Capítulo 55

Tell pisó a fondo el acelerador, acuciado por un mal presentimiento. Eran más de las ocho y, tal y como cabía esperar, en cuanto dejaron atrás Kungälv, no los aguardaba más que una carretera desierta flanqueada por un bosque cada vez más espeso. Su respiración era entrecortada y superficial.

Sintió deseos de fumar, pero bajó la ventanilla y sustituyó el olor a cerrado por el aroma de las coníferas y por el cielo estrellado que, sencillamente, era demasiado hermoso para el momento. Se irritó al comprobar que su contemplación lo sumía en un mar de pensamientos. Fijó la vista en el asfalto que discurría veloz bajo las ruedas y se esforzó por apartar de ellos a Seja. En primer lugar, porque con su sola presencia y desde el instante en que se conocieron, aquella mujer había logrado perturbar su habitual resolución.

Su traición le escocía en el pecho y la garganta y la reconciliación que experimentó la última vez que la tuvo delante se había esfumado ya por completo.

En realidad, era muy sencillo. Tal y como él lo veía, ella había traicionado su trabajo —lo que, a la larga, implicaba poner en juego vidas humanas— y su confianza. ¿Cómo iba a volver a confiar en ella? No sólo le había hurtado información que podría haberle ayudado a resolver un caso de asesinato, sino que además, había andado investigando a escondidas por su cuenta. Al mismo tiempo que lo utilizaba y lo escuchaba mientras él, ingenuo, la hacía partícipe de sus hipótesis, claramente erróneas. Lo había engañado. Cuanto más lo pensaba, más vergüenza sentía. Lo que más lo alteraba era la certeza de que, al dejarse llevar y seducir por una testigo, había cometido, además, una falta profesional grave que amenazaba con arruinar el respeto mutuo que había reinado entre él y su jefa.

Cuando, cual víctima desvalida de sus asociaciones, recordó su última conversación con Östergren, no le quedó más remedio que encender un cigarrillo. Miró a Beckman con expresión de disculpa.

Ella le respondió encogiéndose de hombros.

—Parece que lo necesitas, así que adelante.

La corriente de aire arrastró veloz el humo hacia el techo del coche antes de expulsarlo por la ventanilla abierta.

—Estaba pensando en esa carta —dijo Tell al cabo de unos minutos.

—Sí, yo también.

—Es lógico suponer que Edell y Bart también recibieron una, ¿no crees?

—Edell estaba muerto.

—¿Cómo?

—Sí, él estaba muerto por aquel entonces. Los Molin dijeron que recibieron la carta varios años después de que se perpetrase la agresión a la muchacha, lo que sucedió en 1995. Edell murió en 1998 o 1999, si no recuerdo mal.

—Puede que aún viviera. ¿Cómo podríamos averiguarlo? Si acababa de morir, existe el riesgo de que la carta llegase a manos de Lise-Lott, como su viuda, ¿no?

—Pero en tal caso ella lo habría mencionado, ¿no te parece? —Beckman se puso a rebuscar en el bolso—. No hay por qué andar adivinando.

Marcó el número de Lise-Lott Edell y, tras una breve conversación, cerró el móvil.

—No sabe nada de ninguna carta, así que o bien Edell la recibió personalmente antes de morir, en realidad es bastante probable que no mencionara una palabra sobre semejante asunto, o bien el remitente, a diferencia del asesino, sí sabía que Edell estaba muerto.

—Lo que significa que el asesino y el autor de la carta no son la misma persona.

—Sí, bueno, eso está claro.

Ambos guardaron silencio un rato, sumidos en sus cavilaciones.

—Estaba pensando en Susanne Jensen —dijo Beckman al cabo de un rato.

Tell sonrió ante la coincidencia.

—¡Vaya! Yo también. En lo que decía el historial de los servicios sociales.

—Exacto. Decía que es disléxica. Molin nos explicó que en la carta habían mezclado mayúsculas y minúsculas.

Tell frenó en seco ante una liebre que se le cruzó aterrada por la carretera y dio un puñetazo en el volante.

—Aun así, no encaja. Susanne Jensen, hermana de uno de los agresores de 1995. ¿Qué carajo tiene ella que ver con esto? Fue su hermano quien… ¿Acaso iba a enviarle también a él una carta de amenaza? Y ¿por qué? Además, ella te buscó para contártelo, ¿no?, para hablarte del rollo que le soltó su hermano borracho. Si hubiese intentado sacarle dinero a Molin y a Edell, ¿crees que ahora haría algo que interesase a la policía por el caso, y crees que se arriesgaría a ser descubierta?

—Quizá tenga remordimientos y quiere que se haga justicia. Que paguen los culpables, ya sabes. O puede que, simplemente, necesitara dinero para un chute y por eso escribió las cartas. Y ahora se arrepiente. O quizá a ella la hayan violado alguna vez y ahora quiera vengarse…

—Ya, pero no hubo violación.

—Sí, pero ella no podía saberlo con certeza. De acuerdo, en cualquier caso no es tan extraño que lo reconsidere todo ahora que su hermano ha sido asesinado. Claro que quiere que demos con el asesino. Y naturalmente, ahora pensará que lo del dinero ha prescrito a estas alturas.

Tell exhaló un suspiro.

—Bueno, vamos a dejarlo.

En la guantera había un paquete de caramelos de menta para la garganta. Beckman se tomó dos de una vez y la masa pegajosa se le quedó entre los dientes.

—Pero ¿en qué estás pensando? —preguntó mientras se limpiaba los dientes con la uña.

Repitió la pregunta después de subir la ventanilla. Tell asintió para confirmarle que la había entendido. La idea de ir en busca de Sven Molin se les había ocurrido súbitamente y, si la carretera y el entorno no hubieran estado desiertos, ya tendrían tras de sí las sirenas de la policía, por exceso de velocidad.

No respondió enseguida.

—La verdad, no lo sé —dijo al fin—. Es sólo que… tengo la sensación de que es una cuestión de tiempo. Como siempre, pero en esta ocasión es más intensa.

Beckman aceptó la poco esclarecedora respuesta y recapacitó sobre lo que ella creía que les proporcionaría el viaje a Bengtfors. Y sobre el hecho de que, dada la situación, debería intentar convencer a Tell de que se pusiera en contacto con los colegas de la policía local, antes de que llegasen a la granja de Sven Molin. Y sobre si debería llamar a casa para avisar de que iba a llegar muy, muy tarde.

No sentía la excitación que solía llevar aparejada una intervención como aquella, seguramente porque, para variar, no sabía qué pensaba Tell. Con los años, había aprendido a aceptar y a manejar el mal genio que derrochaba cuando estaba bajo presión, su falta de tacto y, en ocasiones, su afán de prestigio.

Cuando era nueva en el grupo, se complacía en secreto al comprobar que, tras la fachada de hombre duro —Tell era capaz de imponerles a sus subordinados exigencias carentes de toda lógica— se escondía un jefe justo, con capacidad de autocrítica y con más conocimiento acerca de las relaciones humanas de lo que él mismo se empeñaba en aparentar. Sin embargo, últimamente no lo reconocía. Parecía distraído por una razón que no quería revelarle al grupo.

Beckman lo miró de soslayo. Tell se había pasado la mano por el pelo, que ahora aparecía revuelto. Tenía el ceño fruncido y los ojos entornados, lo que le otorgaba un aspecto de enojo y pesadumbre.

—¿Te pasa algo? —se atrevió a preguntar Beckman al fin—. Quiero decir algo más.

Tell se inclinó torpemente para poner la radio y el coche se desvió hacia la cuneta. Beckman estranguló los acordes de una melodía pop bajando el volumen enseguida. El comisario le echó una mirada.

—Perdona, no he oído lo que preguntabas.

—Te preguntaba que si te pasa algo.

Él seguía sin responder y Beckman se retrepó en el asiento y dejó escapar un suspiro.

—Aún dispones de unos minutos para hacerme partícipe de la información que posees, antes de que lleguemos. Has de hacerlo, va incluido en el pack. ¿O se trata quizá de un asunto de… otra naturaleza? Puede que no sepa ayudarte, pero siempre puedo escuchar. Si quieres.

La curva de la salida era más cerrada de lo que él había calculado. Los neumáticos chirriaron contra el piso desgastado por el uso. Dejaron atrás una gasolinera cerrada a cal y canto con el luminoso apagado.

—Es que… —Beckman parecía buscar las palabras adecuadas—. Se diría que has tenido mucho en lo que pensar últimamente. Como ahora, por ejemplo. Sé que hay algo que te preocupa —Tell la miró suspicaz y ella se apresuró a añadir—: Quiero decir, aparte del caso.

Ahora fue el comisario quien suspiró.

—Está visto, a ti no se te escapa nada. Bueno, si quieres saberlo, estaba pensando en una charla que tuve con Ann-Christine el otro día.

Era un intento —si ella también lo sabía, lo entendería enseguida—. Entendería que necesitaba hablar de la muerte cuando, de repente, acechaba a alguien tan cercano, pero que al mismo tiempo se resistía a mencionar lo que Ann-Christine le había revelado en confianza. Ella lo entendería, si no por otro motivo, por su modo de decir Ann-Christine. Él siempre la llamaba Östergren, o para establecer distancias y en tono algo jocoso, «la jefa». Ann-Christine era la persona que se ocultaba detrás de la faceta de jefe que había desarrollado como profesional.

Cuando Beckman le dio a entender con una mirada elocuente que ella también lo sabía, ambos sintieron una pena enorme. Ann-Christine. Como si hubiese perdido autoridad en el momento en que se confió a ellos y les mostró su humana fragilidad.

—Lo peor es que me siento tan… inútil —confesó Tell al cabo.

—¿Por tener miedo?

—Porque tengo la sensación de que… —reflexionó un instante—. Porque tengo la sensación de que se espera algo de mí, pero no sé qué coño es. Ni siquiera sé qué decirle.

—¿Qué te hace pensar que espera de ti más que de cualquier otra persona?

—Pues… no sé si lo que creo… Oye, ¿puedes comprobar si vamos por buen camino?

Beckman miró la copia que habían sacado de Internet y le indicó el camino de gravilla que debían tomar cuando llegaron a una encrucijada umbría.

—¿En calidad de comisario o en calidad de amigo suyo?

Tell murmuró algo imperceptible.

—¡Y yo qué puñetas sé! De ambas cosas, supongo. Llevo mucho tiempo trabajando con ella codo con codo… Siempre hemos formado un buen equipo.

—O sea, que piensas que la echarás de menos.

—¡Joder, Beckman!

Tell tomó una curva a más velocidad de la debida, y la inspectora se agarró al asa del techo de forma instintiva.

—¿Sabes que siempre te adelantas diciendo lo que uno piensa? —barbotó—. ¿Es algo que te recomiendan en todos esos cursos de psicología a los que asistes?

Beckman hizo amago de querer responder, pero cambió de idea y volvió la vista al frente.

Él lanzó un suspiro.

—Me siento torpe como un niño. Y lo peor es que en lo primero que pensé fue en el puesto que quedará libre cuando ella… lo deje. No es que lo ambicione, pero habré de enfrentarme a la posibilidad. ¿No es una mierda?

Beckman se encogió de hombros.

—¿Y qué fue lo segundo que pensaste?

—Que no me gustaría verme en esa situación: saber que no hay nada que hacer, que quizá sólo te quede un año. Y quién sabe si un año de padecimientos —volvió a golpear el volante, pero en esta ocasión acompañó el puñetazo de una risa tristona—. ¿Te das cuenta? Es ella la que va a morir y yo no paro de hablar de mí mismo.

—Pues no, ¿sabes lo que yo oigo cuando hablas? Oigo a una persona con una fijación extrema por su remordimiento de conciencia constante. ¡Ni más ni menos! A veces creo que te pasas la vida angustiado por una especie de culpa imaginaria cuyo origen ignoras tú mismo. Y me da la impresión de que es agotador —Beckman guardó silencio un instante y bajó el tono de voz antes de continuar—: Yo no creo que debamos reprocharnos el miedo a la muerte. ¿Acaso no es humano reaccionar de forma egoísta cuando te enfrentas al mayor de los miedos que alimentan los mortales?

—¿Quieres decir que la muerte es lo que más temo en la vida?

—No lo sé. ¿Es así? En tal caso, no eres el primero al que le ocurre. Y otra cosa en la que estaba pensando, Christian… y estaría bien que no volvieras a enfadarte…

Tell exhibió una media sonrisa.

—A ver, suéltalo.

—No creo que tengas que decirle nada a Ann-Christine. Quiero decir a Östergren.

—No, puede que no.

—Te lo digo de verdad. ¿Qué te hace pensar que nada de lo que digas iba a cambiar su situación o su estado de ánimo? Sería un acto de soberbia por tu parte creer que tienes semejante poder, ¿no te parece?

Aguardó unos instantes antes de proseguir, con la idea de darle la oportunidad de responder, sin embargo su silencio la animó a continuar.

—Pero… bueno, vengo notando algo. Desde que supiste, o supimos que Östergren está enferma… a mí me parece que la evitas. De forma manifiesta. Es como si no fueras capaz de estar con ella en la misma habitación. ¿No es verdad?

—Si tú lo dices, será verdad.

Su expresión atormentada atenuó el sarcasmo.

—Yo creo que eso es mucho peor —continuó Beckman en voz baja, aunque no por ello menos impertinente—. Nadie te exige que tengas a punto las palabras adecuadas para apoyar y ayudar a un amigo que lo necesita. Pero, joder, tienes que estar ahí.

Sintió la quemazón en la garganta. Hacía tanto tiempo que no lloraba, que no sabía si serían lágrimas o una migraña incipiente que se iniciaba bajo los párpados. Joder con Beckman. Siempre tenía que suponer que entendía las relaciones entre las personas, que lo sabía todo. En realidad, no tenía ni idea del lío en que se había convertido la vida de Tell ni de por qué no era capaz de mirar a su jefa a los ojos. Ella le hablaba de la necesidad de estar presente sin tener que esconderse tras las palabras adecuadas, las frases hechas, la psicología, como si ésa fuera su mejor baza… Justo ella, que…

—¡Alto! —gritó Beckman de pronto.

Tell frenó en seco tan rápido que creyó que se había lastimado la pierna al estirar bruscamente el músculo. Enseguida empezó a notar algo parecido a un tirón.

—¡Retrocede unos metros! —le ordenó la inspectora.

Beckman señaló triunfal algo que había a un lado de la carretera. Entre los árboles brillaba a la luz de los faros la chapa de un coche. Era evidente que alguien se había tomado la molestia de aparcarlo allí, y no en cualquiera de los ensanchamientos que para ese fin había en la carretera. Y sólo existía una razón para algo así: que ese alguien quisiera esconder el vehículo.

Apagó el motor. Constató en el mapa que la granja de Sven Molin debía de quedar por allí cerca. Ambos bajaron la voz instintivamente mientras, entre susurros, inspeccionaban el coche a la luz de sus linternas.

* * *

La granja se componía de un almacén recubierto de chapa y una vivienda no muy moderna que estaba prácticamente a oscuras cuando se acercaron a pie, ya con las linternas apagadas. Entre los dos edificios, buscaba el césped espacio para crecer alrededor de las huellas de neumáticos, donde la tierra estaba demasiado apelmazada.

Ningún sonido desvelaba su presencia, salvo el ruidito que hacía el anorak de Beckman al andar. La iluminación exterior de una de las fachadas del almacén arrojaba un círculo de luz, un globo de blancura que se reflejaba borroso en la cristalera de la terraza. Si había alguien en casa, estaba a oscuras.

Ambos sacaron el arma a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo. Por otro lado, ninguno de los dos había propuesto dejar el coche detrás de la curva, pero allí se encontraban, sin vehículo y sin la luz de las linternas, con la idea de que su entrada fuese lo más discreta posible.

Los sobresaltó un crujido entre los arbustos que había junto a una caseta y Beckman se dio la vuelta con el brazo apuntando hacia el almacén.

Al cabo de unos instantes volvió a reinar el silencio y, una vez que el ritmo de su respiración se hubo normalizado, los dos colegas continuaron en dirección a la casa.

—Tú ve por la parte de atrás —le indicó Tell con un gesto, mientras él subía despacio la escalinata que conducía a la entrada. Se apoyó en la barandilla y miró por la ventana. La cocina estaba a oscuras y tan sólo se veía el resplandor de las cifras digitales del frigorífico y del microondas. La casa parecía desierta.

Bajó el arma y la guardó en la funda. El jardín era un reino de sombras en un mar de negrura sin contornos. Tell no apreció ningún movimiento ni oyó ningún ruido hasta que, unos minutos más tarde, Beckman regresó cruzando la alta hierba después de inspeccionar la parte trasera. Ella también se había guardado el arma.

—Parece tranquilo —susurró—. Aquí no hay nadie.

—Me figuro que Molin se habrá largado —sugirió Tell.

Se reunieron ante la escalinata. La luna salía de su escondite deslizándose por detrás de las nubes, ampliando los límites del campo de visión.

—Echemos un vistazo por los alrededores antes de irnos, ¿vale?

Beckman asintió y se dirigió al almacén. Vio con el rabillo del ojo que Tell caminaba hacia las lindes del jardín.

A medida que cedía la tensión, Beckman fue notando que tenía los pies helados, empezaban a dolerle, ateridos al escaso abrigo de las zapatillas de deporte baratas que, en un impulso, había comprado una semana antes de Navidad. Deseaba llegar a casa, estar con las niñas y darse un baño caliente. Y tomarse una copa de vino. Aquel viaje, que ya había dilatado su jornada laboral, había sido demasiado apresurado.

Como era de esperar, el lugar donde estaban las jaulas de los visones se hallaba cerrado con llave. Miró por la ventana. Al resplandor mortecino de un fluorescente vio las hileras de jaulas apiladas unas sobre otras.

—Si los activistas quisieran entrar, no sería difícil —murmuró satisfecha después de haber trasteado la reja de la ventana.

Entonces oyó un ruido de pasos, de alguien que corría por la hierba a su espalda, oyó los jadeos y, antes de que hubiese sacado la pistola, alguien le agarró el anorak. Era Tell. El comisario se llevó el dedo a los labios con la desesperación pintada en el semblante, combinación que, por el momento, frenó a Beckman en su deseo de darle una bofetada.

—¡Coño! —protestó quedamente—. ¡Por poco me matas del susto!

—Anda, ven conmigo —le susurró Tell tirando de ella.

El corazón se le salía por la boca. Beckman intentó pensar con claridad cuando Tell clavó en ella una mirada apremiante. A la luz de la linterna, le mostró la parte trasera de la caseta.

Alguien había acampado allí. En efecto, apoyada contra la pared, se veía una mochila de cuyo bolsillo exterior sobresalía un mapa desgastado por el uso. Sobre la mochila, meticulosamente doblado, había un jersey y, encima de éste, unos prismáticos. A un par de metros de la mochila habían dejado los restos de un plato de comida rápida.

Beckman se volvió hacia Tell, que la interpretó perfectamente:

—Por supuesto que volverá. Se ha dejado aquí los prismáticos y, bueno, se lo ha dejado todo. No estará muy lejos, habrá ido a…

Guardó silencio al oír el crujido de una rama al quebrarse a unos metros de allí, bosque adentro.

Tell apretó los dientes. Avanzaron en silencio y con rapidez hasta unos abetos que crecían a varios metros.

«Ya estamos como siempre —alcanzó a pensar Beckman al tiempo que se agarraba a la manga del abrigo de Tell—. Tengo la sensación de que los latidos de mi corazón se oyen a varios kilómetros de aquí, sólo porque siento que me va a estallar el pecho. Tan aterrada como irracionalmente eufórica».

Luego resultó que el hombre iba armado con una pistola, pero, además, llevaba un cuchillo en una vaina ceñida al muslo. Sin embargo, no tuvo oportunidad remota siquiera de usar ni lo uno ni lo otro: en un segundo, los policías se abalanzaron sobre él desde ambos lados.