2007
Tenía el teléfono inalámbrico en el banco, junto a la pared del establo. No sabía cuántas veces había escuchado el pitido pertinaz de la señal de llamada. Lo colgó.
A aquellas alturas, se sabía de memoria el mensaje del contestador de Christian Tell, tanto el del trabajo como el de casa. Si se lo proponía, podría imitar con bastante exactitud su voz grave y su melódico dialecto de Gotemburgo. «Habla el contestador automático de Christian Tell. Siento no poder atender tu llamada…». Pero sería demasiado patético desarrollar ese talento.
Las manos enrojecidas y resecas por el frío se aferraban al teléfono, aquel instrumento de tortura en torno al cual habían girado los últimos días y que a ella le daba la impresión de que irradiaba maldad. Se puso los guantes despacio e intentó hacer acopio de las fuerzas necesarias para levantarse y abordar las tareas que reclamaba el establo. Había que retirar el estiércol de los boxes. Había que cepillar a Lukas. Había que engrasar las sillas.
«Aquí estoy, una vez más», se decía Seja. Estaba a punto de llorar de rabia. Se había prometido a sí misma que jamás volvería a sentirse menospreciada y humillada hasta la médula. Cuando Martin la dejó, se negó a permitir que la cabaña se convirtiese en símbolo del fracaso de su proyecto común. En cambio, se aferró a la idea de que «Gläntan» representaba su nueva vida como mujer fuerte e independiente.
La casa, el caballo y el gato y todo lo que implicaba la vida en el campo imponían unas exigencias lo bastante estrictas como para distraerla del miedo a quedarse sola y sin amor, lo bastante insignificantes como para que pudiese conservar la paz recién hallada y no sucumbir al estrés y a la sensación de ser insuficiente. Aunque la depresión se presentaba de vez en cuando y con regularidad, a menudo desencadenada por la preocupación que le inspiraba el rápido deterioro de la casa, Seja se sentía satisfecha con su existencia.
Y por eso maldecía a Christian Tell. No se había contentado sólo con despertar los viejos demonios de Seja y con hacerlos emerger a la superficie, sino que además la había desechado como mujer. Pues no le quedaba más remedio que aceptar que eso era lo que había sucedido. Christian llevaba dos días sin cogerle el teléfono y no la había llamado, pese a que ella le había dejado varios mensajes.
Una vez más, sintió deseos de marcar su número, aunque acababa de intentarlo no hacía ni cinco minutos. Exhaló un suspiro: no servía de nada. Era una mujer adulta y sabía que de amor nadie se muere, no de verdad. Y debería actuar en consecuencia.
En su subconsciente bullía en todo momento el caso policial en el que aquel traidor estaba trabajando, la razón por la que ella lo conoció. Comprendía que no habría paseo capaz de aplacar la corriente que circulaba por su sistema nervioso.
En el cajón del escritorio que había heredado del viejo Gren y que tenía cerrado con llave estaba la carpeta con las copias de las fotos de Björsared. Los primeros días, cuando aún se hallaba en una especie de conmoción, se pasaba las horas haciendo examen de conciencia preguntándose qué hacer con los recuerdos que, de repente, comenzaban a reclamar su atención.
Y de repente, se interpuso la historia amorosa con el comisario. Seja se sentía segura en su presencia, tanto como para apartar sus recuerdos. Empezó a escribir entonces. Era una contradicción que aceptó sin reservas: necesitaba establecer cierta distancia con respecto a la experiencia vivida. Un espacio lógico entre ella y el muerto.
El vacío que Christian Tell había dejado tras de sí la hacía tomar conciencia de hasta qué punto necesitaba amor, tener a un hombre en su vida, para estar en paz. Tal certeza la asustaba lo indecible y la convertía en una presa fácil de pensamientos nada halagüeños.
Se vio arrastrada sin remedio al periodo de mediados de los noventa en que llevaba el pelo teñido de rubio y un aro en el labio inferior y se aferraba a un regazo tras otro impulsada por una sed de amor que, pese a la diferencia de estrategia, no era muy distinta de la que la impulsaba en la actualidad. Era una constatación dolorosa y la desechó: no existían más similitudes. De aquello sólo hacía diez años, pero su vida era otra y no le quedaba ninguno de los amigos que tenía entonces.
A menos que Hanna… ¿Quizá con Hanna sí podría reanudar la amistad? Ella había sido su «mejor amiga», antes de que esa expresión le resultase ridícula y extraña.
Unos años atrás intentó retomar el contacto, un par de citas para tomar café, unas cervezas y un poco de charla entusiasta sobre el pasado. Entonces, la actitud de Hanna le resultó algo forzada, reflejo de una confianza fingida que Seja no había detectado en su amiga durante la adolescencia.
Ella optó por presentarle una serie de episodios elegidos de su vida, adaptando y embelleciendo pasado y futuro. Aun así, después se sintió decepcionada al pensar en todas las experiencias que se dejaron en el tintero y que se interponían entre ellas sólo porque ninguna estaba preparada para hablar. La última vez que intentó hablar con ella, Hanna se había mudado y no había dejado su nueva dirección.
Ahora que la imagen maquillada de Hanna Aronsson había emergido a su conciencia, no podía quitársela de la cabeza. Y se sentía preparada para llamarla.
No era cierto que pudiera zafarse de la preocupación. Lo que Christian había mencionado de pasada acerca del otro asesinato la noche de fin de año le sentó como un golpe en la nuca.
No podría, sin actuar. Y ahora empezaría a actuar.
* * *
El servicio de información telefónica le facilitó el número de teléfono de seis abonados que respondían al nombre de Hanna Aronsson en la región de Gotemburgo. La primera, en la calle Engelbrektsgatan, en el barrio de Vasastan, donde una mujer le colgó sin miramientos en cuanto comprendió que se había equivocado de número. Había una Hanna Aronsson en Askim, en el barrio de Gåsmossen, y otra en la carretera de Danska, pero ninguna de ellas estaba en casa.
El cuarto intento la llevó a la calle Paradisgatan, de Masthugget, y ahí sí respondieron. Enseguida reconoció la voz de Hanna, grave y algo tensa, una voz de adulta, que ya tenía en la adolescencia. Y sensual, al menos considerada en otro contexto que el del cabello teñido en casa de color rosa y verde con tinte de la marca Shock, y las Mårtens desgastadas en la medida justa, lo que habían conseguido con la ayuda de un papel de lija.
Hanna fue la mejor amiga de Seja desde séptimo curso y mantuvieron una relación de rivalidad, de transgresión y con una carga semierótica. Como solía ser la amistad adolescente. Se encontraron la una a la otra de ese modo tan habitual entre la gente necesitada. Durante varios años tormentosos, compartieron la ropa y las confidencias, además de la misma cama. Incluso compartieron el novio durante unos días, hasta que se dieron cuenta de que el chico del que ambas hablaban como el mejor resultaba ser el mismo, un descubrimiento que las convirtió en enemigas acérrimas, hasta que recurrieron a su sentido común y se aliaron en contra de él.
Seja sentía nostalgia. La estrecha cama de Hanna en el apartamento de la calle Landsvägsgatan y, a los pies, la tetera en una bandeja, y una mezcla tremenda de música en el equipo: Cindy Lauper, Doom, Asta Kask, Kate Bush. Atrincheradas contra la madre de Hanna, que, enojada, como de costumbre, se dedicaba a beber vino escuchando a Ulf Lundell por los auriculares. Pocos años después, se quitó la vida. Seja lo leyó en el periódico, una pequeña noticia en la que explicaban que una de las figuras de la cultura de Gotemburgo había sido hallada muerta en su apartamento. No existía la menor sospecha de violencia ni de que se hubiese cometido un delito.
Sin embargo, en la calle Landsvägsgatan, en medio del humo procedente de los cigarrillos que ellas mismas se liaban, ni Seja ni Hanna podían saber nada del futuro. Seja con su camisón medio transparente y, según ella misma pensaba entonces, con un toque algo kitsch e inspirado en los sesenta, adquirido en Myrorna, que le quedaba tan grande sobre el pecho casi plano que el escote le colgaba a la altura del estómago.
Estaban en el mismo curso y aunque ni a la madre de Hanna ni a los padres de Seja les gustaba que Seja se quedase a dormir entre semana, tampoco les disgustaba tanto como para impedírselo.
Hacia medianoche, bajaban la música y empezaban a hablar entre susurros para que la madre de Hanna, medio borracha, no aporrease la puerta y les vociferase que cerraran la boca. Por suerte, desde la habitación de Hanna podían ir tanto a la cocina, si querían prepararse otra tetera con miel, como al cuarto de baño, que debían visitar a menudo durante la noche, como consecuencia directa del consumo de té, todo ello sin pasar por delante del dormitorio de la madre de Hanna.
Por las mañanas, el suelo de linóleo estaba pegajoso de miel, y lleno de fundas vacías de discos esparcidas sin orden ni concierto, junto con libros que habían leído en voz alta, antologías de poetas jóvenes que contenían palabras grandilocuentes sobre amores perdidos en una época de la vida en que el amor es más grande de lo que nunca llegará a ser después.
Ya no recordaba qué las había separado. Sí, bueno, el instituto, cuando eligieron líneas distintas. Hanna empezó a ir a una escuela de manualidades. Y, según tenía entendido, lo dejó al año siguiente, pero entonces ya era demasiado tarde y habían perdido el contacto. Las noches de la calle Landsvägsgatan se habían terminado. No sólo el amor es más fuerte y frágil durante la juventud. También la amistad lo es.
Resultaba difícil comprender que sólo fueron un par de años. Ella pensaba que Hanna la conocía mejor que nadie. Desde luego, mejor que sus propios padres. Mejor que las amigas de la infancia, que se negaban a relacionarse con la Seja más adulta, la Seja que se acostaba con chicos y que tuvo que abortar aquel verano, después del noveno curso.
Era como si la amistad hubiese culminado justo aquella noche: Seja se derrumbó en la cama de Hanna después de que la dejasen salir del hospital Östra Sjukhuset no sin antes haber prometido que iría directamente a casa de sus padres. Nunca tuvieron una relación más íntima. Su madre, aturdida por el vino, miraba a Seja con desconfianza y le preguntó una y otra vez si no debería llamar a su madre. Al final, Hanna le gritó a la cara que no se inmiscuyese en aquel asunto.
Y después de aquella noche, su amistad comenzó a menguar. A medida que empezó a frecuentar la compañía de otras amistades. De repente, todo su trato quedó reducido a las ocasiones en que se veían en fiestas organizadas por conocidos comunes.
Al oír su voz, Hanna rió abochornada al otro lado del hilo telefónico.
—Deben de haber pasado seis años, como mínimo, si no más. ¿A qué te dedicas…?
—¿Y tu, a qué te dedicas tú? —preguntó a su vez Seja, al oír la voz de un niño—. ¿Tienes hijos?
—Sí…
No pudo dejar de detectar el orgullo que denotaba la voz de Hanna.
—Se llama Markus. Tiene cuatro años.
—Dios mío… No tenía ni idea de que hubieses tenido un niño.
—Ya, pero es normal, no hablamos desde hace…
—Seis años, ya te digo, si no más. Yo…
Seja vaciló un instante.
—Leí lo de tu madre. Lo siento muchísimo.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea y, por un momento, Seja creyó que había ido demasiado deprisa, hasta que oyó que Hanna lanzaba un hondo suspiro.
—Sí, bueno, gracias. Ocurrió poco después de la última vez que nos vimos tú y yo. Es muy inquietante enfadarse tanto con una persona sólo porque no quiere seguir viviendo, pero para mí fue una traición o, no, mejor dicho, como un puñetazo en plena cara. «Toma, por si te creías que yo iba a estar siempre a tu disposición sólo porque fuese tu madre…». En realidad, nunca estuvo bien… Se cortó las venas en la bañera, ya sabes, eso que nosotras escribíamos en nuestros poemas de adolescentes, pues eso es lo que hizo.
—Bueno, leí que había muerto, pero el periódico no decía cómo… quiero decir, de qué manera…
—No, ya, ya lo sé. Una de las personalidades de la cultura de Gotemburgo, ya. Fueron diplomáticos, en cierto modo. En los últimos diez años no se la podía considerar ni una excelebridad de la cultura, teniendo en cuenta que nunca fue nada en absoluto, salvo una vieja resentida y alcoholizada con un complejo de inferioridad que ocultaba detrás de sus aires de grandeza. Uf, lo que digo es horrible… Bueno, ya ves que sigo enfadada con ella, pero tú la recuerdas, sin duda.
Seja no dijo nada, porque no creía que hubiese nada adecuado que decir. Siempre se había sentido incómoda en compañía de la madre de Hanna, pero no del mismo modo en que una se sentía incómoda cuando los padres de las amigas te adivinaban las intenciones. Sencillamente, nunca entendió de qué iba aquella mujer.
Hanna pareció entenderla.
—Quiero decir que en aquella época yo pensaba que era un rollo, pero claro, qué adolescente no piensa que su madre es un rollo, ¿no? Más adelante comprendí que en realidad estaba enferma, que era una mujer egoísta que prefería dejar a su hija sin madre a armarse de valor y buscarse un trabajo normal y corriente, como todo el mundo. No, claro, ella tenía que ser una fracasada, una inadaptada y una actriz incomprendida. Antes morir que trabajar de cajera en el ICA.
Tras la cruda risotada de Hanna, volvió el silencio.
—Perdona, en estos momentos me siento tan desquiciada como ella, la verdad. Tú me llamas después de varios años sin hablarnos y voy y te lo suelto todo así, sin más… Me has pillado desprevenida. Al oír tu voz, los recuerdos acudieron a mi memoria. Las borracheras de la adolescencia y la primera vez… Bueno, la primera vez de todo.
—Sí, bueno, fue justo en aquellos años cuando casi todo lo hicimos por primera vez —convino Seja, avergonzada de no haberla llamado antes, de no haber insistido más.
Hanna le leyó el pensamiento.
—Yo también he pensado en llamarte muchas veces, ya sabes… Las últimas veces que nos vimos, yo no estaba muy bien… —guardó un largo silencio—. En realidad, todo empezó cuando dejé el instituto. Tuve un poco de anorexia y, bueno, ya sabes, no pude más. Todos los tíos y toda aquella mierda…
Seja asintió con la cabeza, pese a que Hanna no podía verla. La comprendía, pues ella misma había sentido que la vida giraba cada vez más rápido en el punto del círculo en cuyo umbral se hallaban, con aquella pinta de quinceañeras ridículas, con sus cazadoras de piel y candados colgados del cuello. Después de su primera experiencia sexual tímida y vergonzosa, también ella creyó que era la clave del amor y de la afirmación personal, pese a que, una y otra vez, conducía a la humillación y a la congoja.
Y de pronto, recuerda aquella ocasión en que, sentadas ante el tocador de Hanna, se observaron en el espejo con mirada crítica.
—Somos un par de gamberras —sentenció Hanna entonces. Y Seja asintió con gravedad, antes de estallar las dos en una carcajada unísona mientras Hanna le arrojaba a la cara una toalla húmeda.
Seja supo salvaguardar su reputación mejor que Hanna, gracias a que, a final de noveno, conoció a un chico ajeno a su círculo de amistades, mientras que Hanna continuó rodando de un chico a otro. Lo grosero de su manera de expresarse, a menudo cargada de referentes sexuales y con la que conseguía ocultar su inseguridad, no mejoraba en absoluto su situación. Tampoco el hecho de que fuese siempre embutida en camisetas diminutas y vaqueros ajustados que no resultaban ni la mitad de provocadores cuando los usaba Seja, tan delgada y plana, como en Hanna, tan prematuramente desarrollada. Aquella combinación resultó demasiado para el crítico entorno en que se movían, un círculo limitado de chicos algo mayores y una corte de chicas de menos edad. Hanna quedó enseguida catalogada como chica fácil.
La primera vez que Seja oyó el apodo «Hanna Ladilla», fue sentada a una mesa junto a una ventana del Norra Station.
Y ella no dijo nada. Todos sabían que Hanna era su amiga, pero ella disfrutó al oírlo. El apodo se difundió con el tiempo y Seja empezó a protestar siempre que lo oía. «Oye, que ya no va por ahí follándose a todo el mundo, que ya ha madurado, ¿eh?». Sin embargo, continuó sintiendo que su seguridad se alimentaba del hecho de salir beneficiosa de la comparación con una persona que, a su juicio, jugaba en una división superior, con aquellas tetas enormes y aquella voz tan interesante y sus fiestas, a las que la gente acudía sin pensárselo.
Seguro que todas las adolescentes sentían cierto regocijo ante el mal ajeno y que vivían comparándose unas con otras constantemente, pero Seja se avergonzó tanto más cuando Hanna le confesó lo mal que lo había pasado desde que interrumpieron su relación.
—Me mudé a Strömstad y terminé el instituto allí. Una amiga de mi madre se compadeció de mí. Me vino bien alejarme de todo y empezar de cero, como un folio en blanco, cuando nadie sabe nada de ti. Una sensación que puede convertirse en una droga, te lo aseguro. Me entraban ganas de repetirlo, dejarlo todo y plantarme en otro lugar.
Seja pensó en «Gläntan».
—Estaba pensando en invitarte a venir a mi casa —dijo un segundo después de tomar la decisión—. Tráete a Markus y ven. Pero no te voy a engañar. Te he llamado, entre otras razones, porque quiero que me ayudes con una cosa.
—¿Que te ayude? ¿Y qué ayuda podría prestarte yo? —preguntó Hanna sorprendida.
—Necesito que me ayudes a rebuscar en el pasado.
Hanna estalló en una risa sarcástica.
—Joder, Seja. Sí, claro, a mí eso se me da bien.
—Pero, de todos modos, estoy segura de que va a ser muy divertido verte otra vez —se apresuró a añadir Seja—. Estoy triste por un amor no correspondido y tengo varias botellas de vino en casa. Y me harías un gran favor si vinieras y me ayudaras a bebérmelas.
En esta ocasión, la risa de Hanna sonó más cálida.
—¿Cuándo, ahora?
—Por supuesto, ahora mismo. Te recogeré en la parada del autobús.
* * *
—Una drogata.
—Sí, era un poco drogata, pero yo creo que se enderezó antes de… desaparecer.
—¿Desapareció? ¿De verdad?
Hanna hizo un esfuerzo por abrir los ojos como platos, pues la cantidad de vino ingerida le cerraba los párpados.
Habían subido la tele y el vídeo a la buhardilla, de modo que Markus se había dormido con las películas que su madre, previsora, llevaba en el bolso. Norah Jones susurraba desde los altavoces come with me and we’ll kiss on a mountain top y en la encimera se amontonaban los restos de un guiso tailandés de pollo. Un tetra de grifo de color rojo hacía equilibrios en el borde de la estantería.
Hanna encendió un cigarrillo y Seja entornó la ventana de la cocina para que entrase el aire fresco de la noche. Hanna se sobresaltó, cuando la llama del encendedor le quemó las pestañas.
—¡Mierda! ¡Lo mismo de siempre!
—No, bueno… En fin, sí, desapareció, claro que sí, pero olvídate de eso por ahora. Lo que necesito es saber quién era. Luego te explicaré por qué, pero ahora debo averiguar algunas cosas que me están sacando de quicio, sencillamente.
—Pues me gustaría ayudarte, Seja, pero la verdad es que no recuerdo mucho. Siempre había mucha gente saliendo y entrando en la pandilla. Muchas chicas y muchos… conocidos a los que, en realidad, no conocíamos. Sólo nos sonaban. Ya sabes… Pero, bueno, decías que tenía el pelo negro, ¿no?
—Sí, negro, al menos al final. Si no recuerdo mal, al principio lo tenía teñido de rojo. La estuve viendo por el Norra Station una temporada: la última vez que nos vimos hablamos de eso. Ella solía escribir en los libros de firmas. Su alias era… ¡Mierda! Ahora no me acuerdo.
Hanna sonrió al recordar los libros de firmas del Norra Station.
—Mi alias era Hannami.
Seja empezó a entusiasmarse.
—¿Adónde irían a parar aquellos libros?
—¿Te refieres después, cuando cerraron?
—Sí, cuando cerró el café.
—Pues espero que los quemaran, teniendo en cuenta toda la ridícula basura que escribíamos en ellos. Recuerdo que una vez escribí algo sobre mis planes de suicidio, sin pensar en que mi alias me descubriría. Así que la siguiente vez que aparecí por allí, me esperaban tres chicas completamente desconocidas, o casi desconocidas, para convencerme de que merecía la pena vivir la vida. Y para entonces, ¡yo ya casi había olvidado lo que había escrito días antes!
Una gota de vino le salpicó los pantalones y Seja se levantó para ir a por sal, pero Hanna la retuvo vehemente.
—¡Bah! Déjalo. De todos modos, ya no puedo abrocharme estos vaqueros viejos, me están estrechos de cintura. Ha llegado la hora de admitir que me están pequeños y que debo deshacerme de ellos.
—Creo que era amiga de Kåre… Se los veía juntos a menudo. No es que estuviesen saliendo, vamos, pero eran amigos. Aunque a Kåre también hace siglos que no lo veo.
Hanna hacía memoria y, cuando se le iluminó la mente, también se le cayó la ceniza en los pantalones.
—¡Sí!, espera, creo que sé de quién hablas. Una chica menuda, quiero decir bajita. Siempre llevaba una cazadora de piel blanca, ¿lo recuerdas?
—¡Exacto! Una cazadora de piel blanca con la leyenda «Alice Under» en la espalda, ¿no?
—Sí, y el pelo de color rosa rojizo.
—Eso es, ¡a ella me refiero!
En esta ocasión fue Seja quien derramó el vino, pero el mantel verde claro absorbió la mancha, que, a la luz vacilante de las velas, se extendió como un estampado batik alrededor de los platos. Se llevó la mano a la boca al oír un ruido amortiguado procedente de la buhardilla.
Hanna se levantó vacilante y se asomó al pasillo.
Seja se quedó sentada mirando la mancha un rato, hasta que le volcó encima el salero y quedó un mejunje de color rosáceo.
Los peldaños crujían y Hanna entró de puntillas en la cocina.
—Lo sé. Anduvo con Magnus un tiempo. Ya sabes, el que tocaba el violín y se hacía una trenza con la barba. Me pasé una tarde entera hablando con ellos en el Solsidan. No es que recuerde cómo se llamaba ni tampoco de lo que hablamos. ¡A saber de qué coño hablamos! —se desplomó en la silla y le cogió la mano a Seja—. A ver, cuéntame de qué va esto.
Seja miró la mano de Hanna. Llevaba las uñas largas y pintadas de morado. Ella en cambio las tenía cortas y sin pintar, y debajo se entreveía un borde de mugre del establo.
Esperaba que su mirada reflejase cómo se sentía.
—Te lo prometo, Hanna, te lo contaré en su momento. Antes necesito saber su nombre y… qué le pasó.
—¿Crees que le pasó algo?
—Oí rumores, sí, de que le había ocurrido algo… y luego supe que estaba muerta. He de averiguarlo. De lo contrario, no encontraré la paz, y lo único que tengo es un maremágnum de recuerdos y a ti.
—Y los libros de visitas del Norra Station, claro. La lista de todos los alias —añadió Hanna.
—Claro. Pero hasta ahora no había pensado en ellos.
Hanna la miró suspicaz.
—Seja, ¿qué tiene que ver contigo todo esto? ¿Seguro que no debo preocuparme por ti?
Seja dio una palmada.
—No, no debes preocuparte por mí. Al menos, no demasiado. En fin, voy a prepararme el sofá. Tú tendrás que compartir mi cama con tu hijo.
Hanna no parecía tener fuerzas para protestar ante tan amable ofrecimiento y le dio las gracias a Seja con un gesto.
—La verdad es que estoy muerta de cansancio. Y borracha.
Justo antes de trepar a la buhardilla, se dio la vuelta.
—Tú misma lo has dicho.
—¿El qué?
—Los libros de visitas. Yo conozco a un chico que conoce a uno de los que llevaban el café Norra. Ahora tiene un restaurante en una perpendicular de la calle Kungsgatan.
Cuando Hanna se acostó, Seja hizo la última ronda del día por los establos. La vieja puerta emitió un lamento. Tenía que acordarse de engrasar las bisagras. No se le ocurrió encender el fluorescente y se quedó escuchando en la oscuridad el apacible sonido de la mula que rebuscaba resollando en la avena. El cansancio y la embriaguez se esfumaron, sustituidos por una energía extraña, casi eléctrica.
Entró en la casa, encendió el ordenador y estuvo escribiendo febrilmente el resto de la noche.