Capítulo 39

El hombre que había al otro lado de la brillante superficie de la mesa tenía la fea costumbre de morderse el pellejo de las uñas. Tell intentaba no mirar las heridas inflamadas que Mark Sjödin no parecía capaz de dejar tranquilas y que, desde luego, no encajaban con el resto de la imagen.

Sjödin era, por lo demás, un hombre pulcro e impecable y tenía justamente el aspecto que se espera del experto en «debe» y «haber» que de hecho era. Ésa fue, en efecto, la primera información que le proporcionó a Tell: la asesoría Sjödin Revision tenía su sede en Borås.

Una gota de sangre coloreó de rojo la uña del pulgar de Sjödin.

Tell pensó en un ejemplo clínico que Beckman les explicó una vez, después de oírlo en sus clases de psicología. Se trataba de un hombre, quizá no muy distinto de aquel Sjödin que tenía delante, que, simplemente, guardaba sus heces en una caja que tenía debajo de la cama. Tell no estaba lo bastante instruido como para ofrecer una explicación sensata de la causa de tan ridícula conducta, pero suponía que la necesidad de una válvula de escape para las frustraciones era característica del común de los mortales. Si uno no se permitía ser otra cosa que perfecto en todas partes, quizá guardar bajo la cama aquello que se quería ocultar fuese una solución.

Tell aplicaba en su trabajo una teoría en la que creía ciegamente, pese a que su única base científica eran los datos empíricos procedentes de sus veinte años como policía, una prolongada experiencia a la hora de conocer gente en situaciones que activaban y sacaban a la luz su lado más primitivo. Y según dicha teoría, la perfección siempre oculta algo. Aquel que muestra una fachada inmaculada y la paciencia de un ángel tiene algo que esconder. Una rabia tan honda que debe mantenerse a raya con firmeza, pues se teme que, de estallar, trastoque el orden del universo. Una caja de mierda bajo la cama. O un cadáver enterrado en el jardín.

De ahí que apreciase los uñeros de Mark Sjödin: lo hacían más humano.

—Dices que yo alquilé un jeep negro en Ulricehamn, entre Nochebuena y fin de año, ¿no?

—No, lo que digo es que hay un alquiler de un jeep registrado a tu nombre el 27 de diciembre, en la empresa Johansson Johansson de Ulricehamn. ¿Y dices que no fuiste tú?

—Digo que, desde luego, en esa fecha no estuve ni siquiera cerca de Ulricehamn.

El uñero del pulgar izquierdo de Sjödin empezó a sangrar de nuevo y el hombre detuvo el flujo presionando la herida con la yema del índice.

Tell se levantó y fue a buscar un paquete de pañuelos que había en el lavabo, detrás de Sjödin.

El contable no sudaba, pese al calor que daban los fluorescentes, y seguía con la mirada fija en la de Tell. No, era imposible pensar que estuviese nervioso.

Al darle el paquete de pañuelos y señalar con un gesto el dedo ensangrentado, Tell le indicó que había descubierto su fachada. Sjödin murmuró algo y se enrolló un trozo de papel alrededor del dedo.

Tell siempre sospechaba de la gente que se mostraba inalterable durante una conversación en la sala de interrogatorios de la policía, fuese cual fuese el tema de la misma. Si uno era capaz de mantener el tipo cuando el contexto debería impresionar, estaba claro que tenía algo que esconder.

Sjödin se aclaró la garganta por tercera vez y, por fin, pareció perder la compostura.

Si hubiese sido tan sencillo, si él hubiera sido el asesino, Tell se habría alegrado mucho más, naturalmente. Pero no era ése el caso y, de repente, Sjödin cayó en la cuenta. Era obvio lo aliviado que se sintió cuando dijo:

—¡Ya sé lo que ha pasado! Me robaron la cartera el 26 de diciembre, ¡debe ser eso! Alguien se hizo pasar por mí y utilizó mi carné para robar el coche.

—No estamos hablando de un simple robo de un vehículo, sino de una investigación de asesinato.

Sjödin se quedó perplejo y empezó a respirar entrecortadamente por la boca, sin molestarse en retirar el vaho de sus lentes.

—¿Quieres decir que la persona que suplantó mi identidad ha matado a alguien?

Tell no respondió, se limitó a observar cómo la fachada impecable de Sjödin asimilaba la información que acababa de transmitirle.

—¿Por qué no denunciaste el robo de la cartera? —preguntó al cabo de unos minutos.

—Pero… ¡si lo hice! —exclamó Sjödin ofendido—. Si no hubiesen atropellado al gato de mi hija, habría ido a poner la denuncia en cuanto llegué a casa del supermercado Coop, fue allí donde me robaron la cartera. Estaba comprando en el Coop de Borås, fue tan descarado… Había pagado en la caja y, mientras guardaba la compra en las bolsas, el ladrón me birló la cartera, debí de dejarla allí encima unos segundos, mientras terminaba de guardar la compra…

—¿Cuándo denunciaste el robo?

—Dos días después, el 28 de diciembre.

—¿Recuerdas quién había delante o detrás de ti en la cola de la caja? ¿Alguien que se acercase demasiado?

Sjödin meneó la cabeza con vehemencia.

—No, ya había pensado sobre ello porque me preguntaba quién habría tenido valor para quitármela de las manos, como quien dice… Pero no recuerdo nada en particular.

—Quizá recuerdes la caja en la que pagaste, ¿no?

—Sí, eso sí. Era la más alejada de la entrada. Volví y hablé con la chica de la caja, por si había visto mi cartera y la había guardado. Pero claro, no fue así.

—Bien.

Tell se levantó y le estrechó a Sjödin la mano sana.

—Le echaré un vistazo a tu denuncia. No tenemos más preguntas.

Mark Sjödin se quedó sentado un instante. Se quitó las gafas y las limpió tranquilamente antes de abandonar la sala de interrogatorios junto con Tell.

—¿Y las posibilidades de recuperar mi cartera son…? —preguntó en tono exigente.

—¿Tú qué crees? —respondió Tell antes de dejar solo al contable, o, más bien, con la recepcionista, que lo acompañó solícita hasta la salida.

Tal y como él sospechaba, el carné había sido robado. Así que la posibilidad de que quien había alquilado el Cherokee de Ulricehamn fuese el asesino se presentaba como una opción bastante probable para seguir trabajando en esa dirección.

Se encaminó al despacho de Gonzales y asomó la cabeza.

—Exige enseguida que manden el jeep de Ulricehamn para someterlo a un examen pericial.

Gonzales estaba marcando el número de Johansson Johansson cuando Tell oyó el teléfono de su despacho.

En la pantalla aparecía el nombre de Seja Lundberg. Tell lo asoció como un rayo a la mirada inquisitiva que Östergren le había dedicado aquella mañana. Lanzó una retahíla de maldiciones, pues había olvidado la promesa tácita de ir a la jefatura inmediatamente después de la reunión. Sus mecanismos de inhibición freudianos habían funcionado a la perfección, sencillamente, y Östergren se estaría preguntando en aquellos momentos si Tell intentaba evitarla. Lo cual era cierto. El teléfono dejó de sonar.

«Una llamada perdida».

A veces uno ha de elegir, intentó convencerse a sí mismo. Y la única opción lógica en una situación en que corría el riesgo de perder su buen nombre en el trabajo consistía en poner fin a la relación con Seja, que, además, no había hecho más que empezar. En realidad, ni siquiera se trataba de una elección, era su única posibilidad. Pues, en efecto: sin el trabajo, ¿qué le quedaba en la vida?

Muy apesadumbrado, se encaminó al despacho de Östergren, cuya secretaria le comunicó que ya se había marchado. Sintió un alivio real, aunque infantil: el problema persistiría al día siguiente.

Una vez libre de la embarazosa conversación con Östergren, se sintió preparado para escuchar el mensaje de Seja.

—Estoy intentando estudiar para un examen, pero no dejo de pensar en ti —decía—. De modo que me rindo y por eso te llamo, porque parece que tú no piensas hacerlo. He decidido que soy demasiado mayor para jugar a ser una mujer inaccesible, cuando no lo soy.

Ahí se interrumpió el mensaje, que dejó un doloroso vacío con su silencio. Tell lo borró.