sin embargo siguió adelante. La noche llegaría pronto a su fin y la defensa de Granith hacía aguas por todas partes.

—Cinco minutos —accedió al fin.

* * *

Durante un decenio entero, se había comido toda la mierda. Diez largos años de súplicas, hasta que comprendió de quién era la culpa. En cuanto tuvo la certeza, fue como retirar de los ojos un velo polvoriento y, por primera vez en mucho tiempo, verlo todo claro. A veces era como flotar en el aire.

—Sí, lo hice. Lo maté.

Granith había pasado los cinco minutos que le concedieron tumbado en la camilla con el brazo flexionado sobre la cara. Una vez más, presentaba aquella mirada vacía, tan enojosa y brillante que Tell creyó que podría verse reflejado en ella.

Sin embargo, tras la superficie reflectante de sus pupilas, Olof Pilgren moría una y otra vez. Una y otra vez, su cabeza y sus entrañas reventaban aplastadas entre la pared del garaje y la rejilla del jeep. Era la única secuencia del repertorio privado de Sebastian Granith que tenía algún valor. Y pasara lo que pasara, nadie podría arrebatársela. Si se centraba lo suficiente en las imágenes grabadas a fuego en su retina, éstas pasarían serviciales una y otra vez cuando cerrase los ojos, ayudándole a resistir.

—Sólo lamento no haber cogido al tercero también.

—Te refieres a Sven Molin.

Tell se irguió y miró el reloj. En cuanto pudiera hablar con alguien, se dijo, preguntaría cómo iba la búsqueda de Sven Molin. Seguramente estaría muerto de miedo, escondido en cualquier casa de verano cerrada. O quizá estuviese en otra ciudad, ignorante de que su vida había peligrado. En tal caso, ya volvería. El policía que vigilaba su casa tendría el honor de comunicarle que había pasado el peligro, si no lo había hecho ya.

Desde luego, obtener la confesión fue mucho más fácil de lo que Tell se había imaginado. Sebastian tenía los nervios destrozados, eso era evidente, aunque pareció tranquilizarse en cuanto empezó a describir cómo procedió para acabar con la vida de los dos hombres asesinados. Claro que eso era lo que solía suceder con los delincuentes. En lo más hondo de su corazón, el ser humano tenía la esperanza de que aquel que admitía su culpa recibiría el perdón.

¿No parecía incluso un tanto animado ante la oportunidad de pormenorizar el modo en que cometió el delito?, se preguntó Tell. Como si se considerase un bienhechor, un vengador justiciero que había venido a reparar el daño. Y en cierto modo, el tipo estaba como un cencerro, pero en su lógica particular no era del todo absurdo: una vida por otra, por la de su hermana.

En alguna ocasión, muy de vez en cuando, un asesino lograba despertar en Tell cierto sentimiento empático.

Meneó la cabeza, como para deshacerse de la sensación, se levantó y colocó bien la silla. Había amanecido y pensaba irse a casa. Tomarse una copa de vino con la esperanza de que le procurase un sueño tranquilo. El primero en mucho tiempo.