1995
Hasta el momento en que la vio en el rellano, sin maquillar, despeinada y fea como un trol, la imagen de su madre le hacía desear clavarse agujas en el cerebro para cambiar de tema.
Se imaginaba que podría mantenerse alejado de ella durante años y que, un día, se verían en la calle por azar, quizá dentro de dos décadas. Aquella era la única forma en que ella podía existir en su conciencia. Cuando soñaba despierto, se veía con veinticinco años, con un traje de verano de color beis que le hacía irradiar la seguridad que él asociaba automáticamente a la edad. Por alguna razón, la escena siempre se desarrollaba en el barrio de Villastaden, ante cualquiera de los accesos al parque de Annelundsparken. Él le tomaba las manos doloridas y arrugadas y ella le susurraría: «A causa de mi necedad te perdí, Sebastian. No permitas que te pierda otra vez».
Y, naturalmente, él la perdonaría. En una de las versiones de su ensoñación, ella le decía: «Te he buscado por todo el mundo». Pero aquello era, a decir verdad, irreal e insatisfactorio. En parte porque Solveig jamás tendría fuerzas para recorrer el mundo entero y, en parte, porque el único escondite que se le ocurrió cuando decidió huir fue el apartamento de Brasse, el único amigo que tenía su propia vivienda.
Si hubiese ido a casa de Krister, su madre habría llamado a Solveig en las primeras veinticuatro horas. Además, ni la madre de Krister ni ninguna otra madre de las que conocía, por cierto, habrían permitido que se plantase allí sin más, con la mochila, para quedarse.
Claro que, teniendo en cuenta que el apartamento de Brasse no era ningún secreto, sería el primer sitio donde Solveig iría a buscarlo, con lo que se ahorraría recorrer el mundo entero para dar con él. Si es que decidía ponerse a buscarlo, cosa que sí hacía en los sueños de Sebastian.
Y que, de hecho, hizo. Solveig fue en su busca. Por pesada que fuese la carga de la culpa que atormentaba a Sebastian, ella fue a buscarlo. Se sintió inundado de un extraño calor que recorría todo su cuerpo y comprendió que, hasta aquel momento, sólo había sentido frío. Ignoraba durante cuánto tiempo, pero cuando aquel trol agotado que era su madre lo miró, experimentó la misma sensación que la de un baño caliente tras haber estado esquiando en plena nevada.
—¿Qué haces tú aquí? —le dijo, pese a todo, para asegurarse de que no estaba allí sólo para acusarlo de asesinato o para dejar caer una bomba en el pequeño estudio mugriento de Brasse.
—Me obligaron a reflexionar, antes de tomar una decisión —le respondió Solveig con un hilo de voz. Parecía una niña, tan escuálida, con aquellos leggins deformados y el jersey de espigas amarillo pálido cubriéndole el pecho plano. Se había puesto las zapatillas de deporte, que fueron blancas en su día, cuyas finas suelas de goma estaban más que desgastadas. Las puntas de los pies miraban hacia dentro. Ni siquiera las arrugas que surcaban su rostro detrás de los mechones grises le otorgaban el aspecto de una mujer madura.
—Debes de estar medio congelada —le dijo señalando el chubasquero y las zapatillas.
—Querían que reflexionara —repitió Solveig—. Sobre si quiero que apaguen las máquinas que mantienen con vida a My.
Su voz aumentó de volumen y resonó chillona en el rellano. Sebastian oyó que abrían la puerta del portal y los pasos de alguien que subía la escalera.
—¿Vas a entrar o no? —preguntó, aliviado de que Brasse no estuviese en casa. Con resolución sorprendente, Solveig dio un paso al interior del apartamento. La tenía tan cerca que podía sentir su aliento, que olía a caramelos de menta Kungen y a algo más, algo químico. Solveig le agarraba el brazo con tal fuerza que, con toda seguridad, le dejaría las marcas de sus dedos.
—Creen que estaría dispuesta a matar a mi propia hija. No tienen ni idea. Ni idea sobre mí. Ni sobre My. Les he dicho que no necesitaba pensarlo, pero insistieron en que me fuera a casa y recapacitara. Dicen que sólo yo puedo tomar esa decisión.
—Mamá, en realidad, ya está muerta. Su cerebro está muerto —observó Sebastian.
No tuvo tiempo de reaccionar, la mano de Solveig le soltó el brazo, se estampó en su cara en una fracción de segundo y le dejó la mejilla ardiendo. Solveig rompió a llorar y se le arrojó al cuello. El olor a caramelos Kungen quedó sustituido por el del cabello de su madre, que no era ni bueno ni malo, sólo el cabello de su madre. Solveig lloraba.
Sebastian cerró los ojos y lloró con ella.
—Ahora nos toca luchar a nosotros, Sebastian —afirmó Solveig.
Tenía el pelo de su madre en la boca. De repente, recordó cómo se llamaba el cómic: The Living Dead. El muerto viviente.
Y Sebastian volvió a casa.
* * *
Por la noche, Solveig entró en su habitación. Nunca lo había hecho con anterioridad.
Él dormía un sueño sin ensoñaciones y, aun así, se despertó presa del pánico, con la sensación de tener en el cuello una mano que le presionaba las vías respiratorias. Y no podían ser las manos de Solveig, que estaba en el umbral, en el otro extremo de la habitación. La lámpara del pasillo estaba encendida. Vista desde la cama y en la penumbra, Solveig no era más que una silueta, su largo cabello parecía un manojo de hierba mustia sobre los hombros estrechos.
Sebastian intentó acompasar su respiración y se prometió que, a partir de aquella noche, dormiría con la luz encendida. Aún no sabía qué pensaba Solveig, cómo lo acusaba. Si estaba tomando medicamentos. Si había comprendido realmente lo ocurrido.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
En esta ocasión, Solveig no respondió, simplemente se quedó meciéndose en el umbral de la puerta, como si una corriente de aire atravesara la habitación y ella no fuese capaz de oponer resistencia. Por un instante, Sebastian creyó que estaba borracha.
—Mamá —le dijo con voz suplicante. Sebastian odiaba aquel tono de súplica. Quería levantarse, colocarse a su lado y sentir que había dejado de ser un niño indefenso. Comprobar que la superaba en estatura en diez centímetros, quería verse menos expuesto, más protegido. Ver su cara—. Mamá.
—No sabes lo asustado que pareces cuando te miro —le dijo con una voz frágil como porcelana resquebrajada—. Me tienes tanto miedo, hijo mío. Porque piensas que fue por ti por quien My salió aquella noche. Porque sabes que yo sé que te negaste a volver con ella y que por esa razón murió sola en el bosque. Piensas que es como si la hubieras violado y la hubieras matado tú mismo. Es irrelevante quién le asestó el golpe de gracia. Lo que importa es quién provocó la situación. Eso es lo que piensas. Y por eso tienes miedo.
Sebastian se quedó mirando la silueta para comprobar si se acercaba a la cama, pero estaba como clavada en el umbral, ya sin balancearse de un lado a otro, como si sus palabras la hubiesen equilibrado.
—No la violaron —dijo Sebastian en voz baja—. Se cayó y se golpeó la cabeza con una piedra.
—No has de tener miedo, debes hacer lo que te decía cuando eras pequeño, Sebastian —continuó la silueta al tiempo que se volvía despacio hacia el pasillo, de modo que, por un instante, Sebastian pudo distinguir el perfil de su madre, su blanda barbilla—. Debes confesar, no fingir que no ha pasado nada. Cuando finges que no ha pasado nada, es cuando me enfado. Y tú no quieres que me enfade, ¿verdad? Ahora tú eres todo lo que tengo. Hemos de estar unidos.
Solveig calló y cerró la puerta del dormitorio. Sebastian encendió la lámpara de la mesilla y fijó una mirada iracunda en el pez de la alfombra mientras se esforzaba por respirar acompasadamente. Transcurrió una cantidad indefinida de tiempo hasta que se percató del sonido del segundero que emitía el despertador.
Empezó a tomar conciencia de lo que quería de él la mano que le estrangulaba la garganta. Fue alegrándose de la fuerza que sentía a medida que la idea cobraba forma y se alimentaba de dicha fuerza.
La alfombra de pez se había torcido dejando a la vista una mancha en el suelo de linóleo, exactamente igual que la que había delante de la cama en la casa de Rydboholm. Se dijo que aquello era muy curioso y que, seguramente, era la señal que, sin saberlo, había estado esperando.
«¿Qué habrá sido primero, la alfombra o la mancha? —se repitió una y otra vez, hasta que el corazón dejó de galoparle en el pecho—. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿La alfombra o el pez?».
Cuando volvió a verlo todo claro, tomó la decisión de mantenerse alerta ante otras posibles señales. Y para ello debía ir al hospital.
Se vistió a toda prisa, se deslizó sin hacer ruido por el pasillo y se puso los zapatos y la cazadora. La puerta del dormitorio de Solveig estaba cerrada, pero se veía luz por la rendija. Aguzó el oído, muy nervioso, aunque no fue capaz de distinguir si su madre dormía profundamente o si el sonido lento que oía era el de su propia respiración. En aquel apartamento, no tenía el menor control sobre su cuerpo.
En cuanto hubo salido de la casa, el corazón recobró su ritmo normal. Cuando se vio en el centro, envuelto en la luz de neón de sus calles vacías, dejó de correr y escupió el sabor a sangre que le amargaba la boca.
* * *
Tal y como él pensaba, nadie cuidaba a una persona que sufría muerte cerebral.
«Nada de lo que nadie hiciera tendría nunca la menor importancia —salmodiaba para sí—. ¿Por qué preocuparse, pues?».
My estaba sola en la habitación, rodeada de todos aquellos aparatos que la mantenían con vida. Había encendida una lamparilla amarillenta, por consideración hacia los familiares, o quizá para la enfermera de guardia, que tarde o temprano pasaría por allí haciendo su ronda, que iría a comprobar la inspiración y la espiración del respirador artificial y los monitores que indicaban cómo iban los muertos vivientes. The Living Dead.
Sin embargo, no existían muchas posibilidades de que la enfermera apareciese en la media hora siguiente. Y, al cabo de media hora, él habría terminado.
Sebastian tomó la mano fláccida que descansaba sobre las sábanas y se sorprendió al notarla tan caliente, al ver que la ciencia médica lograba mantener con vida el cuerpo de forma artificial. Seguro que los doctores que habían llenado de tubos el cuerpo de su hermana se sentían muy orgullosos de sí mismos. Si no tenían ni idea.
Nada sabían de la zona fronteriza entre la vida y la muerte ni de la zozobra, la angustia y el desarraigo. Nada sabían de lo que se sentía al no aterrizar jamás, al haber perdido el derecho a este mundo sin poder entrar en el siguiente, «en el reino de los muertos», puesto que alguien, de forma totalmente arbitraria, lo ataba a uno de pies y manos para impedirle que se dejase ir y se liberase.
Según aquel tebeo, existía un aspecto especialmente tormentoso en el hecho de hallarse entre los dos mundos, algo que, si no recordaba mal, guardaba relación con que el territorio de transición estaba integrado en el mundo normal.
Sebastian tuvo la impresión de que era My quien le susurraba aquellas palabras:
«Las criaturas entre los dos mundos, los desgraciados, son invisibles, pero están a nuestro alrededor en todo momento, nos ven, aunque nosotros no los veamos. Puesto que no hay modo de detectar la diferencia entre un mortal normal y corriente y un muerto viviente, ni siquiera para el propio muerto viviente, siempre andan con miedo unos de otros: el desarraigo genera miedo. El miedo genera angustia. La angustia genera impotencia. La impotencia genera ira y los muertos vivientes hierven de rabia y no tienen contra qué dirigirla puesto que son invisibles para todos salvo para sus semejantes, y puesto que tienen un miedo desesperado unos de otros. No tienen con qué pagar su ira salvo consigo mismos y ningún miedo puede ser peor que el de no saber si va a suceder algo horrible o cuándo va a suceder».
¿Qué fue primero, la alfombra o la mancha? Nada es más terrible que esa sensación inquietante de pérdida del propio mundo.
Sin embargo, nunca llegaría a estar seguro. Nunca podría vivir consigo mismo si permitía que su miedo ridículo se interpusiera en su camino.
Y sus preparativos resultaron ser sencillos pero más que suficientes. Todo fue mejor de lo que imaginó. Cuando cesó el rumor del respirador y el último suspiro sonó como un adiós, Sebastian respondió «adiós, My». Y como una especie de señal definitiva, empezó a respirar con tal facilidad que tuvo la certeza de haber hecho lo correcto.
My había abandonado la zona fronteriza y había entrado, por fin, en el reino de los muertos.