—Al menos hemos de admitir que, en algún momento, ambos se han cruzado en el camino del asesino —observó Gonzales después de repetir las palabras con que se despidió de Tell la noche anterior.
Tell llegó a la reunión matinal con quince minutos de retraso, consciente de lo mucho que a él lo irritaba que cualquier otra persona llegase tarde. Había dormido poco y le dolía la cabeza. O quizá fuese por el buen vaso de whisky que se había permitido justo antes de arrastrarse hasta la cama, cuando ya habían dado las tres de la mañana.
Se sirvió café del termo y miró de soslayo a Gonzales, al que tampoco le habría sido fácil levantarse con el gallo. Sin embargo, era evidente que el colega disfrutaba aún, debido a su juventud, del privilegio de tener buen aspecto incluso en los momentos en que debería sentirse como una manzana podrida.
—Gonzales, estaba pensando que es mejor volver sobre ello una vez hayamos recopilado toda la información nueva. Dedicaremos la última parte de la reunión a reflexionar sobre las posibles conclusiones. Yo empezaré informando sobre mi visita a los servicios sociales.
Elaboraron rápidamente un orden del día, que Bärneflod se ofreció voluntario a anotar, ante lo que Tell se quedó perplejo y dibujó una cruz imaginaria en el techo.
—Hemos sabido que Bart vivió en una casa de acogida en Olofstorp.
Tell sintió que el café empezaba a despabilarlo.
—En el seno de la familia Jidsten, desde los once años hasta los diecisiete.
—¿Has hablado con ellos? —quiso saber Beckman.
—Sólo por teléfono. Resulta que ahora viven en Jämtland. Supongo que la unidad no considera justificado el gasto de un vuelo a Östersund.
Nadie respondió.
—Pero, en aquella fecha, Waltz no vivía allí —objetó Beckman—. ¿No es cierto? Cuando Bart era adolescente y vivía en Olofstorp, Waltz estaba en Majorna. De modo que no existe conexión directa.
—No —admitió Tell con un suspiro—. Pero quizá estemos acercándonos.
—Yo he estado cortejando a Susanne —dijo Karlberg.
Bärneflod extendió el brazo y le dio una palmada en el brazo descubierto.
—¡Anda, míralo! ¿Y ha picado?
—Sí, muy gracioso. Intenté dar con su paradero, por decirlo de modo que también Bärneflod me entienda. Al parecer, es huésped habitual de un albergue para mujeres sin techo llamado Klara. También el director del albergue de la organización benéfica Stadsmissionen la conocía, aunque no lo frecuenta tanto como el anterior. Está dada de alta, o como se llame, en Asuntos Sociales de Högsbo, pero no ha acudido a ninguna cita con su asistente social desde hace más de un año. La última vivienda que se le conoce se la asignaron los servicios sociales de Högsbo, en una pensión del este de la ciudad. Se llama Lindens Pensionat y es un negocio privado que dirigen sus dueños, la familia Linden.
—¿Una pensión? —preguntó Tell incrédulo.
—Así es como lo llaman. Se ve que los servicios sociales les pagan habitaciones para gente sin techo. Y muy caras, por cierto.
—Vale. El caso es que no sabes dónde se encuentra ahora, ¿no? —preguntó Tell.
Karlberg hizo caso omiso de la impaciencia que revelaba su tono.
—No, pero le he pedido al personal de los tres sitios donde pregunté por ella que me llamen si la ven. Además, ya nadie la conoce por Susanne Pilgren, sino por Susanne Jensen. Resulta que se casó hace diez años y siguió utilizando el apellido del marido aunque se separaron al año siguiente. O sea, que en el censo figura como Pilgren, pero ella misma dice llamarse Jensen. Por eso tuve que revisar todos los lugares de acogida para los sin techo una vez más: en todos la conocían por el apellido Jensen.
Meneó la cabeza como si diera por hecho que la hermana de la víctima se cambió el apellido sólo por hacerle la vida imposible a él.
—Bien, pues esperaremos a ver qué nos reportan esas indagaciones —dijo Tell.
—Yo he estudiado algo más a fondo el delito que Bart cometió a los dieciséis años —prosiguió—. Atraco con arma de fuego, aunque la pistola resultó ser de mentira. Entró solo, pero tenía a un compinche esperándolo fuera con el motor en marcha. La dependienta estaba demasiado asustada como para fijarse en nada más que en el aspecto de Bart y nunca se supo quién era el cómplice.
—¿Y no lograron sacárselo a Bart?
—Ni una palabra, al parecer. Se ve que ya entonces se le daba bien cerrar la boca. A la hora de determinar la condena, tuvieron en cuenta también el robo de un coche. No, de dos coches. Uno, el del padre de acogida, por cierto, y otro más. Los dos a la edad de quince años.
—¿Quieres decir que el padre de acogida lo denunció por el robo del coche? —preguntó Beckman.
—Exacto —confirmó Tell—. El internado, Villa Björkudden, sigue existiendo en la actualidad, aunque con otro carácter. Se han especializado en jóvenes con… esquizofrenia o estados psicóticos, si no lo entendí mal. En cualquier caso, hay un par de personas del antiguo equipo que siguen trabajando allí. Una de ellas es la directora, Titti Moberg-Stark. Parece que podrá ayudarnos a recordar o mirar en los archivos quiénes estuvieron en la sección en la época de Bart. Quizá saquemos algo de ahí.
Tell le pasó a Bärneflod una copia del plano.
—El internado se encuentra a las afueras de Uddevalla. Nos han concedido una cita mañana por la mañana. He pensado que te encargaras tú, Bärneflod —se apresuró a continuar—: ¿Tenemos algo más? ¿Beckman?
La colega carraspeó para aclararse la garganta. Estaba algo afónica y parecía necesitar unas horas de sueño.
—Sí, veamos, qué tenemos… —murmuró Beckman. Se irguió y continuó, con la voz más animada—. He repasado las listas de llamadas del teléfono fijo del matrimonio Waltz-Edell, pero de ahí no saqué nada en claro. Lars tenía un tercer teléfono, un móvil, que él llamaba su teléfono privado. La suma de las llamadas entrantes y salientes en ese teléfono pueden contarse con los dedos de la mano. Zachariasson, lo recordáis, ¿no?, su amigo de la infancia, aparecía varias veces —Beckman se encogió de hombros—. Es difícil buscar en un ámbito tan amplio. Y saber dónde empezar a profundizar.
—Con Zachariasson habíamos terminado, ¿no? —preguntó Tell dirigiéndose a Bärneflod.
Este asintió.
—Sí y no. Bueno, en realidad, no. Tiene coartada para el martes por la noche, estuvo por ahí con tres colegas y una vieja compañera de estudios que lo han corroborado. Aquella noche la pasó solo en casa pero… al cabo de un rato de protestas por su parte, recordó que había cogido el ascensor con un vecino. Y el vecino lo ha confirmado. Además, otro vecino le aporreó la pared un par de horas más tarde, porque puso la música demasiado alta en la sala de estar y, según el vecino en cuestión, la bajó enseguida. Las declaraciones de los vecinos indican que estuvo en casa al menos hasta las tres de la mañana del lunes. Claro que podría haber salido de madrugada y…
—Sí, sí, pero ahora sabemos que Waltz fue asesinado mucho antes. Además, él no tiene ningún móvil —atajó Tell para interrumpir la explicación, prolija en exceso—. Nos concentraremos en aquellos que tengan algo parecido a un móvil para el crimen.
—Reino Edell —sentenció Bärneflod—. Según dijo, estuvo en casa viendo la tele hasta las nueve y media y luego se fue a la cama a hacer crucigramas. Su mujer aseguró que estuvo en casa toda la noche, pero luego se le escapó el detalle de que duermen en habitaciones separadas. Es decir, que pudo haber salido. Por lo demás, estoy convencido de que ella se prestaría a mentir si él se lo pidiera.
—Una coartada bastante floja, en otras palabras.
Bärneflod asintió.
Tell levantó la vista de sus notas y se topó con la mirada inquisitiva de Ann-Christine Östergren. Se preguntó cuánto tiempo llevaba la comisaria jefe observándolo desde el umbral de la puerta, y se sintió muy incómodo.
La colaboración entre los dos siempre había sido fluida. Ahora se maldecía por haberse puesto en aquel brete ya que, por egocéntrico que pudiera parecer, se sentía como un delincuente en su lugar de trabajo. La situación le había provocado una sensación de falta de control en todos los ámbitos. La investigación estaba estancada. Estaban recopilando un material que no los conducía a ninguna parte y lo único en lo que era capaz de concentrarse por el momento eran sus conflictos internos. Se sentía lo bastante enamorado como para irse de la lengua a propósito de Seja, pero muy lejos de estar dispuesto a sacrificar su trabajo o su imagen siquiera por un enamoramiento. Sencillamente, no era un hombre que se dejase llevar así, de forma espontánea. Y, como Carina dijo en su día, sin su trabajo, ¿qué le quedaba en la vida?
Östergren buscó su mirada y le indicó que se pasara por su despacho después de la reunión. Tell asintió en silencio. Un frío gélido lo inundó por dentro. ¿Se habría enterado de algo la comisaria jefe? Pero ¿cómo?
Debía poner fin a la historia con Seja. Estaba involucrada en una investigación dirigida por él y ninguna explicación le sonaría plausible a Östergren. Eso, si no era demasiado tarde.
Se dio cuenta de que los colegas lo miraban apremiantes y volvió a concentrarse en la reunión.
—La coartada de la exmujer, en cambio, no tiene fisuras —retomó—. Maria Waltz pasó la noche con el menor de sus hijos, en Kungsbacka, en la casa de sus padres. Su madre asegura que Maria sufrió un dolor de estómago por la noche y que le preparó un par de bolsas de agua caliente.
—Bien, entonces, la eliminamos.
—¿Y los hijos? ¿Por qué los obviamos? —preguntó Beckman.
—¿Qué pasa con los hijos?
—¿Queréis decir que no creéis que un hijo pueda asesinar a su padre? ¿O que un adolescente no sea capaz de cometer un asesinato? Pues mirad las estadísticas y cambiaréis de opinión.
—Sí, bueno, habíamos pensado interrogar a los chicos —se defendió Tell antes de dirigir la mirada a Andreas—. Karlberg los citará. Al que es menor, dile que venga acompañado de su madre. Así nos ahorraremos las discusiones con los asistentes sociales. De todos modos, lo más probable es que el muchacho diga que no hace falta.
Tell vio que Beckman se ponía tensa. Seguramente le molestó que considerase a Karlberg más apto para hacer hablar a los hijos. Había tomado en consideración el aspecto de la edad para adoptar aquella decisión. La falta de experiencia profesional de los policías jóvenes solía notarse en su dificultad durante los interrogatorios, lo que, en el caso de jóvenes y adolescentes, podía resultar devastador. Sin embargo, en aquella ocasión, Tell confiaba en Karlberg, pues estaba más próximo a su propia adolescencia y quizá tuviese una idea más clara de cómo pensaba un muchacho de diecisiete años.
Se sorprendió al verse pensando aún en Andreas Karlberg como en un profesional bastante verde, pese a que, a aquellas alturas, llevaba muchos años en la brecha. Además, era un joven simpático y nada altanero al que la gente sentía deseos de confiarse, lo que no podía decir de sí mismo.
Se pasó la mano por el pelo, un tanto irritado. No podía evitar sentir que había perdido el enfoque de la investigación. Aún seguía dándole vueltas a la idea de la noche anterior: no existía ninguna explicación lógica de por qué una persona, la misma persona, querría asesinar a dos hombres de pasado y presente tan distintos, y entre los cuales no había un solo denominador común. El descubrimiento del Grand Cherokee alquilado era un avance, ciertamente, pero «Mark Sjödin» sólo lo había tenido durante cuarenta y ocho horas y, por tanto, sólo pudo atropellar con él a una de las víctimas. Claro que, por otro lado, la investigación de la Científica había demostrado que en los asesinatos se utilizaron dos coches diferentes.
Antes de la reunión, a hora muy temprana, Tell supo que el Mark Sjödin cuyo carné vio Berit Johansson en Ulricehamn existía de verdad y estaba censado en una dirección de Dalsjöfors. En un primer momento, no vaciló un instante a la hora de llamar a Sjödin para citarlo a un interrogatorio en la comisaría. No podía justificar más viajes, por ahora. Y descartaba por completo que Sjödin fuese el asesino y que hubiese alquilado el arma del crimen con su verdadero nombre.
Por desgracia, no logró ponerse en contacto con él antes de que empezara la reunión, de modo que tuvo tiempo de decidir si debería tratar a Mark Sjödin como al sospechoso que era desde un punto de vista formal.
Una vez adoptada la decisión de enviar a aquel pueblucho un coche patrulla que recogiese a Sjödin, resolvió que no debía perder más tiempo. Se disculpó y fue a pedirle a Renée que se encargara del asunto.
Cuando volvió a la sala de reuniones, que, por cierto, estaba muy cargada, se sentía un poco más animado.
Después de que Beckman y Bärneflod hubiesen dado cuenta de sus conclusiones tras revisar los viejos informes de delitos similares —en otras palabras, nada de interés—, repasaron las tareas que reclamaban su atención tras llevar demasiado tiempo relegadas.
Tell era consciente de que el personal adicional del que le habían permitido disponer hasta el momento pendía ahora de un hilo. Si no podía presentar en breve algún tipo de avance concreto, se le retiraría la ayuda. Aquella certeza no supuso beneficio alguno para su estado de ánimo. Por si fuera poco, Beckman apuntó que Lise-Lott Edell había vuelto a su granja y que pedía protección. Con ello se esfumó el escaso entusiasmo que había logrado concitar hacía unos minutos.
Al parecer la viuda de Edell temía que el asesino la atacase a ella también, puesto que, por el momento, nadie sabía ni quién era ni por qué había matado a su marido.
—Ni hablar —dijo sin molestarse en ocultar su indignación—. No existe el menor indicio de tal amenaza. Además, no tenemos personal para esas cosas.
No acababa de pronunciar aquellas palabras cuando vio su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana. A veces, simplemente, se sentía harto de sí mismo.