2007
El perro correteaba alrededor de sus piernas con un lamento chillón nada propio de un terranova gigantesco. Después de tropezar con él varias veces, le propinó una patada certera que consiguió que el animal se apartase de su enfurecido dueño. Sven neutralizó un atisbo de cargo de conciencia, pues tenía otras cosas en las que pensar.
En condiciones normales, ambos apreciaban el lento ritual en que consistía dar de comer a los visones. Después de tantos años de vida en solitario, Sven había adquirido la costumbre de hablar con sus perros. Albert era su tercer terranova. Por lo general no llegaban a viejos, ésa era la desventaja de tener perros tan grandes, que las articulaciones de las caderas se debilitaban y el animal se convertía en un paradigma de ser dolorido que perdía la dignidad. En dos ocasiones había tenido que llevar a un animal detrás de la casa, escopeta en mano. No era muy agradable, pero sí más humano que dejar que el perro siguiera sufriendo.
Vio por la ventana que había amainado el viento, pues no se movían las copas de los abetos.
Dos figuras con anoraks rojos demasiado grandes y mochilas a juego aparecieron ante la vivienda. Hacían señas con la mano hacia algo que había más allá de la carretera. El viejo Saab de Eriksson giró y se detuvo ante ellos, para desaparecer enseguida.
Cada tres días, Sven recogía por la mañana a los hijos de los Eriksson y a los de Kajsa. Y dejaba a toda la tropa delante de la valla de la escuela. Luego volvía a buscarlos a las tres. Lo llamaban racionalización. Él no solía estar de buen humor cuando le tocaba hacer de autobús escolar. Por lo general, cuando los niños se subían en el asiento trasero del coche, a Sven no se le oía más que un gruñido a modo de saludo.
También ellos solían guardar un extraño silencio durante el viaje. Sven no tenía más experiencia con los niños que los dos que se hubo de tragar al casarse con Lee, pero desde luego, sabía de sobra que los niños acostumbraban a gritar y a armar jaleo. Bueno, como quiera que fuese, él se alegraba de no haberlos tenido.
Lo irritaba que Lee no hubiese aprendido a conducir. Unas veces más enfadado que otras, él le había explicado que el carné de conducir era imprescindible cuando, como en su caso, se vivía tan lejos del centro y no se contaba con un buen transporte colectivo.
Lee. Unos años atrás, cuando Sven comprendió que necesitaba una mujer en su vida, lo hizo pensando ante todo en la comida y la limpieza. Y el amor, claro, él no era un cenutrio; pero ante todo, deseaba no tener que ocuparse de las tareas domésticas, que tampoco eran cosa de hombres. La alternativa, pagar para que alguien le hiciera el trabajo, costaba un dinero que él no tenía.
Su casa jamás había estado tan limpia. Eso no podía negárselo. Y ella nunca se quejó de sus tareas como solían hacer las suecas y, en especial, aquellas que pretendían que el feminismo les explicase por qué estaban insatisfechas consigo mismas y con sus vidas. Se las había visto con esa clase de mujeres. El que antes hubiese elegido vivir solo no significaba que no hubiese tenido experiencias con el sexo contrario.
No. Él se puso en contacto con aquella agencia que, una vez cumplimentados todos los impresos, le procuró a Lee, no porque careciese de competencia social y no lograse entablar una relación con una mujer sueca. No carecía de gusto y, ante todo, era un partido interesante, al ser propietario de un negocio rentable, aunque con la maldita manía de la gente por defender los derechos de los animales, la granja de visones funcionaba más bien gracias a las subvenciones estatales.
No le habría costado mucho trabajo conseguir que una mujer del pueblo empezase a abrigar la idea de un futuro romántico a base de comida casera y huerta de especias y alentarla hasta que hubiese estado dispuesta a casarse con el demonio en persona para hacer que se cumpliera el sueño. Pero conseguir una mujer capaz de remangarse y encargarse del trabajo cotidiano, incluso cuando la vida en el campo se hacía más dura y tediosa, sin ponerse a discutir temas como el de la igualdad y la realización de la persona… eso era mucho más difícil.
Anduvo dándole vueltas a la idea un par de años, después de que decidiera comenzar de nuevo y comprarse la granja. Fue casualidad que la encontrase en Tailandia. Y, para ser sincero, también la elección de Lee fue fruto del azar. Los catálogos incluían a miles de mujeres esperanzadas, de todas las edades. Él se concentró ante todo en las jóvenes, pero no en las más jóvenes, pues sospechaba que aún tendrían los ojos velados por sus sueños. Y un buen día podían empezar a pensar que la realidad no satisfacía sus expectativas. Las de más edad, se decía Sven, habrían aprendido la lección de la dura escuela de la vida y sabrían que los sueños rara vez se cumplen. En efecto, él quería que le echaran una mano en el día a día, no montar un club de discusión permanente con alguien que se compadeciese de sí misma ni que le dijese a él lo que tenía que hacer.
De modo que estaba satisfecho con Lee en muchos sentidos, pese a que ella era muy sagaz y le ocultó la existencia de sus dos hijos hasta que tuvieron reservado el día de la boda, la documentación lista y los billetes de vuelta a Suecia pagados en la agencia. Y entonces, cuando ya lo tenía atrapado, dejó caer la bomba de los dos huérfanos de padre que tenía en el campo, compartiendo un minúsculo espacio con su abuela.
—Pues allí se pueden quedar —le había dicho él en un primer momento, llevado por la ira. Nada detestaba tanto como que lo engañaran y utilizaran—. O lo dejamos y punto.
Ella se echó a llorar en la habitación del hotel. Se arrojó sobre la moqueta ajada y se aferró a los bajos de sus pantalones como una desquiciada gritando de tal modo que el propietario del hotel fue a llamar a su puerta temeroso de que estuviesen matando a alguien en su establecimiento.
Deambuló por el tumulto repugnante de comercios y pestilencia que era Bangkok durante toda la tarde y la mayor parte de la noche. Anduvo calle arriba y calle abajo, hasta que la ira empezó a disiparse y dio paso a una sobria constatación: había invertido mucho dinero en aquel proyecto y no pensaba regresar a casa con las manos vacías.
Volver a empezar todo el proceso supondría otro dispendio considerable. No existía garantía alguna de que fuese a encontrar a otra mujer que encajase tan bien con sus deseos. Ni siquiera quedándose otros dos meses en Bangkok, lo que, naturalmente, tampoco podía permitirse, puesto que los honorarios de la agencia serían su ruina. Además, no tenía fuerzas para otra ronda de fiestas organizadas y de citas interminables en restaurantes de mala muerte. Sobre todo, cuando todas las mujeres presentaban a sus ojos un parecido desconcertante —como solía ocurrir con los asiáticos— y las limitaciones lingüísticas le impedían cualquier intento de comunicación en profundidad.
De modo que a la mañana siguiente volvió a la habitación del hotel temiendo que Lee hubiese cogido sus cosas y se hubiese largado; que hubiese reconocido su error y hubiese regresado con su abuela, sus hijos y a su pueblo, cuyo nombre él ignoraba. O, en el peor de los casos, que hubiese vuelto a la agencia para intentar conseguir a otro occidental que le procurase felicidad y bienestar. Cuando metió la tarjeta en la ranura de la puerta, se esperaba la visión de la blanda cama de hotel vacía, bien hecha con su colcha de peluche marrón claro no demasiado desgastada.
No obstante, a la luz que se filtraba por entre las burdas cortinas moteadas vio su cuerpo bajo las sábanas. Un nudo de lo que sólo podía calificarse de agradecimiento se le formó inesperadamente en la garganta. No amor, claro, para eso aún era pronto. «Lealtad», pensó mientras la miraba desde la puerta. Y desde luego, un matrimonio funcionaba a base de lealtad.
Alquilaron un coche y fueron a buscar a los dos tímidos retoños. Un niño y una niña, ambos mudos como ratones, de cuerpos escuálidos y morenos y el pelo como un casco reluciente sobre la cabeza.
Tal y como esperaba, la casa era pobre, húmeda y desastrosa y la vieja abuela de Lee le sirvió un té, pero se negó a mirarlo a los ojos. Cuando por fin iban a marcharse, la anciana le tomó las manos entre las suyas, arrugadas y temblorosas y lloró amargamente. De su boca desdentada surgió una retahíla de palabras sin orden ni concierto y Sven deseó que la mujer con la que acababa de casarse interviniese para salvarlo de tan embarazosa situación, pero Lee permaneció impasible, reacia a salvar a nadie.
Él terminó por retirar las manos y fue a sentarse en el coche mientras Lee y los niños se despedían de la anciana. Una manada de gente anónima se había arremolinado ya ante la vieja choza donde vivía la abuela. Sven se sintió muy incómodo, no sólo por la sensación cierta de estar claramente excluido de su mundo, sino también porque, con la misma certidumbre, sentía el reproche que manaba de las ranuras que eran sus ojos. Y a veces creía ver el mismo reproche en los ojos de Lee.
Desde luego que lo irritaba que no hubiese aprendido a conducir.
—Lo pago yo. I pay the carschool —solía decirle en su penoso inglés. Los primeros meses los llevaba a ella y a los niños de un sitio a otro, como si no hubiese tenido otra cosa que hacer—. Pero has de practicar. Yo te enseñaré.
Y la reticencia de Lee cuando él, medio en broma, la obligaba a sentarse en el asiento del conductor y soltaba el freno de mano. Eso también lo irritaba. Notaba el miedo que empañaba su semblante cuando el motor se ponía en marcha, pero consideraba que se trataba de una inseguridad pasajera que remitiría con el tiempo, en cuanto aprendiera a manejar el vehículo.
Sin embargo, no fue así. Lee era un verdadero desastre para conducir. Carecía de la capacidad de hacer varias cosas simultáneamente, como si no tuviese noción alguna del vínculo existente entre causa y efecto. Como si el coche fuese un ser que actuase por voluntad propia, con independencia de lo que ella hiciera con las manos y con los pies. Y ante todo, Lee era presa de un miedo que no se atenuó después de que se le desviase el coche hasta la cuneta cerca del garaje de Carlsson: soltó el volante, se tapó los ojos con el brazo y pisó el acelerador.
Carlsson tuvo que sacar el coche con el tractor. Muerto de risa, aunque Sven no hallaba la situación nada cómica.
—Todo el mundo puede aprender a conducir —le dijo. Y lo dijo con la intención de animarla, aunque no sin un fondo de aspereza—. Si aprenden los niños de dieciséis años, ¿por qué no eres capaz de hacerlo tú?
Aquélla fue la única ocasión en que Lee alzó la voz. Lo miró con encono y le dijo «no more drive, understan», en aquella lengua suya tan particular, peor aún que el inglés de Sven. Él abrió la boca dispuesto a responder, pero ella lo calló con una especie de silbido y, con los dientes apretados y articulando de forma exagerada, reiteró: «Understan». Y así se zanjó la cuestión.
A partir de ahí, dejó de mencionarse el asunto. Y Lee cogía a los niños y emprendía el largo trecho hasta la parada de autobús más próxima. Acarreaba las bolsas de la compra por el polvoriento camino de gravilla o los llevaba en una carretilla que encontró en un trastero del cobertizo. Ofrecían un espectáculo por completo desolador: tres aves extrañas de ojos oblicuos, cabellos relucientes y cuerpos escuálidos empujando la carretilla roja por la gravilla escarchada, un kilómetro tras otro, con el estoicismo plasmado en el semblante. Sven tuvo que esforzarse para no ceder.
Finalmente, a fin de evitar las críticas de los vecinos, volvió a llevarlos en coche al supermercado Hemköp dos veces por semana, aunque lo irritaba sobremanera.
Albert expuso al mundo entero su barriga peluda y pecosa en mitad de la cuesta. Sven se acuclilló y le rascó la tripa, gesto que el animal apreció enormemente. Cuando Lee abrió la puerta del porche y cruzó la explanada de césped hasta el tendedero, le dedicó la misma atención que le habría brindado a una mosca en el suelo de la cocina.
Lee iba a sacudir la gran alfombra de la sala de estar, cuyo peso le vencía la espalda. Apenas sobrepasaba en altura a los dos pequeños a quienes acababa de despedir.
Como de costumbre, Sven se alegró de quedarse solo con Lee en la casa. Y no porque hablasen mucho, porque echasen un polvo en la sala de estar o por cualquier otra cosa que impidiese la presencia de los pequeños. Por lo general, se movían silenciosos en mundos paralelos, ella dentro de la casa y él, fuera; pero resultaba agradable. Ellos eran dos adultos con tareas completamente definidas que realizar. Desde que se despertaban por la mañana, sabían qué les depararía el día.
A aquellas alturas, Sven debería haberse habituado a los niños y, pese a todo, aún lo ponían algo nervioso. No porque fuesen especialmente impredecibles, ¡qué va! Estaban demasiado bien educados. Era más bien el autocontrol de los pequeños lo que lo hacía sentirse incómodo. Como si, tras la máscara de timidez, debiesen existir pensamientos e impulsos que, por alguna razón, necesitaban esconder. A veces oía sus risitas al otro lado de la puerta de su dormitorio, a última hora de la tarde. Sven les había acondicionado la habitación del desván para que no molestaran con sus juegos.
En esos momentos, estaba convencido de que se reían de él. En alguna ocasión abrió la puerta con tal violencia que los flequillos de los pequeños se levantaron dejando al descubierto dos frentes altas y oscuras. Se quedaba allí, mirando, avergonzado, sin saber en qué tropelía esperaba sorprenderlos. Ellos lo recibían con mirada serena e inquisitiva, reduciéndolo…
Dejó los cubos en el suelo y se obligó a respirar hondo, desde el estómago: estaba hecho una ruina. La única estrategia válida contra los nervios era convencerse de que nada importaba lo más mínimo. En cierto modo, era una gran verdad.
En el frigorífico tenía un paquete de seis latas de cerveza. Sopesó seriamente no dar de comer a los visones y dejarse caer en el sofá con unas cervezas, justo teniendo en cuenta que todo carecía de la menor importancia, que todo terminaría por descubrirse. Y en el peor de los casos, a él le tocaría rendir cuentas.
Una mosca tardía se daba cabezazos una y otra vez contra el sucio cristal de la ventana. Temía que los zapatos se le quedasen incrustados en el cemento mientras le corría el sudor bajo el gorro.
Hizo un esfuerzo enorme y levantó los cubos llenos de forraje. También podía verlo de otro modo: ante la adversidad, las rutinas eran lo único a lo que uno podía aferrarse.
El sonido agudo del sacudidor de mimbre al azotar la alfombra, que rebotaba contra la pared de latón del cobertizo, le recordaba a los disparos de un revólver. Un hondo malestar le recorrió el cuerpo. Lee dejó descansar el brazo y el sonido cesó. Era tan bajita, que la mano de mimbre rozaba el suelo, como convertida en un bastón. De repente la vio envejecida, dolorida, como la anciana desdentada que le había presentado como su abuela. Sven jamás le había preguntado a Lee si creía que su abuela aún vivía.
Desde que habló con su padre hacía unos días, después de muchos meses sin el menor contacto, el miedo se había instalado en su vida: una preocupación recalcitrante que le carcomía el sistema nervioso y que, a ratos, se convertía en puro terror que enseguida se derivaba en una actividad física antes de volver a imponerse como una vaga sensación de malestar en el estómago. Al ver a Lee con el sacudidor, aquella sensación se le instaló en la garganta y, por un segundo de desconcierto, creyó que rompería a llorar.
Ella se quedó mirándolo, tan impotente como él.
«Por Dios, no permitas que nada te suceda», se dijo de pronto con el nudo aún más férreo en la garganta. Y fue entonces cuando adoptó la decisión. No había vuelta atrás. Al menos, si en algo apreciaba su vida.
Y curiosamente, acababa de comprender que, de hecho, sí la apreciaba.