Y allí se presentó, en efecto, a las nueve en punto, en la comisaría de Borås, aún con la chaqueta puesta y más dormido que despierto. Cuando dio con el piso correcto, siguió el sonido de los ronquidos que lo condujeron al despacho de Johan Björkman, que se levantó haciendo un esfuerzo y le estrechó la mano.
—Joder, estoy hecho papilla —comentó a modo de saludo—. ¿Un café?
—Una cafetera hasta arriba, gracias.
Björkman se encaminó a la máquina de café mientras Tell se tomaba la libertad de echar un vistazo. Al parecer, el tipo seguía siendo un hombre ordenado. Los archivadores de las estanterías estaban organizados por colores, los rojos a un lado, los negros a otro y no había un solo papel fuera de su sitio que mancillara la limpia superficie de la mesa.
Tell evocó la imagen de su escritorio, sin ser demasiado crítico. Él controlaba la situación. Además, las personas demasiado ordenadas despertaban sus sospechas: cualquier forma de celo laboral debía ir acompañada de cierto desorden. Sin duda, un freudiano señalaría al padre de Tell, que se enorgullecía de guardar un absurdo orden consistente en rutinas detalladas para cada momento del día. Con los años, Tell comprendió que su padre era una especie de neurótico obsesivo, lo que, en cierto modo, le permitió aceptar sus manías.
No siempre resultó fácil. De adolescente no soportaba las rutinas increíblemente inútiles de su padre, la obsesión por colocar cada cosa en su sitio, empaquetada en montones infinitos de bolsas cerradas con una goma. Si, a pesar de todo, algo acababa en el lugar equivocado, cosa que, como es natural, ocurría con frecuencia gracias a la intervención de los demás miembros de la familia, su padre se veía impelido a restaurar el orden. Tan lejos llegó el asunto que Tell adquirió la costumbre de colgar las tijeras en el gancho erróneo de la despensa o de cambiar de sitio la pintura normal y colocarla en la repisa de la pintura plástica para poder contemplar la obsesiva campaña de orden de su padre, con una mezcla de aversión y de sadismo. Como si con ello quisiera demostrar que el mundo no se acabaría sólo porque uno perdiera el control sobre las cosas durante un segundo.
Tell también saboteaba el orden vital de su padre porque le disgustaba muchísimo pensar en las cantidades industriales de tiempo perdido, todos aquellos ratos interminables que él, su madre y su hermana tuvieron que pasar simplemente esperando. Nunca vio en su padre nada más que autocomplacencia, su incapacidad para tomar conciencia de su enfermedad y una actitud de desprecio hacia quienes optaban por organizar su vida de otra manera, es decir, hacia el resto de la humanidad.
Después, le costó aceptar que las rutinas eran el medio al que su padre recurría para dominar su angustia y que para él el orden era sinónimo de fuerza psíquica y de equilibrio.
En la actualidad, el viejo Tell no era capaz de seguir con sus costumbres para aplacar su angustia, puesto que ya no tenía casa propia. En efecto, estaba totalmente en manos del personal de la residencia de ancianos donde vivía y sometido a las rutinas que ellos imponían. No cabía duda de que ahora parecía bastante sereno, a pesar de los achaques de la edad. Quizá se sintiese agradecido de no tener otra opción.
Björkman volvió con un termo y un par de tazas desportilladas. Cuando sintió el intenso aroma del café, Tell constató hasta qué punto tenía dependencia de tan estimulante bebida. Era un adicto al café y aquella mañana sólo había podido tomarse una taza. Se la bebió de pie, en la cocina, con la señal de los botones de la combinación de Seja grabada en su mejilla.
Seja se quedó en su casa. Seguía allí cuando él volvió a las tres y media de la mañana. La sola idea lo llenó de felicidad, pero también de preocupación, pues se había tenido que ir temprano, pese a que era el día de Nochevieja. Por otra parte, no estaba mal que se fuera acostumbrando. Si no soportaba su ritmo, tampoco podría vivir con él. Su trabajo era así, si no siempre, de vez en cuando.
—¿Piensas persuadirme de que te acompañe?
—¿Queda lejos? —preguntó Tell, aunque ambos sabían que eso carecía de importancia.
Björkman se encogió de hombros.
—No. Unos veinte kilómetros —se inclinó y aspiró con desaprobación el aliento de Tell—. ¿Tú crees que estás en condiciones de conducir?
—No, pero tú tampoco lo estás. ¿Hablamos por el camino?
—Sí, claro.
Salieron de la comisaría y cruzaron en coche la ciudad mientras los niños llenaban los jardines acompañados de sus padres y las primeras parejas de jubilados arrojaban migas a los patos del parque de Annelundsparken. El dueño de una tienda colgaba carteles publicitarios de artículos pirotécnicos a muy buen precio. Un par de horas más tarde, el aparcamiento del centro de Knalleland rebosaría de gente que había dejado para el último minuto la compra del traje de Nochevieja o de los últimos ingredientes para la cena. La ciudad se despertaba y se preparaba para saludar el nuevo año.
—¡Cretino!
Björkman frenó en seco y le pitó al camión que se había saltado la señal de ceda el paso. Cuando se pusieron de nuevo en marcha le preguntó:
—Y tú, Tell, ¿cómo vas a celebrar el Año Nuevo?
—¿Yo?
No se había parado a pensarlo ni un instante.
—Pues… me han invitado a una fiesta en casa de… unos antiguos amigos.
En ese momento cayó en la cuenta de que era verdad y de que había olvidado confirmar su asistencia. ¿Y tú?
—Iré a casa de unos vecinos. Nos turnamos para organizar la fiesta de Año Nuevo. Está bien. Resulta muy difícil conseguir un taxi después de las doce.
El vaho comenzaba a acumularse en el interior del parabrisas y Björkman iba inclinado para ver mejor. Bajó el volumen de la radio y miró a Tell de reojo.
—¿Quién empieza, tú o yo?
Tell le refirió todo lo relacionado con el asesinato de Lars Waltz mientras Björkman iba abandonando las carreteras principales por senderos de gravilla que los llevaron a los bosques de Viskafors. Las grandes casas de ladrillo dieron paso a una zona de cabañas de madera y, a partir de ahí, lo único que se veía era el bosque azotado por el viento, que parecía haber hecho estragos durante las últimas tormentas del año.
—Gudrun no se ha mostrado benévolo con los propietarios de los terrenos, el huracán asoló los bosques por completo —confirmó Björkman.
En algunos lugares, los árboles aún yacían amontonados como en un juego de Mikado, claro indicio de que los propietarios que no se molestaban en desbrozar la zona antes de la tormenta tampoco se preocupaban de despejar el terreno una vez que había remitido. Pasaron un desmonte a su izquierda. Tell guardaba silencio y Björkman parecía pensativo.
—Casi todo coincide. El método: la ejecución. De momento sólo tenemos un informe preliminar de la Científica, pero lo más probable es que se trate de la misma clase de arma. Lo atropellaron deliberadamente varias veces con un coche bastante grande cuyos neumáticos son más anchos de lo normal.
—¿Y la víctima?
—Olof Bart. Tenía más o menos la misma edad que el tuyo. Vivía solo. Un tipo un tanto extraño, al parecer. El vecino más próximo no se había forjado una opinión concreta acerca de él, era bastante solitario. Hacía todo tipo de trabajos. Limpiaba el bosque después de las tormentas. Antes tenía un local alquilado en Svaneholm donde reparaba herramientas de leñador y cosas por el estilo. No tenía familia.
La pendiente los condujo hasta un claro del bosque cubierto de césped, abedules y musgo. Una gran casa cuadrada de madera se perfilaba en medio del desorden. En otro tiempo, aquella casa habría resultado imponente, sin duda, pero, en la actualidad, la pintura roja aparecía descascarillada por todas partes y dejaba a la vista las vetas de madera grisácea. Entre los árboles, en la parte baja de la parcela, se vislumbraba el lago.
Tell, que no había caído en la cuenta de llevar ropa cómoda, sintió cómo se le hundían los zapatos en el musgo embarrado. Enseguida se le llenaron de agua.
Detrás de la casa había un garaje independiente de color gris con espacio para dos coches y la zona que lo rodeaba estaba acordonada por la cinta de plástico de la policía. El césped mostraba calvas en el lugar donde el presunto jeep había patinado antes de acelerar para pasar por encima de la víctima. En las huellas de los neumáticos se había acumulado el agua de lluvia, que había convertido gran parte del lugar en un lodazal. Ante la puerta del garaje había un cordón policial y, en el recinto delimitado por él, un rectángulo de un par de metros cuadrados donde Tell supuso que habían encontrado el cadáver.
Björkman se lo confirmó.
—Creemos que le dispararon aquí —dijo señalando el lugar con la mano—. Luego se tambaleó o cayó de bruces aquí, junto a la pared del garaje, donde lo atropellaron por primera vez —señaló unas abolladuras en la fachada metálica—. Se ve que el vehículo chocó contra la chapa de la pared, pero el cuerpo de la víctima se hallaba aquí, más o menos, cuando fue descubierto —explicó volviendo a indicar el lugar con la mano—. O sea, que el coche lo arrastró, quizá enganchado en la defensa, uno o dos metros. O puede que él mismo se moviera haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, aunque esto es poco probable. Lo más seguro es que, para entonces, estuviera más que muerto.
—Luego lo atrepellaron una última vez —añadió Tell señalando el lugar donde el terreno aparecía más dañado.
Björkman asintió.
—Esa es la hipótesis de Nilsson, uno de los inspectores.
Tell se movía dentro del cordón policial con sumo cuidado, caminando con prudencia por la parcela, para no destruir posibles pruebas, y terminó en cuclillas ante la maltrecha fachada del garaje. Tras examinar las abolladuras con detenimiento, detectó un tono más oscuro en la placa arrugada.
—¿Será pintura del coche?
—Seguramente —respondió Björkman—. Y, bueno, quizá también sangre de Olof Bart. Lo están analizando.
—Nosotros no encontramos rastro del coche, salvo las huellas de neumático —dijo Tell sin darse la vuelta—. Ya veremos si coinciden con éstas.
Se incorporó con una mueca. Ambos oyeron cómo le crujieron las rodillas.
—¿Algo más? Aquí no parece que se pueda hacer gran cosa, con esta lluvia.
Björkman asintió taciturno.
—Sí, justo el día antes de que lo encontraran estuvo lloviendo sin parar.
—¿Quién lo encontró?
—Una pareja que había salido a dar un paseo. Iban camino de aquel promontorio que ves allí y decidieron atajar por las parcelas… El perro que iba corriendo delante de ellos se puso nervioso…
Comenzaron a caminar lentamente hacia el coche.
—Aparte de eso, no hemos encontrado nada —repitió Björkman—. Por ahora. Te enviaré por fax todo el material según vayan llegando los resultados. Y tú puedes hacer otro tanto. Así nos echamos una mano.
—Lo principal es ir preguntando de casa en casa.
—La parte organizativa se la dejamos a los jefes, ¿qué te parece? Si resultara que fuese el mismo tío.
Tell asintió ausente.
—¿Me puedes prestar un despacho para que me siente a revisar lo que habéis recabado hasta el momento? —preguntó—. Necesito recapacitar un poco sobre todo esto.
Björkman suspiró resignado.
—Puedes tomar prestado todo el departamento, Tell. Creo que sólo estaréis tú y el oficial de guardia.