Capítulo 47

1997

Solveig se permitía retirar el plástico que cubría la cama sólo dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde. Sin tales restricciones, el olor de My desaparecería en el transcurso de unos meses. De hecho, ya empezaba a notar que disminuía la intensidad cada vez que, llena de veneración, levantaba el edredón con la desgastada funda estampada de rosas que My había tenido desde niña. Apoyaba la mejilla en la sábana y respiraba hondo, despacio y con cuidado, para no sufrir un ataque de tos. Incluso había reducido la dosis diaria de cigarrillos para conservar mejor el olfato. No poder percibir los olores sería como perder otro fragmento de My.

Un día ocurriría, sin remedio. Las partículas del cuerpo de un ser humano no permanecían eternamente. Cuando llegase ese día, tendría que dedicarse a otra cosa. Los diarios que My escribía cuando era pequeña. La ropa de My, que había bajado del desván metida en sacos de basura. Había ropa de todas las edades y la había guardado para los futuros nietos.

Ahora tenía su propia ropa amontonada en los armarios más pequeños de su dormitorio, a fin de poder colgar en el vestidor la ropa de My, como en un ritual, una prenda en cada percha. La ropa de cuando era bebé fue colocándola cuidadosamente en la cajonera azul, la desmañada ropa punk en el centro del armario y la ropa de abrigo más cerca de la pared. Tuvo que coger el autobús e ir a IKEA a comprar más lotes de diez perchas, necesitaba montones.

Siempre le había costado tirar cosas. Siempre lo guardaba todo, como si, durante toda su vida, hubiese sabido que tendría que aferrarse a las cosas terrenas para sobrevivir.

Empapeló la pared del fondo con un papel carísimo de color violeta oscuro, y allí, en pequeñas perchas doradas y muy labradas, colgó pañuelos, sombreros imposibles, gorras y otros accesorios que My había ido utilizando a lo largo de los años, como una pequeña exposición en la que cada una de las piezas de arte simbolizaba una época de la corta vida de su hija.

Se pasaba la mayor parte del día en el vestidor. Siempre había algo que hacer allí. Estaba especialmente satisfecha con la moqueta, que también supuso un gran agujero en la economía. Sin embargo, nada era lo bastante bueno para My. Era importante que todo estuviese bien. Con los colores de My. Y sus materiales favoritos.

Mientras trabajaba, mantenía a raya el martilleo de los oídos y el pánico, consciente de que el día que terminase aquella habitación en memoria de My, se vería abocada al fuego que la consumía cada vez que se detenía a pensar un segundo. Aún tardaría porque, desde luego, quedaban montones de cosas por hacer.

Tenía álbumes de fotos que clasificar, ampliar y enmarcar. Había en el desván cajas llenas con los discos de My, que tendría que escuchar en busca de cualquier mensaje importante. Cualquier estribillo podía contener las palabras que My nunca alcanzó a decir.

De adolescente, la música lo era todo para ella. Vivía a través de la música, cubría las paredes de su habitación con sus ídolos, se vestía como ellos, los citaba una y otra vez.

Solveig no sabía nada de música y, desde luego, nada del tipo de música que escuchaba My. Pero comprendió que los textos eran, como mínimo, tan importantes como la música. My los escribía con el lápiz de ojos en el espejo y, con chinchetas, fijaba a las paredes citas de las canciones escritas con tinta roja en papel de arroz, para convertir las palabras en obras de arte. Solveig jamás se preocupó de leerlas pero, claro, su inglés no era ya lo que fue. Tampoco se dio cuenta de lo importante que resultaba comprender aquellas palabras, que constituían posibles vías de acceso al interior de My, que podían proporcionarle claves y códigos y respuestas a las preguntas que nunca llegó a plantear.

Las pilas de discos de vinilo no cabían en el vestidor, de modo que tendrían que quedarse en el dormitorio.

Si antes lamentaba haber dejado el gran apartamento de Rydboholm, ahora la torturaba la idea. Allí tenía My su dormitorio de niña, allí pervivía ella en cada detalle. Las manchas de pasta de dientes en el papel pintado, cuando se le ocurrió la idea de pegar con ella sus pósters. Pintó sin su permiso un paisaje con témperas en el armario empotrado, Solveig se enfadó muchísimo y temió verse obligada a compensar al casero por la pintura el día que se mudasen de allí. Los arañazos que había hecho en los marcos de las puertas aquel gato asqueroso que My llevó a casa un día, el mismo que los contagió de tiña a todos antes de que se deshicieran de él.

My no había vivido en el nuevo apartamento más que de forma ocasional. Y Solveig se veía obligada a recrear en él algo que nunca había existido. Y además, en la vieja habitación de My, en Rydboholm, vivían ahora otras personas. Quizá otra jovencita que ponía la música a todo volumen hasta el punto de hacer retumbar las paredes y provocar las protestas de los vecinos, pero que no estaba muerta.

Al cabo de un tiempo, Solveig recibió todas las pertenencias que My había dejado en la escuela, en una caja de cartón con la dirección escrita en un papel pegado en un lateral. Fue como recibir un ataúd y, justo cuando abrió la tapa, se imaginó por un instante que la vería allí dentro. Sin vida, claro, pero al menos un cuerpo al que aferrarse. Porque la aterraba olvidar.

Dejó el tocadiscos junto con las pilas de discos. Cuando se sentía tan cansada que le dolían los brazos y hasta le temblaban, por lo poco habituados que los tenía al esfuerzo físico, se metía en la cama y empezaba a escuchar los discos desde el principio.

Al ritmo de la extraña música poco melodiosa que tanto había odiado como madre, intentó serenarse con la idea de que era la música de My, que representaba su mundo y que ella debía entenderla y apreciarla a toda costa. Porque My era ahora irreprochable. Plena. Perfecta. Y al morir, había conseguido que eso nunca cambiase.

Cuando, en un arrebato de energía, se entregaba a trabajar en el proyecto de conmemoración que se había propuesto, Sebastian se dedicaba a dar vueltas alrededor de su madre. Apenas se dirigía a ella, quizá porque sospechaba que, en esos momentos, su madre sólo tenía oídos para la voz de su hermana mayor, que le hablaba desde el otro lado. Quizá porque la culpa con la que él cargaba se había convertido en otro acuerdo tácito entre ellos. En ocasiones, él se sentaba a observarla. Sucedía a veces que lo requería para alguna tarea, como la de sujetar los anaqueles mientras ella atornillaba una estantería, o preparar el café, cuando Solveig necesitaba tomarse un descanso.

* * *

Y no era sólo lo evidente lo que había cambiado en el hogar de los Granith. Por ejemplo, Sebastian nunca había visto a su madre desplegar tal energía. Antes al contrario, el cansancio era su característica principal, y una desidia y una apatía contagiosas.

En más de una ocasión, él mismo sentía el cansancio en cuanto entraba en casa. My y él habían hablado de ello alguna vez, que su casa les absorbía la energía. No fue aquella la única ocasión en que habían hablado de Solveig, pero eran las palabras que mejor recordaba. My fue quien lo dijo, que Solveig le consumía las fuerzas. De vez en cuando, sentía el impulso de decírselas a su madre en la cara, en aquella cara pálida e inflamada de ojos ahora enrojecidos por el polvo y mejillas encendidas por el esfuerzo.

«My te odiaba, vieja bruja. Compréndelo. Te odiaba. Ahora sólo recuerdas aquello que nunca existió. Recuerdas que ella te quería, que tú y ella manteníais una relación estupenda. Tú crees que erais iguales, mamá, pero no erais iguales ni por asomo. My era fuerte y era auténtica. Tú eres una mierda, mamá. Tú eres una mierda y todo el mundo lo sabe».

Ni que decir tiene que nunca dijo nada. Había renunciado a su derecho a opinar y era consciente de ello, aceptaba y se doblegaba a la nueva regla no escrita del hogar: que ahora Solveig tenía el mando.

* * *

Una mañana se despertó como de costumbre, con el grito ahogado en la garganta. Dormía un sueño sin ensoñaciones y cargado de somníferos y no se sentía el brazo sobre el que había estado tumbada toda la noche. «Carne muerta —pensó cuando, sin querer, le dio a la cajonera con la mano muda—. Pesada como el plomo, casi inhumana de llevar». En cuanto se sentó en la cama, el grito empezó a desplazarse ascendiendo por su garganta para aguardar allí su decisión: salir por la boca o quedarse atascado en los canales auditivos como el alarido de un animal atormentado.

El tinnitus no tenía remedio, le había dicho uno de los médicos a los que visitaba con regularidad. Que evitase los entornos bulliciosos. Pero si eso ya lo hacía… Y luego le recetaba tranquilizantes, para atenuar los ruidos o por alguna otra razón, no estaba muy segura. Ella se los tomaba, de todos modos, aunque de poco servían.

Se le entrecortaba la respiración, la obligaban a tomar aire y a darse órdenes. «Levántate de la cama, Solveig. Abre la puerta. Cruza el pasillo. Deja entreabierta la puerta del vestidor. Enciende el fluorescente, Solveig».

Al contemplar su obra, sentía una serenidad transitoria que le recorría el cuerpo como una corriente cálida. El grito se ahogaba rodando. Empezaba a sentir agujazos en el brazo, que ya despertaba a la vida. Hundió la nariz en la vieja cazadora blanca de My. El forro de color rojo se había rasgado, aparecía deshilachado por varios lugares y decidió que lo arreglaría. Con movimientos despaciosos, descolgó de la barra la percha con la cazadora y se la apretó contra el pecho. Ahora respiraba sin dificultad alguna, pues tenía un proyecto para aquel día.

Y justo cuando iba a cerrar la puerta, lo vio. Apartó los abrigos y dejó al descubierto lo que se atisbaba detrás.

Una maraña de fotos cubría casi toda la pared del suelo al techo. Llevaba muchos años sin ver el collage. Tenía los bordes doblados y, claramente, había estado enrollado.

Solveig pasó la mano por la superficie irregular. Sabía exactamente de cuándo era: My tenía once años el día que encontró en la basura una bolsa llena de revistas viejas. No de las que Solveig leía a veces, Hänt i Veckan y Allers, sino revistas femeninas de las buenas, con nombres como Clic y Elle, repletas de reportajes sobre la moda de París y entrevistas de actores, artistas y creadores de moda.

My pasó semanas leyendo aquellas revistas con veneración, examinándolas como si contuviesen algún tipo de código útil para la inminente vida adulta. Eligió algunas fotos que dibujar: mujeres delgadas vestidas de negro, pálidas y de ojos oscuros que se apoyaban en el tronco de un viejo árbol. Anuncios publicitarios de perfumes, cuerpos desnudos en poses artísticas. Hombres negros de torso desnudo y dientes blancos y brillantes con empastes de oro. Hombres con ropa de mujer. Mujeres en traje de hombre. Mujeres con unos pómulos que muchas matarían por tener.

Se pasó meses recortando y pegando, hasta que dio por terminado el collage, una explosión de rostros, de cuerpos y de colores. My había pintado las fotos con pastel y las había cambiado a su arbitrio. Había pegado unas encima de otras con varias capas gruesas de cola y había arrancado algunas tiras de caras y de cuerpos antes de que el pegamento se secara, para que la imagen de debajo se viese parcialmente: un par de ojos de mirada penetrante, un pecho, un pie en la arena, una serpiente.

A Solveig no le gustó que My hiciera el collage en la pared de su cuarto. No le hacían ninguna gracia tantos pares de ojos mirándola siempre, sin importar en qué ángulo de la habitación se encontraba, aunque sabía que se debía a que las modelos habían mirado directamente a la cámara cuando las fotografiaron. Por eso no servía de nada que se pegase a la pared para sustraerse a su burla, siempre la miraban directamente a los ojos. Además, le parecía demasiado para una niña de once años, tanto cuerpo desnudo.

Y se lo dijo a My: «Pero ¿a ti qué te pasa? Llegará el día en que todo esto te haga desgraciada, antes de que te des cuenta de que no merece la pena».

Sebastian debió de pegar el collage por la noche. Más aún, debió de conservarlo en secreto todos aquellos años. Ahora había querido contribuir con su tesoro a aquella empresa conmemorativa. Un nudo de gratitud le crecía en la garganta y tuvo que carraspear varias veces para no empezar a llorar. Aquello era un reconocimiento por parte de Sebastian. Un paso hacia la reconciliación.

Descalza, se encaminó de puntillas a su habitación y entreabrió la puerta.

* * *

La misma tarde que puso punto final a su obra, ella llamó a la puerta. Solveig, a quien ya le costaba trazar la frontera entre sus fantasías y la realidad, creyó en un primer momento que la mujer alta de abrigo negro que tenía delante era producto de su imaginación. Sencillamente, sus labios pintados de carmín rojo y su sombrero de ala ancha, bajo el que se ocultaba un peinado de chico, no encajaban en el deteriorado rellano de su apartamento.

—Al principio creí que serías artista o algo así —le confesó Solveig mucho después. No porque pensara que la mujer fuese especialmente guapa, al contrario. Según los modelos que le habían inculcado, las chicas debían ser adorables y frágiles y transparentes como elfos.

Y nada de élfico había en aquella mujer de labios gruesos y barbilla cuadrada, más masculina que bella según los cánones.

Se presentó como una amiga de My y entró en la casa con tal naturalidad que parecía saber ya entonces que iba a mudarse con ellos. Como si no se le hubiese pasado por la cabeza que se lo pudieran negar.

Ya en el vestíbulo, Solveig tomó conciencia del olor que emanaba el cuerpo de la mujer, un aroma leve pero inconfundible a canela y a incendio. La desconocida abrió el abrigo para quitárselo y Solveig quedó envuelta en aquel calor almibarado que antes despedía el edredón. Tan concentrado, llegaba a resultar embriagador. Sintió algo que podía confundirse con una atracción erótica pasajera, se tambaleó y dio un paso atrás, hasta que tropezó con la pared.

La extraña detuvo sus movimientos, como si acabase de tomar conciencia del efecto inesperado que surtía sobre Solveig. La mujer bajó los brazos.

—No tengas miedo —le dijo quedamente—. Sólo quiero hablar de My. Sé que le ocurrió algo y si no puedo hablar de ella, me muero.

Solveig se aferró a la gran mano de la mujer como un náufrago se aferra al salvavidas y, sin pronunciar palabra, la condujo hasta el vestidor. A partir de entonces, Solveig pensó que aquel ser era un regalo del cielo.