Capítulo 37

Cuando Gonzales entró en la estación de servicio mientras Tell echaba un vistazo por fuera, la joven dependienta no podía ver otra cosa que su propia imagen reflejada en el cristal, junto a la caja. Los surtidores que había a unos metros de allí, en cambio, estaban iluminados y en aquel momento los utilizaba una mujer envuelta en un abrigo de piel con el correspondiente Mercedes antiguo. La dama rebuscaba en el bolsillo del abrigo.

Por un instante, Gonzales creyó que la mujer iba a encender un cigarrillo y ya estaba a punto de salir para reconvenirla. La gente, ya se sabe, podía ser indescriptiblemente estúpida. Sin embargo, no fue una cajetilla de tabaco lo que sacó, sino una pequeña bolsa de aseo. Se pintó los labios con mano experta, aprovechando la intensa luz que bañaba el surtidor.

—¡Venga! Yo pagué la última vez.

Se oyó la puerta, un par de jóvenes entraron hablando en voz muy alta y cogieron unas cervezas y patatas fritas. Gonzales echaba un vistazo a los titulares de los diarios vespertinos mientras esperaba a poder hablar con la dependienta que, según se leía en la tarjeta que llevaba prendida en la camisa, se llamaba Ann-Cathrine Högberg. La joven no le pidió el carné de identidad al chico que pagó, aunque lo más probable es que tuviera órdenes estrictas de hacerlo. Tal vez no tuviese ganas de oír la historia de siempre: «Me he olvidado el carné en casa, oye, si yo siempre vengo a comprar aquí, el viernes pasado no hubo problemas…», y demás excusas.

La mujer del abrigo de piel entró a pagar la gasolina. Cuando salía, se cruzó con un tipo desastrado de unos treinta años. El hombre cogió un diario, se acercó a la caja y se puso a juguetear con un paquete de condones.

—¿Son buenos? —preguntó con una mueca que dejó al descubierto una hilera de dientes amarillos. Gonzales sufrió en silencio la vergüenza ajena. Como si la chica de la caja fuese una especie de consejera sexual, pensó. Ann-Cathrine Högberg lo miró con frialdad.

—No. Creo que para que funcionen es preciso tener con quién usarlos —le dijo en tono cortante antes de teclear rápidamente una cifra en la caja—. ¿Algo más?

Él negó con un gesto airado. Gonzales lo vio atajar por la zona de los surtidores con paso cansino y la cabeza gacha. La tienda volvió a quedarse vacía.

Se acercó, pues, a la caja y presentó sus credenciales.

—Te llamé y hablamos por teléfono, ya sabes.

La chica dejó escapar una risita nerviosa y cerró el cajón de la registradora con más fuerza de la necesaria.

—¡Vaya! ¡Qué golpe! Bueno, supongo que me esperaba a alguien con uniforme.

Por alguna razón inexplicable, quizá porque acababa de venderle alcohol a un joven sospechoso de ser menor, la muchacha se había ruborizado hasta las cejas.

—Sólo tengo un vago recuerdo del hombre del jeep, como ya te dije por teléfono —se frotó los ojos con las manos en un gesto rápido, como para ocultar el rubor—. No sé si puedo aportar mucho.

Gonzales meneó la cabeza y le aseguró que cualquier información podía ser importante. Sus palabras la tranquilizaron enseguida. La joven se relajó y empezó a hacer memoria.

—No se comportó de manera amenazadora, de eso estoy segura. De hecho, si hubiera actuado de un modo extraño, me acordaría.

Y ahí se atascó de nuevo. Le contó a Gonzales que, cuando oyó que la policía buscaba a cualquier persona que hubiese visto un Grand Cherokee de color oscuro, llamó enseguida, aunque la hora no coincidía en absoluto con la supuesta por la policía. Para ser exactos, o bien el hombre al que ella había visto no era el que buscaban, o bien había merodeado por la zona antes de lo que la policía creía. La dependienta estuvo trabajando sólo hasta medianoche y estaba segura de que atendió al conductor del Cherokee al menos un par de horas antes de que terminase su turno. Sí, claro, podría haberse tratado de un coche similar de otra casa, ella no estaba muy ducha en marcas de coches. Además, los veía a cierta distancia desde la caja pero, más o menos, estaba segura de que era un Grand Cherokee. En cualquier caso, las cintas de la cámara de vigilancia indicarían la hora precisa y proporcionarían, además, la descripción exacta del hombre en cuestión.

—Kurt, mi jefe, está preparando las cintas —dijo haciéndole una seña a Tell, que acababa de unírseles.

No acababa de mencionar el nombre de su jefe cuando se oyó la voz impaciente de un hombre que llamaba desde la trastienda. Los policías siguieron a Ann-Cathrine Högberg hasta la sala de personal. La voz, demasiado aguda para ser masculina, resultó proceder de un señor de mediana edad que se tapaba la calva con el pelo de los laterales y que llevaba unas gafas de cristales ambarinos. Se hallaba en una habitación con frigorífico, dos fogones y fregadero, a modo de cocina, que se disputaban el espacio con un sofá de dos plazas y un televisor minúsculo.

Sin detenerse en presentaciones, pulsó un botón en el mando a distancia. Con gesto impotente, señaló el batiburrillo blanquinegro de la pantalla: el resultado de la grabación de la cámara el día en cuestión. Claro que se veían en la imagen los cuatro surtidores y la entrada de la tienda, y claro que aparecían figuras borrosas que trajinaban entre los surtidores y la entrada. Sin embargo, resultaba imposible distinguir quién o quiénes eran.

—¿Has visto qué desastre? —dijo al fin, un tanto decepcionado—. Esto no tiene el menor interés para la policía. No les será de ninguna utilidad —miró apremiante a su empleada, antes de añadir—: Será cuestión de que tú puedas completar la descripción, Anki.

Pues claro, sí, ésa era la cuestión. La media hora siguiente, Tell y Gonzales se dedicaron a hacerle las mismas preguntas una y otra vez: qué aspecto tenía el individuo, si recordaba algún detalle, cualquier cosa. Indumentaria, acento, tono de voz, la cartera, la edad, con qué tarjeta pagó, cómo lo hizo… Al contado, claro, era lógico. Si compró algo más aparte de poner gasolina. Si parecía nervioso. El color del pelo, la estatura.

Finalmente, Ann-Cathrine Högberg se cubrió la cara con las manos. Cuantas más preguntas le hacían, menos detalles parecía recordar. Tell y Gonzales se miraban abatidos: si seguían comportándose como si estuvieran dispuestos a caminar sobre carbón ardiendo por un gramo de información, la joven no tardaría en fabricarse una descripción para satisfacerlos.

Se retiraron, bastante insatisfechos, pese a que le aseguraron al dueño que los técnicos de vídeo solían hacer milagros con el peor material.

Ann-Cathrine también parecía decepcionada de su escasa memoria. Algo abstraída, se apoyó en el expositor de los aperitivos, provocando con ello un derribo menor que cubrió parte del suelo con bolsas de patatas fritas, gusanitos, cacahuetes picantes y nachos. Como si no se sintiera ya bastante aniquilada, su jefe hizo un gesto resignado en dirección a Tell, que estaba guardando la cinta en el maletín.

—Esto lo arreglamos nosotros —dijo el hombre tontamente, como si hubiese creído que los policías se detendrían a recoger aquello antes de marcharse.

La joven Högberg sonrió con valentía y con la mirada empañada cuando Gonzales le dejó su tarjeta en el mostrador.

—Si recuerdas algo más, avísanos. Puede que te llamen para que hagas una descripción del sujeto ante un dibujante. Quiero decir si recuerdas algo más, pero eso sería más adelante. Gracias por llamarnos.

La joven asintió angustiada, mirando de hito en hito el expositor de caramelos que tenía delante.

Y ya estaban a punto de salir, cuando la dependienta gritó:

—Compró una caja de Läkerol.

Los policías se detuvieron en la puerta y se volvieron hacia ella esperanzados.

—Compró una caja de caramelos Läkerol —reiteró la joven—. Y un bocadillo envasado.

Siguió mirando las cajitas de caramelos para la tos, como si le ayudasen a visualizar al hombre que las compró.

La dependienta cerró los ojos, como recreando para sí los sucesos de aquella tarde: «Su propia camiseta de rayas con el logo de la estación de servicio y su sonrisa forzada. Sus manos en la caja registradora. Y al tipo: pelo rubio y gorra de visera».

—No recuerdo si la gorra tenía alguna marca, pero creo que era negra. Tenía los ojos muy hundidos y con ojeras, como si llevase muchas noches sin dormir. Los labios demasiado rojos para un hombre, como si se los hubiera pintado. Creo que era bastante bajo o, al menos, de estatura media. Llevaba un anorak o algo así, o quizá un chubasquero. Aunque hacía mucho frío.

* * *

Tell y Gonzales avanzaban en silencio, ambos absortos en la misma idea. En realidad, no existía razón alguna para que el hombre cuya descripción acababan de oír fuese el asesino que buscaban. Sin embargo, era lo más cerca que habían estado hasta el momento de una pista.

La carretera principal de Borås a Ulricehamn no estaba muy transitada, pese a ser hora punta. Tell superó con creces todos los límites de velocidad, lo que hizo pensar a Gonzales, como en tantas otras ocasiones desde que entró en la policía, que sus representantes debían de ser los mayores infractores de las normas de tráfico.

Puso la radio y pilló la última emisión de noticias. Los medios aún no se habían hecho eco del asesinato de Olof Bart. Mientras no barruntaran la conexión entre Bart y Waltz, era poco verosímil que le prestasen demasiada atención. Y tanto mejor, pues mientras el asesino no supiese que ya habían relacionado los asesinatos, ellos tendrían ventaja.

Ya daba comienzo el ocaso que, como era habitual en el invierno sueco, resultó brevísimo. Cuando entraron en Ulricehamn, la ciudad estaba sumida en la oscuridad.

—Yo no sé cómo te sentirás tú… —comenzó Tell ampuloso mientras accedía al aparcamiento de la primera pizzería que vio, la pizzería Capri— pero yo tengo un hambre de cojones.

Gonzales asintió agradecido. Su estómago llevaba protestando un buen rato por el almuerzo ridículamente pobre en calorías que devoraron a toda prisa antes de salir aquella mañana.

Justo cuando se disponían a subir los cuatro peldaños de dos zancadas, se abrió la puerta y dejó ver a un hombre cuarentón y corpulento.

—Estoy cerrando —dijo con parquedad, haciendo resonar el llavero que tenía en la mano—. ¿Me perdonáis?

El hombre aguardó paciente en el último peldaño cuando Tell, presa del mayor desconcierto, se interpuso en su camino.

—¿Qué quieres decir? —le espetó incapaz de contener su indignación—. ¿Cuándo crees tú que la gente va a comer pizza, para desayunar? ¿Qué mierda de pizzería es ésta, que cierra antes de las seis de la tarde?

—Una pizzería donde sólo se sirven almuerzos —respondió el hombre con brevedad y bajó la escalera repiqueteando con las suelas de sus zapatos, no sin antes haber apartado a Tell con firmeza—. Buenas tardes.

* * *

De modo que Tell estaba de muy mal humor cuando, después de unas cuantas vueltas, dieron con Johansson Johansson. La empresa de alquiler de coches se hallaba en un pequeño polígono industrial de las afueras de la ciudad, entre una tienda de pinturas y un almacén cerrado. La luz de las escasas farolas se reflejaba en la mezcla de nieve derretida y salpicaduras de gasolina de los charcos. Aparcaron delante de la entrada. Tell dio una rápida calada y olisqueó el aire como un sabueso. Toda la zona olía como a plástico quemado.

Al parecer, Berit Johansson los esperaba, pues había en el mostrador un termo de café y una bandeja de dulces.

—Cerraré la puerta —dijo la mujer. Y una vez hubo echado la llave, fue a sentarse enfrente de Tell y Gonzales, que, sin el menor reparo, ya se había servido de la bandeja—. Bueno, servios —lo animó, aunque no era necesario.

—Veamos, parece ser que alquilaste un Grand Cherokee durante el periodo que nos interesa —dijo Tell con la boca llena de bizcocho. Estaba demasiado cansado y hambriento como para perder el tiempo con frases de cortesía.

Yes —respondió ella al tiempo que desplegaba un documento que llevaba en el bolsillo de la camisa. Se encajó las gafas en la nariz y empezó a leer de corrido—: El tipo estuvo aquí el miércoles, de cinco a cinco y media aproximadamente. Los miércoles tengo abierto hasta las siete. Y siempre abro los días intermedios de las vacaciones de Navidad. Resulta igual de rentable todos los años, pues son muchos los que alquilan un coche para ir a ver a amigos y parientes durante las vacaciones.

Tell asintió pensativo. Si aquel era su hombre, habría alquilado el coche el día antes de ir en busca de Olof Bart. A decir verdad, no era imposible. Reflexionó un instante sobre las consecuencias. ¿Quizá el asesino vivía en las inmediaciones de Ulricehamn? Por otro lado, sería un estúpido si hubiese alquilado el coche en su zona, se dijo Tell. Él no lo habría hecho, si planease matar a alguien.

—Continúa.

—Era de mediana estatura y tenía los ojos azules. El cabello rubio, creo recordar. Llevaba un gorro. Incluso dentro de la tienda —en este punto, la mujer alzó la vista del folio—. Me senté a poner por escrito todos los detalles que recordaba después de hablar con usted por teléfono, señor Gonzales.

Berit Johansson pronunció el apellido de Gonzales con una a larga, y lo miró como si esperase que la felicitara. Gonzales le hizo una seña para que prosiguiera.

—Tenía un aspecto muy descuidado. Creo que llevaba un chándal o algo así, de color oscuro.

—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó Tell.

Ella adoptó una expresión de sorpresa, antes de responder.

—Pues… no lo sé. A pie, supongo. A veces los clientes dejan sus coches en el aparcamiento, por ejemplo, si vienen a alquilar un coche más grande por algún motivo concreto, pero sé que, mientras él tuvo el jeep alquilado, el aparcamiento estuvo vacío. De modo que vendría a pie.

—¿Viene aquí algún autobús? —preguntó Gonzales.

La mujer asintió.

—Sí, hay uno que para a poco más de un kilómetro de aquí, el número doce. Aunque no pasa con mucha frecuencia.

«Conductor del autobús número 12», escribió Gonzales en el bloc, seguido de: «Preguntar a los vecinos de la zona». Pero antes tenían que averiguar si el individuo había alquilado el coche con nombre falso.

—La parada se llama Majgatan —explicó Berit Johansson solícita.

—Supongo que lleváis un registro de los alquileres —continuó Tell al tiempo que cogía otra galleta de pimienta, pese a que tanto dulce con el estómago vacío ya empezaba a sentarle mal.

Al parecer, Johansson se esperaba la pregunta, porque sacó un recibo según el cual un tal Mark Sjödin, nacido el 18 de julio de 1972, había alquilado un Grand Cherokee en los días intermedios de las fiestas de Navidad.

—Por supuesto, me enseñó el carné. Siempre lo exigimos. Y además, he intentado ponerme en contacto con el cliente después de aquello, por un asunto del seguro, porque el coche tenía la delantera dañada cuando lo devolvió. Simplemente vino y lo dejó en el aparcamiento, con las llaves puestas. Pero no conseguí localizarlo.

La mujer le entregó a Tell el recibo, firmado tanto por ella como por el hombre que decía ser Mark Sjödin. A menos que fuese un Mark Sjödin auténtico sin relación alguna con los asesinatos, lo cual era perfectamente posible.

La firma estaba escrita con una letra pequeña y abigarrada, quizá por alguien que no estaba acostumbrado a llamarse así… Claro que aquello no eran más que elucubraciones. También podía ocurrir que Mark Sjödin fuese disléxico.

—¿Tienes el coche aquí? Bien, entonces, le echaremos un vistazo.

Berit Johansson parecía vacilar.

—Pues… la verdad es que ha estado alquilado después, es decir… Nosotros no sabíamos que… El caso es que lo hemos limpiado ya varias veces. Y por fuera lo lavamos cuando lo devolvió este cliente. Se quedó impecable.

—Queremos verlo —aseguró Tell.

Se levantó y se limpió las migas de la chaqueta. Johansson hizo lo propio.

—Bien, señores, pues acompañadme.

* * *

Cuando, poco antes de llegar al pueblo de Bollebygd, sonó en la emisora P3 «Have I Told You Lately That I Love You», en la versión de Van Morrison, Gonzales se durmió. Y ni siquiera se despertó cuando Bärneflod llamó al móvil de Tell para informarle de su visita a la empresa de alquiler de coches de Mölndalsvägen. Un tal Ralf Stenmark les había alquilado un jeep en los días entre Nochebuena y fin de año, le reveló Bärneflod. La descripción del personal era totalmente opuesta a la de Berit Johansson y Ann-Cathrine Högberg, puesto que todos los que estuvieron trabajando en Mölndalsvägen aquella tarde aseguraron que Stenmark llevaba traje, era alto y delgado y de pelo oscuro.

Tell apagó el teléfono y reflexionó sobre lo que significaba todo aquello.

El jeep que Berit Johansson les había mostrado había sido lavado por dentro, tal y como ella les advirtió. Después de Sjödin, lo habían alquilado otras dos personas, de modo que le habían pasado la aspiradora y un paño hasta tres veces, lo que reducía más o menos a cero sus posibilidades de encontrar alguna huella válida. Y podían contar con que el asesino habría limpiado el volante y el salpicadero. Según Berit Johansson, el coche nunca había estado tan limpio por fuera.

Dieron varias vueltas alrededor del vehículo y tomaron nota de los daños mencionados por Berit Johansson: una abolladura en un lateral del capó que Tell examinó a fondo. Johansson aseguró que la abolladura no estaba cuando Sjödin se llevó el coche.

La mujer pareció desconcertada cuando recibió instrucciones de dejar el vehículo donde estaba hasta que la policía hubiese decidido si los peritos se lo llevarían para inspeccionarlo.

Tell le aseguró que si Mark Sjödin existía y podía dar una buena explicación de para qué había alquilado el jeep, así como ofrecer una buena coartada para la noche del crimen, avisarían de inmediato a Johansson Johansson para que siguiesen alquilando el coche con la conciencia tranquila. Era evidente que la empresa necesitaba con urgencia tener en la calle todos sus vehículos.

En cambio, si Sjödin no existía, las cosas serían de otro modo. Entonces el coche se convertiría en una prueba y lo peinarían con tanta minuciosidad como la zona circundante a la sede de la empresa. De esto se encargaría enseguida la policía científica.

Marcó la extensión de Karlberg con la esperanza de que aún estuviese en su despacho. Y así fue.

—¿Te vas a quedar un rato más?

—Sí, seguramente.

—Mark Sjödin y Ralf Stenmark. Mira a ver qué encuentras.

—¿Los habéis sacado del alquiler de coches?

—Sí, de Ulricehamn y Mölndalsvägen.

Al lado de Tell, Gonzales cambió de postura y, con la barbilla clavada en el pecho, empezó a roncar.

Estaba ya entrada la noche cuando Tell giró por la parte trasera del centro comercial Coop, en la plaza Hammarkulletorget, y detuvo el coche entre dos plazas de aparcamiento. El palmoteo rápido y estridente de Tell sobresaltó a Gonzales.

—Es hora de despertarse, bella durmiente. Ha sido una suerte que no te dejara conducir, por más que insistías —le hizo un guiño a Gonzales, que aún estaba adormilado—. Aquí es donde vives, ¿no?

Gonzales asintió desorientado y se frotó los ojos. No podía entender que se hubiese dormido. Sería la falta de alimento lo que acabó con sus fuerzas.

—No tengo costumbre de saltarme las comidas —se excusó algo avergonzado mientras recogía sus cosas del asiento trasero.

Tell se estiró con esfuerzo y se masajeó la espalda dolorida. Gonzales sintió remordimientos por no haberse ofrecido a conducir en el viaje de regreso, sobre todo teniendo en cuenta que Tell había sido tan amable de llevarlo hasta la puerta de su casa. El comisario pareció leerle el pensamiento.

—Tranquilo. Como castigo, subiré contigo. Llevo queriendo ir al baño desde Borås.

Así, en la oscuridad, los altos edificios parecían inclinarse sobre la plaza, como si las ventanas y las antenas parabólicas fuesen ojos y orejas. Gonzales saludó a unos niños que, pese a lo avanzado de la hora, estaban sentados a la puerta del Marias Café, en la Casa del Pueblo. Como prescribía la moda, todos iban luciendo la marca de los calzoncillos en el espacio que quedaba entre la corta cazadora y el pantalón, que llevaban colgando por las rodillas. El café estaba cerrado, pero la chiquillería aprovechaba para su tertulia la luz de los fluorescentes del local, que estaban encendidos las veinticuatro horas. El tejado, que sobresalía en voladizo por encima de la entrada, los protegía de la posible lluvia. El frío, en cambio, no podían remediarlo más que volviendo a casa y a su dormitorio, a jugar con su trenecito, se dijo Tell. Al menos eso hacía él a su edad. Quizá aquellos niños no tuviesen adonde ir.

Todos tenían un cigarrillo colgando entre los labios.

—¿Por qué andarán esos críos en la plaza con el frío que hace, a estas horas y, además, fumando? ¿Estarán planeando atracar a algún pensionista? —murmuró aludiendo a una serie de robos perpetrados últimamente por una pandilla de chavales, tan violentos que habían conseguido atraer la atención de los medios de comunicación.

Le echó un vistazo a la pandilla que ahora cruzaba la plaza en dirección al quiosco de perritos calientes.

—¿No tienen adónde ir?

Gonzales soltó una carcajada.

—¿Esos chicos? No se atreverían a robarle ni a una ardilla. Son buenos como corderos, todos y cada uno de ellos. Además, los que roban a las ancianitas son los chicos que merodean por los jardines de Biskopsgården. Aquí sólo hay cabezas negras buenos.

—Pero, qué coño, yo no quería decir eso… —protestó Tell ofendido.

Gonzales volvió a reír de buena gana.

—Ya lo sé.

Sin embargo, cuando se cruzaron con un grupo de jóvenes que, hablando en voz muy alta, salían de los locales de la asociación somalí, situados en un pequeño sótano de la calle Bredfjällsgatan, Gonzales no pudo por menos de advertirle en un susurro:

—¡Cuidado con la cartera, abuelo!

En el rellano del octavo piso donde vivían los Gonzales olía a comida y un poco a humedad, además de estar atestado de muebles para tirar. En un ajado sillón con tapicería de pana de color rosa había una nota del arrendador con la amenaza de que mandaría tirar los muebles si no se los llevaban de allí en el plazo de una semana. El bajo de una melodía de pop latino se colaba por la ranura del correo e inundó el rellano cuando Gonzales abrió la puerta.

Entró en el vestíbulo haciendo tintinear una cortina de cuentas.

—¡Mamá! Me prometiste que quitarías esa porquería del rellano hoy mismo.

Por el pasillo apareció una mujer con un vestido largo y el pelo moreno y rizado como una nube alrededor de la cara reluciente.

—¡Michael!

La mujer escrutó sin reparos a Tell de pies a cabeza y lo hizo sentirse como un niño de diez años en su primera visita a la casa de un compañero de clase, aunque ella no era, según calculó, mucho mayor que él.

—Y vienes con amigo.

Gonzales alzó la vista al cielo.

—Ésta es mi madre, Francesca. Mamá, éste es Christian, un colega. Tiene que usar el retrete.

Después de tan exquisita presentación, Tell sintió que había llegado el momento de tomar el control de la situación. De modo que dio unos pasos al frente ofreciéndole la mano a Francesca Gonzales que, aterrada, retrocedió enseguida y le señaló los pies.

—Los zapatos, por favor.

Tell quedó desconcertado mirándose los zapatos.

—Bueno, yo sólo quería entrar al baño.

—Ahí cuarto de baño —la mujer golpeó una puerta de la que colgaba un cuadro de cerámica con un corazón—. Luego cena. Lleva lista desde las seis.

—Mamá —rogó Gonzales avergonzado—. Christian tiene otros planes.

La mujer se fue a la cocina sin hacer el menor caso y abrió el grifo del fregadero.

—Creo que debería… bueno, ya sabes —dijo Tell señalando la puerta de entrada. No recordaba la última vez que estuvo en casa de la madre de alguien.

Gonzales le soltó una risita.

—¿Largarte? Intenta explicárselo a mi madre.

La inmensa figura de su madre volvió a aparecer en la puerta de la cocina. La mujer se enjugó el sudor de la frente y le dio a Gonzales una palmada en el costado.

—¡Michael! ¿Qué haces? Enséñale a amigo. Pastel de choclo listo tres minutos, comemos.

Tell alzó los brazos con resignación. Desde luego, hambre sí que tenía.

* * *

Aparte de Michael y su madre, componían la familia Gonzales el padre, José, un hombre nervudo y taciturno que, con una sonrisa en los labios, meneaba la cabeza cuando Tell le dirigía la palabra. Eva, la mayor de las hijas, tenía veinticuatro años y era tan guapa que a Tell se le cayeron los cubiertos en el plato cuando lo miró con sus enormes ojos castaños. La joven le explicó discretamente que su padre no era un hombre muy hablador.

—¿A que no, papá?

Gabriella, la siguiente de las hermanas, era el paradigma de la rebeldía de los diecisiete años. En cuanto terminó de cenar, se encerró en su cuarto y se puso a escuchar el programa de la MTV tan alto que Francesca tuvo que aporrear la puerta para gritarle que lo bajase.

La más joven era Maria, un torbellino de once años cuyo ídolo era Elena Paparizou. Cuando retiraron los platos de la cena y Tell empezó otra vez a tararear el estribillo, Maria lo sentó en el sofá y le mostró un show en el que, bote de laca en mano, hacía un karaoke y practicaba unos pasos de baile sobre la alfombra del salón: You’re my lover, undercover. You’re my secret lover and I have no other.

Francesca, que estaba fregando los platos junto con Eva, meneaba la cabeza y murmuraba en español al verla, pero su esposo rió de buena gana ante la ocurrencia de su hija.

José Gonzales encendió la pipa. Tras inspirar con fruición el humo con aroma a cerezas, se levantó y se dirigió a una vitrina castaño oscuro con flores esmaltadas en las puertas de cristal. De allí sacó una botella de brandy que sirvió en tres vasos pequeños de color rojo y verde. Después de servir los tres vasos sin pronunciar palabra, asintió con gesto grave, apuró el suyo de un trago y resopló satisfecho. Luego, dejó a un lado el vaso y cerró los ojos. Al cabo de unos minutos, empezó a roncar.

El calor del alcohol se extendía por toda la espina dorsal. Gonzales levantó la botella y se la mostró a Tell inquisitivo, pero él negó con un gesto.

—No, tengo que llegar a mi casa, recuérdalo —Tell se sentía agotado—. Se está haciendo tarde. Habría que dormir después de una buena jornada.

—¿Y qué harás con lo que hemos conseguido?

—¿Cómo? Ah, ¿hoy? Ya veremos qué se puede hacer. Pero hay algo en este caso que no termina de gustarme.

—¿El qué?

—Esos dos muchachos. Parece ser que los dos han muerto a manos del mismo asesino… Y eso es lo único que tienen en común. Quiero decir que tenemos a Lasse Waltz, fotógrafo con ambiciones artísticas. Divorciado, un tío normal que vivía en una casa adosada, con dos hijos adolescentes, jóvenes normales. Sí, bueno, su exmujer está algo resentida, pero no tanto como para asesinarlo. Creció en el seno de una familia normal en el centro y no tiene antecedentes de ningún tipo. Equilibrado, un hombre apreciado por sus amigos y que, además, se ha vuelto a enamorar. Y por otro lado está Olof Bart, un bicho raro donde los haya. Una infancia disparatada y delincuente desde muy joven. Jamás ha tenido una relación prolongada con ninguna mujer, al menos, no que sepamos. Un incompetente desde el punto de vista social. Desequilibrado. Se gana la vida en esto y aquello y seguro que no siempre dentro de la legalidad. Vive solo en el bosque y nadie quiere admitir que lo conocía.

—Y te preguntas qué tienen en común, ¿no es eso?

—Exacto. Por qué querría nadie lanzarse a asesinar a gente y acabar primero con un sueco normal y corriente y luego con un tío raro, pero según un método similar y como si formase parte de un ritual. Quiero decir que, bueno, habría bastado con dispararles, ¿no? Sin embargo, además tuvo que atropellados.

Gonzales acompañó a Tell al vestíbulo y le dijo entre susurros al pasar delante de los dormitorios:

—Hemos de partir de la base de que los caminos de esos dos hombres debieron de cruzarse en algún punto, por inverosímil que nos parezca.

Tell asintió apenado.

—Sí, y lo peor es que, cuanto más lo investigamos, más inverosímil parece.