2007
—Tendrá que darme el apellido también, señor inspector —le dijo el hombre cuya voz revelaba un fuerte resfriado, o quizá muchos años de tabaquismo.
Al teléfono, a Tell le recordó a Marlon Brando en El padrino, pero se dijo que las similitudes entre Brando y Knut Jidsten, el padre de acogida de los Pilgren, se limitarían a la voz. Tras un penoso trabajo detectivesco, logró dar con Jidsten en un pueblecito al norte de Östersund.
—Tuvimos… Creo que tuvimos cincuenta acogidos en veinticinco años. Y conste que no he contado a aquellos que sólo se quedaban unos días. Fuimos refugio permanente de emergencias para el municipio —explicó Jidsten—. Durante unos años, a principios de los noventa. Pero era demasiado, tanto entrar y salir. Y nuestros niños fijos andaban siempre soliviantados.
Tell se estiró e intentó inclinar la silla más hacia atrás, lo que resultó imposible, puesto que ya estaba casi en posición horizontal, con los pies sobre el escritorio.
Llevaban toda la mañana aburridos trabajando al teléfono y al ordenador, además, sin obtener ningún resultado significativo. Junto con Sofia Frisk, Gonzales había puesto en marcha un método para localizar a todos los ufanos propietarios de un Jeep Grand Cherokee, cuya lista pasaron a los dos policías de Kinna que colaboraban con ellos. La triste misión de sus colaboradores consistiría en ponerse en contacto con todos y cada uno de dichos propietarios para una primera comprobación y control de su coartada. Era un trabajo de muchas horas. Por el momento, no les había dado nada digno de mención, salvo la novedad de que Kasper Jonasson, una celebridad para los grupos de narcóticos y de delitos violentos, se paseaba ahora en un jeep. La tarde de autos, aquella noche y la mañana siguiente, las había pasado en el hotel Radisson. Su hermano pequeño cumplía veinticinco años y lo celebró por todo lo alto y en compañía de un montón de gente que, por suerte para Jonasson, pudo atestiguar su presencia en la fiesta.
Comprobaron asimismo el alquiler de coches en Gotemburgo y Borås, en un radio de cien kilómetros. Tell confiaba más en la hipótesis de que el asesino había estado en posesión del coche sólo de forma temporal; a juzgar por los hallazgos de los peritos, se habrían utilizado en los asesinatos dos vehículos del mismo modelo. No existía ninguna denuncia del robo de un Grand Cherokee en las semanas anteriores a los asesinatos, pese a que habían ampliado el perímetro del área de búsqueda hasta abarcar toda Suecia occidental. Dado que habían empleado el mismo modelo de coche en ambos asesinatos, aunque no el mismo vehículo, Tell descartó la posibilidad de que el asesino los hubiese robado. Ya era bastante difícil robar un jeep urbano, que se suponía un dechado de seguridad.
El trabajo policial se vio facilitado por el número reducido de casos de alquiler de Grand Cherokee, pero para averiguar la verdad, tuvieron que llamar a las compañías de alquiler. En resumen, el trabajo consistía en oírse a sí mismo formular la idéntica pregunta una y otra vez, por lo general a una recepcionista presa del mayor hastío que, por supuesto, no estaba trabajando el día en cuestión, que no tenía acceso al historial de alquileres ni siquiera de los últimos días o que, para contestar, debía obtener el permiso del jefe.
Igualmente, se pusieron en contacto con las estaciones de servicio de la zona. Y allí la cosa fue peor aún si cabe. Por un lado, tenían la impresión de que había al menos diez personas con el mismo horario. Además, todos los empleados, sustitutos y alumnos en prácticas, tenían una media de diecisiete años. La experiencia le decía a Tell que los jóvenes jamás oían ni veían nada salvo la pantalla de su móvil o la música de su iPod.
Las estaciones de servicio más grandes contaban por lo general con cámaras de vigilancia, cuyas cintas no se librarían de revisar una a una. Östergren había prometido que si Tell lograba reunir las cintas en la comisaría, ella intentaría conseguir personal que realizase tan aburrida tarea.
—Pon a Bärneflod a revisarlas —propuso Beckman—. A él suele costarle mover el culo.
Sí, claro, pero existía el riesgo de que se quedara dormido en la sofocante sala de vídeo.
* * *
—Pilgren —dijo Tell mientras intentaba rascarse en el tobillo sin caerse—. Olof Pilgren. Se supone que llegó a su casa en 1975. Entonces tenía once años…
—Sí, Olof. Claro —lo interrumpió Jidsten—. Olof vivió aquí varios años, hasta… Hasta los ochenta o los noventa, diría yo. No, por supuesto, tan mala memoria no tengo, ¿cómo iba a olvidar a Olof?
—Bien, quiere decir que, cuando se marchó de allí, tenía dieciséis o diecisiete, ¿no?
—Sí, se marchó de casa, al menos los días laborables. Al final, fue a parar a una especie de internado. Cuando se complicó la vida del todo.
—¿Se refiere a Villa Björkudden?
Tell subrayó algo en la fotocopia del historial de Asuntos Sociales.
—Sí, quizá se llamara así. Todo fue muy extraño, la verdad —aseguró Jidsten reflexivo. Hizo una pausa para encender un cigarrillo, dio una calada y tosió—. Quiero decir que fue muy raro que se complicase la vida de aquella manera. No me malinterprete. Yo lo he visto casi todo: los niños de acogida no suelen ser angelitos —se permitió una risa carente de alegría—. Los ángeles no acostumbran a soportar la mitad de la mierda que muchos de nuestros niños habían vivido antes de venir aquí, pero recuerdo que lo de Olof me pareció raro.
—¿Por qué? Veo en su historial que protagonizó un intento de robo a un comercio. Y también robó un coche.
Jidsten echó el humo.
—No, me refiero a que Olof siempre daba la sensación de ser tan… cuidadoso. Era reservado, la verdad. Un tanto sumiso, casi miedoso. Recuerdo que no era capaz de mirarte a los ojos. Siempre tenía la vista clavada en el suelo. Me resultaba muy extraño que a un joven tan apático se le ocurriese apuntarle a alguien en la cara con una pistola y exigirle dinero. Recuerdo que, en medio del desconcierto ante su acción, casi pensé que debía de ser una especie de éxito al revés: por una vez, había conseguido dominar una situación. Aunque claro, tenía ayuda de colegas más expertos. Comprendo que, para un policía, debe de ser un modo un tanto extraño de razonar, pero creo que usted entiende a qué me refiero…
Tell no lo entendía, pero lo dejó pasar.
—En otras palabras, el internado de Villa Björkudden fue una especie de consecuencia del delito, ¿no es así?
—Exacto. Un internado o reformatorio o algo así. Sólo estuvo allí un año, pero eso debe de figurar en el historial. Nosotros seguimos siendo su familia de contacto, así que durante los seis primeros meses venía a casa los fines de semana.
—¿Y después?
Jidsten se encogió de hombros.
—Pues, yo qué sé. Los servicios sociales cambiaron su régimen y dejó de tener familia de contacto.
—¿Y cuando cumplió el castigo?
—Eso lo sabe usted mejor que yo. Perdimos el contacto con Olof por completo —Jidsten soltó una risa tristona—. Supongo que le fue mal, de lo contrario, no habría venido usted a hablar con nosotros. Por cierto, me ha impresionado que nos haya localizado.
Tell concluyó la conversación, se levantó y se llevó las manos a la región lumbar. Resultaba difícil acostumbrarse al hecho de que el cuerpo hubiese dejado de servirle con la fidelidad de siempre y que la edad empezara a hacerle mella. Era consciente de que debería hacer algo de ejercicio.
Años atrás, tenía un puesto fijo en el equipo de hockey en pista los jueves por la tarde, que era cuando los policías, sin pensar en los grupos y brigadas a los que pertenecían, llenaban la pista de gritos y lamentos, de sudor y de juego de aficionados, para concluir con una sauna y, a veces, una cerveza en el centro. Se lo pasaba muy bien. Y no era capaz de explicarse por qué el hockey en pista de los jueves había brillado por su ausencia en los últimos años de su vida. Se sentó de nuevo al ordenador y le envió un mensaje a Kenth Stridh, el entonces capitán del equipo. Había que cultivar las buenas costumbres.
Permaneció unos minutos sentado, mirando por la ventana con la mente en blanco.
Según él deducía del historial de Asuntos Sociales, Olof Pilgren se mudó a un apartamento propio después del internado de Villa Björkudden. No logró hallar entre las notas la dirección, salvo que se encontraba en Hjällbo. El nombre de Thorbjörn Persson aparecía escrito en el margen, junto con un número de teléfono. Como cabía esperar, el titular se había dado de baja hacía ya mucho tiempo.
Llamó, pues, a Birgitta Sundin, que le explicó que lo que le habían ofrecido a Pilgren era una vivienda para jóvenes bajo la vigilancia de una persona de contacto.
Durante media hora, estuvo llamando a todos los Thorbjörn Persson de Gotemburgo para preguntar si habían trabajado como contacto de los servicios sociales durante los años ochenta, hasta que dio con la persona indicada. Por suerte, Persson seguía viviendo en la ciudad, en una dirección de Hissinge, y le aseguró que podían concertar una cita.
—Tomaré ese camino —dijo Tell al teléfono justo cuando Gonzales aparecía en el umbral con el inalámbrico pegado a la oreja.
Pulsó el botón para que el interlocutor no lo oyera.
—Lo tengo. Una chica de una pequeña estación de servicio de Hedvigsborg, a las afueras de Borås, le llenó el depósito a un Grand Cherokee. La hora coincide y van a preparar la cinta de la cámara de vigilancia. Además, dos propietarios de alquiler de coches han llamado después del envío masivo del otro día: uno de la calle Mölndalsvägen, que al parecer tiene la cámara estropeada, y otro justo a las afueras de Ulricehamn, que no tenía cámara. Pero en ambos lugares recuerdan bien al cliente que les alquiló el jeep.
—¿Qué les has dicho?
—Que estamos en camino.
—Vale.
Tell concertó una cita con Thorbjörn Persson para el día siguiente, después del almuerzo. Si no le doliese tanto la maldita espalda, se habría levantado de la silla con un salto de alegría.
Ya llamaría más tarde a Bertil y Dagny Molin, los vecinos de Lise-Lott Edell, para averiguar si conocían a Bart con el nombre de Olof Pilgren.
—Bien, en marcha, pues —dijo dándole a Gonzales un leve puñetazo cómplice en el hombro.