Capítulo 48

2007

Tell habría querido darse de cabezazos y, de haber creído que valdría para algo, lo habría hecho.

¿Cómo pudo desviarse en el rumbo de la investigación hasta el punto de pasar por alto lo más simple? Si no se hubiese colado en casa de Seja, uno de los testigos, con la que además se había acostado antes de pasar a ignorarla por completo, puesto que le tenía tanto miedo como a su jefa, habría seguido permitiendo que el grupo cavase un hoyo cada vez más profundo… en el lugar equivocado.

Verdaderamente, su confianza en sí mismo estaba bajo mínimos. Hizo un esfuerzo sobrehumano para volver a la comisaría e intentar reparar todos los errores y recuperar parte del tiempo que su irreflexión les había costado a todos.

Al final del pasillo del grupo de homicidios vio a Karlberg hablando con una mujer. Llevaba un traje azul y al acercarse comprobó que se trataba de Maria Waltz, que se aferraba crispada al bolso, un objeto extraordinariamente llamativo, de imitación de cocodrilo en color rojo.

A unos metros de ellos había un par de figuras desgarbadas y de expresión tan enfurruñada que bien podrían haber llevado en la frente un cartel con la leyenda «Adolescente», o quizá «Aterrado». Y claro, ¿qué cabía esperar? Acababan de asesinar a su padre y a ellos los habían llamado a declarar. Tell confiaba en que Karlberg hubiese tenido la sensatez de explicarles el motivo de su presencia allí de un modo psicológicamente aceptable. Y si no hubiese visto a Maria Waltz gesticular de aquella manera, no se habría resentido la confianza que por lo general depositaba en su colega. Sin embargo, al ver a la mujer cabía preguntarse si Karlberg no habría sido demasiado rudo. Y en tal caso, no era de extrañar, pues aquella investigación estaba poniendo a prueba la paciencia de todos.

—Acaban de perder a su padre —se quejaba indignada la exmujer de Lars Waltz que, no obstante, calló al ver que Tell se acercaba a sus hijos. Los muchachos adoptaron una expresión más anodina si cabe cuando Tell puso la mano en el hombro del mayor. O del que tomó por el mayor. Los dos se parecían mucho y ambos vestían un uniforme consistente en un par de chinos de color beige y una camisa de cuadros muy ajustada.

Tell se presentó, les transmitió sus condolencias y el supuesto hermano mayor se pasó un mechón de la corta melena por detrás de la oreja. Parecía desconcertado al verse tratado como un adulto.

—Ha sido un error haceros venir aquí hoy —les dijo en voz lo bastante alta para que Maria Waltz pudiese oírlo—. Podéis iros a casa.

Karlberg se quedó perplejo. Tell lo dejó en ese estado pues, dicho aquello, continuó hacia su despacho sin más explicaciones. Oyó a su espalda cómo el colega se disculpaba y se despedía patéticamente, asegurándoles que la policía se pondría en contacto con ellos cuando tuviese más información o necesitara su ayuda. Maria Waltz salió de la comisaría seguida de sus hijos, a todas luces desconcertados.

El sonido apremiante de las botas forradas de Karlberg se aproximaba por el pasillo y, en efecto, el colega no tardó en asomar por la puerta.

—¿Qué coño ha sido eso, eh? ¿No me ordenaste que los hiciera venir?

—Sí, pero he cambiado de idea.

Dicho esto, golpeó la mesa con un puñado de folios que rompió por la mitad con gesto elocuente ante el cada vez más confundido Karlberg. Este llevaba a gala saber mantener la calma en situaciones límite, pero no por ello disfrutaba cuando lo utilizaban de cabeza de turco ni como público de un comisario que decidía sacar la vena dramática.

—¿Piensas explicármelo o vas a seguir rasgando papeles a mano? Tenemos una máquina que los destruye, por si no lo sabías.

Tell tenía claro que estaba a punto de agotar su paciencia.

—Convoca al resto del grupo en la sala de reuniones. Yo iré en cuanto me haya serenado un poco.

Karlberg se quedó unos segundos en el umbral, seguramente a la espera de algo más, pero al ver que Tell guardaba silencio, se dio media vuelta y se marchó.

* * *

Diez minutos después se encontraban todos congregados en la sala de reuniones. Puesto que tuvieron que dejar lo que tenían entre manos de improviso, sin más explicación, se respiraba tanta irritación como curiosidad en el ambiente. Tell no pudo sustraerse a la tentación de hacer una entrada al estilo Poirot, ante lo que varios de los colegas intercambiaron alguna mirada elocuente.

—Os he reunido aquí porque se me ha ocurrido una idea. Estaba… en fin, da igual cómo y por qué, el caso es que pensé que… yo creo que nos hemos equivocado de línea. Bueno, no de línea, sino de persona, en parte, a lo largo de toda la investigación. Y bien mirado, no es de extrañar. Nos hemos centrado en la víctima y en su entorno y su pasado, como es lógico. Pero, de todos modos, hemos estado hurgando en el lugar equivocado. Quiero decir que por eso nos hemos estancado y hemos acabado en callejones sin salida.

Miró al grupo con actitud triunfal, pero no tardó en comprender que no había conseguido otra cosa que sembrar el mayor de los desconciertos. Incluso algún que otro par de cejas enarcadas indicaban una preocupación extrema por su salud mental.

—Puede que me equivoque, queridos amigos, pero creo que Lars Waltz fue asesinado por error. Además, tengo la idea de que puede existir cierta conexión con un caso ya cerrado, pero aún no estoy lo bastante seguro para revelar más al respecto. Creo que la intención era asesinar a Thomas Edell, el anterior marido de Lise-Lott Edell. Sospecho que, por alguna razón, el asesino ignoraba que ya estaba muerto, de modo que mató al hombre que encontró en el taller…

Hizo en el aire un gesto inquisitivo que terminó por dirigir a Beckman.

—«Thomas Edell, taller y desguace» —completó Beckman.

—… eso es. Y lo hizo en la creencia de que se trataba del propio Edell.

Un reflexivo silencio se adueñó de la sala mientras Tell sentía que recobraba la confianza en sí mismo.

—¿Y por qué creo tal cosa? Bueno, como ya sabéis, hemos hecho de todo por hallar una conexión entre el primer asesinato y el segundo, sin éxito alguno. Le hemos preguntado a Lise-Lott Edell si su marido, Lars Waltz, conocía a Olof Bart, pero no si su exmarido, Thomas Edell, conocía a Olof Pilgren, pues éste fue el nombre de Bart hasta 1997, es decir, antes de que Waltz apareciese en la vida de Lise-Lott Edell. ¿Me seguís? De 1983 hasta 1986, Olof Bart tuvo un inspector o, mejor dicho, una persona de contacto para su periodo de prueba en un apartamento, Thorbjörn Persson. Este contacto recuerda que Olof tenía un amigo llamado Thomas. Además, me detuve a hablar con Lise-Lott de camino a la comisaría y me ha confirmado que su exmarido Thomas tenía un amigo llamado Pilen. ¡Pilgren!

Gonzales fruncía pertinaz el entrecejo en tanto que Karlberg, tras unos minutos de silencio, se permitió un gesto de asentimiento.

—Vale, Tell, aunque parece un poco cogido por los pelos. Si damos por buena la teoría de que el asesino iba a por Edell, nos queda aún por resolver la nada despreciable cuestión de por qué. Ya sabes, el móvil y el autor de los hechos. En caso de que tengas razón, estamos en las mismas. Y además, creo que si uno odia a otra persona lo suficiente como para desear quitarle la vida… bueno, eso indica cierta fijación. ¿No sería entonces lógico tenerlo lo bastante controlado como para saber que lleva muerto… cuánto?, ¿siete, ocho años?

—Desde luego —admitió Tell—, eso es cierto. Tú piensas que se trata de una especie de venganza contra esos dos hombres.

—Sí, o, bueno, no sé, ¿qué coño piensas tú?

—La verdad es que nos cuesta pensar nada, puesto que eres bastante abstruso a la hora de transmitir la información que posees —intervino Beckman con una sonrisa, pese al aguijón de su observación.

Tell parecía hallarse lejos, sumido en sus pensamientos. Asintió despacio, con la mirada fija en la puerta, como si añorase salir de allí. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró enseguida sin responder a la pregunta de Karlberg. Se abrochó la camisa hasta el cuello y carraspeó. De repente, sintió que los colegas lo miraban con excesivo apremio.

Tenía que arreglar algunos asuntos, tenía que ver a Seja antes de nada. De lo contrario, no podía ni actuar ni hablar con credibilidad. Ahora lamentaba no haber permanecido en su casa un rato más, no haberla esperado. El repentino deseo de actuar le había gastado una mala pasada.

—¿De qué estás hablando, Tell? —se oyó la voz irritada de Bärneflod desde el rincón en el que, hasta el momento, había estado en silencio—. Dices que no quieres entrar en detalles… ¡Pero bueno! ¡Como si diera igual! ¿Estamos en el mismo barco o tú vas en tu propio bote y llevas tu pequeña investigación particular, eh? Quiero decir, ¿de qué va esto? ¡Le estás ocultando resultados de la investigación al resto del grupo! ¿Acaso quieres hacerte el héroe y resolver el caso tú solo? Yo no sé qué idea tendrás tú de una investigación de asesinato, pero a mí la experiencia me lleva a preguntarme, ¿cómo coño vamos a trabajar si no formamos un equipo?

Miró a su alrededor con la intención de buscar apoyo, pero se encontró con el más absoluto silencio. Un hondo suspiro procedente de Karlberg que podía resultar ambiguo en un principio se decantó como una sufrida protesta contra el alegato de Bärneflod.

Beckman dio una palmada.

—No podemos permitirnos el lujo de discutir quién es el héroe y quién no. Y tampoco podemos permitirnos el lujo de no hacer el seguimiento de toda posible pista. Tal como dices, no hemos encontrado ni el móvil ni la conexión entre Waltz y Bart. Si los caminos de Edell y Bart se cruzaron en algún momento, es obvio que debemos investigar adónde nos lleva esa pista. Siempre y cuando tú, Tell, nos informes de tus reflexiones tan pronto como sean inteligibles.

Tell se levantó y le dedicó una mirada llena de gratitud a Beckman, que lo recompensó con una mueca un tanto ambigua.

—Gracias. Vale, cambiamos de línea de investigación. Por ahora, dejaremos que Waltz descanse en paz y nos dedicaremos a Thomas Edell: su pasado, su familia, sus amigos, su trabajo… En fin, doy por hecho que todos sabéis lo que tenéis que dejar y a qué dedicaros a partir de ahora. Propongo que consideremos esto como un descanso natural y que esta tarde nos vayamos a casa a reflexionar sobre la nueva orientación del caso. Y mañana nos vemos a las ocho en punto, con renovada energía.

—Para empezar otra vez por el principio —objetó Bärneflod.

Arrojó una servilleta de papel a la papelera, pero falló el tiro.

* * *

Durante el trayecto a Stenared fue alimentando una rabia que derivó en decepción, en la sensación de que Seja se había inmiscuido, con malas artes, en un territorio que le estaba reservado a él.

Y peor aún: debía de existir una razón para tal intromisión. De modo que Seja no había compartido con él la información secreta que por algún motivo poseía, aunque ella mejor que nadie sabía lo mal que lo había pasado intentando componer el rompecabezas de la investigación para que encajasen las piezas. De lo cual se desprendía que no confiaba en él.

* * *

Pero más se habría enfadado si ella hubiese fingido no saber. Sin embargo, no lo hizo, ni meneó la cabeza vacilante para finalmente decir que no sabía de qué estaba hablando.

En cualquier caso, la reacción de Seja resultó inesperada en otro sentido. Montó en cólera al oír que él había estado husmeando en sus cosas; que él había entrado en su casa.

—No me explico que tú hayas entrado así, sin más. Que te hayas servido como si estuvieras en tu casa. Que hayas abierto cajones. ¡¡¡Y QUE HAYAS ENCENDIDO MI ORDENADOR!!! ¿Qué buscabas, eh? ¿Acaso venías en calidad de comisario? ¿Acaso soy yo una delincuente?

Le preguntó si era así como solía tratar a los criminales en el desarrollo de su trabajo, si se acostaba con ellos para luego tener acceso a posibles pruebas. A lo que él, un tanto irreflexivo, le respondió que no sabía lo que decía y que era una histérica. De hecho, estaba histérica y durante una fracción de segundo, Tell creyó que iba a darle una bofetada.

Sin embargo, no lo hizo, sino que se sentó en el sillón junto a la estufa y apoyó la cabeza entre las manos, con gesto abatido.

—Vamos, que has inspeccionado mi casa. Tú. Incluso has rebuscado en el cajón de la ropa interior. Es que no es normal, joder.

—¿Cómo que tú? ¿Por qué dices tú con ese tonillo todo el rato? —le preguntó Tell irritado. Detestaba el tono quejica que resonaba en su voz—. Como si yo fuese la última persona de la tierra que pudiera ver tus secretos.

—No me lo esperaba de ti —confesó Seja—. Esperaba que lo nuestro fuera en serio.

El silencio se adueñó de la habitación. Un pájaro emitió un chillido y bajó de un salto de la copa del abeto.

Tell sintió un profundo cansancio de aquella situación. Desproporcionado, compacto y relacionado con el cansancio latente que habían generado en él todas las discusiones que había mantenido a lo largo de los años con distintas mujeres. ¿Cuántas veces les había pedido que se abstuvieran de ponerse histéricas? Lo ignoraba, pero desde luego estaba convencido de que su sugerencia había caído en terreno baldío.

Se desplomó en el sillón que había enfrente de Seja e intentó ordenar sus pensamientos, ahogar el impulso lógico de coger el coche y volver al trabajo. Histérica o no, Seja había logrado hacer que se sintiese ligeramente avergonzado.

En efecto, en un estado de obcecación, había husmeado en el cajón donde ella guardaba la ropa interior. Y no porque, en aquel momento, le interesara lo más mínimo su lencería. En aquel momento, lo único que tenía en mente era la carpeta con la foto de la cabeza reventada de Lars Waltz, el texto en finés y el documento del ordenador en el que figuraba el nombre de Thomas Edell.

Una parte de él comprendía que se sintiese humillada. Sin embargo, no acababa de admitir que su indignación estuviese justificada cuando se dijo que había tenido la habilidad de hacerle olvidar su verdadera intención, con lo que se enfureció más aún.

Era él quien estaba enfadado. Él había sido víctima de un engaño, sí, y todavía estaba indignado, pero se obligó a serenarse, puesto que comprendió que jamás lograría que Seja hablara si seguía con aquel tono acusador.

—¿Sabes finés? —fue lo único que se le ocurrió preguntarle.

Seja cerró los ojos y negó con la cabeza, como si no diese crédito.

—Pero ¿sabes o no? —insistió Tell.

—Sí —respondió ella más alto de lo necesario—. Mi madre nació en Finlandia.

Se negaba a mirarlo a la cara. Encontraba la situación claramente incómoda. Tell pensó que existía cierta posibilidad de que se arrepintiese de su hipocresía. De repente, se compadeció de ella. Y maldijo la satisfacción espontánea que había sentido al ver derrumbarse sus defensas. Como si fuera un sospechoso sometido a interrogatorio y no la mujer en cuya nuca había hundido su cara pensando this is it.

—¿Lo hiciste para evitar que alguien en concreto lo leyese? —le preguntó en un tono más suave. Ella se encogió de hombros con un movimiento apenas perceptible.

—De niña solía escribir en finés cuando no quería que los demás niños lo leyeran —Seja hablaba con voz queda y dirigiéndose al vacío. Como si hubiese sido una concesión demasiado generosa hablarle a Tell directamente—. Era mi lenguaje secreto.

Tell reprimió el impulso de posar su mano sobre la de ella. Tenía un aspecto tan vulnerable, perdida en el escondite de la niñez.

—¿Pensabas contármelo? —preguntó al fin.

La apariencia de debilidad se trocó al punto en renovada irritación. Abrió los brazos con resignación.

—Christian, ni siquiera sé si hay algo que contar. No sabía, y sigo sin saber, si lo que sé guarda alguna relación con tu investigación, joder. El muerto no era Thomas Edell. No era él. Y ésa es la razón por la que no te dije nada. ¿Cómo… cómo saber lo que hay de verdad en los recuerdos de un periodo complicado de la vida? Tú lo sabes tan bien como yo. La memoria es un colador, uno decide qué desea recordar a partir de la imagen que quiere conservar de sí mismo.

Lo miró con encono, con los hombros encogidos, como quitándole importancia al asunto, hasta que espiró hondo y los bajó, abandonándose a las imágenes del pasado.

Durante la hora siguiente, la oscuridad fue apoderándose de la habitación. No se molestaron en encender la luz. Una vez que Seja empezó a hablar, Tell no hizo sino contener la respiración, como si temiese que cualquier movimiento suyo pudiese impedirle el repentino acceso a la historia que le brindaba con una confianza aún débil. Se apartaba del tema pensando en las preguntas concretas que deseaba hacerle: ¿por qué tienes varias fotos ampliadas de una víctima de asesinato?, ¿qué relación existe entre ese hecho y la circunstancia de que llegases la primera al lugar del crimen y, además, iniciases una relación amorosa con el comisario responsable de la investigación? Sin embargo, tuvo la sensibilidad suficiente para comprender que ella terminaría cohibiéndose si la presionaba demasiado.

Con las uñas clavadas en las palmas de las manos, se armó de paciencia para aguantar sus difusos intentos de poner palabras a los recuerdos y a las conclusiones a que había llegado su subconsciente durante los diez últimos años.

Y él debería haberse conformado con escuchar. Debería haberle echado paciencia y, simplemente, haber disfrutado de la posibilidad de conocer a Seja. Pero le era imposible, prisionero como estaba de los esquemas de su trabajo. No podía dividirse y, como es lógico, ella tampoco. Seja no se hacía cargo de que su historia podía resultar incomprensible, arrebatada por lo onírico del pasado. A ratos las palabras no bastaban, o bien tenía que empezar de nuevo.

Poco a poco, él fue haciéndose una idea: la de dos muchachas, cada una ante su encrucijada. Seja era una de las dos. La otra, una conocida. Seja le habló de una gélida noche de diciembre, en la fiesta de un club de motoristas, en una finca apartada de toda civilización. Había cruzado unas palabras con la otra chica hacia medianoche. Hablaron de irse juntas, pero Seja decidió quedarse. Tuvo la sensación de que algo malo sucedería. Al menos, así lo recordaba ella.

Guardó silencio, como si intentase hacer acopio de fuerzas para continuar.

En su círculo de amistades se difundió el rumor de que habían encontrado a una mujer muerta en los bosques próximos a la finca, prosiguió al cabo de unos minutos. Los periódicos hablaron de ello. Y dijeron que la policía sospechaba que se hubiese cometido un delito, pero que jamás hallaron al culpable. Unos decían que la habían violado y otros que estaba como una cuba, que tropezó, cayó y se golpeó en la cabeza. Ninguno de los amigos de Seja lo sabía con certeza.

—Yo fingí que aquello no iba conmigo. Recuerdo que así se lo dije al primer chico que me lo contó, que estábamos en una fiesta y que apenas la conocía, que no sabía quién era la mujer a la que hallaron muerta en el bosque. Además, era cierto. Me convencí de que el asunto no tenía nada que ver conmigo.

La policía se puso en contacto con varias de las personas que asistieron a la fiesta y dijeron que todos aquellos que no figurasen en la lista de los organizadores debían llamar al equipo de investigación. Seja jamás lo hizo.

«¿Por qué?», quiso preguntar Tell, pero ella se le adelantó. La razón era la misma que le impidió contarle a él lo que oyó y vio aquella noche: sencillamente, no estaba del todo segura. Mientras no la pusieran entre la espada y la pared y la obligasen a dar una respuesta, no tenía por qué adoptar una decisión definitiva sobre su fiabilidad o sobre el hecho de que no hiciera nada por intervenir.

Antes de que se diera cuenta, el drama ya se había producido. La investigación se archivó por falta de pruebas y la vida continuó su curso, por una vez y curiosamente, sin más exigencias.

—Vi cómo la observaba, vi su mirada. Con una mezcla de ira y de deseo. Y vi que se percató de que se marchaba. Y vi que él y sus colegas partían justo después. Por alguna razón, me di cuenta de todo eso. De que se iba sola. De que estaba muy oscuro y de que aquella pandilla de tíos tan desagradables se fue detrás. Me quedé en el jardín bastante rato, yo sola. Sé que me quedé un buen rato. No era capaz de entrar otra vez.

Las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y ni siquiera se molestó en secárselas.

—Sé que suena ridículo, Christian, pero sentí el mal flotando en el aire. Intuí algo, pero no sabía ni qué era ni qué hacer para evitarlo. Así que me quedé allí y recuerdo que empezó a nevar y que tenía un frío espantoso. Oí tocar al grupo en el piso de arriba, una canción tras otra, y nadie más abandonó la fiesta mientras yo estuve allí fuera, nadie salvo aquellos tres tíos. La chica habría podido llegar a la carretera entre tanto, ¿comprendes?

Tell asintió. Comprendía adonde quería llegar Seja. Muy despacio, extendió el brazo y le secó las lágrimas de la mejilla. Ella dio un respingo al sentir su mano y lo miró con los ojos anegados en llanto. Las pestañas se le habían pegado unas a otras y le pareció que lo observaba con leve sorpresa, como si, de repente, hubiese vuelto a la realidad y se preguntase qué hacía él allí, con un retazo de su vida en el regazo. Era evidente que no se sentía orgullosa de aquella historia.

Una vez más, se le quebró la voz y rompió a llorar.

—Pasara lo que pasara aquella noche, tú no habrías podido impedirlo —le dijo él con dulzura, haciendo caso omiso de sus movimientos de cabeza, con los que pretendía subrayar su culpa una vez más—. Y aunque ahora tengas la impresión de que presentiste algo, comprenderás que son construcciones a posteriori. ¿Cómo ibas tú a saberlo? Y aun habiéndolo sabido… sólo tenías diecisiete años, ni siquiera eras mayor de edad. Es habitual: cuando se comete un delito, la culpa salpica a las personas que se hallaban cerca, pero es un error. Tú no eres responsable de nada. Los únicos culpables son aquellos tres hombres. Porque eran tres, ¿no?

Tell hablaba sin dejar de buscar febrilmente el modo de hilvanar las dos historias. Por más que intuyese cuál sería la respuesta, tenía que formular las preguntas. ¿Conocía Seja a esos hombres? ¿Qué edad cree que tenían? ¿Qué recordaba de ellos?

—Pues eso es, que lo recuerdo todo hasta el mínimo detalle. Uno de los tres estaba enfadado, quería irse y apremiaba a los otros dos para que lo acompañasen.

En un gesto de suma resignación, dejó caer sobre las rodillas las manos abiertas y con las palmas hacia arriba, hasta que al fin le reveló lo que la había atormentado durante los últimos días.

—En un momento dado, justo antes de que se marcharan, aquel tío de mierda se dirigió a uno de los otros por su nombre y su apellido, como para llamar bien su atención. Lo llamó Thomas Edell. «Thomas Edell, ven aquí ahora mismo, me cago en…». Debió de oírlo más gente, pero, que yo sepa, nadie se lo dijo a la policía después… Yo… Antes lo había llamado por el apodo: Räven, o Vargen, no sé. Ni sé por qué se me quedó grabado aquello. Al final, él y el otro colega tuvieron que llevar a Edell hasta el coche casi en brazos.

Tell se vio obligado a tomar aire y sólo entonces se percató de que había estado conteniendo la respiración.

—Seja, escúchame. ¿Reconocerías al amigo si lo vieras?

Ella lo miró atónita. De pronto comprendió que la confesión podía tener consecuencias más directas, aparte del alivio que había supuesto para ella. Reflexionó un instante, antes de responder:

—Creo que sí. Quiero decir que, claro, hace mucho tiempo, pero me di cuenta enseguida de que el hombre asesinado en la explanada del taller no era Thomas Edell, pese a que estaba todo lleno de sangre y… No creo que lo hubiera confundido. Aunque no he sido consciente de ello, su cara ha permanecido grabada en mi memoria durante más de diez años.