Capítulo 46

En condiciones normales, el estrés hacía de él un portento de organización. Era como su padre, odiaba la falta de planificación.

En los periodos en que se hallaba conforme con el estado de las cosas, podía pasar por alto el orden. Incluso consideraba un honor pasar por alto el orden, se decía defendiéndose a sí mismo, mientras que su padre, orgulloso, era la meticulosidad personificada. Cuando la montaña de tareas y de promesas incumplidas crecía por encima de su cabeza, haciendo invisible el fin de la larga serie de preguntas sin respuesta, entonces era igual a su padre en todo. Entonces el orden y el método se convertían en un modo de descansar y en la única estrategia para seguir adelante.

Por un lado, odiaba el exceso de celo. El engreimiento, la autosuficiencia, y los odiaba desde que comprendió que, para su padre, eran una defensa psicológica. Una defensa inconsciente, y uno no desea ser consciente de las facetas inconscientes de sus padres. Al menos, no cuando el progenitor en cuestión utiliza su incapacidad como una divisa de honor y como una razón para menospreciar a su entorno.

Por otro, Tell tomaba conciencia de que, como la mayoría de los hombres que se acercan a la madurez, se parecía cada vez más a su padre. Pese a que odiaba la falta de espontaneidad y de creatividad que la obsesión por el orden llevaba aparejada, empezaba a notar que lo irritaba la gente que carecía de capacidad de planificación. De joven, se persuadió de que la cualidad que más valoraba y que más ambicionaba en la vida era la de ser tolerante. Aún no la había alcanzado y a menudo se le antojaba que incluso se había alejado de ella.

Las investigaciones de asesinato que se estancaban le provocaban estrés. Así había sido siempre. Sentía una responsabilidad personal cuando el tiempo pasaba y no se esclarecían los hechos. La sentía ante los familiares, claro está, pero también ante sus colegas y sus superiores.

Dormía sin soñar nada. Notaba que cambiaba su línea de pensamiento. Se esforzaba por pensar en amplios círculos en torno a la investigación y solía hacerlo de forma exclusiva. Se convertía en un ser cada vez más parco. Racional. Mutilado, en cierto modo, desde el punto de vista emocional. Y pasaba a invertir toda su energía allí donde más necesaria era. Quedaba, pues, de aquello, un ser bastante limitado, de eso él era consciente por completo. Porque, ¿quién decía que, para modificar las propias limitaciones, bastaba con ser consciente de ellas? Por si fuera poco, no estaba seguro de querer cambiar. Al igual que su padre, había hallado una estrategia para sobrevivir que, además, daba resultado. Claramente, su currículo estaba compuesto por una larga lista de casos resueltos. Hasta el momento, había sobrevivido. Tras muchos años en la profesión, conocía bastante bien sus pautas y, en cierto modo, las había aceptado.

De ahí que no pudiera evitar notar que ahora se estaba apartando de esas jautas. Pese a lo urgente del estado de la investigación, había actuado de un modo no sólo espontáneo, sino además, totalmente irracional. Y a consecuencia de ello, estaba ahora donde estaba: en una pizzería cutre de Olofstorp.

Era el único lugar que halló para detenerse a cavilar o, mejor dicho, el único lugar que servía café de camino a Stenared y a la casa de Seja Lundberg. Porque, desde luego, el coche parecía haberse guiado hacia allí él solito.

Aquella mañana, en cuanto llegó a la comisaría dio media vuelta. Después de suspender la reunión matinal aduciendo un asunto urgente que no mencionó pero que, claro está, guardaba relación con el trabajo, se sentó en el coche con la vaga idea de hacerle una visita a Maria Karlsson. Ella y su marido, Göran Karlsson, fueron los primeros padres de acogida de Olof Bart, u Olof Pilgren, cuando los servicios sociales se hicieron cargo de él a la edad de seis años.

Según la información de que disponía, Göran Karlsson falleció de forma tan súbita como inesperada cuatro años después y Maria tomó la decisión de suspender su actividad como familia de acogida. La mujer seguía censada en una dirección de Öckerö, pero Tell no la había llamado para anunciarle su llegada. En cualquier caso, a veces era mejor llegar sin avisar y, de ese modo, evitar que el entrevistado clasificara, descartara e hiciera limpieza en el banco de recuerdos, con el consiguiente perjuicio para la policía.

Antes de decidir que le haría aquella visita inesperada a Maria Karlsson, que, a aquellas alturas, debía de tener una edad respetable, estudió las posibilidades de localizar al tal Marko Jaakonen, con el que la madre de Olof había mantenido una relación. Dedujo que dichas posibilidades eran ínfimas. Resultó que Marko Jaakonen se había colgado en la cárcel siete años después de que los servicios sociales se hicieran cargo de Olof. Y no era que Tell creyese que lo uno tuviese que ver con lo otro, pero Jaakonen acabó en la cárcel por el asesinato de un conocido camello y, seguramente, no pudo soportar vivir con aquella culpa. O algo así. En cualquier caso, Jaakonen no lo conduciría a ninguna parte.

Para colmo, Östergren lo llamó para preguntarle por qué se empeñaba en una investigación tan minuciosa de la vida de una de las víctimas. Y Tell sólo pudo responder que era cosa de su intuición.

De la conversación con Thorbjörn Persson, la persona de contacto que fue el enlace con el centro juvenil, sacaron en claro que Bart volvió a Olofstorp después de haber cumplido la condena de un año en Villa Björkudden y tres años de prueba en un pequeño estudio de Hjällbo.

Persson lo recordaba muy bien. Bart había superado satisfactoriamente el periodo de prueba y ya estaban a punto de concederle un contrato de alquiler a su nombre cuando le comunicó a su asistente social que había alquilado una cabaña en las inmediaciones de Olofstorp. El hombre intentó convencerlo de que lo reconsiderase, porque también en aquella época resultaba difícil conseguir un contrato de alquiler para un joven en paro y con una condena a sus espaldas.

Pero Bart persistió en su resolución. No quería vivir en un apartamento. Quería vivir solo en el bosque, pese a ser tan joven. Aquello inquietó a Thorbjörn Persson, lógicamente, y aunque, desde un punto de vista formal, su cometido terminó en el instante en que se archivó el caso de Bart, se mantuvo en contacto con él durante un par de años. Lo llamaba de vez en cuando. Le hacía alguna que otra visita para ver cómo le iba.

Cuando Tell le preguntó cómo vivía en pleno bosque Olof Pilgren, como aún se llamaba, a la edad de veinte años, Persson se encogió de hombros.

—Pues… Bueno, Olof era bastante peculiar. A mí se me antojaba muy solitaria aquella vida, pero pese a todo, él parecía estar bien. Al cabo de un tiempo, se agenció algún que otro amigo, creo, un par de chicos de la misma pasta con los que andaba siempre. Sven y Magnus. O Thomas y Magnus. ¿O era Nielas?

Los apellidos, claro está, también los había olvidado, si es que alguna vez llegó a conocerlos. A partir de ahí, no supo nada más. Después de aquellos dos años, Bart interrumpió todo contacto, sin razón alguna, en realidad. Simplemente, no le parecía necesario. Se las arreglaba bien solo, decía. Y es probable que así fuera. De hecho, había logrado salir del sistema de los servicios sociales, después de haber pasado toda la vida en él. Y claro, Thorbjörn Persson pensó que se merecía aquella libertad de que ahora gozaba.

Tell le encargó a Karlberg que se diese un paseo en coche con Thorbjörn por la zona de Olofstorp, con el objetivo de localizar la cabaña que Bart alquiló con poco más de veinte años.

Algo le decía que quizá allí hallasen la solución al misterio del pasado farragoso de Olof Bart; que tendrían más posibilidades de encontrar algo de más enjundia allí que si se dedicaban a hurgar en la vida de Waltz. Y no porque hubiese dejado de lado al fotógrafo, pero después de agotar tanto sus cerebros como sus recursos, Tell ya había abandonado toda esperanza de dar con alguna conexión entre los dos asesinatos.

El argumento de la intuición no sonaba muy convincente ni siquiera para él, pero era el único que podía esgrimir por ahora. Östergren aceptó el nuevo curso de la investigación sin hacer más preguntas y el que confiase en él sin decir una palabra lo llenaba de satisfacción y de orgullo a un tiempo. En aquellos momentos, él mismo apenas confiaba en su competencia profesional y, menos aún, en su intuición.

En cualquier caso, a la hora de la verdad no llegó a ir a Ockerö. Ni siquiera puso rumbo a esa dirección, sino que tomó la autovía de Marieholmsleden hacia Gråbo. Cuando vio la salida de Olofstorp y la carretera que continuaba hacia Stenared, se lo pensó dos veces y continuó pisando el acelerador hasta ponerse a ciento veinte por hora, y así llegó a Sjövik.

Durante algo más de una hora, se quedó sentado en el coche mirando el lago Mjörn, en un área de servicio muy próxima a la playa. Grandes fragmentos de hielo resquebrajado flotaban cerca de las orillas. Al cabo de un rato, su respiración llenó de vaho los cristales hasta el punto de que ya no veía el lago y lo tomó por una señal de que era hora de marcharse de allí.

Muy despacio y sin plan alguno, empezó a conducir de nuevo rumbo a la ciudad. La pizzería se le antojó un lugar bastante inocente y se convenció a sí mismo de que no se comprometía a nada si se dirigía al centro. Se sentaría en el bar, que acababa de abrir, pensaría en las alternativas y sopesaría los pros y los contras.

Ir a casa de Seja e intentar explicárselo. Ponerla al corriente del caos que su persona había desatado en él y del cáncer de su jefa y de los tormentos de su padre, que parecían estar convirtiéndose en los suyos propios. O volver al trabajo y pasar de todo, incluso de que Östergren se estuviese muriendo.

El peso de la culpa no lo privó de la visión periférica y tampoco vio la solución del misterio al final del túnel, sino que, más bien, le hizo perder la perspectiva. ¿Sería el miedo a la muerte lo que le había sobrevenido como un rodillazo?

Había oído decir que cierta dosis de estrés aguzaba los sentidos y la concentración. En cambio, una cantidad excesiva de estrés provocaba el efecto contrario: se perdía el punto de mira y conducía a juicios erróneos. A actuar sin meditar. Y darse cuenta de repente de que no podía confiar en su propio juicio era algo que le producía pavor.

Se sintió tentado de pedir una cerveza en lugar del café que ya había dejado de humear sobre la mesa y que ahora no sólo estaba aguado, sino además tibio, pero se aguantó las ganas. Aún no habían dado las doce y estaba de servicio.

Marcó el número de la comisaría para, como compensación por la reunión que había suspendido, preguntar por las últimas novedades. Nadie respondió en el despacho de Karlberg, de modo que probó con Beckman. Estaba a punto de colgar, cuando la inspectora respondió al teléfono.

—Ahora mismo estoy liada, Christian. Luego te llamo —le dijo sin más explicación, antes de colgar.

Tell dio un par de tragos del triste café. De pura desazón, se llevó a la boca el trozo de chocolate blanquecino que había en el plato.

Unos minutos después empezó a vibrar el teléfono, que había dejado sobre la mesa tornasolada de imitación de mármol. El sonido retumbó entre las paredes del local vacío. Alguien asomó la cabeza desde la cocina para ver qué ocasionaba el estruendo.

—¿Sí?

—Soy Beckman. Cuando me has llamado tenía delante a uno de los que habían dejado sus huellas en el Cherokee de Ulricehamn.

—¿Los has visto ya a todos?

—A dos de ellos. Falta un tal Bengt Falk al que no consigo localizar. Hay un par de huellas de Berit Johansson, la propietaria, que está esperando. Una tal Sigrid Magnusson y un tipo llamado Lennart Christiansson han venido ya a dejar sus huellas dactilares, que coinciden con algunas de las halladas en el coche. Dos de las seis que encontramos siguen sin identificar.

—Las cuales pueden pertenecer a Bengt Falk, al falso Mark Sjödin o a cualquier otra persona. Bien, pues con un poco de suerte, tenemos las huellas del asesino. Ahora sólo se trata de encontrarlo a él.

—Pues sí… —suspiró Beckman—. Imagínate que pudiéramos reunir a todos aquellos que han tenido que ver con la víctima y tomarles las huellas. Entonces quizá obtendríamos la respuesta enseguida.

—Bueno, ya la tendremos, en su momento —respondió Tell, impresionado por la confianza de que podía hacer gala ante la impaciencia de los demás.

De improviso, sintió un deseo casi irrefrenable de hablar con Beckman sobre la conversación mantenida con Östergren, pero comprendió que sería traicionar su confianza.

—¿Y los hijos de Waltz? —le preguntó a la colega—. ¿Está Karlberg ahí?

—No. Creo que los ha citado para esta tarde. Tengo entendido que Maria Waltz empezó a hablar de llamar a un abogado…

Tell soltó un silbido.

—Vaya, qué exageración. Bien, pues ya veremos lo que ocurre. Supongo que estará presente durante el interrogatorio del menor de los hijos.

—No sé. Si quieres puedo pedirle a Karlberg que te llame, por si no vuelves hoy por la comisaría.

—No, no —se apresuró a decir—. No es preciso que me llame. Llegaré un poco más tarde. Tenía… unas cosas que resolver…

Oyó que le fallaban las cuerdas vocales. No sabía si volvería al trabajo esa tarde.

—Vale. Pues nos vemos luego.

Y entonces, súbitamente, tomó la decisión. Era ahora o nunca.

* * *

Dejó atrás la entrada al lugar del crimen. De allí a la casa de Seja no tardó más de diez minutos. Después de haber hecho acopio de valor para bajar a la hondonada, cruzar la pasarela y subir la pendiente hacia la cabaña, se llevó un gran desengaño al ver que todas las ventanas estaban a oscuras. Se quedó allí en el césped como un bobo, incapaz de tomar una sola decisión más. A fin de asegurarse de que no estaba en casa, llamó a la puerta. Lo irritó pensar que Seja no estuviese en casa ahora que él estaba preparado. Al mismo tiempo, no obstante, se sentía aliviado, pues las circunstancias retrasaban una conversación cuyo final no era capaz de presagiar.

Lo desconcertó, además, haber visto su coche aparcado en el camino.

Abrió la puerta del establo, donde lo recibió un silencio elocuente: Seja había salido a montar, lo que significaba que aún existía la posibilidad de celebrar aquella reunión. Podría esperar, aunque habría preferido lanzarse a lo desconocido antes que aguardar el enfrentamiento allí sentado y ocioso, pues de este modo corría el riesgo de cambiar de idea y de salir de allí con el rabo entre las piernas.

Era plena y amargamente consciente de que había ignorado todos sus mensajes y de que la había dejado en ascuas al hacerse inaccesible. Lo que dependía en exclusiva de su cobardía y falta de agallas. Y no era tan tonto como para no comprender que, con toda probabilidad, ella estaría indignadísima, si no decepcionada. Y decepcionada era, sin duda, lo peor.

Se dio cuenta de que la llave no estaba echada y se decidió. Entró y se sentó a esperarla en la cocina, agradeciendo el calor del hogar pero irritado por la negligencia que revelaba quien dejaba su casa sin haber tomado la mínima y más sencilla precaución de las que existen contra los ladrones. Quizá ella se contase entre los que pensaban que nada malo podía suceder en la agradable vida vecinal. Luego, cuando resultaba que se cometía algún acto de naturaleza criminal, éste se clavaba en la inocencia y la confianza como un aguijón y causaba infecciones y cicatrices que no desaparecían jamás. Como policía, él estaba libre de ese tipo de ingenuidad. Antes al contrario, había llegado a un punto en el que pocas demostraciones del ingenio de que hacía gala la gente para dañar y robar la propiedad ajena lo sorprendían verdaderamente.

Oyó el tictac del reloj de la pared. Una vez consciente del sonido, le resultó imposible pensar en otra cosa. Probó a quitarse el abrigo para no reforzar la impresión de que, en más de un sentido, se encontraba en su vida de visita, pero puesto que la estufa no estaba encendida, el ambiente era frío y nada acogedor.

Le costaba comprender que alguien quisiera vivir así: lejos de la modernidad, de la diversión y de otras personas.

Ya era consciente también del frío que sentía, y la espera se le empezaba a hacer insufrible. Si encendiera la chimenea, pusiera la cafetera y un CD, para evitar el tictac del reloj, podría considerarse que actuaba con demasiada familiaridad y quizá a ella le sentaría mal, como si se tomase libertades. Como si considerase que tenía derechos, pero no deberes.

Se diría que había pasado ya demasiado tiempo y mirar el reloj no le ayudaba mucho, puesto que no tenía la menor idea de a qué hora se había sentado a la mesa abatible y se había puesto a observar el sendero que se adentraba en el bosque. Todo aquel día había transcurrido en un desconcierto rotundo en el que la conciencia del paso del tiempo había dejado de funcionar.

Se trasladó a la sala de estar, con la esperanza de que no llegase allí el frío del vestíbulo. No acababa de sentarse cuando, por el rabillo del ojo, algo reclamó su atención y le obligó a volver la vista hacia el escritorio. Lo que allí había le resultaba desagradablemente familiar.

En el centro del Atlas, había una foto. Se acercó despacio hacia el libro abierto y se sorprendió al oír en su interior unos acordes como de cuerda, como el efecto de sonido de una ducha en las películas de Hitchcock, o como un coro de animales aterrorizados, un fragmento paródico de una película, dramatizado por su cerebro destrozado por el estrés y la vigilia. Aun así, lo sobresaltó.

Se quedó mirando la foto, sin alcanzar a comprender qué era lo que veía. Estaba impresa en papel de foto con brillo y tenía muy mala resolución, pero no cabía la menor duda de lo que representaba: era la cabeza destrozada de Lars Waltz sobre la gravilla de su finca. Al pie de la foto se leían unos comentarios garabateados que le fue imposible leer y el reverso estaba lleno de anotaciones a lápiz con una caligrafía enrevesada y apenas legible. Después de mirar con más detenimiento, creyó poder asegurar que estaban escritas en finés.

Un ruido lo paralizó de pronto. ¿Habría vuelto Seja de su paseo a caballo? En menos de un segundo, debía hallar el mejor modo de preguntarle por aquella foto tan incomprensible.

A falta de una idea mejor, abrió la ventana. Así al menos la oiría llegar.

Rebuscó entre los montones de papeles que había en la estantería y sobre el escritorio y halló varios textos y artículos que Seja tenía empezados y, en algunos casos, terminados, pero ninguno que explicase que ella estuviese en posesión de las fotos del lugar del crimen. Uno de los cajones del escritorio se encontraba cerrado y le llevó un par de minutos localizar la llave en un tiesto vacío que había en la ventana. El cajón contenía una carpeta muy delgada. Estaba tan excitado que tuvo que leer varias veces las dos páginas que contenía para comprender de verdad qué era lo que tenía ante sí. Se diría que se trataba de una sinopsis de un texto más extenso. Por más que las frases eran cortas y más parecían preguntas que respuestas, y aunque fuese insuficiente para saber con certeza qué le había ocultado Seja Lundberg, la información allí plasmada bastó para engendrar en él una idea.

Era evidente que estaba implicada, aunque de un modo que él aún no alcanzaba a comprender. Sin embargo, estaba decidido a averiguarlo.

Vio el portátil en la estantería, entre dos libros de gran formato. Al parecer, allí sí se había preocupado por la seguridad: transcurrió una eternidad hasta que el ordenador se puso en marcha, pero le negó el acceso enseguida: necesitaba una clave.

Echó un vistazo al reloj y se preguntó cuándo cerraría Lise-Lott Edell su tienda de tejidos. Si pisaba a fondo el acelerador, llegaría a Gråbo en un cuarto de hora.