Capítulo 43

Vio a Ann-Christine Östergren junto a la ventana. Abajo, en Ullevi, trabajaban en unas obras, pero él intuía que no era eso lo que atraía su atención. De pronto cayó en la cuenta de que últimamente la veía así a menudo, sumida en sus pensamientos. A juzgar por su postura y por el modo en que enrollaba un mechón de pelo entre los dedos, se diría que estaba insegura. Asimismo, parecía más cansada que nunca.

Sólo le faltaban un par de años para jubilarse, pero aquél era un hecho que ninguno de sus subordinados era capaz de tomarse en serio. Östergren como algo distinto de una policía, como jubilada, bordando cojines en la cabaña de la colonia de pensionistas… No, resultaba imposible imaginarlo.

—Querías hablar conmigo, ¿no? —le dijo Tell.

La comisaria jefe no mostró la menor sorpresa cuando su voz irrumpió en el silencio que reinaba en su rincón de la sección.

—¡Christian! Estupendo —le indicó con un gesto que tomara asiento—. Pareces un alumno en la puerta del director del instituto.

Tell exhibió una sonrisa forzada. Sentía que había perdido todo resto de competencia social en relación con su jefa. Quizá, si la reunión trataba de lo que él temía, podría poner fin a la representación teatral. En cierto modo sería un alivio zanjar el asunto.

Se sentó en una de las dos sillas y cruzó las piernas. Por disimular, se había llevado material de los asesinatos del jeep y del caso del pirómano en cuya resolución habían trabajado intensamente antes de que el crimen de Olofstorp pasase a ocupar el primer puesto de su lista de prioridades.

Al ver que Östergren no decía nada, empezó a informarla de los asuntos más urgentes, pero ella le indicó con la mano que se detuviese y dejara de esforzarse. Tell puso las carpetas sobre la mesa.

Östergren sacó un paquete de tabaco de un cajón del escritorio con una expresión mezcla de interrogación y rebeldía.

—Por supuesto —le dijo Tell.

Estaba terminantemente prohibido fumar en la comisaria desde que habían convertido las salas de fumadores en salas de relajación, mucho más saludables, aunque los fumadores no las encontraban ni la mitad de relajantes, razón por la cual las salas que tenían balcón eran ahora refugios de nicotinodependientes fuera de la ley, aunque nadie se creía quién para ir a chivarse al servicio de gestión del edificio.

Östergren entreabrió la puerta del balcón y acercó la silla al lugar por donde entraba el aire, antes de dar una buena calada.

—Ya sé que no debo, pero es tan difícil dejarlo —se lamentó.

Tell asintió. Él sabía bien de lo que hablaba.

La habitación no tardó en llenarse de humo y aire frío y Tell pensó en los desesperados intentos por ventilar el ambiente cuando su padre o su madre llamaban a la puerta de su dormitorio de adolescente.

Lanzó una mirada furtiva a su alrededor. Aquel despacho había tenido siempre el mismo aspecto: un escritorio, dos sillonatos y una mesita redonda constituían su único mobiliario, aparte de la obligatoria estantería atestada de archivadores y textos legales. Ni una sola planta, ni un solo objeto personal como fotografías de hijos o nietos que la esperasen en casa dentro de un par de años.

Por alguna razón, Tell sospechaba que Östergren se quedaba hasta tan tarde en el trabajo para retrasar el instante en que se abriese implacable la puerta del apartamento vacío que ella sola, cada noche, como si fuese la primera, debía hacer si no más agradable al menos sí más habitable.

Y con violenta claridad, comprendió que así era como él mismo veía su existencia, desde que procuró que Seja desapareciese de su vida con la misma celeridad con que había entrado. Seja brillaba por su ausencia con igual intensidad que la buena opinión que antes le merecían a Tell las ventajas de la vida de soltero: la posibilidad de hacer lo que quisiera cuando quisiera, de elegir estar en compañía cuando se sentía con ánimo para ello, de evitarse todo tipo de vida social impuesta.

Quizá sintió lo mismo por Carina cuando aún no habían puesto nombre a su relación y él, fiel a sí mismo, luchaba contra su miedo a ligarse a alguien mientras ella esperaba pacientemente. De hecho, estuvo enamorado de ella, eso era innegable. Lo suficiente como para tirar por la borda miedos y cinismo y aceptar el compromiso y las promesas de eternidad y fidelidad. Y aun así, aquello no duró. Conque, ¿por qué no había de terminar todo, también esta vez, en corazones rotos y amargas acusaciones?

Cuando Östergren volvió la cabeza con desgana hacia la abertura para expulsar el humo, tuvo ocasión de observarla bien. Jamás la había visto tan ausente. Al contrario, lo tangible de su presencia, su disponibilidad, era algo que siempre había apreciado en ella. Aquella energía suya tan contagiosa a todo el entorno.

El polo negro, que solía estar en elegante contraste con la palidez de su piel y su cabello blanco, reforzaba aquella mañana el tono gris de su cara y las profundas ojeras. Las gafas ampliaban el tamaño de sus ojos azul pálido, ahora enrojecidos y rodeados de marcadas arrugas.

Tell experimentó la intensa sensación de que lo que la comisaria jefe quería decirle nada tenía que ver con el hecho de que su vida amorosa hubiese coincidido por un breve espacio de tiempo con la profesional porque, ¿a quién le importaba eso? Además, su vida amorosa era, en la actualidad, tan inexistente como solía. ¡Qué fijación consigo mismo! ¿Por qué no le había preguntado nunca a Östergren si estaba casada, por ejemplo? ¿Por qué nunca había sentido curiosidad?

Tenía unas ganas enormes de fumar y lamentaba no haberse llevado el paquete. Como si le hubiese leído el pensamiento, Östergren le ofreció el suyo.

—Lo siento, estoy totalmente ensimismada.

Apagó el cigarrillo aún a medias e hizo un gesto que nada tenía que ver con el suspiro de placer que emitió a la primera calada.

—¡Puaj!

Apartó el humo de la cara con las manos y Tell se preguntó si debería apagar el cigarrillo que acababa de encender.

—Mi médico se llama Björnberg —dijo erguida en la silla—. Tiene la misma edad que yo y ha sido mi médico y el de mi marido durante toda la vida. El otro día me dijo que el tabaco me está matando. Y claro, eso ya se sabe. Pero lo que no sabía era que fuese tan inminente y tan literal —señaló el paquete—. Y no sirve de nada que me haya pasado a las medias tintas de los cigarrillos bajos en nicotina. Lo primero que se me ocurrió fue cambiar de médico.

Se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—¿Me comprendes? Siempre me había dado buenas noticias, así que yo pensaba que era un tipo tratable. ¡Si apenas he sufrido algún resfriado! Resultaba muy agradable hablar con él un rato en su consulta, de vez en cuando. También es el médico de mis hijos y siempre me pregunta cómo están. Incluso se acuerda de los nombres de mis nietos. Es muy amable. Y ahora resulta… ¡que me viene con ésas! Te aseguro que me indigné —se le quebró la voz y se aclaró la garganta, antes de continuar—. Pensé que debías saberlo.

Muy despacio, Tell fue viendo claro qué intentaba decirle su jefa. Sin las gafas, tenía un aspecto de extraña indefensión como suplicante, y por un segundo creyó leer el miedo en su mirada. Era tan poco habitual que se alegró de estar sentado, pues sintió que, literalmente, perdía pie. Quería decir algo que la consolara, algo que no podía resultar sencillo de ninguna manera, hacerle un montón de preguntas o decirle que la partida no había terminado, pero creía conocer lo bastante bien a Östergren como para guardar silencio y esperar a que continuase. «Jamás me lo habría mencionado si no estuviese segura». La comisaria jefe vivía al cien por cien en la realidad. Y además, Tell creyó leer entre líneas que sabía cuándo merecía la pena luchar y cuándo había llegado el momento de aceptar la situación.

Señaló el cigarrillo encendido que Tell tenía en la mano.

—A propósito del tabaco. Los diez primeros años, mi marido también fumaba. Luego él se quitó y, durante los diez años siguientes, me reconvenía de ese modo tan irritante y típico de los exfumadores, cada vez que encendía un cigarrillo. Los últimos veinte años simplemente me lanzaba una mirada de resignación cuando me veía bajo el extractor de la cocina y, de vez en cuando, se dejaba caer con el comentario: «Sabes que eso acabará contigo un buen día, ¿verdad, Anki?». Dios mío, ¡era una lata! Y para colmo, tenía razón —la comisaria jefe sonrió con tristeza—. Todo el camino de vuelta del médico fui oyendo su voz en mi interior: «¿Qué te decía yo?». Cuatro días me llevó reunir las fuerzas suficientes para decírselo.

—¿Y cómo reaccionó? —logró preguntar Tell, aliviado de que la atención se desplazase hacia la torpeza de otro.

—Lloró y se indignó. Conmigo, por no habérselo contado de inmediato. Y porque hubiese tenido la desfachatez de creer que me acusaría. Pero, sobre todo, yo creo que se indignó porque había ideado tantos planes de todo lo que íbamos a hacer cuando por fin nos jubilásemos. «Por fin», es lo que él piensa.

—¿Y tú?

La mujer se encogió de hombros despacio, tanto que parecieron atascarse en esa posición. Y meneó la cabeza.

—No lo sé. En cierto modo, resulta irónico. O muy obvio. En realidad, nunca me di por aludida respecto a los planes que Gustav pergeñaba para después de aquel día mágico de los sesenta y cinco años. Los viajes a todos los rincones del mundo que no habíamos visitado aún, aficiones que cultivar. Todos los cursos que íbamos a seguir y todo el tiempo que, de repente, tendríamos el uno para el otro. Ya sabes… De alguna manera, siempre sentí que… yo no participaba en ello. Como si hubiese sabido todo el tiempo que yo no lo compartiría. Como si hubiese estado fingiendo que me involucraba sólo para no herirlo —se levantó y cerró la puerta del balcón sin apartar la mirada de Tell—. Como si le debiera una frase así, después de haberle hecho esperar tantos años. El trabajo siempre fue lo primero para mí, antes que él y antes que los niños. Cuando, hace muchos años, llegó un punto en que se dio cuenta de que no valía la pena protestar y quejarse, optó por dejarlo para después: ya tendríamos tiempo después. Después estaríamos tranquilos y podríamos llevar una vida normal. Y ahora resulta que, de una forma brutal, se entera de que ese después ha dejado de existir. Ahora sólo existe el ahora. Y después, nada.

—¿Es un cáncer? —preguntó Tell quedamente.

Östergren asintió.

—Muy avanzado. El doctor Björnberg me habló de quimioterapia, pero tuvo el valor suficiente para admitir que las posibilidades de éxito eran mínimas.

Tell estaba tan angustiado que oía su propia respiración.

—Lo siento.

Ella hizo un gesto de asentimiento, apenas perceptible. Sólo se le ocurrían un montón de frases hechas y se odió porque nada de lo que dijese podría cambiar la situación.

—Si hay algo que yo pueda hacer —se oyó decir sin haberlo planeado y, por más cierto que fuese, no soportó lo vulgar de la frase.

—Es muy extraño.

Östergren volvió la vista hacia la ventana. Una bandada de negras nubes sobrevolaba los tejados, como a la espera del momento adecuado para descargar su contenido sobre la ciudad.

—Durante todos estos años… bueno, quizá no haya ignorado los sentimientos de Gustav, pero desde luego, no los he tenido tan en cuenta como para alterar el orden de mis prioridades. He sido desmesuradamente egoísta. Y ahora, sólo pienso en sus sentimientos. Ahora que… Aun así, no puedo dejar de actuar como siempre hice. No sé por qué, debo continuar con mi pauta de siempre.

Siguió un silencio tan prolongado que Tell tuvo la sensación de que había olvidado su presencia, hasta que la oyó respirar hondo, antes de retomar su confesión.

—Me siento como una gran traidora. ¿Por qué le ocurre esto, Christian? Me refiero al amor. ¿Por qué elegimos vivir la vida con una persona a la que amamos, pero cuya concepción de las cosas siempre parece opuesta a la propia?

Se le encendieron las mejillas de indignación y, por un instante, su aspecto resultó más saludable.

—Pues justo por eso que decías, quizá —murmuró Tell, aunque consciente de que era una pregunta retórica. «El amor… Yo no sé mucho de ese tema».

Ella meneó la cabeza.

—Ahora, bueno, a él le parece natural que acepte la baja por enfermedad y que pase el tiempo en casa… El tiempo que me queda. Gustav y Björnberg se han aliado y no se les pasa por la imaginación que yo pretenda hacer otra cosa. Y lo peor es que no puedo. ¿Me comprendes? Debería aprovechar la oportunidad de compensarlo, de demostrarle a Gustav que sí, que tengo ganas de disfrutar de una relación intensa con él y que claro que lo valoro y que valoro todo lo que, ciertamente, hemos construido juntos a lo largo de los años y que por supuesto que él es ese puerto seguro al que yo podré arribar ahora… Pero ahora más que nunca me siento incapaz de postergar mi trabajo para quedarme en casa esperando la muerte. De hecho, creo que debo aferrarme a esto hasta que tengan que sacarme de aquí.

Alguien llamó a la puerta y ambos dieron un respingo. Beckman asomó la cabeza. La colega tuvo la sensibilidad suficiente para percibir la atmósfera, pues se disculpó y, ya iba a cerrar la puerta de nuevo, cuando Östergren le dijo que entrase.

—No pasa nada, tengo tiempo.

—Pues… bueno, en realidad quería cruzar unas palabras con Tell —Beckman dio un paso y entró—. Llamó el perito por lo del jeep de Ulricehamn. El desgaste de las ruedas coincide con las rodadas que hallamos en el lugar del crimen y había seis huellas dactilares muy claras en el vehículo. Además, acaban de encontrar restos de sangre.

Tell recurrió a toda su fuerza de voluntad para volver a concentrarse en cuestiones prácticas.

—Vale. Comprueba las huellas en la base de datos, por si pertenecen a algún famoso. Y con el arrendador de coches, a ver quién tuvo ese jeep, para descartarlos por exclusión: los llamas y les tomas las huellas.

Beckman asintió impaciente. Tell adivinó que no le gustaba lo más mínimo que la instruyeran en procedimientos policiales básicos en presencia de Östergren. Pero así eran las cosas, Tell necesitaba oír su propia voz diciendo algo sobre lo que aún tenía control.

—Intenta ponerle nombre a cada huella o, al menos, a los cinco que habrán pagado con su verdadero nombre —insistió—. Pero no olvides que una de las huellas pertenecerá seguramente a Berit Johansson, puesto que había limpiado los coches. Ah, comprueba las de su marido también, o quienquiera que sea el otro Johansson.

Beckman resopló indignada y se marchó al oír el móvil que Östergren llevaba en el cinturón. La comisaria jefe le indicó con un gesto que debía responder. Tell asintió y se levantó dispuesto a marcharse. Le pesaban tanto las piernas que apenas si tenía fuerzas para levantarlas.

Había exactamente cuatro pasos hasta la puerta.