Los despachos de los colegas estaban vacíos. Sin embargo y pese a la hora, todas las puertas se veían abiertas de par en par y los ordenadores encendidos. Tell se encaminó con premura al lugar de donde procedían las voces.
Un espacio anejo a la cocina servía de sala de descanso para aquellos que no tenían ganas de usar el comedor de la comisaría. La puerta quedó bloqueada por la espalda de Bärneflod.
—¡Qué bien que hayas venido! —exclamó Beckman que, sentada en la encimera, removía una taza de chocolate caliente. Alguien había dejado un paquete de galletas en la mesa. Tell sintió que el hambre le destrozaba el estómago, no recordaba haber comido nada desde el desayuno. Extendió el brazo y cogió un puñado. Karlberg carraspeó justo cuando Tell se quitaba el abrigo.
—Intenté hablar contigo hace un rato.
Tell asintió con la boca llena.
—Creo que tienes el móvil sin batería.
«O apagado», podría haber añadido Tell, aunque calló, por no poner en peligro su reputación más de lo que ya lo había hecho. Terminó de masticar y se sirvió una taza de café.
—Puede que no pensara que mis viejos colegas iban a reunirse a estas horas de la tarde —dijo Tell con ligereza forzada—. Es evidente que he infravalorado vuestra dedicación. ¿Os parece que revisemos lo que tenemos? Quiero decir que, ya que estamos todos reunidos…
Abrió la ventana recurriendo al truco especial requerido desde que el administrador cambió todas las puertas y ventanas por otras que permitiesen insonorizar las oficinas y que, además, iban provistas de seguro para niños. «Con seguro para humanos», solía protestar Bärneflod.
—Hoy me habéis censurado, y con razón, debería añadir, porque no os hice partícipes de mis reflexiones acerca de nuestro caso del jeep. De modo que quizá deba aprovechar para hacerlo ahora. Lo cierto es que he estado investigando algo más aquel caso sin resolver que os comenté y…
—Yo acabo de entregar un informe sobre mi conversación con Susanne Jensen, la hermana mayor de Olof Bart —lo interrumpió Beckman—. Por eso intentábamos localizarte. Y a Gonzales, pero resulta que está en el transbordador de Fredrikshamn, de modo que no aparecerá, a menos que logre convencer al capitán de que dé media vuelta.
—¿Fredrikshamn? —exclamó Bärneflod con fingido pavor—. ¿Acaso no he dicho que quiero saber siempre con antelación cuándo alguno de vosotros va a tomar el transbordador para comprar alcohol? Le habría hecho un pedido.
—Vamos, hombre, ya apenas se ahorra nada con eso —intervino Karlberg—. ¡Deja de interrumpir! Bueno, Beckman, ¿y qué pasó?
—Pues que Susanne Jensen me esperaba en la recepción —prosiguió Beckman—. Yo ya iba camino de casa, pero preguntó por mí. Ya sabéis que hablé con ella el otro día en el albergue Klara. Entonces no me dijo una palabra, pero al parecer ahora ha decidido hablar. Me dijo que hacía unos años Olof y ella pillaron una borrachera fenomenal y que, ya de madrugada, se vino abajo y le contó algo de un homicidio en el que se había visto involucrado, el homicidio de una joven, acontecido en algún local de Hells Ångels o algo así. En Borås. Por error, vamos. Susanne no sabía si hubo violación o si fue un robo que se les escapó de las manos, puesto que su hermano se expresaba de forma inconexa e incoherente y a ella le pareció muy desagradable andar preguntándole. Supongo que ése es el caso sin resolver al que te refieres.
Tell asintió ansioso.
—Continúa.
—Bueno, no me dijo mucho más. Salvo que recordó el suceso cuando le pregunté si sabía de alguien que quisiera ver muerto a su hermano. Quería ayudarnos y pensó que, ahora que Olof estaba muerto, no le ocurriría nada si lo contaba.
—Vaya una drogata lúcida —observó Bärneflod.
—No recordaba si Olof mencionó cuándo se había cometido el delito. Tampoco recordaba cuándo se lo contó, pero si no habían tenido contacto en los últimos cinco o seis años, debe de hacer otros tantos, como mínimo. Dijo que desde que Olof se mudó a Kinna, sólo fue a verlo una vez, la misma que él aprovechó para desahogarse con aquella confesión —Beckman se apartó el flequillo de los ojos, con gesto meditabundo—. Y por lo demás, dice de Olof lo mismo que todo el mundo: que no resultaba fácil relacionarse con él. Era introvertido, algo arisco. Aunque la verdad, de ella se podría decir otro tanto. Claro que se le nota que la vida la ha tratado mal, aunque, en cierto modo, me gusta.
—Pero, Beckman, eso ya lo sabemos, mujer —intervino Bärneflod con una amplia sonrisa que dejó a la vista los empastes de su dentadura—. Ya sabemos que te gustan la mayoría de los drogadictos y de las putas y toda la mierda que venga. Me refiero a que, bueno, es que son dignos de lástima, ¿no?
—Cierra el pico.
Tell estaba inclinado sobre la mesa con las palmas de las manos pegadas al aglomerado, sin poder contener su curiosidad.
—En ese caso, la cuestión es…
—A: si estaba solo. No, Bart no estaba solo —lo interrumpió Beckman de nuevo—. B: si le dijo a su hermana quiénes fueron sus colaboradores; y C: si ella recuerda aún sus nombres. La respuesta es no, como cabía esperar. Pero estaba pensando que, en cuanto terminemos aquí, me sentaré ante el ordenador a repasar todos los homicidios o casos de sospecha de homicidio sin resolver cometidos contra jóvenes adolescentes en la zona de Borås entre 1990 y 2000…
—No es necesario —Tell se enderezó tan rápido que su columna vertebral resonó con un ominoso crujido—. Mira el año 1995. El club de motoristas Evil Riders. La chica se llamaba My Granith. Tenemos una dirección.
Karlberg, Bärneflod y Beckman miraron a Tell como si fuese un ovni a punto de posarse despacio sobre la tierra.
—¿Tienes la dirección? —preguntó Beckman.
—Sí, donde vivía My Granith en 1992. Las posibilidades de que aún resida allí algún familiar suyo quizá no sean muchas, pero alguna hay. De no ser así, Beckman, te propongo que intentes localizar a algún pariente y que revises los documentos de la investigación de su caso. Por cierto, habla con Björkman, Borås es su territorio. En estos momentos, lo más importante es comprobar si podemos establecer alguna conexión entre Edell y la fiesta de motoristas y, ante todo, si podemos dar con algún tipo de registro de socios o algo parecido, para buscar en él al tercer cómplice. No tengo que deciros que existe el riesgo de que su vida esté en peligro.
—Pero ¿qué mierda hacían en Borås? —preguntó Bärneflod con sincero desconcierto, como si hablase de un poblado remoto e inaccesible de Nueva Guinea—. Y…
De repente, Tell tomó conciencia de lo acalorado que estaba y se quitó el abrigo como pudo en la angosta cocina. Apenas si oyó el ahogado lamento que Karlberg dejó escapar cuando sintió el codo del comisario en el estómago.
—Beckman, acabo de recordar algo que leí en la versión escrita de tu interrogatorio a la familia… ¿Mollberg?
—Los Molin —corrigió ella al tiempo que daba un respingo en la silla—. ¡Joder, es verdad! ¡Su hijo era el mejor amigo de Edell!
—Exacto. Y por eso he pensado que alguien compruebe… Mejor llamamos a Björkman. De eso te encargas tú, Karlberg. Y busca al hijo de los Molin, se llama Sven, Sven Molin. Llámame a mí o a Beckman en cuanto lo hayas localizado…
Karlberg seguía frotándose el vientre dolorido y sólo logró responder al jefe de su unidad con un gesto de asentimiento.
—… mientras, Beckman y yo vamos a casa de sus padres. Ahora mismo.
* * *
La última vez que estuvieron en la granja de los Molin había un Renault de color burdeos bastante oxidado justo delante del cobertizo. Ahora ocupaba el suelo de grava del aparcamiento una rama enorme, que el intenso viento de la noche debió de arrancar de su tronco. Puesto que, además, las ventanas de la fachada gris estaban totalmente a oscuras, Tell y Beckman podían creer que no había nadie en la granja, máxime cuando nadie acudió a abrirles pese a haber llamado al timbre varias veces.
Sin embargo, equipados con el escepticismo que conllevan los años de profesión, decidieron dar una vuelta alrededor del edificio. Y enseguida hallaron el Renault, aparcado en el césped, detrás del almacén. Las ruedas se habían hundido profundamente en la capa de hierba y aparecían encharcadas.
Con renovada resolución, Tell olvidó el timbre y aporreó con el puño la puerta, cuya hoja de cristal tintineó peligrosamente. Por un instante, pensaron que iba a desprenderse.
—Venga, abridnos, sabemos que estáis ahí.
Estaba a punto de instalarse en el porche para, sencillamente, poner a prueba la paciencia de los ancianos, cuando se oyeron en el interior unos pasos y una discreta tosecilla. Bertil Molin carraspeó una vez más antes de meter la llave en la cerradura y abrir la puerta. Llevaba unos pantalones de algodón y una camisa de cuadros azules y blancos. El logotipo publicitario que adornaba la gorra estaba tan desgastado por el tiempo que resultaba ilegible.
Era obvio que no se alegraba de verlos. Cuando los carraspeos, que más parecían destinados a neutralizar un silencio apremiante, degeneraron en un ataque de tos tan violento que Molin tuvo que retroceder en el vestíbulo y doblarse de dolor, Tell pensó que ya le había dado bastante margen.
—¿Vais a dejarnos entrar?
—Eso dependerá de a qué se deba la visita —respondió Molin con acritud, aún con la cara encendida por el esfuerzo.
—Pues podría decirse que hemos venido a reavivar viejos recuerdos.
Tell se adelantó y pasó por delante de Molin, dejó atrás el vestíbulo y entró en una cocina no demasiado amplia, cuyo único mobiliario era una mesa con sitio para dos. Se sentó ruidosamente en una de las sillas sin molestarse en quitarse el abrigo.
Beckman llegó enseguida y se inclinó hacia el fregadero, que estaba debajo de una colección de platos de porcelana de color azul que cubrían la mayor parte de la pared. Sobre el fogón había una jarra de loza corriente, leche y un tarro de miel. Bertil Molin estaba a punto de tomarse un té cuando lo interrumpieron. El olor a cítricos aún flotaba denso en el ambiente.
Mientras aguardaban a que Molin tuviese a bien aparecer en la cocina, Tell marcó el número de Karlberg, que respondió en el acto.
—¿Ha contestado al teléfono de su casa?
—¿Te refieres a Sven Molin? No. Ni tampoco al móvil.
—Vale. Sigue intentándolo.
Tell colgó en cuanto oyó la respuesta afirmativa de Karlberg.
El vestíbulo seguía sumido en un inquietante silencio. La mirada de Tell se cruzó con la de Beckman, que le hizo una mueca, como preguntándole si Molin se estaría largando. Pero un segundo después aparecían en el umbral él y su preocupación mal disimulada.
El hombre miró en primer lugar a Tell y luego a Beckman y pareció concluir que sus posibilidades de elección eran muy limitadas. La cocina era lo bastante pequeña como para que dos personas que estuviesen de pie quedasen a una distancia muy incómoda. Se frotaba nervioso la palma de la mano en el pantalón, como si le picase terriblemente.
—Podemos sentarnos en el comedor… Mi mujer está durmiendo en la planta de arriba. Si nos trasladamos a esa habitación, no tendrá que…
—No es necesario —lo interrumpió Tell—. Es más, creo que si la despertamos, ella también podrá contribuir. Tengo que haceros unas preguntas sobre vuestro hijo.
Molin dio un respingo, sobresaltado, pero pareció resignarse enseguida, dejó caer las manos a los lados y los observó como si los viera por primera vez.
—No veo que haya razón alguna para que habléis con Sven —dijo al cabo de un instante—. Es imposible que él esté involucrado en ningún fregado que haya tenido lugar aquí. Lleva años sin venir por esta región.
—Y al decir «fregado», ¿a qué te refieres?
Bertil Molin alzó la vista despacio para sopesar la pregunta de Tell, pero pareció arrepentirse en el acto. Dejó de prestar atención a los policías y su mirada fue a aterrizar en algún punto impreciso de la oscuridad que se extendía al otro lado de la ventana.
—Pues… bueno, han matado a un tipo al otro lado de las plantaciones, ¿no? —preguntó articulando exageradamente, como si estuviese hablando con dos niños necios y preguntones—. Y por eso estáis aquí, ¿me equivoco? No veo que haya razón para que me preguntéis a mí, salvo que guarde relación con dicho asesinato. Y si vais a hacerme preguntas sobre mi hijo Sven, doy por hecho que creéis que él tiene algo que ver con ese asunto. Lo cual es un disparate, teniendo en cuenta que, como ya he dicho, lleva más de diez años sin cruzar una palabra con Lise-Lott Edell. Y seguro que existe un modo de demostrarlo.
Tell y Beckman se vieron obligados a recobrar el aliento tras la exhibición de talento oratorio de Molin.
De camino a la granja, habían discutido sobre cómo abordar su hipótesis ante los Molin. El único dato de que disponían por el momento era que, según decía la gente, su hijo solía salir con dos hombres que, también según una serie de suposiciones, habían atacado a una joven hacía algo más de once años. Un crimen que jamás se esclareció.
Anduvieron divididos en cuanto a las posibles estrategias de sorpresa. Fingir que se sabía más de lo que en realidad se conocía solía constituir un método eficaz en los interrogatorios. Por otro lado, una postura empática podría tentar a Molin a descargarse del peso de sus secretos. La tercera alternativa consistía ni más ni menos que en poner las cartas sobre la mesa: esto es lo que sabemos y ésta es nuestra hipótesis actual.
Si en algún momento dudaron de que Molin tuviese algún asunto turbio que ocultar, dichas dudas quedaron en ese momento totalmente despejadas, desaparecieron como un montón de hojas secas arrastradas por el viento de un día de octubre.
Estaba más que claro que allí había trapos sucios que esconder. La cuestión era cuáles.
—¿Por qué estás tan alterado?
Beckman miró inquisitiva a Molin mientras rebuscaba un spray nasal en el bolso. Se pulverizó en las fosas nasales y echó la cabeza hacia atrás. Un paquete de chicles medio lleno cayó del bolsillo interior del bolso y fue a posarse en el suelo, a sus pies. Se inclinó impertérrita y recogió el paquete.
—Has trasladado el coche a la parte posterior.
—¿Y qué? —preguntó Molin sin lograr que su semblante reflejase la entereza que denotaba su voz.
Ella se encogió de hombros.
—No, nada, sólo pensaba que uno puede hacer algo así para que la gente crea que no está en casa.
Se oyó un golpe en el piso de arriba, seguido de un leve crujido, como si alguien que se hubiese dormido con el libro en la mano acabase de despertar al oírlo retumbar contra el suelo y ahora caminase descalzo hacia la escalera. Quizá un alguien que deseaba hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo, antes de descubrir su presencia.
—¡Quédate ahí, Dagny! —Tell enarcó las cejas al oír el grito de Molin—. ¡Quédate donde estás!
Un murmullo indefinido resonó por toda respuesta.
—Ha de pensar en su corazón —les explicó a Tell y a Beckman en un tono inesperadamente familiar y cálido, como el que gustan de adoptar los mayores cuando hablan de enfermedades y achaques—. No debe alterarse.
—Pues en ese caso, tengo que preguntaros por qué habría de alterarse —atajó Beckman como un rayo.
Molin exhaló un hondo suspiro y meneó la cabeza durante unos minutos, demasiados para que pudiera interpretarse como una respuesta. Se trataba más bien de un gesto inconsciente, una prolongación del desconcierto que, por el momento, parecía bloquear su capacidad de pensar con claridad.
Se excusó y se dirigió al vestíbulo. Lo oyeron subir la escalera con paso decidido y raudo, una prestación como otra cualquiera para un jubilado. Después, se hizo un silencio que no rompió ningún susurro. Tampoco se oyó que nadie, tras haber atado unas sábanas, se fugase por la ventana.
Tell se irritó al escuchar el ruido del grifo que Beckman había abierto para beber agua.
—Sí, claro, pero con este puto calor —le respondió ella en un susurro antes de abrir del todo la ventana y mirar al techo, como si confiase en que así percibiría mejor cualquier ruido—. ¿No vas a ir a buscarlos? —preguntó tras una breve espera—. ¿O los dejamos? Siempre podemos salir pitando en busca de Sven Molin directamente.
—Espera un poco, no nos llevará mucho tiempo, ya has visto lo nervioso que está. Pero quiero asegurarme de que está nervioso por lo que nosotros creemos.
Una puerta se abrió en el piso de arriba y, un segundo después, Bertil Molin apareció escaleras abajo con paso cansino. Hizo un vago gesto hacia los dos policías, se puso un par de zapatillas de fieltro desgastadas y echó a andar hacia la calle delante de ellos. Se detuvo en la esquina de la casa y rebuscó en el amplio bolsillo de la pechera hasta dar con una caja de cerillas y una pipa que tenía sujetas con una goma.
Bertil Molin pareció ganar algo de fortaleza después de haber inhalado profundamente un par de veces. Se volvió hacia Tell, pues era lo bastante viejo como para ignorar a una mujer policía cuando la cosa se ponía seria y, además, tenía a su alcance a un hombre. Beckman conocía bien a ese tipo de sujetos. Al principio de su carrera, cuando además la desacreditaban debido a su juventud, aquella actitud la sacaba de sus casillas. En la actualidad, en cambio, se alegraba de poder dejar en manos de sus colegas masculinos las conversaciones con aquellos viejos gruñones, puesto que, a esas alturas, era consciente de su valía y no necesitaba que ellos se la confirmasen.
—Soltad lo que creéis saber —dijo Molin con sequedad.
Tell asintió con gesto colaborador.
—Creemos que, hace once años, tu hijo Sven participó en la agresión contra una chica cerca del local de un club de motoristas situado a las afueras de Borås. Y que no fue castigado por ello. Creemos que los otros dos tipos que derribaron a la joven eran Olof Pilgren y Thomas Edell.
Bertil Molin abrió la boca. La frustración que revelaba su semblante se transformó en cansancio y resignación y un tembloroso suspiro puso fin a la frágil tranquilidad que había fingido hasta ese momento. Tell dio un paso hacia él y advirtió el cuello amarillento de la camisa.
—Escúchame, en realidad, no te necesitamos para nada. Mientras nosotros estamos aquí, nuestro colega está repasando el historial de tu hijo en la comisaría. Todo, desde la guardería hasta cuántas multas tiene sin pagar —Tell sacó el móvil del bolsillo y lo sostuvo ante Molin—. En cuanto pulse el número de marcación rápida, sabré si aquella joven de diecinueve años murió como consecuencia de las lesiones sufridas esa noche. Si la violaron. Si había algún sospechoso.
Molin se negaba a mirar al comisario a los ojos y, en cambio, dirigía la vista hacia la ventana del desván, situada justo debajo del tejado, las tejas cubiertas de moho o los racimos de nubes que se deslizaban por el cielo y que parecían haber sido desgajadas por el caballete al arrastrarse a ras del tejado.
—La única razón por la que mi colega y yo estamos aquí —prosiguió Tell— es que la vida de Sven puede estar en peligro; y algo me dice que tú ya lo habías previsto. De manera que si no nos ayudas a ponernos en contacto con él cuanto antes, lo localizaremos tarde o temprano de todos modos, a menos que el asesino lo encuentre primero. Tú eliges.
Molin empezaba a respirar con dificultad, emitiendo pequeños silbidos, y se llevó la mano al pecho.
—Respira tranquilamente.
Dio un paso atrás, como para dejarle espacio al anciano. Molin ahuecó las manos delante de la boca y su respiración comenzó a recobrar el ritmo normal.
—¿Qué sabes de los posibles escondites de Sven? —lo apremió Tell—. ¿Qué sabes de su participación en los hechos acontecidos en 1995?
—Estaba totalmente fuera de sí.
La voz que pronunció aquellas palabras rebotó contra la espalda de Tell. El comisario se dio la vuelta y se encontró con los ojos de Dagny Molin, anegados en llanto. Llevaba una falda raída y una bata estampada. Aun así, temblaba de frío, o por el llanto. Y tuvo que agarrarse a la esquina de la casa para mantenerse derecha.
—Dagny… —comenzó Bertil Molin para detenerla. Pero su mujer negó con un gesto.
—No. Déjame que lo cuente —se cerró bien la bata y cruzó las manos sobre el pecho, como si quisiera impedir que se le saliera el corazón—. Estaba fuera de sí cuando llegó a casa aquella noche. Yo no solía esperarlo despierta, ya hacía años que tenía edad suficiente y disponía de un apartamento propio abajo, en el sótano. Pero aquella noche fue y se sentó en el salón. Yo había pasado la noche en vela y estaba en la cocina y, cuando llegué al salón vi que… había vomitado en el suelo —la mujer se retiró las lágrimas de los ojos con el dedo—. Al verme, echó a correr hacia la escalera que conduce al sótano, pero… tropezó y cayó de bruces en la alfombra del vestíbulo y entonces rompió a llorar allí, tendido en el suelo. Y Bertil, claro, se despertó con el ruido y bajó a ver…
Se le quebró la voz y se vio obligada a recobrar el aliento antes de continuar.
—Sven estaba lleno de barro y tenía la ropa mojada y quizá incluso manchada de sangre, o puede que fueran figuraciones mías… Intenté convencerlo de que me contara lo sucedido mientras le quitaba la ropa mojada, pero él se limitó a llorar como un niño… Al final, se durmió en el sofá.
—¿Y a la mañana siguiente?
—Se encerró en sí mismo, como una ostra. Se negó a hablar de lo ocurrido, aunque tardó en volver a ser él mismo. En cierto modo, yo diría que nunca más volvió a ser el que era, pobre hijo mío. Era como si… tuviese un yugo que lo obligase y le impidiese reír.
—Ya, pero supongo que vosotros os preguntaríais el porqué de su actitud —intervino Beckman.
Dagny Molin asintió apenada.
—Yo me decía que había sido culpa del alcohol. Apestaba cuando llegó a casa aquella noche y ya se sabe: cuando la bebida entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana… Pero aun así no conseguí tranquilizarme porque… bueno, era tan… primitivo.
—¿Primitivo? ¿El qué?
—Sí, su pánico. Su dolor. Gritaba como un niño cuyo perro acabase de morir atropellado.
—O como si hubiese perdido la inocencia —murmuró Beckman.
Halló un paquete de pañuelos en el bolso y se lo ofreció a Dagny Molin. La mujer lo aceptó agradecida, no sin antes dedicar una mirada angustiada a su marido.
—¿Cómo lo supisteis? —preguntó Tell.
Dagny Molin asintió después de haberse sonado con estrépito.
—Se pusieron en contacto con nosotros mucho más tarde. Varios años después del suceso recibimos una carta. Bueno, iba dirigida a Sven, claro, pero yo la abrí porque… en fin, él ya no vivía aquí y pensé que… no sé. En cualquier caso, la carta decía que Thomas Edell, Olof Pilgren y Sven habían… —la mujer ahogó un sollozo en el pañuelo y carraspeó brevemente antes de proseguir—: Recuerdo que estaba redactada de un modo muy extraño, con una caligrafía infantil que mezclaba mayúsculas y minúsculas y con faltas de ortografía. Yo creo que no me habría preocupado por aquello, pese a que era una broma de mal gusto, de no haber visto la mirada de Sven aquella noche, el terror reflejado en sus ojos. Y comprendí que lo que decía la carta era cierto.
—¿Por qué crees que la enviaron?
—Para obligarlo a que se entregase a la policía, supongo. Eso decía la carta, que debería asumir su castigo porque, de lo contrario… lo pagaría. Tal vez el remitente quería dinero, no lo sé.
—¿Aún la conserváis? —quiso saber Tell.
En esta ocasión fue Bertil Molin quien contestó con un gesto negativo.
—No, la destruimos —se miró las zapatillas, cuyos bordes habían absorbido la humedad de la hierba, que les otorgó un tono gris oscuro—. Había pasado tanto tiempo que pensamos… bueno, nos dio la impresión de que quien había redactado la carta no estaba del todo…
—¿Quién era el remitente? —preguntó Beckman.
Dagny Molin la miró a los ojos antes de contestar.
—No tengo la menor idea. No lo sabemos —se irguió y observó a Beckman con una súbita expresión de rebeldía, antes de proseguir—: Y lo que es peor, ya no sabemos casi nada acerca de la vida de Sven. En principio, no tenemos contacto alguno con él.
La mujer se encogió y estalló en llanto. Beckman le puso la mano en la espalda y notó cómo le temblaba el cuerpo.