Capítulo 53

Aún sentada en el sofá, Seja dejó caer el torso hacia atrás. Una ancha grieta cruzaba el techo y se ramificaba en otras más finas, formando la figura de un árbol despoblado. Siguió detenidamente el curso de la grieta con la mirada. Unas manchas amarillentas abombaban el techo y el contorno de las ventanas aquí y allá, a causa de una fuga que le había pasado inadvertida hasta el momento. No era difícil detectar el discurrir del agua bajo el papel de la pared.

Constató que debería reparar el tejado. Quizá incluso retirarlo entero y ponerlo nuevo. ¿Y si había moho arriba, en el dormitorio? ¿Habría ido filtrándose por las paredes la humedad de años de nieve derretida? ¿Habría carcomido el agua la madera? Sintió un frío intenso en la garganta ante la sola idea de que la casa entera estuviese podrida.

—Esta cabaña huele exactamente igual que la casa de verano que mi tía paterna tenía en la isla de Gotland —le susurró al oído a Martin, con ingenuo entusiasmo, cuando el viejo Gren les enseñó la casa, poco antes de decidirse a comprarla. La chimenea llevaba entonces varios meses sin usarse. El denominador común más evidente entre la casa de la tía, que rara vez visitó, y aquella cabaña, encantadora pero, ¡ay!, tan deteriorada, debería ser, pues, que el frío húmedo del exterior se había incrustado en las paredes o, como escribió Tove Jansson, «que la lluvia y la humedad se habían instalado en las habitaciones de la casa». Lo más probable es que toda la vivienda estuviese a punto de derrumbarse. Y dentro estaba ella, una rata solitaria de ciudad, mujer, para colmo de males: no tenía ningún sentido ser feminista e igualitaria cuando no había con quién compararse.

Olisqueó prudentemente el aire y se odió por figurarse que las cortinas y los sofás aún exhalaban el aroma de Christian Tell: aquella mezcla de tabaco y de una loción para el afeitado pasada de moda, como Old Spice o Tabago o quizá Palmolive y, a veces, en las distancias cortas, un toque dulzón a sudor reciente que procedía de la espalda.

Lloró compadeciéndose de sí misma y las lágrimas amenazaban con inundarlo todo ante la idea de la traición, de la soledad y la casa y el establo y las muchas horas de trabajo que todo requería para que ella y Lukas tuviesen un hogar digno, muchas más horas de las que ella podría permitirse pagar con su préstamo de estudios. ¿Habría en la biblioteca libros sobre cómo reformar la vivienda? «Cómo poner su casa a punto, para torpes».

Era poco mañosa y tampoco desarrollaba por escrito ninguna de sus ideas.

Se trataba de levantarse del sofá y de sentarse a escribir. De ir al establo y darle de comer a Lukas. De cruzar hasta la leñera para coger más leña y así poder avivar el fuego que se extinguía en la chimenea. De procurarse calor tanto en las habitaciones como en el alma. De levantarse del sofá y abrir la ventana de par en par para dejar paso al aire fresco de la tarde, de ventilar para eliminar el olor a humedad y el olor a Christian Tell, a su perfume anticuado y a sus promesas incumplidas.

Desde que él se marchó, Seja se sentía hueca, sin historia. El resentimiento que mostró durante la tarde quedó reemplazado por el deseo de comprender qué les había ocurrido. Por un instante, Seja llegó a pensar que también él deseaba recuperar la confianza perdida, hasta que se dio cuenta de que Christian no quería comprenderla a ella, sino comprender el caso que tenía entre manos. Cuando por fin se marchó, la distancia que se abría entre ellos era más que patente.

Leves ráfagas de aire, como suspiros amargos, soplaban por entre las losetas. Los dedos de la mano que colgaba inerte en el suelo fueron perdiendo sensibilidad, y Seja terminó por adoptar una decisión: se había expuesto una vez más, cierto, se había enamorado y se había permitido confiar en una continuación que jamás se produciría. Aun así, aquél era su hogar, por inviable que resultase, pero al menos no pasaría frío innecesariamente.

Antes de salir a la escalinata apagó el farol del porche y, a la sola luz de la cocina, aguardó hasta que la vista se habituó a la oscuridad.

Ignoraba la razón pero, cuando tenía algo que hacer en el establo o en la leñera después del atardecer, el círculo de luz del porche le infundía más temor que tranquilidad. Siempre pensaba en peligros ocultos que la acecharían en la frontera entre la luz y la oscuridad, entre lo iluminado y lo oculto, la negrura, lo desconocido.