Capítulo 50

1999

Más adelante resultaría difícil dar cuenta del desarrollo de los acontecimientos. Si alguien le hubiese preguntado a Solveig seis meses después de que Sebastian empezase a dormir en el sofá y Caroline se hubiese trasladado a su habitación, habría respondido con evasivas, algo así como que, sencillamente, un día apareció allí, en el rellano, con su abrigo y su sombrero, y que terminó quedándose. Ocupó un espacio en el oscuro apartamento de sucios rincones para instalarse de forma definitiva, dicho esto en sentido positivo y, en realidad, citando las palabras de Caroline aquella primera noche en el vestidor ya convertido en memorial: «Me instalo aquí. No soy una traidora». Eso dijo, poco después de que Solveig dijese algo así como: «No te vayas, no nos dejes aquí sin nada más que este dolor paralizante». De este modo, permitió que la extraña restañase las heridas.

El que Caroline se quedara resultó una bendición. Al principio fue una suerte de tregua, un periodo en que Solveig y Sebastian se libraron de buscar un modo de relacionarse a la sombra del delito.

Más tarde, Sebastian comprendería que Caroline se había propuesto salvar la vida de My del olvido del que temía hacerse responsable Solveig. Ya barruntaba el riesgo inminente de olvidar los gestos exactos y las facciones de My, de sustituirlos por los suyos para, finalmente, no saber qué pertenecía a quién.

Caroline había amado a My del único modo que My merecía ser amada: de un modo limpio, elevado e impecable, igual que el que a ella le inspiraba su hija, después de su muerte. Así se sentía más noble, en cierta manera. A lo largo de su vida, había sufrido verdaderos ataques de celos extenuantes cuando el destinatario del amor era una persona distinta de ella, incluso aunque fuesen sus propios hijos.

También consiguió racionalizar la repugnancia que le inspiraba la relación sexual que Caroline parecía haber mantenido con My, gracias a su dilatada experiencia a la hora de inhibir verdades incómodas. Caroline tenía una faceta de mujer dura y Solveig intuía en su mirada una rabia fría y concentrada. La punta del iceberg. Jamás se opondría a Caroline. En tiempos de penuria era preciso elegir qué batallas pelear, se decía, y darle prioridad a las actitudes más ventajosas. En aquellos momentos, Caroline la ayudaba a sobrevivir actuando como un filtro para su dolor. Hablaba de My y escuchaba a Solveig cuando ésta hablaba de My.

Caroline se había percatado de todas las peculiaridades de My que Solveig había considerado detectables sólo por una madre: su modo de llevarse la yema de los dedos a los labios cuando reía; cómo ladeaba la cabeza cuando se ponía nerviosa; la cantidad asombrosa de dichos ridículos que conocía y que no encajaban en absoluto con su personalidad y cómo se avergonzaba levemente después de dejar caer alguno de ellos sin darse cuenta.

My era el centro de su relación, y la habitación decorada en su memoria, el centro de donde partía toda indagación retrospectiva o prospectiva. Y lo seguía siendo pese a que todos los orientadores, psicólogos y médicos ya habían empezado a darse por vencidos ante la pena de Solveig: «Solveig, mujer, ya han pasado más de tres años. Debes intentar seguir adelante, enterrar definitivamente a tu hija y empezar a mirar al futuro». A aquellas alturas, la plataforma común de Caroline y Solveig era tan estable que los consejos de los profesionales le resultaban más indiferentes que nunca.

Ella y Caroline se apartaban del mundo, independientes y fuertes en su convicción, cada vez más firme. De la culpa que Solveig había depositado en los hombros de Sebastian surgía la certeza de que a My le había ocurrido algo terrible, de que sus últimos minutos de vida habían sido de un terror sin paliativos. Y por más que Sebastian fuese culpable de que ella hubiese debido enfrentarse sola a su asesino, no fue él quien dejó caer la piedra en su cabeza. Fue otra persona quien lo hizo. Otra persona que aún no había recibido ningún castigo.

—Pienso averiguar quién fue el culpable —dijo Caroline, con la cabeza de Solveig entre sus manos—. Tenlo por seguro. Pero necesito que Sebastian me ayude.

—¿Sebastian? —preguntó Solveig desconcertada.

En aquel momento, habría aceptado cualquier cosa. La cara de Solveig, hasta ahora helada, empezaba a calentarse con la vaga corriente eléctrica que le llegaba desde las manos de Caroline. En sus ojos oscuros acababa de atisbar a My. My se movía en el iris de Caroline.

—Sí, necesito que me asista con su… llamémoslo «conocimiento del entorno local».

La misma noche que Caroline obtuvo la aprobación de Solveig para investigar lo que de verdad ocurrió aquella noche de diciembre, encontraron a Sebastian en el suelo del cuarto de baño, con cortes en ambas muñecas.

El muchacho estaba exhausto y aunque en el hospital de Borås comprobaron unas horas después que las heridas no eran muy profundas, decidieron dejarlo allí en observación unos días.

Además, en los casos de intento de suicidio, se imponía una charla con una terapeuta.

* * *

—Sebastian, ha venido tu chica.

La enfermera que asomó la cabeza por la puerta le dedicó un guiño forzado acompañado de una sonrisa burlona.

—¿Mi chica? —preguntó Sebastian vacilante, con la voz aún débil.

—¡Sí! Es muy… —la insolente joven buscaba la expresión adecuada—. Bueno, inspira mucho respeto —dijo al fin.

Sebastian comprendió que era Caroline quien esperaba que le dieran permiso para entrar, pues se encontraba en una sección de acceso restringido para las visitas. Sintió un nudo en el estómago. Como en tantas otras ocasiones, cayó en la cuenta de que lo ignoraba todo de Caroline. Jamás hablaba de sí misma, más que con breves frases a menudo contradictorias, de modo que carecía de historia, de perfil. Cuando Sebastian intentaba recrear mentalmente su estampa, sólo conseguía una imagen difusa que podía corresponder a cualquiera, como si perteneciese a un sueño cuyo recuerdo empieza a palidecer en la vigilia. En esos momentos, dudaba incluso de que existiese en la realidad. ¿Sería acaso un producto de la imaginación de su madre y la suya propia?

Había visto una película de Bruce Willis en la que aparecía un fantasma y todo quedaba helado. Sebastian intuía la presencia de Caroline en forma de una fría ráfaga en la nuca, incluso antes de verla. Procuraba convencerse de que aquello era ridículo y, aun así, hacía lo posible por no quedarse a solas con ella.

Caroline siempre cambiaba de apariencia, pero no como la gente suele hacerlo, con otro estilo de ropa o con un nuevo peinado, qué va. Lo más desconcertante de ella era su capacidad para cambiar de piel y adquirir una apariencia totalmente distinta. De un día para otro, Sebastian se encontraba con una persona diferente en la cocina, por la mañana. Incluso el tono de voz, el acento y la forma de la cara eran otros. Podía ser tierna, como la madre que Solveig nunca fue. Podía ser de un rubio pálido y andar encorvada y compadecerse de sí misma de forma angustiosa, en contraste con el carácter dominante de que solía hacer gala. Pero Sebastian no se dejaba engañar y en ningún momento dudó de que Caroline fuese capaz de matarlo con una mirada si se lo proponía.

Solveig no parecía cuestionarse nunca la personalidad cambiante de Caroline, quizá ni siquiera la notase. Tal vez su madre estuviese aliada con todas las personalidades de Caroline.

Jamás creyó que llegaría a añorar a la antigua Solveig. Y sin embargo, así era. Su madre se retiraba cada vez más lejos de él y más cerca de la red de la intrusa. Atrapada en el centro de la tela de araña, parecía incapaz de ver. Sebastian estaba convencido de ello: Solveig jamás lograría liberarse de Caroline, mientras ésta viviese. Y lo sentía por Solveig como lo sentía por sí mismo y su sensación de aislamiento. Rara vez se había sentido tan solo en la vida.

No se admitían visitas sin el consentimiento del paciente, pero él no se habría atrevido a negarle nada a Caroline.

—Está bien —dijo con un gesto indefinido e impasible hacia la puerta. Como El padrino, aunque, en la cama del hospital, se sentía cualquier cosa menos un patriarca. Ni siquiera comprendía qué hacía allí, como si las sábanas del hospital, lavadas y planchadas hasta la saciedad, pudiesen eliminar la triste razón por la que lo habían encamado.

Lo que recordaba muy bien después de haberse hecho los cortes era la mugre que había entre las baldosas, vistas de cerca. Las capas amarillentas de restos de piel acumuladas en las juntas, desde hacía años, tan cerca de su cara en la esquina donde estaba tendido pensando en la expresión «la vida se me escapa».

Se dijo que era como justo antes de dormirse: el cuerpo se vuelve más pesado y más ligero a la vez. Lo engullía un torbellino de colores intensos que giraban cada vez más rápido, hasta que perdía las nociones de tiempo y de espacio y todo resultaba fascinante y solemne antes de volverse negro, cuando alcanzó a pensar: «Ahora me muero».

Según el médico, su asociación al sueño era correcta: seguramente se durmió allí mismo, en el suelo. Puesto que la sangre se coaguló en las heridas, su vida no llegó a correr peligro.

Le habría gustado que existiese un modo de evitar que Caroline y Solveig se enterasen de que ni siquiera había logrado correr el menor riesgo de morir él también, pese a que ése era el objetivo de su empresa. Y en lugar de morir, se despertó en una ambulancia con las sirenas a todo trapo, con un enfermero a un lado de la camilla y Solveig al otro.

Por extraño que pudiera parecer, no recordaba lo que había pensado antes, si realmente deseaba morir. De ahí que no sintiese ni alivio ni decepción, sólo una indiferencia inmensa. A fin de no tener que esforzarse por mostrar ningún tipo de reacción, continuó con los ojos cerrados y dejó que su madre le agarrase la mano entre las suyas, frías y húmedas.

Se oyó un ruido procedente del pasillo poco antes de que la puerta se abriese con un sonido sordo.

—Eh, hola…

De forma inconsciente, había centrado la vista en la puerta entreabierta desde que la enfermera le anunció la llegada de la visita, de ahí que no fuese el sonido de su voz lo que lo sorprendió. Ni tampoco su aspecto, aunque había cambiado durante los últimos días.

Lo que le extrañó fue el modo en que lo miraba, de una forma del todo distinta. Vio que llevaba los ojos muy maquillados de azul, verde y brillantina. El lápiz de labios olía a grasa y era pringoso como un caramelo.

—Apenas te reconozco —le dijo señalando su melena, que le caía sobre los hombros en una cascada de rizos de color castaño oscuro—. ¿Es una peluca?

—No…

Caroline sonrió y se inclinó para enseñarle el medio centímetro de keratina con que llevaba pegadas las extensiones a su corto cabello.

—Es una forma más elegante de postizo.

Parecía que se le hubiese congelado la sonrisa en la cara y eso lo intimidaba. Caroline era la aliada de su madre. Aunque hacía ya tiempo que constituía una parte natural pero desagradable de su día a día, no tenía la menor relación con ella. Antes al contrario, se sentía claramente fuera del núcleo cuyo centro era su hermana. Ninguno de ellos aludía al motivo de tal exclusión, pese a que todos lo vivían y lo respiraban bajo el mismo techo.

Solveig siempre había sido de la opinión de que él habría podido evitar la muerte de My. El único motivo por el que no lo acusaba en voz alta era porque sabía que no hacía falta, ya que él no tardó en acusarse a sí mismo.

No correspondió a la sonrisa de Caroline, aún se regía por las directrices de la adolescencia y el descontento era la expresión comodín, la que siempre adoptaba cuando no le afloraba a la cara otra de un modo natural.

Ella acercó la silla a la cama y se inclinó. Sebastian atisbó sus senos por el escote de la blusa. Constató con asombro que experimentaba la misma mezcla de excitación, repulsión y vergüenza que lo había invadido en las escasas ocasiones en que, por casualidad, había visto el cuerpo desnudo de My. No hubo de hacer un gran esfuerzo para identificar el perfume: era el de su hermana.

Caroline lo asustaba, pero no pudo detener la rabia que le hervía por dentro.

—Llevas la colonia de My.

La miró con encono, y ella le devolvió una mirada que hizo girar la habitación entera. En lugar de responder, extendió los brazos sobre el edredón ejerciendo una presión inconfundible que le provocó un cosquilleo en los muslos. Contuvo la respiración, pero se negó a bajar la mirada.

Caroline pronunció su nombre muy despacio, subrayando cada sílaba.

—¿Sabes? En el otro extremo del planeta hay una tribu cuyos miembros son muy religiosos y viven en completo aislamiento. Los adolescentes se someten a un rito especial para convertirse en hombres: se hacen cortes en brazos y piernas y se embadurnan con la sangre. Tiene algo que ver con el reconocimiento de haber pecado, algo así como los mártires del cristianismo, más o menos. Después, el joven debe retirarse a una cueva que las ancianas de la tribu han preparado con anterioridad. En ella han quemado previamente ramas de un arbusto que despide un olor muy intenso. No recuerdo cómo se llama, pero creo que se parece a nuestro enebro. Y allí ha de permanecer, tendido en un lecho de hojas, durante tres días y tres noches. A veces, el joven se ha provocado cortes demasiado profundos y se desangra. Los dioses han visto su valor y lo han llamado a su morada, desean tenerlo consigo cuanto antes, piensan los mayores de la tribu. Pero, por lo general, los muchachos sobreviven y regresan al poblado una vez cumplidos los tres días y con las heridas ya convertidas en cicatrices como serpientes largas y oscuras por todo su cuerpo. Cuanto más sobresalga la cicatriz, mayor será el estatus del nuevo hombre. Son una prueba de su valentía. Y de que ha aprendido algo importante, de que ha comprendido y asumido su culpa y está dispuesto a dedicar el resto de su vida a pagarla.

El calor que despedía el cuerpo inclinado de Caroline terminó por adormecerle las piernas. El sudor le empezó a correr por la frente y las axilas.

Un soplo de su aliento le llegó a la nariz, olía dulce y agrio a un tiempo y sintió deseos de retirarse, de acercarse…

—No me creo que exista una tribu así —le respondió con un hilo de voz. En la boca de Caroline se perfiló una sonrisa que arrancó un destello de sus labios.

Deseaba mantener su opinión y decirle que su profe de historia le había dicho que la paranoia de la culpa y el martirio era cosa de las religiones occidentales, pero no le llegaba el aire a los pulmones ni le salía la voz del cuerpo. Ella pesaba demasiado y su mirada le quemaba demasiado, como el fuego, y el miedo le hacía enmudecer. Justo cuando pensaba que iba a desmayarse por falta de oxígeno, Caroline se apartó, pero pasando las manos muy despacio por las sábanas. Besó el fino labio reseco de Sebastian con los suyos, húmedos y carnosos, y chupó fuerte. El dolor le cruzó las vértebras como un rayo: le había mordido. Sebastian estalló en movimientos convulsos, agarrándose las piernas flexionadas con los brazos, como para formar un muro protector en torno a su cuerpo.

Caroline dio un paso atrás con una mezcla de compasión y desprecio, una especie de ternura que, al parecer, Sebastian había despertado en ella con la vergüenza de sus lágrimas.

Le acarició la mejilla húmeda con las yemas de los dedos.

—Cuando vuelvas a casa, podrás recuperar tu habitación.