Capítulo 42

Fue a Beckman a quien le tocó en suerte ir al albergue de Klarahärbärget a las siete y media de la tarde. Estaba a punto de dar por terminada su jornada, después de haber llamado a Göran y a las niñas dos veces para avisar de que se retrasaría.

La directora del albergue para mujeres sin hogar llamó poco después de las siete para anunciar que, diez minutos antes, Susanne Jensen había llamado con el fin de solicitar una cama para aquella noche. Como siempre que se trataba de conversaciones con niños o con mujeres maltratadas, el comisario le pasó la tarea a ella sin pensarlo. Le gustaba Tell, pero debía admitir que era un hombre previsible.

Aceptó la misión sin protestar, a sabiendas de que Göran podría añadir otra tarde de retraso por causa del trabajo en su columna del «debe» y, para compensar, tomarse él una tarde libre para irse al bar.

El resfriado había empezado a remitir, pero aún estaba cansada, agotada hasta la médula. Si no fuese tan orgullosa, le habría pedido a Tell que enviase a algún otro colega del grupo, alguien que no hubiese estado ausente de su casa y sin sus hijas pequeñas durante casi todas las fiestas navideñas. Sin embargo, tenía la edad suficiente como para saber que eso sería tanto como ofrecerse voluntariamente a tragarse los comentarios que los viejos zorros conservadores se apresuraban a soltar en cuanto se presentaba la ocasión. Resultaba difícil de creer, pero aún había colegas que consideraban que la profesión de policía exigía un sentido de la responsabilidad mayor del que, lógicamente, podía esperarse de una mujer con hijos pequeños. Esa forma de pensar la sacaba de sus casillas. Y, aun así, había días en que estaba dispuesta a darles la razón.

Cuando marcó el número de casa por tercera vez, le saltó el contestador. Solía ocurrirles y, a menudo, no llegaban a tiempo de atender el teléfono. Por lo general, colgaba y volvía a marcar, si sabía que estaban en casa, pero hoy no se molestó y más bien se alegró de no tener que enfrentarse, en el mejor de los casos, al tono burlón de Göran y, en el peor, a su decepción al saber que tampoco aquella noche llegaría a casa a tiempo de darles las buenas noches a las niñas. Dejó un mensaje breve, dio tres besos al aire y se marchó.

Iba circulando con dificultad por el hormiguero del parque Brunnsparken, entre tranvías, ciclistas y gente que se lanzaba a cruzar sin mirar, cuando Karlberg llamó para pasarle otra llamada del albergue. Susanne Jensen ya no estaba allí. La directora ignoraba lo que aquello podía significar. O bien había salido para comprar algo y quizá no tardase en volver, o bien se había enterado de que la policía la estaba buscando.

Beckman decidió ir de todos modos. Apareció ante su vista el edificio de los juzgados y se suponía que el albergue quedaba a la espalda. Si Jensen se le había escapado, al menos podría hablar con el personal.

* * *

A aquella hora del día había mucho movimiento en el vestíbulo. Dos mujeres que llegaron al mismo tiempo que Beckman guardaron sus zapatos, cazadoras y bolsos en las taquillas que cubrían una de las paredes. El llavero era una cinta de goma como las de las taquillas de las piscinas. La segunda parada era un libro de registro que estaba abierto en el mostrador, custodiado por una joven con dos coletas muy poco pobladas. La joven saludó brevemente a los huéspedes nocturnos. Varias de aquellas mujeres parecían ser habituales, pues las llamaba por su nombre de pila.

Beckman intentó no considerar a las visitantes como una imagen real de la tragedia, sino que procuró convencerse de lo que siempre se decía cuando veía a gente desahuciada: eran chicos y chicas normales que habían tenido mala suerte en la vida y que habían caído hasta lo más bajo, pero que ya estaban saliendo. Nada, nunca, era constante.

«Podría haber sido yo». No se sintió con fuerzas para ahondar en aquella idea. Por ejemplo, para pensar en qué sucedería si, en la próxima pelea, Göran la obligase a marcharse de la casa, puesto que, de hecho, él era el propietario. «Pero no soy yo».

Le resultó familiar la cara de una mujer algo mayor que llevaba el pelo negro recogido en un moño y se quitó un chal de color verde chillón. Beckman recordó entonces un debate que había visto en la televisión, acerca de la nueva ley de prostitución. La mujer se presentó como portavoz de todas las prostitutas sin hogar y drogodependientes y afirmó iracunda que la nueva ley de adquisición de sexo les hacía un flaco favor a las chicas, pues marcaba su actividad como algo vergonzoso y las obligaba a esconderse bajo tierra. Salieron a relucir los argumentos de siempre, a favor y en contra, y lo que Beckman recordaba del programa era su sorpresa al ver que aquella mujer imponente perteneciese a lo que solía considerarse lo más ínfimo de la sociedad.

Claro que eso no significaba que ella estuviese dispuesta a tragarse el mito de la puta feliz. Allí, en aquella angosta entrada donde apenas había oxígeno, existían todas las pruebas imaginables de lo contrario. Olía a cuerpos sucios y a efluvios de alcohol. Notó que nadie parecía dispuesto a mirarla a la cara y, en un principio, creyó que se debía a que, como de costumbre, llevaba estampada en ella su condición de policía.

—Tienes que registrarte —le dijo la joven de las coletas, para su sorpresa, justo cuando iba a presentarse.

Beckman se quedó sin palabras por un instante y sintió el impulso infantil de protestar airadamente por haber sido confundida con una vagabunda, pero comprendió a tiempo que habría sido absurdo y, además, humillante para el entorno. De modo que sacó discretamente su placa, tal y como había planeado hacer en un principio. La chica de las coletas se puso colorada, pero se recuperó enseguida.

—Sí, Margareta me avisó de que vendrías. Ven conmigo y te enseñaré dónde está.

La chica se puso en marcha seguida de Beckman por el pasillo que, a juzgar por los altos armarios que lo flanqueaban, fue en otro tiempo servicio de comedor del magnífico edificio antiguo, hoy convertido en albergue.

La chica estaba visiblemente avergonzada de su confusión y parecía querer hacer algún comentario al respecto.

—Bonito local —contemporizó Beckman para romper el engorroso silencio.

—Sí que lo es. Juntaron dos apartamentos enormes. Hemos reconstruido una parte, pero intentamos conservar el estilo.

«Hemos reconstruido», se dijo Beckman. Aquella chica no parecía tener más de veinticinco años.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?

La joven, que según la tarjeta que llevaba prendida en la blusa se llamaba Sandra, se detuvo ante una puerta. Una luz roja situada en un lateral indicaba que estaba ocupada.

—Un año y medio, desde que acabé los estudios —hizo un gesto, como excusándose—. Son tantas las mujeres que vienen aquí cada noche, que es imposible reconocerlas a todas. Claro que me di cuenta enseguida de que tú…

—No importa —atajó Beckman—. ¿Has visto a Sussie en el tiempo que llevas trabajando aquí? Me refiero a Susanne Pilgren. O Jensen.

—Tenemos a una Susanne Jensen. Pasa aquí una o dos noches a la semana, por temporadas. Luego desaparece por un tiempo, al cabo del cual regresa, y así.

—¿Tienes alguna idea de cómo es?

—¿Quieres decir, como persona? Pues… Por lo general no sabemos mucho acerca de las mujeres que se alojan aquí, no es nuestra misión averiguar nada sobre ellas. Por eso vienen: las dejamos en paz y nadie husmea en sus vidas, si me permites la expresión. Y Sussie no es de las que hablan. Viene a dormir y se va por la mañana temprano. Nunca ha causado problemas, si te refieres a eso.

—Y ¿siempre viene sola? ¿En qué estado suele encontrarse cuando llega? —quiso saber Beckman.

Al otro lado de la puerta cerrada se oía a la directora Margareta Skåner subir el tono de voz antes de callar enseguida, como si le hubiese colgado el teléfono a alguien después de haberle cantado las cuarenta.

—Sí, siempre viene sola. Quieres decir si viene borracha o drogada, ¿no? Sí, con bastante frecuencia. La mayoría de las mujeres que vienen a dormir aquí son drogadictas. Nosotros no tenemos reglas como en otros albergues donde les niegan la entrada a quienes acuden bajo los efectos del alcohol o las drogas. De hacerlo así, no seríamos de gran ayuda, pues las más desprotegidas se quedarían sin ningún recurso. O sea, que sí, que suele venir en un estado lamentable, pero no arma jaleo como otras. Al menos aquí.

Beckman asintió. Al otro lado de la puerta todo seguía en silencio. Pese a la luz roja, la joven aporreó la puerta con los nudillos y la abrió.

Sorprendida, Margareta Skåner levantó la vista de su mesa reluciente y de patas torneadas.

—¿Sí?

—Soy Karin Beckman, de la policía. Hablamos por teléfono.

Sandra se excusó en voz baja diciendo que volvía al registro. Skåner asintió displicente.

—Ah, sí, llamaste por Susanne Jensen. Te has enterado de que entró y volvió a marcharse, ¿no? Las mujeres que se hospedan aquí tienen a veces un sexto sentido para detectar la presencia de los guardianes de la ley… ¿Puedo ayudarte en algo?

Beckman acababa de sentarse en la silla para las visitas, que no parecía ni de lejos tan cómoda como la de Margareta Skåner, cuando se oyeron unos discretos golpecitos y la cara de Sandra asomó por la puerta.

—Perdón, sólo quería deciros que Sussie ha vuelto. Está en la cocina.

—Eh… dentro de unos minutos voy a estar muy ocupada —se apresuró a advertir Skåner al ver que Beckman hacía amago de levantarse—. Quizá podamos terminar con lo nuestro antes de que te pongas a hablar con Susanne.

Beckman dudó un instante.

—Creo que vendré a verte otro día, si es necesario —decidió al fin—. Intuyo que es mejor aprovechar la circunstancia y hablar con Susanne ahora mismo. Como acabas de decir… el olor a policía se extiende en cuestión de segundos.

Por el cristal de la mitad superior de la puerta, Beckman vio que la cocina era una habitación grande, como la de un restaurante. Por la rendija se filtraba el olor a la lasaña que estaban preparando en los fogones y a las porciones ya listas y servidas en grandes bandejas. Un letrero pegado con cinta adhesiva a una hucha con forma de cerdito anunciaba que el precio de la porción de lasaña era de diez coronas. Tres mujeres comían en silencio sentadas a la mesa. Una de ellas leía el diario y, muy agitada, hablaba consigo misma.

—Sussie es la del pelo corto y el jersey rojo —Sandra cogió a Beckman del brazo y la retuvo un momento—. ¿Te importaría ser un poco… discreta? Ya sabes, yo creo que una de las ventajas del albergue Klara es que las mujeres se sienten seguras aquí. No creo que haya muchos lugares de la ciudad donde se sientan seguras… No sé si me explico.

Beckman sonrió.

—Te prometo que seré todo lo discreta que pueda.

* * *

En el mismo momento en que se presentó, cayó en la cuenta de que Susanne Jensen seguramente no tendría ni idea de que su hermano estaba muerto. La mujer apartó el brazo de un tirón cuando Beckman intentó tocarla y le pidió que la acompañase a un lugar donde pudieran hablar sin ser molestadas. Como quiera que fuese, se diría que Jensen deseaba evitar una escena y, aunque enojada y con brusquedad, acompañó a Beckman a la habitación en la que dormiría aquella noche.

Era una sala pequeña cuyo mobiliario se componía de dos literas y una cajonera, pero las paredes blancas y los altos ventanales le otorgaban un agradable aspecto de amplitud. También las sábanas de las camas eran de una tela blanca y recia. Al verlas, Beckman sintió un deseo irracional de tumbarse en la litera de abajo y dormir, simplemente, sin tener que atender ni al marido ni a las hijas. Pero enseguida pensó en su incapacidad para, ni siquiera en aquel contexto, sentir gratitud por lo privilegiado de su situación. Desde luego, el cansancio ejercía en ella una influencia cegadora.

Susanne Jensen se sentó sobre la colcha con las piernas cruzadas y se concentró en sus calcetines. No reaccionaba cuando se le hablaba. No se parecía físicamente a su hermano. Al menos, no se parecía a la foto de Olof Bart que tenían en el panel de la sala de reuniones de la comisaría. Él era moreno, ella, en cambio, rubia, aunque ambos eran de constitución delgada. Susanne Jensen tenía la cara casi translúcida y presentaba unas ojeras de color lila azulado tan marcadas que se diría que llevaba durmiendo mal toda la vida.

—En primer lugar, quería comunicarte que tu hermano Olof ha muerto —dijo Beckman en voz baja. De forma instintiva, como para consolarla, intentó posar la mano en la rodilla de Susanne, que la apartó enseguida y volvió a quedarse inmóvil. Su expresión no dejó entrever que hubiese entendido el mensaje—. Lo siento muchísimo.

Beckman atisbo un segundo la sonrisa burlona que se perfiló en la cara de la mujer que tenía enfrente.

La policía continuó, algo indecisa.

—Me figuro que no has tenido muy buenas experiencias con la policía y que por eso no quieres hablar conmigo, pero te diré que todo lo que me cuentes puede ser decisivo para que cojamos a la persona que mató a tu hermano. No sé nada de cómo era vuestra relación desde que os mandaron a la casa de acogida y prácticamente nada sobre la vida que Olof llevó en su juventud y su vida adulta. Podrías hacer memoria y decirme si tenía enemigos, si se te ocurre alguien que pudiera desear su muerte. Cualquier cosa que me digas puede ser relevante.

Guardó silencio y quedó a la espera de una reacción que no se produjo.

—¿Susanne?

Jensen parecía estar helada: tenía los hombros encogidos hasta las orejas, las mandíbulas apretadas y la piel encendida en rojos y amarillos alrededor de la boca. También los puños cerrados parecían denotar concentración.

Beckman tuvo que contenerse y respetar el deseo de Susanne de que nadie la tocara.

—Si me quedo aquí un rato, quizá luego estés dispuesta a decirme algo —prosiguió en un intento por convencerla—. Si no se te ocurre nada que decir mientras estoy aquí, podrías llamarme o escribirme más tarde. Te daré mis números de teléfono. Por otro lado, quisiera que me dijeras si has oído alguna vez mencionar el nombre de Lars Waltz en relación con tu hermano, pero tampoco le concedas demasiada importancia, sólo es una pista que estamos siguiendo y que puede ser falsa.

Permaneció sentada frente al hermetismo de Susanne Jensen durante cerca de tres cuartos de hora, hasta que se levantó para estirar las piernas, una de las cuales se le había dormido a causa de lo incómodo de la postura.

—Bien, me voy a marchar.

Dejó su tarjeta de visita junto a Jensen, que parecía dormir con los ojos abiertos. De pronto, giró la cabeza y cruzó su mirada con la de Beckman por un instante, antes de volver a concentrarse en sus manos, que ahora tenía fuertemente entrelazadas alrededor de las piernas. En aquella especie de postura fetal, si se la miraba con los ojos entrecerrados, no aparentaba más de doce años.

Beckman no los entrecerró y veía a Susanne Jensen con mucha más claridad de la que habría deseado.

—Llámame, por favor —le dijo al fin—. Aunque no quieras hablar de tu hermano.

Cuando Beckman llegó al vestíbulo, lo halló vacío, y las diez casillas del libro de registro, completas. Salió al adoquinado de la calle que serpenteaba hacia el norte de la ciudad presa de una honda pesadumbre. Un delgado jirón de cielo, tan delgado como el callejón, se entreveía gris por entre las siluetas de los edificios centenarios. Al final del callejón, se veían las luces que anunciaban las rebajas en la plaza Femman.