Capítulo 27

1995

Cuando su hija le dejó claro que no pensaba volver a casa, Solveig Granith se mudó al centro y cambió el piso de cuatro habitaciones en Rydboholm por uno de tres. Y allí estaba, sentada junto al secreter y abrazada a un pijama fucsia, mientras el humo de un cigarrillo Blend Menthol ascendía hacia el techo en caprichosas volutas. El tren de My llegaría a las estación central a las 15:35. Solveig no se sentía con fuerzas para ir a recibirla en el andén. No aquel día.

Cuando My se mudó, antes de cambiar de piso, Solveig solía pasar un rato cada día en el cuarto de su hija. Sencillamente, se sentaba un momento en el borde de la cama, contemplaba los pósters o se fumaba un cigarrillo con la ventana abierta.

Le costaba habituarse a lo nuevo. A la falta de espacio. A los espacios limitados, pero también a la total ausencia de indicios de vida adolescente, pues había tenido que subir al desván las cosas de My. Tan sólo unos dibujos y un par de libros manoseados que la hija adoraba de pequeña permanecían en un cajón de la cómoda, y algo de bisutería y de ropa desechada. Solveig rara vez cerraba el cajón con llave y se ponía a hojear el bloc de dibujo o aspiraba el aroma del vestido que My había llevado en alguna fiesta de fin de curso. Pero a veces sucedía. A pesar de que, según las épocas, hablaba por teléfono con My casi a diario, en ocasiones se sorprendía pensando en ella como en un ser amado y añorado, como si, en lugar de haberse marchado de casa, hubiera muerto.

La primera vez que My le anunció que pensaba mudarse apenas contaba quince años. Por supuesto que no tenía ni casa ni salario, pretendía mudarse con una compañera mayor que había conseguido un apartamento en la ciudad. La compañera le había ofrecido a My la posibilidad de comenzar a pagar el alquiler cuando encontrase trabajo. No importaba demasiado, pues era Asuntos Sociales quien corría con los gastos.

A Solveig se le hizo un nudo en el estómago. Perdió la razón y sintió que no deseaba otra cosa que abalanzarse sobre aquella adolescente díscola, aferrarse a ella. Sin embargo, tragó saliva y permaneció callada en su habitación mientras My guardaba sus bártulos. La bolsa de Winnie The Pooh que llevaba guardada en el desván desde su infancia era la única en la que cabían sus cosas. Por la noche dejó la bolsa en el vestíbulo a oscuras, irradiando la maldad con la que My se había construido una coraza para defenderse del dolor de Solveig.

Ella recordaba que el día de la mudanza se levantó al alba. Buscó la llave del cuarto de su hija, que seguía donde solía guardarla cuando My era niña, para poder abrir desde fuera si se cerraba la puerta. La vieja cerradura se resistía a ceder, temió que My se despertara a causa del ruido. Permaneció unos minutos escuchando pegada a la puerta, tan cerca que percibía la respiración serena de su hija, el pitido característico que emitía su nariz, señal de que la embargaba una paz total y placentera.

Caminó en silencio hasta el sofá. Se sentó encogida en una esquina. La luz de la luna se filtraba por entre las ranuras de la persiana y pintaba rayas en su bata turquesa. Experimentó una sensación de liberación y se quedó allí sentada un buen rato. La luna se ocultó detrás de las nubes, oscureció. Más tarde empezó a clarear, a medida que amanecía. Cuando el sonido de los despertadores de los vecinos se propagó a través de las paredes de escayola, se dirigió a la habitación de My y descorrió la cerradura.

Al día siguiente le estallaba y le martilleaba la cabeza, pero el recuerdo de la noche bañada por la luna le infundió una sensación de control que la ayudó durante las siguientes semanas de soledad. Se había convencido de que My había abandonado el hogar porque ella, su madre, había decidido dejarla ir para que probase la fragilidad de sus alas. Pero volvería y, entonces, Solveig la acogería con abrazos de consuelo. Le diría que ella ya lo sabía, que ella sabía lo jodido que era el mundo exterior, Solveig había experimentado su maldad de forma prematura, con la única diferencia de que ella se vio sola.

My no estaría nunca sola. Solveig estaba tan decidida ahora como lo estuvo aquella medianoche en que la arrulló entre sus brazos por vez primera, manchada de sangre y de sus propias secreciones. Nunca la abandonaría, siempre estaría dispuesta a ayudar a su hija.

La niña se adueñó de su corazón de una forma tan emocionante como dolorosa. Por primera vez experimentó su valía como persona, el orgullo de ser alguien: ser la madre de alguien y nada más en la vida. Cuando la comadrona le puso a My en el regazo y miró su carita arrugada y enrojecida tras el parto, Solveig estaba extenuada por aquel sentimiento de amor tan intenso y por el esfuerzo realizado. Tuvieron que llamar al médico y le administraron unos calmantes tan fuertes que, durante varios días, hubieron de alimentar a la niña con biberón. Unos años después, cuando tuvo a Sebbe, estaba mejor preparada.

Sebastian fue un flaco consuelo para la ausencia de My. No era que su relación no fuera buena, estaban muy unidos, pero con una niña, su primogénita, la cosa era distinta. Siempre se había reconocido a sí misma en el rostro de My. Eran tan parecidas. Desde que era un bebé y estaba en la cuna, todos lo decían: «Son como réplicas la una de la otra». Resultaba casi cómico.

Después del primer intento de My por abandonar el hogar —regresó a casa tres semanas después, con la bolsa de Winnie The Pooh repleta de ropa sucia—, madre e hija revivieron el trauma una y otra vez, pero en cada ocasión, el tormento se hacía más fácil de soportar. Seguramente, así tenía que ser. My se fue a vivir a una comuna donde pasó unas semanas, hasta que se enfadó con alguien y volvió a utilizar su dormitorio de niña. Luego conoció a un chico que tenía apartamento propio, y estuvo viviendo con él hasta que se terminó su relación y regresó ahogada en llanto, con Solveig. My volvía siempre, y seguramente por eso Solveig soportaba las constantes separaciones. Apretaba los dientes y dejaba que su vida y la de su hijo siguieran su curso mientras esperaba el día en que su hija aparecería de nuevo en el umbral.

La noche antes de que My tomara el tren para dirigirse a la universidad popular, tuvieron una de esas disputas que hacían que los vecinos protestasen dando golpes en la pared. Pese a que, en sus cartas, My trató de paliar algunas de las crueldades que le dijo, sus palabras habían quedado grabadas en el subconsciente de Solveig tal y como su hija se las gritó aquella noche. La humillación infinita que había sentido no se borraría jamás.

A decir verdad, no se cambió de piso sólo por razones prácticas. Cierto que la pensión por enfermedad era escasa, pero el antiguo piso de cuatro habitaciones no era particularmente caro. Solveig habría podido permitirse vivir allí, al menos hasta que su hijo también estuviera preparado para abandonar el nido. Lo que la empujó a acelerar el cambio de vivienda fue, en realidad, un deseo irracional de venganza. Herida en lo más hondo de su ser, pensó que si My no soportaba vivir en casa «con una madre-parásito egocéntrica, enferma y asfixiante». —«Tú eres como tener encima una manta húmeda y maloliente que te impide respirar», fueron sus palabras—, ella se encargaría de que, en lo sucesivo, su hija no tuviera opción de arrepentirse. Y cuando regresara, deshaciéndose en excusas y con el rabo entre las piernas, sería demasiado tarde. Entonces descubriría que su madre era una persona con sentimientos y con una vida propia.

Y sabría lo que es verse obligada a arreglárselas sin ayuda.

El tiempo aplacó la ira. El dolor causado por tan duras palabras se le enquistó.

My nunca volvió a regresar a casa con la ropa sucia. En aquella ocasión, se había mudado de verdad y cuando iba a casa, a aquel pequeño piso de tres habitaciones con un sofá cama en el salón, lo hacía como invitada de Solveig y Sebastian.

Y sus vidas seguían su curso.

No les iba mal. La mayoría de las cosas cambiaron al abandonar Rydboholm por Norrby. Todo resultaba más estable. Aquel ruido monótono que le aporreaba los oídos cesó, al menos por un tiempo, y Solveig pudo reducir el consumo de pastillas para dormir, y también el de las otras pastillas, las que sólo tomaba a veces, cuando no aguantaba más.

Sebastian estaba en la edad de salir con los amigos. Tenía quince años y comenzaba a llevar amigos a casa. La pequeña zapatera de la entrada se llenaba de zapatos del número cuarenta y cuatro. Escuchaban una música ensordecedora y conseguían mitigar la sensación de Solveig de haber sido abandonada. Sebastian era el prototipo de chico adolescente y evitaba las preguntas y las muestras de cariño de su madre.

Ella se consolaba pensando que estaba bien que Sebastian empezara por fin a tener amigos, pues siempre había estado muy solo. Aunque él ya no le dedicase tanto tiempo y por más que el chico se opusiera, ella seguía siendo su madre y quizá la persona más importante de su vida. Según los expertos, era muy probable que él eligiera como pareja a una mujer que se pareciese a ella en su forma de ser e incluso en su aspecto. Cuando alcanzase la edad adulta, Sebastian tendría el sentido común, sus dos hijos tendrían el sentido común de apreciar todo lo que había hecho por ellos, de valorar todos sus sacrificios.

—¿Mamá?

Solveig se dio la vuelta hacia la puerta muy despacio, como a cámara lenta. Pensaba que estaba sola y el hecho de tener que adaptarse mentalmente a la presencia de otra persona y saber reaccionar ante ella le llevaba un tiempo. Además, aquella limitación iba empeorando con los años.

—Mamá.

Sebastian ya había adoptado «Aquella Expresión» que tanto le desagradaba, que la hacía sentirse insignificante ante su propio hijo. Juzgada. Como si su hijo creyera poseer un conocimiento secreto sobre su propia madre, que no sólo había vivido más del doble que él mismo, sino que, además, lo había llevado en su seno y lo había parido. ¿Cómo se creía con derecho a preocuparse por ella?

Solveig odiaba aquella falsa solicitud con que la habían tratado en tantas ocasiones. De niña, el personal de los servicios sociales y sus padres adoptivos. Como adulta, en los movimientos rápidos del médico al hojear su historial clínico. La Seguridad Social, los monitores de preescolar, el tutor del curso de sus hijos, los padres de sus amigos… siempre la miraban con la cabeza ladeada, con aquel gesto que sólo revelaba una cosa: censura.

«Nos preocupamos por ti, Solveig, nos preguntamos si te las arreglas bien», en otras palabras: creemos que eres una completa inútil y que no vales para nada. Pero ¿no lo había demostrado ya? Ella se las arreglaba. Se las arreglaba bien y era una excelente madre para sus hijos, cariñosa y comprometida. Además, estaba con ellos, a diferencia de muchos padres egocéntricos de hoy en día que sólo se preocupaban por su carrera.

—Mamá.

—¡Sí! —le salió una voz más áspera de lo que pretendía. «Tengo que tranquilizarme», se dijo. Últimamente, perdía el hilo de su pensamiento con demasiada facilidad—. ¿Qué quieres? —preguntó en un tono más dulce, pero la expresión del chico aún reflejaba sorpresa.

—Sólo quería saber si me habías comprado cigarrillos. Me dijiste que lo harías y ya le he prometido a Krille que le daría de los míos.

Solveig tenía la mente bloqueada.

—Ya no podemos comprarlos en el griego —continuó Sebastian, intentándolo una vez más—. Le pide la documentación a todo el mundo.

Ella se preguntó si podría, pero no se sentía con fuerzas para salir esa tarde. Esa tarde no.

—Te los compraré mañana. Iré a Coop y te compraré un cartón. A mí también me hacen falta. Además, así saldrá más barato —decidió.

—¡No! ¡Joder, lo prometiste! ¡Mañana es demasiado tarde, mañana ya no importa! ¡Los necesito para la fiesta!

—¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

Sebastian dejó escapar un suspiro, enarcó las cejas y le habló en un tono pedagógico e indulgente.

«Jodido niño de mierda», se dijo Solveig.

—Te lo dije, pero nunca te acuerdas de nada. Te dije que esta noche iría al Evil con Krille. Su hermano es miembro del club, y hoy dan una fiesta.

—¿Evil?

—Evil Riders, un club de motoristas.

—¿Evil? ¿Maldad?

—Es un club de motoristas. Toca un grupo que quiero ver, ya te lo dije. Oh, nunca entiendes nada, nunca escuchas. Te lo dije, está en Frufällan, por eso te pedí que compraras gasolina para la moto. ¿Qué pasa, eso tampoco lo has hecho?

—No puedes ir.

—¿Qué dices?

—No puedes ir. Tu hermana mayor llega hoy y nos vamos a divertir juntos. He comprado Coca-Cola y patatas fritas y creo que esta vez tiene ganas de vernos. No parece que lo esté pasando bien. Viene en el tren de las 15.35 y le he dicho que irías a recogerla. Esta noche tienes que quedarte en casa, Sebastian.

La miró con una mezcla de desprecio y compasión.

—¿Eres tonta o qué? Es demasiado tarde, ya lo tenía decidido.

El chico no esperó su respuesta, se encaminó al vestíbulo, cogió de un tirón la cazadora que colgaba de una percha y salió dando un portazo.

Se miró las manos y examinó minuciosamente el anillo que llevaba en el dedo anular derecho, un anillo ancho, de plata y con una piedra verde. Se lo habían regalado los niños el día que cumplió treinta y tres años.

—Además, en esas fiestas sólo hay gentuza —murmuró hablando con sus manos. Pensó que empezaban a parecer las manos de una anciana—. Pandilleros, borrachos y peleas. No, no irás a esa fiesta. Por encima de mi cadáver.