Había pensado en abrir las jaulas de par en par y permitir que escapasen aquellos animalitos repugnantes. Así podría engañar a la policía local y hacerles creer, a primera vista, que la muerte de Molin era resultado de un ataque del grupo de Veganos Militantes Convencidos o como quiera que se llamasen esos bestias enrabiados siempre vestidos de negro. Eso le daría una ventaja de uno o dos días.
En los bosques de Dalsland tampoco disponían de ningún investigador criminal digno de tal nombre, más próximos a los Kling y Klang de Pippi Calzaslargas que al CSI.
Desde los días previos al de Navidad, Caroline había comprado y leído cada uno de los diarios existentes, tanto de la mañana como de la tarde. Sebastian estaba convencido de que buscaba información sobre los asesinatos. Ignoraba cómo había averiguado que él era el autor. Resultaba curioso: ambos sabían cosas innombrables, pero cada uno por su lado. Ella lo apoyaba en silencio, como por un acuerdo tácito. Él interpretaba su mirada: «Estamos los dos en el mismo tren, llegaremos al fin del camino».
Poco después, encerrado en la sala recordatorio de My y con las mejillas encendidas, constató que un par de noticias breves era cuanto había al respecto. Una mención también breve en el noticiario de la televisión local pero, por lo demás, nada.
Le invadió cierta decepción irracional, pese a que comprendía perfectamente que el silencio de los medios servía a sus propósitos.
Experimentaba un orgullo insólito al ver que todo se había desarrollado según el plan. Que hubiese logrado algo que exigía más valor del que la mayoría sería capaz de mostrar nunca: les había quitado la vida a dos hombres. No, a dos cerdos, que con su existencia no habían hecho más que ensuciar la faz de la tierra y el aire que respiraban. Su éxito le infundía la sensación de estar acercándose poco a poco al punto en que se detendría para recibir el amor de Caroline y, con el tiempo, también el de su madre, pues, en efecto, se habría hecho merecedor de dicho amor. De eso se trataba, en suma, de ser merecedor.
En esta ocasión utilizó un coche de otra marca, que, por si acaso, alquiló nada menos que en la región de Varberg. Le habría gustado detenerse un rato en la playa de Skrea, descansar tumbado en las dunas, y escuchar el viento que azotaba los arbustos altos y resecos y el rumor de las olas. En cambio, sólo se permitió ir conduciendo despacio por el paseo marítimo. Durante unos minutos, apagó el motor y paseó la mirada por el horizonte gris azulado, que se atisbaba por entre las casetas y los lujosos chalets provistos de alarma.
El único recuerdo claro que tenía de su infancia estaba estrechamente vinculado a aquel mar sin islas. El resto había quedado en forma de fragmentos borrosos de sucesos que, en el mejor de los casos, le inspiraban indiferencia, cuando no había optado por olvidarlos.
Él era muy pequeño y lo habían enviado junto con My a la casa de verano de la familia Falkenberg. En realidad, no debería recordar nada, pero aun así, las imágenes eran de una claridad extraordinaria y de colores bien definidos, como en un catálogo de publicidad. En Skrea, el agua es de un azul transparente, la arena arde bajo el sol, como chocolate caliente con nata. El bañador que le han comprado en el supermercado Konsum antes de partir es rojo chillón.
La idea era que volviesen allí el verano siguiente, quizá también en las vacaciones de Navidad, pero Solveig retiró su solicitud de asistencia una semana después. Al parecer, estar sin niños no era tan agradable como ella esperaba. De modo que Sebastian no disfrutó de más visitas a Skrea. Ni de un mar azul como aquel… hasta ahora que, por fin, se había preparado para dirigir su vida por sí mismo.
Decidió dejar los visones en las jaulas. No había razón para originar ningún escándalo y hacer que la policía se fijase en una finca tan remota.
El ruido lejano del motor lo hizo mirar por los prismáticos. El sucio coche apareció en la curva envuelto en una nube de polvo. Molin volvía a la granja, justo dos horas después de haberse llevado a la mujer asiática y a sus hijos.
Sebastian comprendió que eso significaba que, sin que él supiera cómo, Molin había descubierto el destino de sus antiguos amigos y sospechaba que algo andaba mal. Presentía el peligro. Ahora se diría que estuviese planeando meterse bajo tierra por voluntad propia. Antes lo había visto guardar un saco de dormir y una bolsa de comida en el asiento trasero del coche. Su mirada vagaba por los campos que se extendían ante la casa y por entre los abetos que se erguían a su espalda.
Por extraño que pudiera parecer, el que Molin estuviese alerta no lo puso nervioso en absoluto. Al contrario, disfrutó al notar que casi podía oler su miedo. Comprendió que ésa era la recompensa. Molin había sumado dos y dos y sabía por qué debía morir. Y que intentase huir carecía de importancia, de todos modos, no llegaría lejos.
Sin embargo, sí que tuvo que modificar su modo de proceder. Seguramente, Molin sabía que a las dos víctimas anteriores les habían disparado desde un coche, estaba en guardia y pensaría atrincherarse con alguno de los rifles de caza de los que sin duda sería propietario. En otras palabras, resultaría difícil, ni con una excusa inocente, acercarse a él tanto como para ejecutarlo igual que a los otros. Por si fuera poco, las habilidades de Sebastian a la hora de disparar eran, por así decirlo, limitadas.
Le había sido ridículamente fácil hacerse con el arma. De hecho, el padre de un amigo suyo, un tipo medio delincuente, se tragó enterito el cuento que Sebastian le soltó sobre deudas de juego y devoluciones de préstamos y también aquello de que sólo la quería para infundirles respeto a los tipos que lo amenazaban. Una vez en posesión de la pistola, efectuó unos cuantos disparos de prueba en el bosque, sólo en un par de ocasiones. Es decir, jamás llegó a practicar como para poder compararse con un tirador certero.
Apuntarles a Edell y a Pilgren antes de atropellados fue un placer con descarga de adrenalina incluido. Oír cómo se les quebrantaban los huesos y cómo sus cuerpos quedaban despedazados bajo el peso del vehículo. Sin embargo, nada de eso —ahora lo comprendía— era comparable al goce de observar desde su escondite la vergüenza y el miedo de Molin, después de once años.
Sebastian se trasladó algo más lejos, detrás de la vieja caseta semiderruida.
No existía razón alguna para desvelarle aún su presencia a Molin. Durante un instante de vértigo, estuvo a punto de dejarse llevar por el deseo de acercarse a la casa y llamar a la puerta; de preguntarle el camino a la gasolinera más próxima o cualquier otra cosa, sólo para ver de cerca la mirada de Molin.
En el último momento, se aferró a la esquina medio podrida de la caseta hasta que se le pasó el impulso, sin dejar de decirse: «Hoy sólo toca rastrear». Había montado la tienda de color verde camuflaje donde el bosque era más tupido, a una buena distancia de la granja.
En su momento. En su momento vería de cerca la angustia de Molin ante la muerte, aunque el instante sería sin duda demasiado breve.