Capítulo 44

1996

Su fachada resultaba muy conveniente ante la chica tan guapa que le habían enviado para que se encargase de la casa. Según la asistente social, Sebastian tenía derecho a asistencia domiciliaria mientras su madre estuviese por tiempo indefinido en el loquero, donde se encontraba desde la muerte inexplicable de My. Claro que era inexplicable sólo para un imbécil. El médico de mirada estudiadamente empática debería recibir un Oscar por su pequeña representación cuando resultó que los aparatos que mantenían a My con vida habían sido desconectados por alguna razón durante un periodo de tiempo determinado: después de que la enfermera del turno de noche hubiese hecho su última ronda y antes de que se hubiese incorporado la de la mañana.

En el fondo de aquellos ojos, Sebastian pudo ver que el doctor Snell sabía de sobra qué había ocasionado «el cese momentáneo y muy lamentable, inexplicable y del todo inaceptable del funcionamiento del equipo técnico». Sebastian casi se compadeció del doctor cuando lo oyó asegurar en un susurro que la técnica nunca era segura al cien por cien y que el cuerpo de My había optado voluntariamente por concluir con esa existencia artificial. Como si de verdad creyera que, en su estado, My tenía la facultad de elegir. Era absurdo, sobre todo habida cuenta de que aquel era el principal argumento ofrecido por Snell para permitir que My muriera: jamás volvería a pensar, a sentir ni a ser consciente de nada. Dijeron que había sido decisión de los familiares, pero la postura del médico estuvo clara en todo momento. Solveig debería consentir que My concluyese su vida de la única forma digna que se le ofrecía.

Al mismo tiempo que Sebastian se alegraba de que el doctor Snell hubiese optado por evitar acusaciones de ningún tipo, se ofendió al ver cómo los médicos trataban a su madre como una ignorante, como si ella se hubiese creído que permitirían que un aparato tan vital estuviese expuesto a un corte eléctrico.

Por lo demás, estaba claro que Solveig sabía que fue él, Sebastian, quien empujó a My a cruzar el umbral hacia el reino de los muertos. Aún no se había atrevido a mirar a su madre a la cara desde entonces.

En compañía de otras personas, por ejemplo, durante las charlas familiares con la orientadora, ella prefería bajar la mirada cuando se veía obligada a dirigirse a su hijo, consciente de la cólera que ardía bajo la superficie cristalina de sus ojos. La piel desprotegida de su cara escocía como si hubiese sufrido quemaduras sólo con mirar a su madre de soslayo. Desde que My murió, ambos decidieron no estar nunca solos.

Y ahora, él vivía el día a día. La joven Amina, de ojos dulces como los de un cervatillo, iba dos horas diarias y le ayudaba a «estructurar lo cotidiano», como lo llamó el primer día, sentados ambos a la mesa de la cocina, dispuestos a planificar «su trabajo común». En realidad, Amina le lavaba la ropa, limpiaba lo que él ensuciaba, le hacía la compra y le preparaba la comida. Era como haber dado un paso de gigante, de la juventud a la vejez, y tener asistencia domiciliaria o, por qué no, una criada.

Sebastian se percató, no obstante, de que la idea era que la joven intentase además establecer contacto con él. Había pasado por lo mismo un número suficiente de veces como para reconocer las preguntas tímidas de un adulto preocupado y con sentido de la responsabilidad. Él sabía cómo manejarlo: era como había decidido mostrarse, tanto ante Amina como ante la asistente social. Como de costumbre, él se paseaba jugando con facilidad entre sus preguntas y aseveraciones. Podían entrar en su casa y hacer lo que debían para sentirse más tranquilas, formular preguntas y creer en las respuestas de Sebastian, pero ellas no tenían nada que ver con su fuero interno. Nunca lo tuvieron. Él no era como My, ni como Solveig, que se abrían por completo una y otra vez en la patética creencia de que alguien podría ayudarlas.

De todos modos, Amina estaba buena. Y la fachada de Sebastian la impresionaba, como de costumbre. Bastaba con mostrarse tranquilo y sereno y, de vez en cuando, dejarse caer con algún tópico adolescente y la mirada empañada por el llanto. Eso satisfacía el ego inflamado de los asistentes sociales.

Amina intentaba parecer experta al hablar de cómo pensaban y sentían los adolescentes. Su propia adolescencia no estaba muy lejos, pero ella se expresaba basándose en su experiencia profesional, que no podía ser muy amplia. A él eso no le importaba demasiado. No pudo aguantarse las ganas de preguntarle inocentemente cuánto hacía que estaba trabajando, sólo por el gusto de verla ruborizarse al admitir que aún no tenía el título.

Lavar la ropa sucia de Sebastian era un trabajo extra para ella, mientras terminaba los estudios. Y a él esa idea le infundía seguridad.

A fin de aliviar el orgullo herido de Amina, Sebastian le confesó que temía el día en que Solveig volviera a casa del hospital. No quería recibirla solo. Amina le prometió que se pondría en contacto con el médico de Solveig para estar al corriente de posibles permisos y aceptó sin reservas la misión de cogerle la mano cuando a su madre le dieran el alta. Sebastian vio cómo Amina anotaba mentalmente: «Contacto establecido». Si algo había aprendido Sebastian era que las personas, en general, resultaban bastante previsibles.

—Tú eres fuerte, Sebastian —le dijo en ese tono avergonzado tan usual en aquellos que aún no tienen costumbre de decirle verdades supuestas a un desconocido. Con el tiempo, las asistentes se curtían. La propia Amina no tardaría en meter la nariz en asuntos ajenos sin inconvenientes.

Y fue Amina quien le comunicó a Sebastian que su madre estaba saliendo de las sombras. Un buen día, Solveig se sentó muy derecha en la cama, como si se hubiera liberado de las cadenas de los psicofármacos, y constató que ya no estaba en contacto ni con su dolor ni con sus alegrías. Llevaba tiempo abotargada por los tranquilizantes, pero eso se iba a terminar.

Cierto que el objetivo de la medicación no era otro que evitarle el contacto con un dolor a todas luces imposible de soportar. La comunidad médica consideraba que era demasiado pronto, pero ella insistía en que estaba preparada para enfrentarse a sus demonios, según dijo.

Amina sonaba como si, en su opinión, aquel cambio radical fuese para bien.

Sebastian hizo cuanto estuvo en su mano para parecer aliviado, que, claro está, era lo que todos esperaban. Aliviado de que su madre dejase a sus espaldas la locura evidente en la que había caído.

—Quiere volver a casa de inmediato —le dijo Amina—. Contigo, Sebastian. Yo creo que, gracias a ti, ha decidido luchar en lugar de rendirse. Y yo estaré aquí, durante un periodo de adaptación. Ya sabes, si necesitas hablar, yo estaré aquí.

Lo primero que hizo Solveig cuando volvió a casa fue cambiar la cerradura, como si quisiera impedirle la entrada a ese ser de mirada vidriosa y una maraña de cabello gris recogido en un moño en la nuca. De hecho, aquella misma mañana estuvo en la peluquería, se tiñó en un discreto tono rubio ceniza y se cortó una melena más adecuada a su edad. Así, llegó con un traje de pana color verde que no le había visto con anterioridad, y un par de gafas que eliminaron ese gesto suyo tan característico de entrecerrar los ojos. En definitiva, parecía estar sana.

—Pero ¡qué bien está esto! —exclamó observando la entrada reluciente con mirada crítica—. Gracias, ya puedes irte.

La desconcertada Amina se vio expulsada al rellano con tanta educación como firmeza, antes de que Solveig le cerrara la puerta en las narices.

Los pasos vacilantes de Amina se alejaron por las escaleras. La atmósfera del vestíbulo era tan densa que se podía cortar. Solveig se sacudió las manos como si se hubiese quitado un pelo del ojo.

—Uf, Sebastian. Venga, yo me pongo a limpiar. Tú vas a comprar. Luego haré la cena y nos sentamos a ver la tele.

—Mamá…

Solveig se puso a limpiar y a trajinar con frenesí en la cocina.

—Vamos, mamá ha vuelto a casa. No pienso decir nada de lo pronto que me cambiaste por otra, más joven, además, y de mejor ver.

Solveig seguía evitando mirarlo directamente a los ojos. Soltó una risa breve y contenida y retomó el control sobre su día a día sacando los cacharros de los armarios y limpiándolos por dentro para erradicar su ausencia de cada rincón.

—No es culpa tuya, Sebastian. Ya empiezas a entrar en esa edad… Y te vas haciendo al mismo molde que todos los hombres: cada vez más banal. Cómodo. Desleal. Infiel. Con fijación por cosas superficiales… por el deseo carnal.

—Mamá, lo de My… —comenzó Sebastian, pero ella se dio la vuelta y clavó en él una mirada iracunda.

—Ni una puta palabra al respecto, Sebastian. No diremos una puta palabra sobre el tema.

Un par de semanas después y a instancias del doctor Snell, denunciaron al hospital y al médico por la negligencia profesional que había conducido a que a My se le escapara la vida de las manos.

A partir de ahí, Solveig empezó a hacer limpieza entre sus recuerdos.