Capítulo 32

Como de costumbre, se arrepintió amargamente de haber accedido a conducir de vuelta a casa y, tras una espera que colmo su paciencia, se hartó. Aunque le fastidiaba tener que entrar una vez más —había llamado a Vargen con insistencia tanto por el nombre como por el apellido y estuvo dando la tabarra como cualquier vieja—, eso fue exactamente lo que hizo.

—Vamos, joder. Mueve el culo.

Claro que eso no sirvió de nada. Vargen acababa de pedirse otra cerveza de las grandes y se la estaba tomando tranquilamente mientras, medio tumbado encima de la mesa, no paraba de farfullarle sus trolas a Pilen. A ninguno de los dos les importaba que su amigo estuviera esperando fuera en la nieve «Cerdos de mierda».

—Si queréis que os lleve, ya podéis ir viniendo; si no, que os den. Os volvéis a casa andando.

Målle tenía motivos más que suficientes para estar cabreado: llevaba más de media hora echado sobre el volante de su vieja furgoneta. A Vargen le habían retirado el permiso de conducir y no era la primera vez aquel año que Målle se veía como un puto chófer dando saltos de desesperación al amanecer, para al final tener que coger en brazos a su amigo, borracho como una cuba y llevarlo hasta el coche y largarse por fin. Eso fue lo que sucedió también en esta ocasión. Seguramente, hasta tendría que ayudar a Vargen a entrar en casa cuando hubieran llegado a su finca, habida cuenta de que él no podía caminar ni mantenerse de pie ni sentado.

«Vaya mierda». Siempre lo tentaba la idea de abrir la puerta del coche y empujarlo fuera sin más. Para darle una lección. Aunque, claro, el tío se quedaría tendido donde lo dejara tirado y para colmo de males se congelaría, al menos, en una noche como aquella. Eso tal vez fuera pasarse. En cualquier caso, para él era un misterio cómo lo aguantaba su parienta.

Además, Vargen era el único de los tres que tenía esposa, lo cual sólo demostraba que las tías se rinden antes por un cerdo guaperas que por el chico cojonudo con cara de monstruo. No es que él mismo fuera tan feo, pero, como suele decirse, el aspecto físico no le había sido de gran ayuda.

En lo que a Pilen, su tercer colega y compañero de fatigas, se refería, la teoría del feo no era ninguna exageración. En la mayoría de los casos, el acné desaparece con la adolescencia. Sin embargo, Pilen había tenido mala suerte en la lotería genética. A los incontables cráteres de antiguas espinillas que convertían su piel en un paisaje lunar había que añadir el hecho de que su cara casi siempre estaba cubierta de nuevos abscesos purulentos y dolorosos que, por temporadas, le convertían en un steak tartar. Según él mismo explicaba, era a causa del estrés, y, joder, vaya si debía de estar estresado.

En cierto modo, quizá fuera bueno que Pilen pudiera echarle la culpa a sus espinillas. Con toda probabilidad, sería mucho más duro enfrentarse a la idea de que uno, sencillamente, era demasiado imbécil para echar un polvo: por regla general, las féminas salían huyendo en cuanto abría la boca. Y teniendo en cuenta el tipo de gente de la que se rodeaba, como Vargen, quedaba claro lo tonto de remate que tenía que ser para destacar por esa característica.

Tampoco es que las susodichas féminas salieran corriendo para caer en los brazos de Målle, aunque alguna que otra se había mostrado interesada, pero en vano. A decir verdad, él prefería estar solo a tener en casa a una tía quejica y pesada a la que mantener, una de esas que se meten en todo y se van poniendo más gordas a medida que pasan los años. Eso era lo que les había ocurrido a la mayoría de sus amigos que habían cometido el error de agenciarse una mujer, por no hablar de los hijos.

La chica de Vargen tal vez fuera un poco especial, todavía estaba de buen ver y, además, parecía que no era tonta del todo. Lo cual hacía aún más incomprensible que hubiera elegido por marido a semejante gilipollas.

Acercó el coche y Pilen le ayudó a obligar a entrar a Vargen, que quería quedarse a tomar otra a toda costa.

Entonces Målle se irritó también con Pilen, que siempre le seguía la corriente sin más. Si no le hubiera dado una orden expresa, Pilen habría seguido allí sentado toda la noche escuchando las tonterías de Vargen, por más que sabían perfectamente que habían quedado en volver a las doce, como muy tarde. Se comportaba como una vieja, tenía miedo al conflicto, era un veleta.

Al salir con el vehículo entre los postes de la verja, advirtió con cierta irritación que no estaba tan sobrio como creía Alguna que otra cerveza había caído. No solía ser tan estricto cuando se trataba de los caminos de grava próximos a su casa, por donde hasta entonces jamás había visto un coche de la poli. Pero ahora iban a salir a la autopista.

El temor le hacía sentirse más irritado. Puto Vargen. De no haber sido por lo pesado que se puso, como siempre, él no habría bebido tanto.

Desafiando cualquier asomo de sentido común, el enfado hizo que aceptara la petaca que Vargen y Pilen se estaban pasando. Le dio un par de buenos tragos. ¡Qué más da! Si le pedían que soplara, le iban a retirar el permiso de conducir de todos modos, de eso ya era consciente. Posiblemente fuera el más sobrio del grupo, pero se hallaba lejos de estarlo a los ojos de la policía.

Para colmo de males estaba nevando de verdad, el limpiaparabrisas de la furgoneta no daba abasto y la visibilidad era bastante mala. Le empezó a doler la cabeza del esfuerzo para mantener la dirección, pendiente, por si fuera poco, de no terminar en la cuneta aquella puta noche.

Vargen acababa de quedarse dormido y babeaba sobre el cinturón de seguridad cuando, de pronto, Målle se oyó gritar a sí mismo y, por un segundo, perdió el control del vehículo. Las ruedas patinaron sobre una placa de hielo y la furgoneta se deslizó a una distancia alarmante de la cuneta, antes de detenerse en seco. Vargen se había despertado y clavaba en él una mirada furibunda.

—¿Qué haces?

—¿Qué? Había algo ahí. He estado a punto de atropellar a…

Aterrado y nervioso, se apresuró a limpiar el vaho del interior del parabrisas y vio una figura negra atravesada delante del vehículo. Abrió la puerta de golpe.

—¡Joder… mira por dónde vas! —dijo dando un puñetazo en el capó antes de gritar—: ¡Joder!

My queda deslumbrada por la luz de los faros y se cubre los ojos con el brazo. Aun así, reconoce enseguida al tipo que ha escupido antes a sus pies. Ha visto a tantos borrachos en su vida, que es capaz de adivinar enseguida a qué clase pertenece cada uno. Y aquel es de los que se enfadan.

—Mira por dónde vas —repite el hombre, aunque con menos ímpetu. Por alguna razón, precisamente ese titubeo despierta la rabia de la joven, que suelta la bicicleta y da un par de pasos hacia él.

—¡¿Mira por dónde vas?! Serás tú el que ha de mirar cómo conduce, como un loco de mierda. ¡Has estado a punto de atropellarme, aunque iba por el borde del arcén!

—Has pinchado.

—¿Crees que no lo sé?

Durante unos segundos se oye el zumbido decreciente de la rueda de la bici que aún sigue dando vueltas en el aire. Cuando por fin se detiene, se dejan oír los ruidos del bosque. Un goteo apacible. Un crujido, un susurro. Entre uno y otro, silencio.

Del chico sólo se aprecia la silueta del pelo, de la cazadora y de su espalda, que es ancha. Su rostro permanece en la oscuridad. Ella se aparta un paso y queda fuera del círculo de luz.

En la furgoneta hay movimiento, alguien se despierta y se lamenta. Entonces se abre de pronto la puerta del pasajero y otro chico casi se cae. «Es corpulento y está borracho como una cuba», piensa My.

—Joder… Vas a venir o… Vaya, una chica. Puedes sentarte en mis piernas.

El chico balbucea y se da golpes en la entrepierna con una risa chillona, pone un pie en la carretera y sale dando tumbos del vehículo. Tiene la cara empapada de sudor y los ojos, que asoman por encima de la barba, hinchados y enrojecidos.

Hay un tercero, en el asiento de atrás.

El corazón de My late sin compás, pero no hay salida. «Lo importante es no dejar ver el miedo». Se inclina un poco hacia delante, hacia el chico que conduce, y le llega un tufo inconfundible a alcohol.

—Pero si estás borracho, joder. Has tenido suerte. Si me hubieras atropellado habrías ido a la cárcel —retrocede un par de pasos y se encamina a donde tiene la bicicleta—. Ligón de mierda —dice My entre dientes.

—Sí, pues perdona, pero ¡deja de dar la paliza! —su voz resuena ahora con un tono gruñón, como si dudara en encolerizarse—. ¿Cargo la bici en la furgoneta o qué? Tú tampoco pareces muy despejada que digamos.

Lo importante es no desvelar que se tiene miedo. «Con tal de llegar a casa por fin. Si pudiera librarme de todo…».

—Ni aunque estuviera medio muerta me subiría en la camioneta con un borracho como tú.

La chica se volvía a encontrar bajo la luz de los faros. Esta vez no se protegió los ojos sino que se quedó allí simplemente, como una idiota, esperando que pasara algo. Desde donde estaba, ella no podía verlo a él tan bien como él la veía a ella.

Tenía una expresión de ridícula sorpresa pintada en su cara de niña, con aquella ropa de tío demasiado grande y las mejillas rojas de frío, como una cría. «Una mocosa enfadada». En cierto modo, aquello le pareció a Målle tan atractivo como conmovedor. ¡Qué coño!, si ya le había pedido perdón. Se había ofrecido a llevarla hasta la carretera y luego podría haber cogido un autobús nocturno o un taxi o lo que demonios fuera. ¿Qué más podía hacer él? La fiesta duraría toda la noche y aún faltaban muchas horas de oscuridad total hasta que las luces de los coches y de las motos iluminaran el camino del bosque.

No era una buena idea que una chica anduviese dando vueltas sola por el bosque, con la bicicleta y en plena noche. A cualquiera podía ocurrirle cualquier cosa. Y nadie vería ni oiría nada.

Vargen soltó la puerta y se acercó a la chica como quien se acerca a un animal acorralado.

—Vamos, ven aquí, vente con nosotros a dar una vuelta. Tenemos bebida y otra cosa que seguro que te va a gustar. ¿O es que eres de la otra acera, eh? ¿No te gustan las pollas? —continuó en voz baja, apremiante, aparentemente sobrio y optimista.

Estuvo a punto de decirle a Vargen que lo dejara, pero no fue capaz. La ofensa seguía allí como una espina clavada en el ojo. Descubrió que disfrutaba viendo lo asustada que parecía de pronto aquella bocazas. Ya no se la veía tan bravucona, como si hubiese decidido que lo mejor era cerrar el pico. Y hacía bien. Pensaría coger su mierda de bicicleta y largarse también, pero Vargen había llegado hasta donde se encontraba y la tenía agarrada por el brazo. Entonces gritó «jodido viejo asqueroso, déjame en paz». También gritó pidiendo ayuda, y podía seguir haciéndolo. Nadie lo oiría.

Él supo en ese mismo instante que la chica no contaba con posibilidad alguna. Tenían poder para hacer lo que quisieran y ella no podría decir ni hacer absolutamente nada para impedírselo. Eso lo puso cachondo. Eso, y también ver cómo Vargen, con una expresión que él jamás le había advertido en aquella cara barbuda, empujaba hacia el coche a la chica, que se retorcía gritando.

Vargen le inmovilizó los brazos por detrás con una de sus manazas y empezó a hurgarse la bragueta con la otra. Nada quedaba ya de la piltrafa balbuciente de antes, se había esfumado.

Pilen abrió la puerta de la furgoneta para facilitarle a Vargen la tarea de empujar a la chica, que cayó boca abajo en los asientos. Después se quedó como paralizado, como si no tuviese ni idea de lo que se esperaba que hiciera.

My abandona su cuerpo y observa la escena desde arriba, desde las copas de los árboles. Es un alivio no tener que oponer más resistencia. Los detalles se vuelven nítidos: un chicle con forma de cabeza de caballo pegado en el asiento; restos de un paquete de hamburguesas; incontables latas de cerveza vacías en el suelo. Con el rabillo del ojo ve a Homer Simpson colgado del espejo retrovisor. Y siente un olor a sudor y a estiércol procedente de la gorra de piel sobre la que le aplastan la mejilla.

—¡Venga! —jalea El Grande.

El que parece asustado le sube el abrigo por encima de la cintura con un gesto que, en otras circunstancias, habría resultado cómico, asqueado, como si estuviera diseccionando una rata. Sí, visto desde arriba, My constata que tiene miedo. Le retira la minifalda marrón haciendo una mueca y con la respiración cada vez más acelerada y jadeante, se diría que estuviese sufriendo un ataque de asma, y tira de la falda como si quisiera reventar las costuras.

Al final, El Grande se harta y aparta al torpe de su amigo de un empujón pero, antes de que él alcance a aplastarla con su peso contra el asiento, My ve su oportunidad.

En una décima de segundo, vuelve a su cuerpo. Como un rayo, consigue doblar el pie hacia atrás y darle una patada en la entrepierna a su agresor. El Grande pierde el equilibrio y cae hacia atrás sobre El Tímido, que parece estar esperando la ocasión para desmayarse y de hecho resbala y cae a la cuneta. My aprovecha para echar a correr, directamente hacia el negro vacío. Una rama que sobresale le araña la cara. Corre apretando los dientes, «ya lloraré luego, ahora no», con los ojos anegados estaría perdida en la oscuridad.

Tiene pánico a tropezar y caer, pero ahuyenta las imágenes turbulentas de sí misma con la cara pegada al suelo helado, sus perseguidores le darían alcance en un segundo. Ahora lo importante es atender con los cinco sentidos, concentrarse por completo. La sangre que le corre por la comisura de los labios tiene un sabor acre a hierro. Gritará por esto, pero no ahora. Ahora corre con el grito contenido retumbándole en el cuerpo. El sonido de una rama al quebrarse la mueve a mirar por encima del hombro. Los faros de la camioneta se le antojan extrañamente cerca.

My sólo oye los latidos de su corazón.

Más rápido de lo que su cerebro alcanzó a registrar, Målle rodeó la camioneta y se lanzó a la caza de la chica. No podía soportar la idea de que se les escapara y se saliera con la suya. Ahora que iban a demostrarle quién mandaba allí.

Ella se internó en el bosque a la carrera, ofrecía un aspecto penoso con la ropa hecha un desastre. Diez metros más adelante, le dieron alcance entre los abetos.

No podía responder por Vargen, pero a él se le habían quitado las ganas de follar, la chica le parecía demasiado lamentable, aunque precisamente por ello había que darle un escarmiento. Luego la llevarían hasta la carretera y ella sentiría una gratitud inmensa porque ellos no la habían maltratado, pese a que tenían el poder.

—¡Tranquilizaos! —les gritó tanto a ella como a Vargen, que echaba espuma por la boca. Jamás lo había visto hacerle justicia a su apodo como en aquel momento[6].

Y de pronto ella se desplomó sin más. Quizá porque tropezó con una raíz mojada o tal vez porque se desmayó, no estaba muy seguro, pero lo que sí era cierto es que la chica se cayó, cayó de cabeza y se quedó totalmente inmóvil.

Después, sólo se oían sus propios latidos y también a Vargen resoplando alrededor, cada vez más alto, hasta que él le gritó que se callara.

Estaba oscuro, endiabladamente oscuro para ver nada, pero se repitió una y otra vez que aquel cuerpo que veían allí tendido parecía demasiado quieto. Aunque le temblaban las manos, consiguió sacar la linterna, si bien no fue capaz de encenderla. Vargen se la arrebató y la enfocó hacia el suelo nevado y luego fue Pilen quien los martirizó lloriqueando como un niño y tapándose los oídos con las manos durante la locura en que se convirtió el viaje de vuelta a casa. Pilen, precisamente, que no llegó a ver cómo la sangre teñía de rojo la nieve en torno a la cabeza y los ojos ciegos de la muchacha, que miraban al vacío sin un parpadeo.