Capítulo 29

La tarea del día, ir de casa en casa interrogando al vecindario, era una muestra de la cooperación entre distritos. Sofía Frisk, inspectora de la brigada criminal, la rubia despampanante de la fiesta de Navidad, había conducido como una ladrona de coches, tomando las curvas sobre dos ruedas y haciendo adelantamientos espectaculares. Gonzales jamás lo habría imaginado cuando la vio por primera vez, delicada, rubia, y con aquellos ojos azules que parecían sacados de un anuncio de lentillas de colores. Se puso unas gafas de sol que le cubrían media cara y le hacían parecer un insecto.

Gonzales se echó a reír.

—¿Qué pasa?

—Estás graciosa con esas gafas.

Ella sonrió y estiró las piernas bajo la manta polar.

—¡Ah, qué agradable! Pero aún tengo los pies fríos.

A Michael Gonzales no le parecía que la situación fuera agradable en absoluto. Aquella mañana quiso ponerse guapo para cumplir la misión que le habían encomendado, pasar el día viajando con Sofia Frisk, de la brigada criminal de Borås. Así que se enfundó su cazadora de cuero, moderna pero demasiado fina. Además, llevaba vaqueros, con lo que se le estaba congelando el trasero en aquella silla de jardín, pese a que le habían proporcionado una manta y un cojín mullido. Por no hablar de cómo tenía los pies, que las zapatillas empapadas no podían proteger. De entrada, habían perdido la sensibilidad.

—Imagínate vivir aquí. Qué lujo despertarse cada mañana y ver este paisaje.

Sofia se retrepó y paseó la mirada por las islas. Se diría que un gigante las hubiese plantado de forma arbitraria en el lago Frisjö, que resplandecía al sol a los pies de la terraza.

La anfitriona apareció abrigada con un anorak y traía una bandeja con tres tazas y un bizcocho.

—Así que no tenéis frío —constató retórica, y Frisk negó con tanta vehemencia que sus gafas de escarabajo saltaron sobre la nariz.

—Bueno, justo estaba comentando que tiene una vista magnífica desde aquí. Es increíble que, después de recorrer tantas carreteruchas, se encuentre uno con un lugar como éste.

«Dios mío, qué exagerada es».

—Sí, ¿verdad que es bonito? —Anette Persson sonrió satisfecha y bien abrigada con el anorak—. Cuando nos jubilamos hace apenas diez años, no nos apetecía seguir viviendo en Borås. Queríamos vivir en el campo y, bueno… Teníamos este terreno, que me había dejado mi padre. El enclave es maravilloso, pero el primer invierno lo pasamos un poco angustiados. Está muy apartado.

—La mayoría de las viviendas son residencias de verano, ¿no?

Gonzales se lanzó al ataque del bizcocho, ya que nadie más parecía querer hacerlo.

—Sí, prácticamente todas —asintió Persson—. De camino hacia aquí habéis pasado por la casa roja de los Tranström, la que está sobre la colina. Ellos viven ahí todo el año. También hay una pareja joven que se acaba de mudar, algo más allá de la casa de Bart. Parece que el camino se acaba, pero no es así. Tienen un comercio pequeño en Borås. Se llaman Berntsson. Y luego estaba Bart, él también vivía aquí todo el año. Una historia espantosa. No puedo creerlo.

—¿Conocía usted bien a Bart?

—En absoluto —respondió subrayando su negativa con un gesto de la mano—. No lo conocíamos de nada. Creo que, en realidad, sólo hablamos un par de veces. Es extraño cuando se vive tan cerca, pero… Era de esas personas que nunca invitan a nadie, no sé si me explico. Bueno, tampoco es que nosotros tengamos mucho contacto con los vecinos. Una va a lo suyo y echa una mano cuando es preciso. Si es que llega a serlo. Mientras construíamos la casa, fuimos a pedirle agua un par de veces, pero… Tampoco era particularmente hablador…

—¿Nunca entraron en su casa? —preguntó Gonzales.

Persson pareció sorprendida.

—Bueno, cuando fuimos a pedirle agua. Ernst entró con él en la casa… Según dijo, lo tenía todo muy sucio.

La mujer pareció recapacitar.

—Sí, por cierto. Nuestra caldera nos dio problemas hace un par de años, entonces él vino a ayudar a Ernst. Fue Anders, un conocido nuestro, quien nos dijo que a Olof se le daba bien reparar toda clase de aparatos. Anders tiene una empresa de fontanería y, además, es propietario de un edificio de almacenes en las afueras del pueblo, Olof le alquiló uno el año pasado y por eso se conocían.

—¿Anders?

Frisk sostenía el bolígrafo sobre el bloc de notas.

—Sí, Anders Franzén, con zeta. Vive en la calle Nyponvägen, número trece.

—Gracias. ¿Podría decirme si se ha acercado a la parcela de Bart después de lo ocurrido?

Anette Persson se ruborizó hasta las cejas.

—Bueno, Ernst se dio una vuelta. Lógicamente, nos preguntábamos qué hacía allí la policía, pero entonces ya se habían llevado el cadáver.

Frisk miró largo rato y en silencio a Gonzales, que asintió pensativo, con lo que consiguieron poner a la señora Persson aún más nerviosa, quizá lo suficiente para que dijese lo que al parecer ocultaba.

—¿Se le ocurre quién le haría algo así a su vecino?

—¡Ni idea! Como ya he dicho, no lo conocíamos.

Gonzales se puso de pie con la intención de activar la circulación sanguínea de sus piernas prácticamente congeladas, pero también para mirar al otro lado del seto.

—Por este camino sólo conducen ustedes, Bart y la pareja que se acaba de mudar, ¿no es así? Y luego se termina, ¿verdad?

Persson asintió y, de repente, pareció advertir que tenía una taza de café en la mesa. Estaría frío, pero le dio un sorbo con cuidado y miró a Gonzales preocupada.

—Es importante que lo piense detenidamente, señora Persson. ¿Vio algún coche o a alguna persona desconocida o algo extraño antes de que hallaran muerto a Bart?

La señora Persson respiró hondo, dando a entender que la situación la incomodaba.

—Yo me acababa de despertar y estaba muy cansada. Aún estaba oscuro. Pero vi un coche que no reconocí. Y vi que se dirigía a la casa de Bart.

—¿Cuándo?

—Bueno, la misma mañana en la que vino la policía. Eran cerca de las cinco de la mañana, lo sé con certeza porque esa noche tenía insomnio y acababa de mirar la hora.

—¿Observó algo más? ¿El color del coche?

Persson suspiró.

—No sé de qué color era, ya digo que estaba oscuro y además… —la señora Persson frunció el entrecejo—. El coche llevaba… ¿cómo se llama?… ¡Ah, sí! Llevaba puestas las luces antiniebla. O las de emergencia, no sé. Pero apenas se veía el camino. Lo recuerdo porque me pareció raro.

—¿Que llevara las luces?

—Todo. La hora, en particular. Bart no solía recibir visitas. Y además, el coche no hizo el menor ruido. Creo que debió de bajar la cuesta con el motor apagado, si no se habría oído. Y esa mañana apenas oí nada. Había un silencio casi total y sólo oí un crujido en la grava que se me antojó fantasmal.

La mujer se encogió de hombros con cierta desesperación.

—Pues nada. Me fui a la cama, me puse los tapones y conseguí conciliar el sueño. Utilizo tapones porque Ernst ronca demasiado —aclaró aliviada por la cotidianidad tranquilizadora del tema de conversación—. Estuvimos durmiendo hasta las nueve, si no recuerdo mal.

Una ráfaga de viento arrancó una sombrilla enorme que, por alguna razón, estaba abierta en el extremo opuesto del porche. Voló a lo largo de la barandilla. Gonzales consiguió esquivar la barra por muy poco.

—¡Dios mío!

Anette Persson se levantó como un rayo. Se disculpó por la amenaza del mueble volante, aunque pareció acoger la interrupción con gratitud.

—Empieza a hacer demasiado frío para estar sentados aquí fuera —dijo invitándolos a entrar en la sala de estar. Frisk percibió un claro olor a alcohol al verse cerca de Anette Persson, que quizá por esa razón les había propuesto sentarse fuera. La mujer se cubrió la cara con ambas manos, como si acabara de comprender que, sin saberlo, había estado a pocos metros del asesino.

—No tuve más remedio que… ¡Oh, es todo tan horrible! —exclamó rompiendo a llorar tapándose el rostro con las manos—. ¿Cómo vamos a seguir viviendo aquí, en medio del bosque, después de lo que ha ocurrido? Nunca podré…

El llanto ahogó sus palabras y Frisk le pasó la mano por la espalda.

—Me imagino que habrá sido muy duro para ustedes, pero el modo en que se cometió el asesinato nos hace pensar que el asesino conocía a Bart y quería verlo muerto. No tiene nada que ver con ustedes, señora Persson. No hay nada que temer.

—Ha dicho que el coche era oscuro, señora Persson —apuntó Gonzales pasando por alto la mirada que le lanzó Frisk, que parecía querer decirle que la mujer necesitaba un respiro—. ¿Está segura, era de color oscuro?

Anette Persson levantó la mirada anegada en llanto y pareció recapacitar.

—Creo que sí —dijo al fin—. Estaba oscuro, ya digo, pero creo que si hubiera sido blanco o de un color claro lo habría visto. Diría que era negro o azul oscuro.

—¿Y por casualidad no vio la clase de modelo que era?

Anette Persson pareció sorprendida.

—Sí, claro. Era como uno que tuvimos antes de comprar el Berlingo. Un jeep. Un Grand Cherokee. Parecía nuevo.

* * *

Antes de abandonar la zona por otra más urbana, subieron a la colina y llamaron a la puerta de los Tranström, aunque sabían que el comisario Björkman ya había hablado con ellos. No estaba de más indagar de nuevo, por si algo les hubiera refrescado la memoria. Sin embargo, no había nadie en la casa.

Gonzales dio una vuelta alrededor del edificio, pisó la capa superior de hielo del estanque y volvió a empaparse las zapatillas Adidas, que ya habían empezado a secarse. No se veía luz en ninguna de las ventanas.

Abandonaron Stråviken, el resto de cuyas viviendas eran cabañas de verano cerradas a cal y canto y con las ventanas cubiertas de escarcha. Frisk echó el asiento hacia atrás y puso los pies sobre el salpicadero mientras Gonzales —con calma y tranquilidad— conducía hacia Borås, a la tienda de los Berntsson. No había necesidad de cargar las tintas: la profesión ya entrañaba bastantes situaciones de peligro que podían hacerle a uno sentirse amenazado de muerte como para, además, correr el riesgo de perder la vida en un accidente de tráfico.

«Tenemos tiempo de sobra», se dijo Gonzales. La inspectora Frisk fingió unos ronquidos de aburrimiento, pero a él no le importó.

* * *

Maja Berntsson estaba colgando el cartel de vuelvo enseguida en la puerta cuando llegó su marido.

Gonzales pensó que el hombre parecía algo sobresaltado, aunque eso no tenía por qué significar nada. Sabía mejor que nadie que la gente solía asustarse cuando tenía que hablar con la policía. Buena parte de los amigos que había conocido en la adolescencia habían elegido la senda criminal.

El hecho de que Sigvard Berntsson perteneciera a la clase de personas que Gonzales detestaba no contribuyó a suavizar su juicio sobre aquel tipo, que con toda seguridad duplicaba en edad a su esposa. Sólo eso, ya era suficiente. Le cubría la cara y el pecho una larga barba pelirroja y rizada pero, pese a su aspecto sospechoso, les estrechó la mano con firmeza.

Por desgracia, Sigvard y Maja Berntsson no creían tener nada que aportar a la investigación, ya que su dormitorio daba al bosque y no a la parcela de Bart. La noche de autos se habían desvelado en un par de ocasiones. Sigvard le recordó a los policías que su casa era la última del camino y que nadie que utilizara la entrada de Bart tenía motivos para pasar por ella, como ya sabían.

—Yo fui al baño justo después de medianoche —dijo Maja Berntsson tras hacer memoria un instante—. Recuerdo la hora porque apagué el vídeo, que había dejado grabando una película. Y también me desperté al amanecer, pero entonces Olof Bart aún estaba vivo, porque hacía bastante ruido.

El marido frunció el entrecejo.

—Ah, pues de eso no me dijiste nada.

Ella lo miró benevolente.

—Pero si lo sabes, incluso te desperté con mis quejas, sólo que tú te diste la vuelta y te volviste a dormir. Además, la cosa no merecía más comentario —se dirigió de nuevo a Gonzales—. Tampoco era extraño que Olof se levantara temprano y pusiera en marcha alguno de los motores que arreglaba, a veces nos irritaba bastante, sobre todo los fines de semana, cuando uno sólo desea paz y tranquilidad.

—Entonces, ¿qué hora era?

—Bueno… no lo sé con certeza. Supongo que las cinco o las seis. Casi siempre se levantaba con el gallo.

Frisk le lanzó a Gonzales una mirada elocuente.

—¿Puedes contarnos algo más, Maja? ¿No oíste voces? Piénsalo bien.

Miró a Frisk con incertidumbre al tiempo que negaba con la cabeza.

—No… estaba adormilada y sólo estuve levantada unos minutos.

Frisk dejó su tarjeta de visita sobre la mesa.

—Vale. Es importante que me llames si te acuerdas de algo más. Sea lo que sea. Va por los dos.

Sigvard Berntsson aún parecía más confundido que conforme.

—Hay una cosa… —dijo pensativo cuando los policías estaban a punto de irse—. El martes estuve hablando con Olof. Fue una conversación normal y corriente, aunque no era nada corriente que hablásemos, no sé si sabéis a qué me refiero, era un hombre solitario pero… quiero decir que entonces no vi nada extraño, pero a la luz de lo sucedido…

—¿De qué hablasteis? —preguntó Frisk animándolo al tiempo que cruzaba las manos encima de la mesa.

—Olof vino a verme cuando yo estaba cortando leña y, por una vez, parecía… interesado. Como si quisiera algo en particular. Comenzó a hablar de diferentes alarmas para la casa y sobre el tipo que uno debía o no debía comprar. Creo que no le presté mucha atención, si te soy sincero, no me interesa especialmente esa falsa seguridad, ya sabe, los capitalistas se aprovechan del miedo de la gente, pero, en fin. El caso es que terminó la conversación sugiriendo que nosotros, se refería a los vecinos, deberíamos ayudarnos a vigilar nuestras viviendas. De robos y cosas por el estilo, o al menos, eso entendí yo. Aunque claro, se podía referir a otra cosa.

—¿Quieres decir que estaba preocupado por algo?

—Sí, como si tuviera un presagio de lo que iba a suceder. Como si contara con la posibilidad de que viniera un asesino.