1995
No acababa de poner el pie en la estación central de Borås cuando notó que le dolía el estómago. Había tomado un tren anterior a lo acordado y no esperaba encontrar en el andén ninguna cara conocida. En efecto, salvo un hombre mayor con gabardina y gorro de pescador, no había un alma. Compró en el quiosco un par de plátanos y una botella de agua mineral con la esperanza de calmar lo que su madre solía llamar «los nervios del estómago», que se rebelaban contra las numerosas tazas de café ingeridas en el vagón restaurante. Se había pasado viajando todo el día.
Una chica de su clase se había ofrecido a llevarla a la estación aquella mañana, muy temprano. My se decidió en el acto, metió un poco de ropa en la mochila y le garabateó unas líneas a Caroline, que aún dormía. «Me voy a la estación por mi cuenta, nos vemos el domingo por la noche. ¡Besos!». Sabía que la jovialidad del mensaje era una manera de ocultar la verdadera razón de la alegría indescriptible que le causaba abandonar Stensjön enseguida. Deseaba ser libre, aunque sólo fuera por un par de días. Deseaba demostrarse a sí misma que aún podía arreglárselas sola. Deseaba tener una oportunidad de echarla de menos, como al principio de su relación.
En efecto, hablar de la necesidad de libertad con Caroline resultaba inútil y, cada vez que lo intentaba, terminaba desesperada y condenada a sus largos silencios y a sofisticados actos de venganza. My no se había percatado hasta el momento de que sus ansias de libertad eran proporcionales al dolor que le causaban a Caroline; se había adaptado a la situación, a pesar de que volvía a experimentar un deseo que, en ocasiones, se convertía en un auténtico suplicio.
Por lo demás, podría creerse que la gastroenteritis se debía a la ciudad, al color plomizo que envolvía la estación de Borås y a su entorno sin vida. Los nervios del estómago —el nudo— eran una constante en su relación con Solveig, su madre. Pobre Solveig.
El dolor de barriga había formado parte de su adolescencia, siempre vinculado al sentimiento de culpa. Esa culpa constante y turbadora que nunca logró explicarse de forma racional, pero que no por ello dejaba de estar siempre presente. Desde muy niña, tuvo claro que debía compadecer a su pobre madre. A lo largo de los años, la culpa se confundió con la rabia que la propia culpa le inspiraba. Y el amor llegó a confundirse con la rabia que le inspiraban quienes vivían y se alimentaban de la culpa de los demás.
Ninguna terapia de conducta del mundo podría remediar el nudo perfecto que se le ponía alrededor del cuello y que se iba cerrando en cuanto ella dejaba la puerta entreabierta.
Enseguida sintió aquel olor familiar. Estaba incrustado en las personas que habitaban la casa, en sus desavenencias, en los muebles de madera de pino del vestíbulo, en el sillón con tapicería de Laura Ashley que su madre había ganado en un concurso de la revista Damernas Värld. Las vibraciones, ese excelente sexto sentido, le decían que debería gritar para avisar a Solveig de su llegada. No debía sorprenderla entrando en su habitación sin avisar.
Se le ahogó el carraspeo en la garganta y sólo emitió un murmullo imperceptible.
Solveig estaba en el dormitorio. My se quedó en la puerta esperando a que dejase de temblarle el cuerpo. Sabía que su madre había advertido su presencia.
—Hija mía —dijo Solveig volviéndose hacia My con los ojos anegados en llanto. Apretó la mejilla húmeda contra la mano de su hija, fría y blanda como masa de pan en una bolsa de plástico—. Mamá sólo está un poco triste —My recordaba de sobra aquellas palabras de su infancia—. Pero ahora que has venido ya estoy bien.
Dejaron los platos de la comida en la cocina y pasaron a la sala de estar. Solveig había comprado refrescos y patatas fritas y preparó palomitas en el microondas. En la tele ponían una comedia romántica. Para poder verla desde el sillón giratorio, arrumbado en un rincón, puesto que Sebastian solía ver la tele en su habitación, tuvieron que mover una peana y pegar a la pared una mesa auxiliar.
El salón era mucho más pequeño que el de Rydboholm, pero a Solveig le costaba deshacerse de los muebles. Y mientras los recolocaban, mencionó varias veces que le faltaba espacio.
My la reconfortaba con paciencia una y otra vez.
—Es lo mejor que has podido hacer, mamá, sin duda. Está claro que lo mejor es que vivas en el centro.
—¿Ahora que Sebastian no tardará en mudarse? ¿Ahora que me voy a quedar sola? Echo de menos todas mis cosas. Tengo un trastero lleno de muebles en el desván y echo de menos el suelo de parqué. Este no es parqué auténtico. En realidad, ¿para qué quiero yo vivir en el centro? Si siempre estoy en casa. Desde luego, debería haber invertido dinero en comprarme una casa.
—En primer lugar, Sebbe sólo tiene quince años, aún falta para que se vaya de casa. Además, por tu propio bien, deberías buscarte un entretenimiento para cuando no tengas a quien cuidar. Un hobby, algo.
Su madre la miró con desprecio.
—¿Como qué?
—No sé. Clases de baile, quizá. O estudiar idiomas.
My se encogió de hombros, no tenía fuerzas para entregarse a una conversación tan manida. Sabía que era inútil. Su madre resopló enfurruñada, cogió el paquete de cigarrillos y el encendedor y se fue a la silla de madera que había junto a la ventana. La dejó entornada y echó el humo por la rendija. Observaba el exterior con aire preocupado.
—Qué oscuro está todo… Dicen que van a poner farolas en esta calle —dijo en un murmullo apenas audible—. Para que las mujeres puedan caminar tranquilas, sin miedo a los violadores y otros indeseables. Como si eso sirviera de algo.
Entornó los ojos.
—Apaga la luz para que vea bien la calle.
My se puso a su lado. Ambas observaron en silencio a un paseante nocturno que, solitario, caminaba con su perro.
—Estás preocupada por Sebbe, ¿es eso? —preguntó My al fin.
Solveig asintió y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas sin que ella pareciera advertirlo.
My lanzó un suspiro.
—¡Mamá! No son más que las ocho y media. ¿No iba a una fiesta?
—¡Yo no le di permiso! —gritó Solveig con la cara desencajada por el llanto. Aspiró el humo con tanto ímpetu que empezó a toser y tuvo que agachar la cabeza y tomar aire.
A la luz de la lámpara de pie, My vio que el cabello de Solveig tocaba el suelo. Tenía las puntas abiertas. Y la cabeza llena de canas. ¿Desde cuándo tenía canas?
—Tú misma lo dijiste, My —la voz de su madre sonó diferente cuando las palabras rebotaron en el suelo—. Sólo tiene quince años. Indeseables, ésa es la clase de gente que va a las fiestas de los motoristas. Esta noche no voy a poder dormir sin pastillas. No creo que pueda soportarlo —Solveig se incorporó y se golpeó una oreja con la palma de la mano—. Maldad. Se llama Evil. Maldad.
—¿Fiesta de motoristas? ¿Dónde?
—Creo que es en Frufällan.
—Evil Riders. Sí, tienen un local por allí. Conozco a gente que ha pertenecido a ese club.
My sabía lo que se avecinaba. Se sentó en el sofá y se colocó un cojín en el estómago.
De pronto, le pareció ridículo. Y de hecho, se habría reído, si no le hubiese resultado tan patético al mismo tiempo: su madre y ella en aquel apartamentito agobiante, atestado de muebles, cada una con sus propios dolores psicosomáticos que, con toda seguridad, empeoraban cuando estaban juntas. Y Solveig pretendía que ella fuera a Frufällan, atravesando senderos en medio de la lluvia y el viento.
Señaló la oscuridad de la calle, como si debiese bastar ese argumento. De hecho, para ella era un argumento más válido que la vida y la libertad de Sebastian.
Solveig meneó la cabeza, indignada.
—¡Es tu hermano! Es sólo un niño y es tu obligación de hermana mayor ir a buscarlo. Por favor, My, bonita. Mis nervios no lo resisten… Puedes coger el autobús si te preocupa la lluvia.
My se arrepentía de haber ido a casa. Había anhelado alejarse de Stensjön y de Caroline, pero ese anhelo no era nada en comparación con lo mucho que ahora deseaba estar en cualquier otro lugar, lejos de su madre.
—Solveig —dijo a sabiendas de que su madre detestaba que la llamase por su nombre—. Vale. Sé dónde está. La parada queda muy lejos, así que no es buena idea tomar el autobús. Me imagino que sigues teniendo la bicicleta.
Solveig asintió, ya con una expresión más dulce. Apagó el cigarrillo en el cenicero abarrotado que había sobre la mesa de centro y se secó las lágrimas.
—Está en el sótano. Tendrás que inflar las ruedas, nadie la ha utilizado desde que te marchaste.
My asintió con una expresión de amargura.
—Pienso tomarme una copa de ese vino que guardas en la despensa mientras me preparo para congelarme el culo y para avergonzar a Sebastian delante de sus amigos.
No se sintió con fuerzas para mirar mientras Solveig encontraba el gesto que mostrara con la suficiente claridad hasta qué punto la había ofendido la alusión al vino que guardaba en la despensa, pues hacía un año que alardeaba de no beber a causa de sus «pastillas para el corazón». Al final, Solveig se relajó y no se preocupó de fingir nada. Ya había conseguido lo que quería de My, de modo que fue a buscar la botella de vino.
* * *
Antes su madre era, si no más verosímil, sí más ágil para mentir, pensó My cuando, un par de horas después, pedaleaba por el carril bici escasamente iluminado en dirección a las afueras.
Era una ingenua. Creyó que las cosas habrían cambiado en casa sólo porque las circunstancias externas eran diferentes. Y en castigo por ello y por todo lo demás, se armó un lío fenomenal. La lluvia le golpeaba la cara y la frente le dolía de frío. Iba maldiciendo sin cesar. Al principio con moderación, amortiguando sus imprecaciones en la bufanda de lana, pero no tardó en ponerse a gritar su frustración a los cuatro vientos. Se diría que el temporal engullese las blasfemias en el campo abierto al que habían dado paso la zona industrial y los viejos almacenes.
Se sintió algo mejor cuando abandonó el carril bici en dirección al club de los Evil Riders. No habría debido preocuparse por si daría o no con el sitio: el camino estaba indicado con una señal iluminada por una bengala que había conseguido mantenerse encendida a pesar del viento y la lluvia. Tampoco corría peligro de perderse ya que el estrecho camino de grava parecía continuar eternamente, sin interrupción de cruces o edificios. Estaba oscuro como boca de lobo, sólo iluminado por la débil luz de la dinamo de la bicicleta. Era como si viajara hacia la nada sin mapa ni compás.
Se había hecho tarde mientras se tomaba el vino, se vestía con ropa adecuada para el temporal y conseguía encontrar la bomba de su vieja bicicleta. Seguro que era cerca de medianoche. «Ojalá no tarde demasiado en llegar», se dijo. Podría dejar la bicicleta allí y volver a casa con Sebbe en su moto. La idea le infundió ánimos.
Pero sólo hasta que vio la luz del jardín del club al final de la carretera sinuosa, oscura y serpenteante. Oyó el ruido de un motor que se acercaba. Había dos coches y gente gritando. Se detuvo y pegó la bici al arcén para dejarlos pasar. Se oía música procedente del edificio. La puerta de entrada y algunas ventanas estaban abiertas de par en par, a pesar del frío. Un perro salió corriendo, levantó la pata e hizo sus necesidades en la fachada. El animal miró a My fijamente durante un instante, hasta que detectó en el suelo algún olor en el que concentrarse.
Justo después salió una chica, teñida de rubio, con botas y minifalda. A My le resultó ligeramente familiar. La chica llamó al perro y se puso en cuclillas para rascarle detrás de la oreja. Luego le hizo a My un gesto de asentimiento y volvió a entrar en el local. My se atrevió a cruzar la verja de la valla circundante. Apoyó la bicicleta contra la pared, junto a una enorme moto con sidecar.
Los músculos de la cara se le contrajeron antes de cruzar el umbral. Su máscara habitual se le adaptó como una fina membrana capaz de conseguir que las posibles humillaciones no le afectasen tanto o, al menos, que así lo pareciese.
Un hombre alto que bloqueaba la entrada con traje de cuero y una larga cola de caballo se perfiló en la puerta frente a ella. Cuando se apartó, My echó una ojeada al local lleno de humo.
No había iluminación, salvo la de las velas que, metidas en botellas, había sobre las mesas y algunos bancos, los puntos de una docena de cigarrillos encendidos y una lamparita eléctrica que colgaba encima de la barra, pintada de rojo. Los rincones estaban en sombras. El ruido de risas aisladas y de gritos entrecortados revelaba que había gente por todas partes y que parecía dispuesta a hacer todo lo posible por acallar la música del piso de arriba. Cuando los ojos se le habituaron a la oscuridad, vio a los que estaban sentados en el suelo, junto a la pared.
No encontró a Sebastian por ninguna parte. La mayoría de los que allí había eran treintañeros. Muchos llevaban el emblema del club en la espalda. El hombre de la cola de caballo se había quedado en el jardín y acababa de encender un cigarrillo. Parecía simpático. My se asomó por la puerta.
—¡Disculpa! Busco a un chico que se llama Sebastian. ¿Sabes si está aquí? Sólo tiene quince años, está con un amigo que es más o menos de su edad. Creo que se llama Krister.
El de la cola de caballo sonrió y expulsó el humo del cigarrillo.
—Mira, ahí dentro debe de haber unas doscientas personas. No tengo ni idea de cómo se llaman ni de qué edad tienen. Esta noche hay concierto, un grupo de Estados Unidos. Una panda disfrazada de monstruos. No es lo mío, pero arrastran a la gente, eso se nota. Es una fiesta para todo el mundo, cualquiera puede entrar, siempre y cuando apoquine. Y eso da dinero. Como comprenderás, no pedimos la documentación. ¡Anda!, no serás de la pasma, ¿verdad?
Unos gritos se impusieron al murmullo general que bullía detrás de ella. My no estaba preparada para el fuerte golpe que recibió en la espalda y que le hizo perder el equilibrio y caer sobre el hombre de la cola de caballo. Él la agarró con habilidad y le propinó una patada al joven borracho.
—Ten cuidado, imbécil.
El de la cola de caballo pareció no prestar atención al comentario ofensivo del imbécil cuando éste volvió a entrar dando trompicones. Sólo movió la cabeza y señaló la chaqueta de My, a la altura del pecho.
—Te ha manchado de cerveza.
Por un momento, pensó en ayudarla a limpiar la mancha de espuma, pero decidió que aquello podría malinterpretarse.
Ella hizo un gesto con la mano, quitándole importancia al percance.
—No, no soy policía. Estoy buscando a mi hermano. Pensé que igual lo conocías.
El tipo asintió y pareció esforzarse por hacer memoria.
—Bueno, claro, si tienen quince años… Siendo tan jóvenes, quizá debería haberme fijado. Sube y mira, seguro que está en el piso de arriba, ahí es donde toca el grupo. ¿Has echado un vistazo en el bar? Quizá esté emborrachándose de cerveza. Es lo que yo hacía cuando tenía quince años.
Sonrió y dejó a la vista una bolsita de tabaco.
—A decir verdad, todavía lo hago. Pero hoy tengo que trabajar hasta el amanecer —sacó del bolsillo un reloj con la correa rota—. Dentro de dos horas me toca turno en el bar. Pásate y te invito a una cerveza —añadió y volvió a sonreír. My no respondió. No pensaba quedarse tanto tiempo.
En la escalera que conducía al piso superior había un grupo de jóvenes sólo un poco mayores que Sebbe. Por suerte, uno de ellos asintió cuando ella consiguió hacerse oír a través del sonido atronador de la música. Señaló a la masa de roqueros que agitaban la cabeza saltando en torno al escenario. El suelo temblaba sospechosamente bajo sus pies y parecía amenazar con desplomarse.
En efecto, allí estaba Sebastian, junto al escenario, absorto en aquellos seres maquillados de blanco con capuchas negras en la cabeza, que emitían gritos guturales en los micrófonos colocados en círculo. Estaba sentado en una esquina del escenario, justo delante de los altavoces. Teniendo en cuenta el volumen del sonido lo lógico habría sido que saliera disparado del escenario, o que se quedara medio sordo el resto del fin de semana, como mínimo.
My se abrió paso a empujones. Justo cuando pensaba tirarle a su hermano de la manga de la chaqueta tuvo el impulso de detenerse para observarlo. Habían pasado varios meses desde la última vez que se vieron. Le pareció que había adelgazado.
Sebastian se sobresaltó, como si de verdad hubiera estado en otro mundo. En un principio le dedicó una mirada impersonal. Ella gritó su nombre, aunque sin oír su propia voz, y lo bajó a rastras del escenario. El grupo de jóvenes de la escalera se apartó al verla llegar empujando a su hermano hacia la salida. Caminaba como poseída por una rabia súbita y sagrada porque él, indirectamente, la había obligado a pasar por aquella prueba.
Sebastian logró liberarse de su mano pero ella ya había conseguido empujarlo hasta el jardín. El viento y la lluvia habían cesado y ahora revoloteaban en el aire unos copos vacilantes.
—¿Qué coño pasa? —gritó él.
My se serenó e intentó ponerse en su lugar.
—Mamá me ha obligado a venir aquí a buscarte. Está preocupadísima, al parecer te dijo que no podías salir.
—Sí, ¿y qué? Si me preocupara por todo lo que dice, estaría tan loco como ella.
Sí, había adelgazado. Apenas lo reconocía. Las ojeras le hacían parecer mayor de quince años. De improviso, sintió que la embargaba un hondo sentimiento de cariño. Su hermano siempre le había inspirado, si no irritación, sí al menos indiferencia, con sus mejillas regordetas y sus ojos llorosos, siempre compitiendo por el favor de su madre.
Extendió la mano y le tocó el brazo bajo la cazadora vaquera.
—Eh, hace mucho que no nos vemos. ¿No llevas más abrigo?
Sebastian asintió obstinado y cruzó los brazos sobre el pecho, como si acabara de darse cuenta de que tenía frío. Ella le cogió la mano algo abochornada pero, de pronto, sintió que quería tocarlo. Lo debía de haber pasado muy mal desde que ella se mudó, se encendió de rabia al pensarlo. Retiró la mano. Sebastian bajó la mirada, como si quisiera decir algo agradable o importante, pero pareció cambiar de idea.
My estaba helada, a pesar del abrigo.
—Tienes que volver a casa conmigo ahora mismo, Sebbe.
Sebastian la miró, ya sin rastro de comprensión en los ojos.
—Ni lo sueñes. Voy a ver al grupo. No pienso ir a casa.
Se dio la vuelta para entrar de nuevo, pero ella se lo impidió interponiéndose en su camino. Junto a un coche americano había un par de chicos y una chica de la edad de My. Se echaron a reír gritándole a Sebbe que hacía tiempo que debería estar en la cama.
My intentó tomarse con calma la mirada furibunda de Sebastian. No soportaba la idea de volver a casa sin él y enfrentarse al desconsuelo de Solveig.
—Venga ya, joder —masculló entre dientes—. Además, no pienso irme a menos que me lleves en la moto. No soy capaz de volver en bicicleta —añadió, algo más alto.
—Ese es tu problema —respondió Sebastian.
Durante unos segundos, se miraron desafiantes. My fue la primera en ceder. El agotamiento tras el largo día de viaje y la excitación de estar con Solveig le pasaron factura y ahora sentía un intenso calambre en las corvas. Lo tenía agarrado por la muñeca, pero Sebastian se soltó brutalmente y le dio un empujón. My no tuvo fuerzas para protestar.
El grupo se disponía a tomarse un descanso. Cuando se interrumpió la música, se oyeron aplausos y silbidos dispersos desde el piso superior. La gente empezó a bajar dando tumbos por la escalera para aprovechar la pausa en el bar. Sebastian subió las escaleras a contracorriente. My se quedó atónita, confiando en que cambiaría de idea.
Unos cuantos roqueros sudorosos se dispersaron jadeantes por el jardín. Aún medio sordos por los decibelios de la música, que sin duda superaba los límites permitidos, gritaban más que hablaban entre sí mientras se dejaban refrescar por el frío aire nocturno.
La chica rubia volvió a salir y se detuvo a anudarse al cuello una bufanda de color vino. My estaba segura, la conocía. Buscó su mirada y levantó la mano en un amago de saludo.
—Yo creo que te conozco del Norra.
La chica le sonrió y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de la cazadora. Como antiguas clientes habituales del café Norra Station —de las que llegaban cuando abría y se quedaban hasta la hora de cierre, de las que escribían sus diarios en las servilletas o en los consabidos y célebres libros de firmas—, se conocían más por lo que pensaban que por su aspecto. Al igual que tantas otras personas, también ellas habían revelado sus secretos y deseos para que los demás los aplaudieran o los rechazaran sin miramientos. Toda su relación tenía lugar por escrito y bajo seudónimo, como en un mundo secreto. Por aquel entonces, eso era fundamental.
—Creía que eras de Gotemburgo —le dijo My a la chica.
—Sí, lo soy. He venido a ver al grupo con un chico. Por cierto, me lo acabo de encontrar morreándose con otra tía. Así es la vida —respondió encogiéndose de hombros.
—Pero entonces tú eres de Borås. Te llamabas Tingeling.
Era asombroso que recordara el apodo de My después de tanto tiempo. A My la animó comprobar que había causado tanta impresión.
—Y tú eres Girl.
Permanecieron un rato en silencio, reflexionando sobre el intercambio oficial de correspondencia que había tenido lugar un par de años antes.
—Dibujas de puta madre —dijo la chica de repente—. De puta madre. Deberías dedicarte a ello.
My se encogió un tanto avergonzada y notó que se ruborizaba.
—Gracias —fue cuanto logró articular.
De repente se oyeron unos gritos en el interior de la casa. Un joven de unos treinta años salió trastabillando, era el imbécil que había empujado a My hacía un rato y que ahora escupió a unos centímetros de su zapato.
My alzó la vista al cielo con resignación.
—¿Quiénes son ésos?
La chica siguió al imbécil con la mirada mientras éste deambulaba indignado por el jardín, y se encogió de hombros antes de contestar:
—No lo sé. Creo que también son de Gotemburgo, pero no conozco a ninguno. Están hechos polvo, por lo que se ve. Son unos borrachos de mierda —se volvió de nuevo hacia My—. Bah, pero pasando de ellos. Te invito a una cerveza ahí dentro. Así podremos hablar del Norra. De todos modos, yo aquí no conozco a casi nadie. Y de camino al bar le podemos dar una patada en la entrepierna al tío que vino conmigo, el que está en la esquina y casi se folla a esa tía con carero de mono. ¡Vamos!
My se echó a reír, pero negó con un gesto.
—No creo que aguante. Tengo que volver en bici a casa de mi madre, si no se le irá la cabeza. He venido a recoger a mi hermano, pero él se niega a acompañarme y si no llega uno de los dos, seguro que llama a la policía.
La chica la escrutó con detenimiento. My estuvo a punto de cambiar de idea. No comprendía por qué se mostraba ahora tan considerada con los sentimientos de Solveig, cuando siempre se había sentido orgullosa de no permitir que la histeria de su madre condicionase su vida.
Le apetecía mucho más tomarse una cerveza con Girl que el largo y oscuro camino de vuelta a casa. Aun así pensó que no soportaría la escena que sin duda le esperaría si no se apresuraba a volver. Solveig parecía estar peor que de costumbre.
—Si quieres te puedo acompañar al autobús. Te puedo llevar en bici —se ofreció.
Girl se lo pensó un rato, pero finalmente rechazó su ofrecimiento.
—No. Me quedo. Intentaré que alguien me lleve a la estación, hace un frío de cojones. Y además, no quiero perder la oportunidad de montarle un numerito a Mårten. Sólo esperaré el momento oportuno.
My asintió. Se sintió exhausta mientras empujaba la bicicleta para cruzar la verja e ignoró la voz insinuante de un hombre que le pedía que volviera. No tenía humor para flirtear ni para bromas.
Apretó los dientes hasta que empezaron a dolerle las mandíbulas. Le castañeteaban de frío. Con paciencia infinita, fue evitando las partes heladas del camino para no caerse de la bicicleta.
Se encontraba a mitad de trayecto entre el club y la carretera cuando reventó la cámara de aire de la rueda. Entonces se le saltaron las lágrimas, de cansancio y de rabia. Intentó seguir pedaleando entre sollozos, mientras arrastraba por el suelo la goma reseca de la vieja cámara. Al cabo de un rato, le ardían los músculos de las piernas.
No le quedaba otra salida que recorrer a pie el camino en medio de aquella oscuridad compacta y silenciosa. Ya se le congelaban las lágrimas en las mejillas.