Teniendo en cuenta que se había presentado dos horas después de lo acordado, Tell no podría quejarse si lo trataban como a un hipocondríaco en el servicio de urgencias.
Se encontraba en el ala de un edificio de ladrillo color amarillento donde se alojaban las oficinas de los servicios de Atención al Paciente y la Familia. Le habían concedido por teléfono una reunión con el jefe de departamento a primera hora de la mañana. Sin embargo, le había llevado más tiempo del calculado conseguir los permisos necesarios para solicitar el acceso a los historiales, que estaban protegidos por el secreto profesional. Cuando al fin llegó, el jefe ya se había marchado para asistir a una reunión con el equipo directivo.
Tell le ofreció a la secretaria una pedagógica explicación de cuál era el orden de preferencia entre una investigación por asesinato y una reunión con el equipo directivo, y la mujer se ofreció a su vez a tratar de localizar a la directora de la sección de Atención a la Infancia y la Juventud.
—Seguro que ella puede ayudarte, teniendo en cuenta que la información que buscas es competencia de ese departamento. Aunque creo que esta mañana tenía que acudir al tribunal provincial.
Así pues, mientras aguardaba ocioso en la sala de espera de la directora, sus pensamientos volaron hacia Seja y el Año Nuevo que habían pasado juntos, una noche y una mañana perfecta, en muchos sentidos, aunque seguro que ambos desearon en silencio que todo hubiese sido más sencillo.
De hecho, por un instante percibió en Seja una sombra de duda que desapareció enseguida. Y Tell no acertaba a imaginar su causa.
Cuando le informaron de que la directora no regresaría hasta después del almuerzo, Tell abandonó aquel edificio que le ponía a uno los pelos de punta y se fue a dar una vuelta por la plaza del centro de Angered.
Una panda de borrachos gritaba ante la puerta del Systembolaget. Distinguió entre ellos una cara conocida. La de Lisa.
Lisa Jönsson: la conocía desde la época en que él patrullaba las calles y ella era una adolescente delgaducha, ojerosa y descarada que andaba siempre por la plaza Femman. Más tarde, la encontró en la brigada de seguridad ciudadana, cuando hacía la calle para pagarse su adicción a la heroína. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la vio: acababa de recibir una paliza y quería denunciar a su chico por maltrato. Tell no sabía si había llegado a hacerlo, pues ya había dejado atrás aquellos años de policía arrastrado y no era competencia suya tramitar las denuncias.
«Habría apostado cualquier cosa a que estaba muerta», se dijo. Esas mujeres no solían llegar a viejas. El de Lisa no era un caso aislado. Los chicos malos a cualquier escala estaban siempre rodeados de mujeres. Tíos como Ronny, pareja y chulo de Lisa, que se había convertido en un tipo cruel y violento al tener que sobrevivir, engañar y sobrellevar su necesidad permanente de drogas. Chicos que no tenían ya más de dos dientes en la boca y que les pegaban a sus chicas porque eso era lo único que, al menos durante un breve espacio de tiempo, les hacía sentir que tenían el control. También había tipos que jugaban en una división superior, tíos que compraban y vendían, que delegaban la responsabilidad en sicarios que debían aprender a golpear primero y pensar después, que vivían bajo el lema del imperio del miedo. Y estaban las chicas que vivían peligrosamente en manos de psicópatas volubles, en un mundo en el que sólo contaba la última prueba de lealtad y una única equivocación te podía costar la vida. Pero esos chicos no cogerían a Lisa ni con pinzas.
Se había colocado unas largas trenzas rojas de lana que le llegaban por las caderas, estrechas y masculinas. Vista así, de espaldas, no aparentaba más de treinta años.
Lisa se dio la vuelta y Tell se sobresaltó. Se quedó pasmado al comprobar que el pasado se nos viene encima de pronto, cuando menos lo esperamos. Y que, pese a llevar veinte años como madero, aún le impresionara ver lo frágil que era la existencia humana.
Pensó en acercarse a ella, pero cambió de idea. Tal vez porque Lisa intentaba sujetar con la correa a un pit bull que forcejeaba y tiraba del collar; o porque los tíos con los que estaba eran muchos y muy escandalosos.
Por otro lado, no era tan sentimental y comprendía que, seguramente, ella no lo reconocería. Lisa habría conocido a cientos de policías a lo largo de su vida. Él había conocido a cientos de putas pero, por alguna razón, ella le había causado mayor impresión. Quizá porque él era muy joven cuando la conoció y aún se imaginaba que podría ayudar a cambiar las cosas.
Con el tiempo, las caras amoratadas y heridas de todas las mujeres que había visto en su trabajo se habían fundido en una sola; quizá, precisamente, la cara de Lisa, como si ella fuera exponente de… bueno, ¿de qué? ¿De la otra cara de la sociedad? ¿De lo desprotegidas que estaban las mujeres en comparación con los hombres?
—¿Qué miras? —le gritó uno de ellos, dio un par de pasos vacilantes hacia Tell con el puño en alto y soltó una risa chillona, como un relincho.
Durante un segundo, Lisa Jönsson miró a Tell a los ojos. A él le pareció advertir que se le contraían los músculos de la cara, pero la mujer bajó la vista enseguida. Probablemente no reconoció en él más que a un madero, un madero cualquiera, los detectaba a kilómetros. Tell sabía que aquellos que viven al margen de la ley distinguen a los policías, aunque ningún policía es capaz de entender cuáles son las características que los delatan, si es por la ropa o por el porte autosuficiente.
Claro que Lisa Jönsson quizá bajó la mirada por costumbre.
* * *
Birgitta Sundin, la directora del departamento, llegó por fin, con media hora de retraso, y entró en su despacho con paso presuroso. Tell ya la aguardaba en un sillón rojo que había cerca de la mesa de reuniones.
Sundin era una mujer mayor, con gafas y con el pelo cano cortado en una melena redonda. Un chal de vivos colores le cubría los hombros, en fuerte contraste con el resto de la vestimenta, que era muy formal.
—Ya me han informado de la razón de su visita, pero yo no sé lo suficiente del tema como para poder serle útil —dijo con la voz tensa. Tell sintió que le ardía la sangre y la mujer se apresuró a añadir—: Sin embargo, tan pronto como haya hablado con Eva Abrahamsson, nuestra jefa de servicio, me ocuparé personalmente de que le envíen los documentos. Si es que siguen aquí, claro. Es muy probable que el material que busca la policía haya sido destruido. Estamos hablando de documentos de hace veinticinco años, ¿no es cierto?
El móvil de Birgitta Sundin empezó a vibrar y su sonido se propagó a través del tablero de la mesa. Ella cruzó las manos, como para asegurarse de que no se iban a lanzar sobre el aparato en contra de su voluntad.
—Lamento que haya tenido que esperar en vano —añadió.
—Eso no es suficiente —replicó Tell—. Según me han explicado, los historiales médicos que me interesan formaban parte de ese porcentaje que se conserva para la investigación, por lo tanto, sé que no se han destruido. Tienen que estar aquí o en algún archivo en otro lugar. Por otro lado, me aseguraron que podría consultar aquí cuanto necesitara para mi investigación. Tengo todas las licencias necesarias en regla. Y no me iré hasta que haya obtenido la ayuda precisa para la investigación de un asesinato.
El teléfono de Sundin volvió a vibrar y, en esta ocasión, se permitió mirarlo de soslayo. Para sorpresa de Tell, la mujer tuvo el descaro de contestar. Giró un poco la silla y no tardó en concluir su conversación, a base de monosílabos.
—Bueno, pues era Eva. Había buscado los historiales. Como no llegó usted a la hora acordada, los dejó en el armario de su oficina.
Dicho esto, hizo una pausa teatral para asegurarse de que Tell captaba la indirecta.
Como así fue.
—Por supuesto, continúe.
—Su secretaria le abrirá el armario.
Tell se levantó y advirtió que la conversación con Birgitta Sundin había durado cinco minutos exactamente.
—Ah, vaya, entonces, ¿eso era todo? Pues gracias por la ayuda —no pudo evitar decir.
Sundin se colocó el pelo detrás de la oreja, enojada, en un principio. Luego se desinfló. O como Tell le diría después a Karlberg: consiguió sacarse el palo del culo.
Birgitta Sundin lanzó un suspiro y se inclinó un poco hacia delante.
—Perdone, ¿cómo era su nom…?
—Christian Tell, comisario.
A Tell se le había caído al suelo uno de los guantes y ella se lo recogió.
—Comisario Tell, no es que no haya comprendido la importancia que para usted tienen esos historiales. Y de que estén en su poder cuanto antes. Tampoco digo que no tenga la obligación de entregárselos. Pero me ha pillado desprevenida. Como comprenderá, habría incurrido en una falta grave si no hubiera comprobado que todo se hacía correctamente.
Él le tendió la mano por encima de la mesa, sin decir una palabra.
Ella no se la estrechó.
—Siéntese un segundo —le pidió—. Creo que podría ayudarle a empezar con una cosa, como compensación por nuestro mal comienzo.
Tell estaba preparado para subir las escaleras y tener otra pelea con la secretaria del jefe de sección, tan observadora de las normas como la directora.
—Ajá, ¿y de qué se trata?
La mujer pareció tomar una decisión.
—Tengo entendido que los historiales que le interesan son los correspondientes a la familia Pilgren. En concreto, los de los hijos, Susanne y Olof.
Sus palabras reavivaron el interés de Tell.
—Me jubilo dentro de un año, pero tengo la sensación de llevar trabajando aquí toda la vida —comenzó Sundin—. Como asistente social, como responsable de las ayudas económicas, luego con adultos… con jóvenes, familias con hijos pequeños, medidas para la integración en el mercado laboral… en fin. Como quiera que sea, los últimos años he sido directora. Primero en el grupo de acogida y ahora en el departamento de atención a las familias. Pero a lo que iba es a que realmente conozco bastante a esa familia, o quizá debería decir que la conocía, pues de aquello hace ya un montón de años. Yo fui su asistente social.
Guardó silencio y miró por la ventana.
—Desde luego, no recuerdo a todos los niños y familias con los que he trabajado en mi vida, eso sería imposible —añadió después—. Pero la verdad es que, por alguna razón, a esa familia la recuerdo muy bien. No sé por qué, pero así es. Quizá porque fue uno de mis primeros casos.
Tell asintió y recordó la imagen de las trenzas de lana roja de Lisa Jönsson. Sabía exactamente a lo que se refería.
—La primera vez que estuve en casa de la familia Pilgren, Olof estaba en camino y Sussie tendría unos tres años —comenzó Birgitta Sundin tras haber ido a buscar los historiales clínicos al armario de Eva Abrahamsson y colocarlos en el centro en la mesa—. Acababan de llegar de alguna ciudad del norte, pero se habían trasladado a las afueras de Estocolmo. Llegaron a Gotemburgo huyendo precipitadamente durante una investigación.
—¿De qué tipo…? Perdone que la interrumpa, ¿qué tipo de investigación?
—La oficina de Asuntos Sociales está obligada a velar porque los niños y los jóvenes crezcan en un entorno seguro y acogedor. Si, mediante una denuncia, por ejemplo, llega a nuestro conocimiento que no es ése el caso, debemos abrir una investigación. Pero siendo policía lo sabrá de sobra, ¿no?
Birgitta Sundin miró con el rabillo del ojo a Tell, que no estaba seguro de que aquello fuese una pregunta.
—No es precisamente mi campo —dijo de forma escueta y le pidió que continuara—. ¿Puede decirme cómo eran el padre y la madre?
La mujer hojeó los documentos del historial en donde aparecían detalladas todas las intervenciones importantes de la oficina de Asuntos Sociales. Todos aquellos documentos constituían una especie de diario en el que la asistente social responsable del caso había ido anotando los contactos con la familia por orden cronológico.
—Estas cosas sirven de apoyo a la memoria —observó y empezó a revisar aparentemente al azar los apuntes. Muchos de ellos estaban firmados con sus propias iniciales.
Los apartó a un lado y empezó a frotarse con insistencia por debajo de la parte inferior de la montura de las gafas. La piel reseca se le enrojeció debajo de los ojos.
—Bueno… cómo resumirlo todo… Veamos, dos individuos débiles de carácter, cada uno con su adicción, se conocieron y tuvieron hijos. Un tanto cínico, pero así fue.
Exhibió media sonrisa, aunque enseguida volvió a ponerse seria.
—La verdad es que Cecilia Pilgren era una chica que se hacía querer. Yo creo que poseía un talento natural que nunca salió a la luz, a causa de la infancia tan complicada que vivió, por supuesto. Pero bueno, es lo que suele ocurrir. Sencillamente, no tuvo modelos sensatos que seguir, como vimos al cabo del tiempo. Sólo se acercaba a hombres con problemas… como puedes imaginar. Magnus tenía una gran dependencia. Era un tipo violento que maltrataba tanto a Cecilia como a los niños cuando le daba un arrebato. En el fondo, también él quería lo mejor para sus hijos, como todos, y en los periodos en que no consumía, se podía hablar con él. Y uno se daba cuenta de que él también tenía el alma hecha jirones bajo aquella dura apariencia.
Sundin pareció ausente por un momento, luego sacudió la cabeza y empezó de nuevo a hojear los documentos.
—A ver, que pierdo el hilo. Como iba diciendo, habían llegado un par de denuncias contra la familia donde vivían y… tras un par de intentos fallidos por parte de Asuntos Sociales, pues… bueno, se largaron. A Solna, si no recuerdo mal. Sí, y desde allí se trasladaron aquí.
—¿Intentos fallidos?
Tell observó los historiales con tristeza. Tenían el grosor de una guía telefónica, llenos a reventar de informes periciales de todo tipo, del asistente social y de profesionales del mundo judicial; de médicos, maestros, personal de la guardería. La lista era larga, pero todos tenían un denominador común: la gran preocupación que todos aquellos expertos manifestaban por la situación que vivían en casa los hermanos Pilgren.
—Sí, bueno, antes de llevar a cabo una actuación tan importante en la vida de una familia como hacerse cargo de sus hijos o, mejor dicho, de colocarlos en una familia de acogida, la oficina de Asuntos Sociales está obligada por ley a probar otros tipos de ayuda.
—¿Como por ejemplo?
—Como por ejemplo, diferentes formas de apoyo en el hogar. Magnus empezó un tratamiento para luchar contra su adicción, pero no lo terminó. A Cecilia se le ofrecieron diferentes tipos de actividades.
—Y no dio ningún resultado, supongo —dijo Tell.
—Exacto, así fue. Sobre todo porque Cecilia hacía el paripé, pero no es nada raro entre las madres en su situación. Es tan curioso como comprensible.
—¿Y eso?
—Debe comprender que aunque todas esas medidas pretenden ofrecer apoyo a los padres en su papel de padres, a fin de ayudarles a cambiar el modo de vida que han llevado hasta el momento, lo cierto es que a menudo se los pone entre la espada y la pared. Si no aceptan la ayuda y se comportan bien, es decir, si no asisten a los cursos y muestran su buena voluntad, Asuntos Sociales terminará igualmente haciéndose cargo de los niños.
—De modo que, aunque se diga que aceptar las ayudas es voluntario, en el fondo no tienen elección, ¿no es así?
—Exacto. De ahí que esos padres, en contadas ocasiones, muestren una actitud positiva hacia las ayudas que les ofrecen los servicios sociales. Y en ese sentido, Cecilia tampoco mostró una actitud positiva. El rechazo, junto con la vida desestructurada y caótica que llevaba, dio lugar a que fracasara constantemente en el cumplimiento de su parte del… vamos a llamarlo «contrato». Como sabe, aquello terminó con el traslado de los niños a un hogar de acogida, y eso es lo que habría sucedido también en Solna, si no se hubieran mudado.
—¿Cómo se explica que ustedes no completaran el proceso? Se supone que en la oficina de Asuntos Sociales de Solna ya habían llevado a cabo su evaluación, ¿no?
Sundin sonrió condescendiente, pero admitió que Tell tenía algo de razón.
—Buena pregunta, y además, en principio tiene razón. Pero en muchos casos, la práctica no sigue las normas. No es raro que este tipo de… vamos a llamarlas «familias multiproblemáticas» se trasladen sistemáticamente de municipio tan pronto como empiezan a «quemarse», no sé si me comprende. Y seguro que, en muchas ocasiones, piensan partir de cero en el nuevo municipio, creen que todo va a ser mejor si se alejan de toda la antigua mierda. Y a veces funciona, durante un tiempo, hasta que comienzan a temblar de nuevo los cimientos de la estructura familiar y Asuntos Sociales vuelve a poner sus ojos en ellos.
—O puede que, en efecto, las cosas sean diferentes en la nueva ciudad —apuntó Tell de forma espontánea, sorprendido de la insólita mezcla de optimismo y desesperación que reflejaba su comentario.
—Sí, bueno. Eso es lo que uno quiere creer —respondió Sundin.
Tell decidió no seguir por ese camino.
—Lo que me está diciendo, en otras palabras, es que la información existente acerca de las familias con problemas no se transfiere al nuevo ayuntamiento automáticamente.
—Eso es.
—Lo que quiere decir que, en la práctica, los niños de esas familias pueden padecer un infierno tantas veces como haga falta sin que nadie lo remedie, sólo porque la familia se traslada y el asunto se archiva.
—Eso es lo que sucede en la práctica, sí.
Ambos guardaron silencio y reflexionaron sobre aquella conclusión.
—Y no se hace por ningún motivo concreto —dijo Tell al fin—. Quiero decir si no se piensa en la capacidad que el ser humano tiene de cambiar su vida, o en su derecho a cambiarla, sin que nadie lo condene de antemano por sus fracasos pasados —una vez más, pensó en Lisa Jönsson—. Protección de la integridad individual y esas cosas, ya sabes.
Birgitta Sundin meneó la cabeza despacio.
—No. La idea es, pese a todo, tener en cuenta la perspectiva del niño en primer lugar pero, como en todas las grandes organizaciones, a veces las personas pasan a un segundo plano. En cualquier caso, yo los conocí cuando llevaban varios meses aquí. Espere… no lo recuerdo bien, tengo que mirar las notas… Recibimos una denuncia de los vecinos según la cual aquella casa era un puto escándalo, y disculpe la expresión. Poco después, Magnus le dio a Cecilia una buena paliza y ella acabó en el hospital. Durante un tiempo, vivió en una casa de acogida para mujeres, junto con Sussie. Denunció a Magnus, pero luego retiró la denuncia.
Tell asintió. Esa parte la conocía bien.
—Resumiendo, hicimos lo que pudimos para motivar a Cecilia a aceptar la ayuda. Se separaron poco después de que naciera el niño. Recuerdo que, entonces, me pareció un paso en la dirección adecuada por parte de Cecilia. Había reducido considerablemente el consumo de anfetaminas durante el embarazo. Mire, aquí tiene un informe bastante positivo de la investigación de que fue objeto mientras estuvo embarazada.
Sundin le mostró a Tell un documento de color parduzco y escrito a máquina en cuyo encabezamiento se leía el nombre de Hästvikens Utredningshem, la entidad encargada del seguimiento.
—Si algo mueve a las mujeres drogadictas a enmendarse es un embarazo. Y con Magnus fuera de escena, pensé que Cecilia tenía una oportunidad.
Birgitta Sundin saco una caja de caramelos de menta del primer cajón del escritorio.
—Por desgracia, sólo tenemos en cuenta a las madres y descartamos a los padres desde el principio —observó la directora, aunque sin el menor atisbo de culpabilidad—. Probamos distintas vías, pero, cuando nació Olof, Cecilia volvió a incrementar su consumo y, sobre todo, abandonó el cuidado de Sussie. ¿Ve? Aquí anoté que no la llevaba a la guardería, por ejemplo. E interrumpió todo contacto con los servicios sociales y de asistencia a la infancia. Si no recuerdo mal, Olof tenía poco más de seis meses cuando se hicieron cargo de Sussie.
—O sea, la niña sí, pero el pequeño no —observó Tell perplejo.
—Sí, en aquel momento consideramos que la hermana mayor corría más riesgo que el hermano por el estado de Cecilia. No es infrecuente que las madres cuiden de sus hijos good enough mientras son bebés, y que pierdan el control cuando se hacen algo mayores. Cuando empiezan a ser díscolos y a exigir. Y eso le ocurría a Cecilia. Pese a todo, estábamos dispuestos a concederle otra oportunidad con Olof. Comprenderá que ahora es fácil decir que nos equivocamos.
La mujer adoptó una expresión defensiva.
—Ha de saber que, en contra de lo que cree la gente, en este país no nos llevamos a los hijos sin motivo. Antes al contrario, yo diría que deberíamos hacerlo con más frecuencia. En fin, volviendo al asunto que nos ocupa, al final, mediante promesas y amenazas conseguimos que aceptara mudarse a un hogar para madres con hijos pequeños. Estaba en el norte, en Dalarna, creo. Cecilia y Olof estuvieron un año viviendo allí.
—¿Qué implica vivir en uno de esos hogares? —quiso saber Tell.
El comisario tenía la sensación de que lo que sucedió en un pasado remoto iba a resultar de capital importancia para su investigación.
Sundin no había respondido a su pregunta cuando alguien llamó a la puerta, que enseguida se abrió para dar paso a un hombre corpulento, de unos treinta años de edad. El joven informó a Sundin de que el grupo de asistencia a la juventud aguardaba a que comenzase la revisión de casos en la sala de reuniones.
—Un momento, Peter —le dijo Sundin con sequedad—. El comisario y yo no tardaremos.
La directora le echó un vistazo al reloj, pero sin olvidar la pregunta de Tell.
—Ese tipo de hogares han de observar la conducta de la madre y de los hijos y deben entregar informes periódicos sobre la capacidad de la madre para cumplir su función parental, sobre la relación madre e hijo, o sobre aquello que quien solicite los informes haya señalado como prioritario. En la actualidad, la mayoría de los hogares diseñan sus servicios según los deseos de quien los requiera. Y es natural. Por un lado, la competencia en ese campo es muy dura y, por otro, suelen cobrar esos informes a precio de oro.
La mujer carraspeó un poco y pasó varias hojas del informe de Olof, antes de cerrar el archivador y mirar a Tell como disculpándose.
—Podemos sintetizar afirmando que todo funcionó bien durante un tiempo. En Dalarna confiaban en ella. Cuando volvió a la ciudad, le concedieron un contrato de alquiler a su nombre. Y, de hecho, mantuvo a raya las drogas durante un par de años, aunque con mucha vigilancia y ayuda de los servicios sociales. Sin embargo, cuando Olof tenía cinco años, conoció a otro hombre que, por lo demás, nosotros también conocíamos; una verdadera perla, si quiere saber mi opinión. Y él la arrastró al fango de nuevo, en muy poco tiempo. Un año más tarde, cuando Olof entró en urgencias con múltiples contusiones y un brazo fracturado, se lo retiraron por la vía rápida. Jamás se aclaró si fue Cecilia o Marko, su nuevo compañero, quien le causó las lesiones, pues se culpaban el uno al otro.
—Y ¿adónde fue a parar Olof?
—Al principio, a un hogar especial para casos urgentes y, más tarde, a una familia de acogida de Ockerö. Tenían una larga experiencia con niños de acogida. Olof vivió con ellos hasta la edad de diez años o poco más, cuando el hombre murió súbitamente de un infarto. Su mujer no se vio con fuerzas para continuar sola con el trabajo.
—¿El trabajo?
—Sí, sencillamente no tenía fuerzas para seguir trabajando con los niños de acogida. Se le había muerto el marido y, bueno. Olof fue reubicado con una familia de Bergum, en Olofstorp.
De repente, Christian Tell dejó de pensar en la azarosa existencia de los niños de acogida y reaccionó al oír el nombre.
—¿Olofstorp, dice?
—Sí, por aquella zona. El nombre de la familia empezaba por jota. Jidbrandt, creo, marido y mujer. También una familia con experiencia en acogida. O, bueno, cuando Olof se mudó con ellos, tenían ya acogida a una niña.
Tell se inclinó y miró a Sundin a los ojos.
—¿Puede darme más información sobre esas dos familias? Me refiero a las familias de acogida.
Sundin negó con un gesto.
—No, no creo que pueda. Hace tantos años… Y pudo haber más de dos familias de acogida. Incluso creo recordar que Olof pasó un periodo más o menos breve en una especie de institución, pero no apostaría el cuello.
Tell señaló el historial de Olof.
—En cualquier caso, ahí debería figurar toda la información, ¿no es así?
Birgitta Sundin asintió.
—Así es. O al menos, todo el material que interesa a la comisión de Asuntos Sociales. Debe existir un informe sobre cada una de las familias de acogida, y una resolución aprobatoria en la que el secretario de Asuntos Sociales y el de los servicios de acogida motiven su elección de familia para determinado niño. Eso puede leerlo usted mismo.
Dicho esto, se puso de pie y cogió apresurada un bloc y una agenda de la estantería que había detrás de la mesa.
—Debo irme. Espero haber sido de ayuda.
Tell asintió y le estrechó la mano que ella le tendía.
—Gracias por dedicarme parte de su tiempo. Pero permítame que le haga una pregunta más. Para obtener información sobre Susanne Pilgren, ¿con quién debería ponerme en contacto? ¿Alguien sabe dónde está?
—¿Sabe si vive aquí, en Angered?
—¿Aquí? Pues no, no lo sé. Aunque según el censo más reciente, vivía en Högsbo.
—En tal caso, no es competencia nuestra, tendrá que ponerse en contacto con Högsbo. De veras, tengo que irme.
Birgitta Sundin estaba a punto de cerrar la puerta de su despacho, cuando, de repente, se dio media vuelta.
—Por cierto, ¿qué ha pasado con Olof? ¿Lo han asesinado, o ha asesinado a alguien?