2007
Llegó a la tienda de material de fontanería justo a la hora de la pausa de su dueño, Anders Franzén. O al menos eso pensó a juzgar por la postura relajada en que se lo encontró sentado en un rincón de la trastienda, con los pies encima del escritorio. Con los cascos en las orejas y los ojos cerrados, Franzén parecía ciego y sordo al resto del mundo, incluso a los discretos golpearos que Karlberg dio en el marco de la puerta.
El policía lo intentó con un sonoro carraspeo que, no obstante, tampoco logró atravesar la barrera de sonido tras la que se había parapetado el dueño del local. Cuando, finalmente, decidió adelantarse dos pasos al frente, le dio a Franzén un susto de muerte. Los auriculares y el iPod cayeron al suelo y, durante una fracción de segundo, Karlberg temió que le propinara un puñetazo. Para evitar semejante espectáculo, retrocedió al tiempo que intentaba sacar la placa del bolsillo.
—Soy policía, no quería asustarte. La verdad es que he llamado.
Señaló con un gesto elocuente los auriculares, que habían ido a caer debajo de la silla del escritorio. Dada la intensidad del volumen a dos metros de distancia, no se le podía reprochar a Franzén que no hubiera oído la llamada.
El hombre, perplejo, se rascaba la cabeza.
—Suelo oír cuando entra un cliente —se disculpó— Debo de haber subido el volumen más de la cuenta. Tengo un nuevo CD de Lucinda Williams. Increíblemente bueno ¿Lo has escuchado?
Le tendió los auriculares a Karlberg, que declinó la invitación.
—Quería preguntarte acerca de un hombre que, según parece, compartió el local contigo hace un tiempo. Olof Bart.
Franzén hizo una mueca de rabia.
—¿Que ha compartido local? ¿Eso te ha dicho? Por cierto, ¿se ha metido en algún lío?
—Podría decirse —dijo Karlberg escuetamente—. Está muerto.
Franzén se quedó pálido al instante.
—¿Muerto? Pero, qué demonios… Y tú has venido porque lo han…
—Asesinado, sí. Por eso quería pedirte que me ayudases con parte de la información. Tú trabajaste con Bart, ¿no? Durante un tiempo lo veías a diario, ¿verdad?
—Bueno…
Anders Franzén miraba a Karlberg indeciso.
—No sé de qué podría informarte yo. En primer lugar, no compartíamos local. Él alquiló durante dos años una pequeña parte de mi almacén. Yo no sé qué hacía allí, sólo que se dedicaba a distintos tipos de reparaciones. Sobre todo de aperos de labranza, algún coche o alguna motocicleta de cuando en cuando, creo. Supongo que cobraría en negro, pero me figuro que eso ya no tendrá la menor importancia.
Karlberg negó con la cabeza.
—No, claro. Pero, entonces, ¿tú no tenías un conocimiento directo de la persona a la que le alquilabas parte de tu almacén?
—Sí —protestó Franzén—. Por supuesto, lo conocía y me había forjado una opinión personal, pero no sé hasta qué punto es mi obligación controlar los negocios de una persona sólo porque me pague un alquiler mensual. Era un tipo polifacético, se dedicaba a todo lo que pudiera darle un dinero extra. Compraba cosas para repararlas y venderlas y necesitaba un sitio para guardar toda la mierda, perdón, los trastos. Yo tenía un local grande y sólo usaba la mitad y… Bueno, necesitaba dinero.
Miró a Karlberg con encono.
—¿Cómo te pusiste en contacto con Olof Bart?
—A través de unos conocidos, Ernst y Anette Persson. Eran vecinos suyos. Ellos sabían que necesitaba un local y yo necesitaba un inquilino, así fue la cosa.
«Eso sí que es curioso», pensó Karlberg. Según sus propias palabras, Persson sólo había hablado con Bart en un par de ocasiones. Y era innegable que resultaba un tanto extraño, aunque no imposible, que el tema de la necesidad de espacio de Bart hubiera surgido en alguna de ellas y que le hubieran facilitado el contacto con Franzén. Claro está que también era muy raro ser vecino de alguien durante diez años y no haber hablado nunca con esa persona, pero seguro que su caso no era una excepción. Sea como fuere, lo más interesante era averiguar si Persson había mantenido con Bart una relación más estrecha de lo que él quería hacer ver porque, de ser así, debía de existir un motivo para que mintieran. «Simple lógica», concluyó satisfecho.
La cuestión era que ninguna de las personas con las que habían hablado hasta el momento quería admitir haber mantenido una relación más o menos estrecha con Olof Bart.
Anders Franzén seguía la misma línea. Y ya empezaba a adoptar un tono más que defensivo.
—Yo utilizo el local como almacén y, lógicamente, no voy todos los días. Tampoco creo que él fuera allí todos los días cuando lo alquilaba, porque también hacía otros trabajos, por lo visto. En el bosque, por ejemplo, tengo entendido. No le pregunté exactamente para qué quería el local. Ni tampoco fisgaba entre sus cosas cuando él no estaba allí, yo no soy un tipo curioso. Además, su parte tenía puerta y cerradura propias, no habría podido entrar aunque hubiera querido, aunque…
—Me figuro que no sabes nada de sus negocios —atajó Karlberg—. Pero ¿sabes algo de él, de su pasado?
Franzén meneó la cabeza con vehemencia.
—Dijiste que tenías una opinión personal, ¿no?
—Sí, pero es sólo mi opinión, no puedo decir que sean datos objetivos.
—Vale, pero ahora no te estoy pidiendo datos, sino tu opinión.
—A mí me daba mala espina, la verdad. Como decía, no tengo ninguna prueba, pero a mí no me caía bien ese tipo.
Se encogió de hombros.
—Explícate.
—Puede que fuera una cuestión de química, claro está. Era imposible hablar con él. No te miraba a los ojos, ¿sabes? Ni daba una respuesta concreta a nada. Era poco solícito. Pero, insisto, una vez firmado el contrato, lo vi muy pocas veces.
—Comprendo.
Karlberg decidió jugarle una mala pasada.
—Según tengo entendido, rescindiste el contrato con Bart por algún tipo de desavenencia.
A juzgar por el color de la cara de Franzén, su truco funcionó.
—Lo eché, sí. Si he de ser sincero pues… bien mirado y pasado un tiempo, no estoy totalmente seguro de que yo llevara razón, pero te contaré lo que pasó.
Se cruzó de piernas y adoptó un tono conciliador.
—Fue en 2003, creo. Yo llevaba un tiempo ojo avizor porque había sufrido un enojoso robo en mi casita de veraneo. Fue una historia terrible, en serio. Los muy cerdos, no puede uno llamarlos de otra manera, no se conformaron con robar, sino que además destrozaron los muebles. También se habían cagado en el suelo, de verdad. Unos niñatos, tal vez, drogatas… qué sé yo. De todas formas, te lo cuento porque puede que me influyese de tal modo que… bueno, me volví terriblemente desconfiado. Pero a mí, de todas formas, ese Bart ya llevaba un tiempo dándome mala espina. Sencillamente, no sabía si era de fiar y eso me molestaba. Era, como ya he dicho, poco complaciente. En fin, una tarde fui con el coche al almacén, fue después de cerrar la tienda y en noviembre, así que estaba condenadamente oscuro. No sé si has inspeccionado la zona, pero se encuentra un pelín apartada. Allí no hay más que viejos almacenes y no suele haber ni un alma. En cualquier caso, no tuve tiempo de reaccionar cuando un tipo se me acercó por detrás y me puso contra la pared. Sentí algo afilado en el costado y supuse que era una navaja, no estaba seguro pero, ya sabes, en una situación así, uno no se la juega, de modo que se llevó la cartera y el reloj. La verdad es que tenía un Rolex, sí, mi hermana trabaja en publicidad y lo pudo comprar más barato…
Franzén tenía la frente perlada de sudor, pero Karlberg hubo de admitir que en aquella oficina tan reducida hacía bastante calor. Franzén miraba ausente hacia la puerta, como si temiera que el ladrón entrase por ella y exigiese contar su versión.
Parecía que había perdido el hilo.
—Te robó la cartera y el reloj —lo animó Karlberg.
—Justo. Como comprenderás, anduve un tiempo bastante asustado, fue demasiado y creo que desde aquel día, de alguna manera totalmente absurda, relacioné el suceso con Bart. Y un par de semanas más tarde lo vi, a Bart quiero decir, en el centro. Estaba algo lejos, al otro lado de la calle, y no me vio, pero iba con alguien. Te lo vuelvo a decir, aun a riesgo de ser pesado, no estoy seguro al cien por cien, porque, ya te digo, la tarde del robo estaba muy oscuro, pero en aquel momento tuve la certeza de que aquel era el hombre que me había robado.
—¿El que iba con Bart por el centro?
—Exacto. A partir de entonces todo me pareció tan jodidamente desagradable que aproveché la primera oportunidad que se presentó para echar a Bart. Eso ocurrió un mes más tarde. Iba algo retrasado con el pago del alquiler, sólo unos días era su costumbre y normalmente yo no le daba ninguna importancia, puesto que ese ingreso digamos que era marginal. Pero de todos modos ése fue el motivo que alegué para rescindir el contrato con efecto inmediato.
Franzén respiró aliviado.
—¿Cómo reaccionó Bart cuando lo echaste así, sin más?
El hombre pareció reflexionar.
—Bueno, pues eso es lo raro. Apenas reaccionó. Sólo asintió con la cabeza y aceptó dejar el local dos semanas más tarde. Luego, al día siguiente, apareció aquí en la tienda —Franzén señaló la superficie del suelo delante de sus pies— muy cabreado, pero de una forma espantosa. Un tanto amenazadora, diría yo. Recuerdo que me quedé aterrorizado.
—¿Te acuerdas de lo que dijo?
Franzén meneó la cabeza.
—No exactamente, no. Como ya he dicho, hace muchos años de eso. Pero dejaría caer que podían ocurrir muchas cosas con mi negocio y yo creo… si no recuerdo mal, que dijo un montón de tonterías acerca de que uno tiene que estar asegurado por si pasa algo. O algo por el estilo. En cualquier caso, yo lo interpreté como una amenaza.
—¿Lo denunciaste?
—No —confesó Franzén—. Yo estaba más que contento de habérmelo quitado de encima. Después no volví a verlo. Además, esto no se lo conté a Ernst ni a Anette, así que te agradecería que no les hablaras de ello.
Franzén se explicó al ver que Karlberg enarcaba las cejas extrañado.
—Sí, bueno. No quería que se preocupasen sin necesidad, como eran vecinos y eso. Y si se enteran de que se lo he ocultado…
Karlberg asintió, algo ausente, pues ya no contaba con conseguir de Franzén ningún otro dato de interés. Echó un vistazo a la oficina al tiempo que sacaba de la cartera una tarjeta de visita.
Mientras hablaban, se había entreabierto una de las puertas del enorme armario situado detrás de Franzén y había dejado al descubierto una colección impresionante de CDs, imponente para una tienda de saneamientos. Franzén vio hacia dónde se dirigía la mirada de Karlberg y resplandeció como un padre orgulloso en la maternidad. Toda la angustia que antes se podía leer en su cara desapareció cuando dijo:
—Puede que parezca raro, pero, con todo, paso tanto tiempo aquí como en casa. Y en casa, ya sabes lo que ocurre. Con atender a los niños, uno no tiene tiempo para nada, por eso un día cogí y sencillamente me traje los discos aquí. De todas formas, a mi mujer no le interesa mucho la música que digamos.
Se levantó y pasó con cariño la mano por las fundas.
—Mi hermano mayor tenía una tienda antes de irse al extranjero —aclaró—. Y pensé: ¿por qué no? Un trabajo es un trabajo, y yo necesitaba uno en ese momento. No es que los comercios prosperen ya como antes. Últimamente han aparecido por aquí como setas las grandes superficies, que venden también materiales de construcción y, ya sabes, yo no puedo mantener sus precios.
Pareció abrumado, pero enseguida recobró el ánimo.
—Siempre he soñado con tener una tienda de discos, desde pequeño. En aquel entonces, de discos de vinilo, claro, pero ahora lo que funciona es el CD. A no ser que seas coleccionista, claro. ¿A ti te gusta el country?
—No, no especialmente —respondió Karlberg con sinceridad. La mirada del propietario de la tienda, que, a todas luces, presentaba más facetas de las que pudiera pensarse a primera vista, se ensombreció por un instante.
—Bueno, pues ha empezado a llegar una nueva generación de cantautores que llevan la cultura country en la médula, aunque sus canciones están más trabajadas y resultan más fáciles de digerir para quienes no estén tan acostumbrados a escuchar ese tipo de música.
Buscó afanosamente entre las hileras de discos, tratando de encontrar al menos algo que pudiera satisfacer el oído tan exigente del policía.
Karlberg se encaminó a la puerta, tan amable como resuelto.
—No estoy tan puesto en la materia —dijo a modo de disculpa cuando vino a salvarlo un cliente que, claramente despistado, entró en la tienda.
Franzén suspiró contrariado, como si los clientes fuesen sólo una molestia que venía a interrumpir sus experiencias musicales cotidianas.
—Qué raro, a estas horas apenas viene nadie —dijo disgustado.
Karlberg aprovechó la circunstancia para darle las gracias y largarse.