Capítulo 45

2007

Hace quince años, él tenía treinta y lo consideraban un vejestorio. Seja no esperaba que se hubiese molestado en conocer el mundo secreto que, por aquel entonces, pertenecía a los libros de visitas y a sus cronistas bajo seudónimo. E incluso aunque el hombre que ahora tenía enfrente hubiese hojeado los libros, habría menospreciado los poemas de amor por recargados, las insinuaciones de suicidio por artificiales y construidas por jóvenes semiadultos, narcisistas ansiosos de atraer la atención, y las discusiones políticas, copiadas de un curso básico de ideología social para alumnos de instituto.

Él y sus amigos quizá hubiesen apreciado los dibujos a bolígrafo o a lápiz, hábilmente ejecutados, incluso habrían podido adivinar quiénes de los creadores irían a las distintas escuelas de arte de la ciudad, Hovedskou, Domen, Valand.

Solían ser retratos de otros huéspedes del café, mujeres jóvenes con rastas inclinadas sobre una taza de té, pandillas de chicos todos vestidos con el mismo uniforme, un traje negro comprado en los almacenes de Myrorna, abrigo largo también negro y un sombrero idéntico al que solía llevar Tom Waits.

Seguramente, los propietarios del café Norra Station no supieron nunca el culto que iniciaron el día que, llevados por un impulso, compraron el primer bloc de pasta dura y tamaño folio y lo dejaron en el alféizar de la ventana.

Y, en efecto, al oír lo que querían, el hombre expresó tanta desconfianza como sorpresa.

—¡Vaya, creía que buscabais trabajo! —exclamó mesándose el cabello, que parecía encerado—. Hemos puesto un anuncio —explicó—. De camarera. ¿No os interesa?

Seja y Hanna negaron educadamente.

—¿Conservas aquellos cuadernos? Tú o cualquiera que trabajase aquí entonces.

El tipo se acomodó en el sillón de piel sin responder directamente a la pregunta.

—No parábamos de reponer los dichosos cuadernos. Creo que estuvimos comprando uno cada dos semanas, durante varios años. Comprenderéis que no los tengamos todos y, además, por qué íbamos a querer conservar ninguno, pero… —exhibió una amplia sonrisa y miró a Seja como si acabase de ganar a la lotería—. Tenéis suerte. Da la casualidad de que sé que Cirka guardó un puñado de esos cuadernos, por motivos sentimentales. En cierto modo, formaban parte de nuestro rollo de aquella época. Y caracterizaban el estilo de la gente que venía por aquí, jóvenes con ambiciones artísticas. Bueno, joder, yo no soy psicólogo ni nada por el estilo, pero supongo que debía de ser saludable para los muchachos eso de poder expresarse y tal. Y algunos tenían talento, se veía claramente.

Observó a Seja con interés durante un par de segundos, antes de exclamar.

—¡Lo sabía! A ti te reconozco, desde luego. ¿Cuántos años tenías entonces?

—Dieciséis o diecisiete.

Seja se retorcía nerviosa. Hacía muchos años que no se sentía cómoda exponiendo sus intimidades ante gente medio desconocida con un café con leche de por medio. En vano rebuscó en su memoria cuáles habían sido sus contribuciones a aquellos libros. Claro que ella también tenía un apodo, y dudaba mucho de que aquel hombre estuviese tan enterado como para conocerlo.

Los separaban la misma cantidad de años, pero suponía que a los treinta se la veía de un modo muy distinto a como era cuando él tenía treinta y ella dieciséis. «Por suerte», se dijo Seja.

Para su alivio, el hombre se volvió hacia Hanna con el fin de detectar algún recuerdo común pero, naturalmente, no existía ninguno.

—¿Cómo dijiste que te llamabas? ¿Hanna? No será Hanna Andersson, ¿verdad?

—Aronsson.

—Eso. De ti también me acuerdo, tú eras… Yo creo que tú ibas a las fiestas que yo daba, festivales de música y esas cosas. ¿Velvet? ¿Magasin 12? Y además estuviste saliendo con Mange, mi colega, si no me engaña la memoria.

Hanna puso cara de no saber si sentirse orgullosa o incómoda. Lo más probable era que no tuviese un recuerdo claro de ello.

—Pues no me acuerdo muy bien. Ya sabes, en aquella época pasó mucho de todo y mis recuerdos son un poco borrosos.

El hombre soltó una carcajada equina y se pasó la mano por la barbilla mal afeitada.

—Sí, tienes razón. Y si no me engaña la memoria, erais unas jóvenes bastante salvajes.

—A ver, Cirka guardó algunos, ¿no? —le recordó Seja, que ya empezaba a estar harta de puntos de contacto reales y ficticios. Estaba segura de que aquel tío no las conocía ni a ella ni a Hanna. Seguramente recordaba su estilo: la adolescente con el pelo a lo punk vestida de negro y ocupada con su propia identidad, con una lágrima pintada con lápiz de ojos en la mejilla. Lo más probable es que, ya entonces, le costase distinguir a una de otra y se burlara de la tendencia característica de los adolescentes a tomarse a sí mismos totalmente en serio.

Cruzó los brazos, como para dar a entender que él también era capaz de pasar de la charla amistosa, si eso era lo que querían.

—Si conserva alguno, lo tendrá en casa. Podéis ir andando, porque vive a unos metros de aquí y puedo llamarla para avisarla de vuestra visita. O le pido que los traiga cuando vuelva, dentro de un par de horas.

* * *

Mientras hablaban con el dueño del bar, el sol había asomado por entre las nubes. Sus rayos se reflejaban en las mesas cromadas de la terraza y un destello relumbró en los cristales de la cafetería que había al otro lado de la calle. Estoicamente sentadas a lo largo de la fachada había una pandilla de chicas que daban sorbitos de alguna bebida caliente que les habían servido en vasos altos envueltos en servilletas. Pese a las mantas que se habían echado por los hombros, se las veía tiritar de frío.

Seja y Hanna se plantearon tomarse un café, aunque dentro, desde luego, pero decidieron comer directamente, después de haber realizado un buen trabajo, es decir, una vez recogidos los libros en casa de Cirka.

El plano que el dueño del local les garabateó a toda prisa en una servilleta las condujo sin dificultad a una dirección del barrio de Kungshöjd y, tal y como él les dijo, estaba a un tiro de piedra del restaurante. A través de estrechos callejones y de escaleras que ascendían desde la calle Kungsgatan, llegaron a un edificio de piedra que parecía construido a finales del siglo anterior, en alto y mirando al mar. Admiraron las vistas de la ciudad y de la bocana del puerto antes de llamar.

* * *

—He revuelto todo el armario.

Cirka Nemo seguía tal cual. Cuando eran adolescentes, tanto ella como el lugar que, pese a su escasa estatura, supo ocupar las llenaban de admiración. Seguía siendo tan pequeña y escuálida como entonces y llevaba el cabello teñido de negro y cardado a lo Robert Smith. Podría creerse que la ropa que lucía sobre el cuerpo esquelético era la misma de entonces, o al menos el estilo era tan antiguo y atemporal como la decoración del estudio minúsculo en el que las recibió.

—¡Y he encontrado mis viejas botas de abuela! Las que me compré en Londres cuando tenía diecinueve. ¡Mira! ¡Son una pasada!

La mujer sostenía en alto un par de botas muy desgastadas de color naranja chillón. Seja asintió solícita mientras se preguntaba qué hacía la vida con cada uno… Allí estaba ahora, en casa de Cirka Nemo, que la trataba como a su igual. Y que a Cirka no le suscitase ninguna pregunta el extraño motivo de su visita. ¿O sería porque lo extraño formaba parte de su cotidiana existencia?

«Strange things happen every day», pensó Seja antes de decirse a sí misma enérgicamente que debía concentrarse. De jovencita, admiraba a aquella mujer cuyo bronco acento de Estocolmo resonaba más alto que el de los demás, y la admiraba por su carisma indiscutible. Aunque, claro, en comparación con un puñado de niñas que aún se embadurnaban de Clearasil el acné pertinente de la pubertad, la mayoría de los conocidos parecían gente de mundo. Era sexy tener seguridad, aún lo pensaba, pero una vez retirada la telaraña que la adolescencia le ponía ante los ojos, no pudo por menos de observar el gesto endurecido de la boca de Cirka Nemo. O el olor mohoso procedente de una bolsa abarrotada de basura en la minúscula cocina: exactamente el mismo del primer apartamento de estudiante de Seja cuando tenía veinte años.

Y calculaba que la edad de Cirka era más o menos el doble. Cuando no sonreía, unas líneas finísimas obligaban a las comisuras de los labios a curvarse hacia la barbilla, donde la piel ya empezaba a colgar algo fláccida. La raíz del pelo crecía canosa y se acomodaba como un calcetín de lana de un centímetro de grosor debajo del peinado punk teñido de negro.

Seja no pudo evitar inspeccionarla como bajo una lupa. El paso del tiempo nunca resultaba tan evidente como cuando se miraba a la cara un fragmento del propio pasado, inalterado en un sentido; en otro, sin parecido alguno con el presente. Aquello le hizo comprender que también ella había cambiado. Ya no era aquella adolescente insegura que sudaba a mares en cuanto le dirigía la palabra alguien que, según la distorsionada jerarquía de las adolescentes, valía más que ella.

—Estaban en el fondo del armario. Junto con los libros del Norra. Habéis tenido suerte, de no haber estado tan escondidos, habrían ido a la basura hace mucho. Cuando vives en treinta metros cuadrados, no puedes permitirte el lujo de la nostalgia.

Ambas sabían a qué se refería. El estudio se hallaba atestado por completo, sobre todo, de discos de vinilo. Por lo demás, se habría podido pensar que aquello apenas había cambiado desde los años ochenta, la gran era de la seda sintética y del terciopelo arrugado. Una de las paredes de la habitación estaba pintada de negro y plagada de estrellas fosforescentes y el espacio que la colección musical dejaba libre aparecía cubierto de pósters enmarcados de The Clash, Nina Hagen, The Cure, The Sisters of Mercy, Nick Cave. En el suelo había un colchón de muelles con las sábanas revueltas y, encima, una pila de cuadernos con las pastas negras.

Seja los reconoció enseguida.

* * *

—Yo estaba terriblemente enamorada de Woody.

Hanna parecía tan turbada que Seja se echó a reír. Se habían ido del restaurante húngaro del mercado, donde sufrieron el estrés de la hora del almuerzo mientras degustaban una sencilla sopa de guisantes, y una jamabalaya de salchichas con chili verde, y se acomodaron en la cafetería de al lado.

—Bueno, no hay que ser un genio para adivinarlo.

Seja aludía a ciertos comentarios que había escritos bajo los dibujos de Woody y de los que Hanna era responsable.

Hannami. ¿De dónde sacaste ese «mi», por cierto?

Hanna alzó la vista al cielo.

—«Hannami», por Dios, qué chorrada. Mi segundo nombre es Maria, así que supongo que era una especie de forma abreviada. Recuerdo que, durante un tiempo, me presentaba así. Incluso intenté cambiarlo en el registro, pero necesitaba la firma de un tutor. Y mi madre se negó, por supuesto, y bien estuvo.

—Pero, mira aquí, en serio. Lo único que yo escribo aquí es Girl, y luego no añado nada. Y esto, escucha: «Tus dibujos estremecen mi alma, Woody. Si crees que todo es absurdo, ¡estás en un ERROR!… In the darkest hour, when you feel there is no one to comfort you… just remember… I am there for you.… Hannami».

Hanna sintió escalofríos y sacudió los hombros riéndose avergonzada.

—¡Qué vergüenza! Y yo que me creía tan discreta. Y tan profunda. Pero admitirás que era tremendo dibujando.

Llevaban dos horas repasando gran parte del amplio material. Desde el otro lado de la barra, la propietaria de la cafetería empezaba a mirar con displicencia sus tazas vacías, de modo que pidieron otro café para aplacarla un poco.

Por desgracia, aún no habían encontrado la firma con el alias que ambas creían recordar que podía leerse al final de cada libro.

El primero era de 1991. Ni Seja ni Hanna se hallaban entonces entre los participantes, ellas se incorporaron después. Hasta el año siguiente no aparecieron Girl y Hannami, al principio de forma esporádica y discreta, atentas a la reacción, antes de osar arrojarse a los lobos. Al cabo de un tiempo, sus contribuciones empezaron a ser más personales. Aquí y allá había pasajes que parecían constituir una correspondencia epistolar o un debate político entre Seja y CRAB, que se decía anarquista, en tanto que Seja prefería llamarse socialista. Ahora los leía fascinada. Muchos de los argumentos eran ingenuos, pero también los había meditados e interesantes.

«Después de todo, reflexionábamos sobre el mundo que nos rodeaba», se dijo. No pudo evitar asociar su actitud con la de la juventud actual, esclava de la telerrealidad y cuyos únicos intereses parecían ser el aspecto de la gente y las funciones del teléfono móvil. En ese momento, se permitió ignorar el hecho de que ellos estaban, como mínimo, igual de obsesionados por su propio aspecto. La única diferencia era que aquel estilo llevaba aparejado el interés tanto por la política como por la música y el arte.

—Ella también dibujaba, por cierto —recordó Seja de pronto—. La cazadora de cuero blanca. Me acuerdo de una ocasión, durante una fiesta, en que hablé con ella. Le dije que dibujaba muy bien. Vamos a mirar todos los dibujos.

Hojearon los cuadernos una y otra vez. Abatidas, se vieron obligadas a aceptar la realidad: lo que tenían entre manos era una mínima parte de la cosecha que el personal debió de haber reunido cuando cerraron el Norra Station. Era muy posible que lo que buscaban ni siquiera estuviese entre aquellos libros, que los trabajos de Cazadora Blanca y de otros hubiesen ido a parar a la basura hacía ya muchos años. Los esfuerzos de Seja y de Hanna serían, pues, en vano.

—¡Mierda! Deberían haberlo expuesto en un museo, o en la biblioteca municipal o algo así —exclamó Hanna antes de leer en voz alta un breve poema de amor desgraciado mientras sacaba un paquete de chicles del bolsillo—. ¿O tú qué dices? Una exposición con los pensamientos y sentimientos de los adolescentes. Sobre el primer amor, un amor desgraciado, sobre el sexo, sobre el sentido de la vida, sobre la angustia y la alegría de la amistad. Cultura adolescente, ni más ni menos, sin censuras. Es fascinante, ¿no crees?

—Sí… Pero, oye…

Seja sostenía entre sus manos un dibujo suelto que ahora desplegaba. Representaba a una mujer desnuda, sensual, delante de un espejo. En el espejo no se veía la imagen de la mujer, sino un lobo que, sobre sus patas traseras, chorreaba saliva de sus fauces abiertas hacia el espectador. Lo habían hecho en un folio que luego habían doblado y pegado en el libro con un chicle, según parecía.

—¿Lo ves? —preguntó Seja entusiasmada señalando el garabato que figuraba en una esquina del espejo. Había estado a punto de pasar por alto la firma, puesto que se hallaba en el dibujo mismo.

—Creo que pone Tingeling. Hanna, estoy convencida de que ése, Tingeling, era su alias, el de la chica de la cazadora blanca. Ahora lo recuerdo, así firmaba siempre sus dibujos, dentro de lo representado, para que apenas se viese.

Ambas estudiaron el dibujo en silencio.

—¡Perdón! —resonó desde la barra la voz de la propietaria, en un tono que no admitía objeciones—. Si no vais a pedir nada más, debo rogaros que os vayáis. Hay que dejar sitio a otros clientes.

Seja y Hanna miraron intencionadamente la hilera de sillas vacías, pero no tenían ganas de montar ningún escándalo. La mujer parecía tener un mal día.

—Sí, ya nos vamos —dijo Seja con la sonrisa más amable que fue capaz de exhibir. Por desgracia, ya no parecía ser suficiente, a juzgar por la mirada matadora que le dedicó la mujer. Echó una ojeada al reloj y comprendió que llevaban varias horas sentadas en aquellos taburetes. Se pusieron a recoger sus bártulos con las espaldas doloridas.

—¡Madre mía! ¡Le prometí a la canguro que volvería a tiempo… hace ya una hora!

Hanna cruzó como un rayo la plaza Grönsakstorget con la cazadora aleteando al viento. Seja se quedó allí un rato, con el pesado equipaje de los libros. Ya empezaba a anochecer. Debería ir a la parada Nils Erikssonsplatsen, antes de que los autobuses comenzaran a pasar con menos frecuencia, según el horario nocturno. Sin embargo, le costaba interrumpir su búsqueda ahora que se sentía tan cerca de la respuesta a las preguntas que le habían rondado por la cabeza los últimos días.

Ahora conocía el alias de la chica de la cazadora blanca, Tingeling. Al pronunciar su nombre, la recordó con más nitidez. Los rasgos perfilados de su cara, la boca pequeña, el labio superior demasiado fino para resultar estético. El pelo revuelto y teñido de varios colores. Varias medias agujereadas unas encima de otras, y, por último, unas medias de red, sobre sus piernas demasiado delgadas. Los zapatos, un tanto toscos. Su actitud… Pero ¿quién se atrevía a eliminar las espinas y a ser uno mismo a los dieciséis?

La última vez que se vieron, en cambio, parecía bastante sincera. Y llevaba un abrigo de caballero de color negro.

Muy despacio, Seja fue caminando al canal y se sentó en el borde de un banco mojado. Una música resonaba tenue desde el Bärsåbar de la avenida Kungsportsavenyn, cada vez que alguien abría la puerta para entrar o salir del establecimiento.

Tan sólo uno de los libros terminaba después de aquel año fatídico. En la portada se leía «norra station 1996-1997». Entonces debería haber sido demasiado tarde. Sin embargo, allí era donde el nombre de Tingeling aparecía alguna que otra vez. Las letras daban la impresión de sobreponerse unas a otras mientras Seja leía hojeando febrilmente hacia delante y hacia atrás, con los dedos congelados: «¿Dónde se metió? ¿Qué le sucedió? ¿Era cierto que le había ocurrido algo horrible? ¿La violaron?». Fueron muchos los jóvenes que quisieron rendirle homenaje con algún poema o con fragmentos de canciones. Entre líneas se leía una mezcla de miedo y de un interés morboso.

Y dolor. Aunque los que escribían se conocían por lo escrito más que personalmente, era obvio que se sentían muy unidos.

Y así lo recordaba Seja también.

La mayoría creían que Tingeling se había quitado la vida. Otros, que había muerto de sobredosis. Algunos se expresaban de un modo más misterioso y daban a entender que, tras su desaparición, existía algún tipo de delito. Alguien dio pie al rumor que desencadenó otros rumores, pero nadie parecía saber nada con certeza. Nadie había estado con ella la noche que desapareció.

Seja siguió leyendo hasta que la humedad le traspasó los vaqueros y una ráfaga de viento gélido le heló las manos. El barco restaurante Åtta Glas se balanceaba sobre las aguas con un movimiento apenas perceptible. Y, de pronto, encontró lo que buscaba.

Allí estaba, la lista que había tenido presente en todo momento, ambiciosamente redactada por alguien que, con toda probabilidad, apreciaba el orden. Se le aceleró el corazón mientras buscaba con ansia un nombre que le sonara familiar. Eran muchos los que no habían cumplimentado sus datos en la línea en blanco que seguía al apodo, quizá porque deseaban mantenerse en el anonimato, o porque se negasen a considerar su nombre de pila como más real que el elegido por ellos, o tal vez sólo porque no habían visto la lista. Otros, en cambio, rellenaron hasta su dirección y su número de teléfono, quién sabe si con la esperanza de ver crecer su red de almas gemelas.

Ella sí que había dejado sus datos. Girl: Seja Lundberg. Por eso estaba tan segura de la existencia de la lista. Con el corazón en un puño, buscó entre los nombres. Y allí estaba. Tingeling: My Granith. Había, además, una dirección de Borås. Aquel dato fue decisivo. Era ella.

Seja cogió el móvil y marcó el número de Christian Tell. Le resbalaron los dedos helados sobre las teclas y se le cayó el teléfono al suelo. La interrupción le permitió recapacitar. Se quedó un rato con el teléfono sonando a llamada fallida entre las rodillas, hasta que volvió a guardarlo despacio en el bolsillo.

Ya hablaría con él, en su momento. Cara a cara. Él le ayudaría a resolver aquel asunto tan complejo.