Capítulo 25

2006

Sintió una punzada de remordimientos, bien conocida a su pesar. Seja no hizo ningún comentario mientras él se arreglaba para ir a la tradicional fiesta de Navidad del trabajo que, cada cinco años, les daba por celebrar con todos los distritos en elegantes locales alquilados y carentes de personalidad. Se presentaría la faceta mejor, la más generosa del trabajo de la policía y todos ellos exhibirían a sus esposas y se las presentarían a sus compañeros. Comida y bebida en exceso, a decir de algunos. Siempre había quien se pasaba de la raya, se iba de la lengua o se desmadraba. Siempre habría quien, al día siguiente, anduviese cabizbajo mascullando entre dientes. Era una fiesta de trabajo como todas, aunque a gran escala.

No es que Seja tuviera pretensión alguna de ir con él en calidad de acompañante. Las veces que se habían visto aún se podían contar con los dedos de una mano. A pesar de ello, por primera vez en mucho tiempo —quizá por primera vez en su vida—, Tell sentía deseos de forzar la situación. Quería tenerla a su lado en aquella estúpida fiesta.

Mientras se afeitaba, fantaseó con la idea de presentársela a Östergren. Se recreaba en su martirio. Comprendía perfectamente cómo afectaría su transgresión a la relación con Seja, si es que dicha relación duraba. Ella sería su amante secreta, a pesar de que ninguno de ellos había estado casado nunca.

Ignoró de momento todo lo que había pensado sobre la posibilidad de verse una vez cerrado el caso. Ahora se trataba de otra cosa. Se trataba de que había actuado en contra de sus principios, había perdido el control, había seguido un impulso y, a consecuencia de ello, llevaba un tiempo mintiéndole descaradamente a su jefa. Le faltó disciplina: tendría que haberse controlado. Podría haber esperado y haber comenzado su relación cuando Seja hubiese quedado descartada y la investigación, cerrada. Sin embargo, se había acostado con ella en el transcurso de la investigación. Siempre sería consciente de que fue así como ocurrió.

Al margen de estos motivos, su mala conciencia provenía en gran medida de un sentimiento indefinido al que estaba acostumbrado: hasta donde alcanzaba su memoria, sus relaciones con las mujeres y, en particular, las escasas relaciones duraderas a las que logró sobrevivir, se caracterizaron siempre por un sentimiento de culpa constante. Las mujeres lo acusaban de ser emocionalmente insensible, lo que alimentaba sus remordimientos por no dar la talla. La frustración que las acusaciones despertaban en él le hizo cerrarse aún más y, de este modo, entró en un círculo vicioso inexorable, que siempre acababa en una retirada.

Con el paso del tiempo constató que en todas sus relaciones duraderas, tres en total, fue consciente de lo erróneo de sus prioridades y de su tendencia a entregarse tanto física como mentalmente al trabajo para evitar abrirse y correr el riesgo de ser herido. Sin embargo, era obvio que había elegido no cambiar. Ni en una sola ocasión decidió darse una oportunidad e intentar elegir. Antes al contrario, siguió actuando según su costumbre mientras contemplaba con amargura la ruina de su relación.

Carina lo tachó de frío y falto de empatía. Quizá lo fuera, pero seguramente se debía a que nunca se había visto a sí mismo como pareja de una mujer. No se consideraba capaz de conseguir que una relación funcionara. La confianza en otra persona no formaba parte de su mundo. El desastre se presentaba como la consecuencia natural de esa incapacidad suya tan devastadora para mantenerse alejado de las mujeres.

Nunca salió mal parado, aunque quizá lo habría merecido. La vida continuaba su curso inevitable, daba igual cuántas personas resultaran heridas.

—Si quieres, espérame aquí. No volveré muy tarde. Te dejo una llave. Sólo tienes que meterla por la ranura del buzón si te marchas antes.

—Y si no me voy, estaré aquí cuando vuelvas —le dijo apoyada contra el marco de la puerta, vestida tan sólo con la camisa blanca de Tell.

—Me gustaría que estuvieras aquí cuando vuelva, en serio —dijo con sinceridad, mirándola por el espejo del baño, mientras se anudaba la corbata.

Ella le pasó los brazos por la cintura y lo besó junto al labio, donde la cuchilla le había traspasado la piel y había dejado un hilillo de sangre ya reseca. Seja se demoró un instante con la punta de la lengua sobre la herida y Tell sintió el azote del calor por todo su cuerpo.

—Quiero quedarme —murmuró y a punto estuvo de dislocarse el cuello al intentar besarla.

Ella se rió provocadora y se apartó.

—No, señor comisario, llegarás tarde. No querrás perderte el discurso. Ni los canapés.

* * *

La suposición de que hubiese canapés era una infravaloración de las ambiciones de la jefatura de la policía. En efecto, la fiesta comenzó con una opípara cena de tres platos. Nadie podía negar su calidad, si bien la opinión general sostenía que más valdría invertir en la correcta evolución de los salarios.

Vidström, el director general de la policía, hizo tintinear su copa con solemnidad a mitad del primer plato. Como siempre, comenzó su discurso señalando que todos debían interpretar aquella invitación como una muestra de agradecimiento por los servicios prestados hasta el momento. Y al igual que en años anteriores, aquellas palabras provocaron un murmullo unánime acerca de la repercusión de tal agradecimiento en la nómina, en la seguridad del personal y en una larga lista de las mejores maneras de recompensar a los empleados Alguna de dichas propuestas daba pie a discusiones que la secretaria de Vidström se encargaba de acallar.

Tell no participaba en las discusiones por dos motivos, en primer lugar, pensaba que algunos podrían considerarlo un arrogante teniendo en cuenta que, a aquellas alturas, él ganaba bastante más que muchos de los demás asistentes a la fiesta. El hecho de que hubiera comenzado de cero, o casi, y de que hubiera tenido que trabajar duro para ascender era irrelevante en aquel contexto. En segundo lugar, aquella noche no tenía ganas de repetir la historia de que su sueldo era, más o menos, un tercio del que percibía un programador de ordenadores veinteañero, mientras que él arriesgaba su vida a diario o… en fin, de tanto en tanto, cada vez que se las veía con un drogadicto desquiciado que sacaba la navaja. A su entender, era mejor que les mostraran el agradecimiento con una cena por todo lo alto que no recibir agradecimiento alguno.

Después de consumido el último trozo de tarta, los pasaron a otra parte del local provista de butacas y sofás más adecuados para que pudiesen beber y charlar tranquilamente. Un puñado de jóvenes de la escuela de hostelería vestidos de blanco y negro retiraron la vajilla de la tarta con tanta habilidad como discreción. Y ahí terminaba la gratuidad, pero el maestro de ceremonias anunció que el bar podía ofrecerles cualquier cosa, desde cerveza hasta whisky de malta de doce años.

Como de costumbre, la gente se agrupó por secciones para seguir debatiendo el mismo tema anteriormente abordado en el comedor, con la única diferencia de que ahora podían sumarse al debate las parejas.

Tell se fue al bar, a falta de otra cosa mejor que hacer, y allí saludó a Jonas Palmlöf, el colega al que Gonzales había venido a sustituir en el grupo. Karlberg, por una vez de traje, también había acudido sin compañía femenina y no tardó en unirse a ellos.

Karlberg observó el salón. Del techo abovedado y cubierto de pinturas murales, como los de las iglesias, colgaban varias arañas de cristal de un tamaño impresionante. Las ventanas eran altísimas, el alféizar tan amplio que cabía en él una persona acostada y las cortinas eran de recio terciopelo rojo oscuro. En cada una de aquellas ventanas ardía un candelabro de plata.

—El palacio de Gustavsberg. ¿Quiénes serán los privilegiados que tengan la suerte de venir aquí un día cualquiera, eh?

Palmlöf arrugó la nariz.

—Al parecer, es un local al que se recurre con frecuencia para organizar fiestas y conferencias con un toque de distinción. Por eso estamos aquí hoy, para descontento general, celebrando una fiesta corporativa un día de puente, mientras el resto de la gente está de vacaciones, porque los días previos a las vacaciones estaban reservados. No sé, a mí no me impresionan esas tonterías de alto postín. Lo veo anticuado, oye.

—Entonces, ¿te va más el feng shui? —le preguntó con una sonrisa una rubia que vestía un traje plateado, entrechocando su copa de jerez con la cerveza de Palmlöf.

—Salud.

—Salud.

Palmlöf se volvió de espaldas a sus colegas.

—No sé qué es el feng shui, pero estás muy guapa con ese vestido. ¿Vienes directamente de la pasarela?

Tell y Karlberg cruzaron una mirada cómplice. Palmlöf les resultaba atractivo a las mujeres y nunca perdía la oportunidad de sacar provecho de ello. Las chicas caían invariablemente rendidas a sus cumplidos, por descarados y arbitrarios que fueran. Los saludó provocador por encima del hombro y se dejó conducir por la rubia hacia un grupo que había al otro lado de la sala, en el que Tell reconoció a Johan Björkman, un antiguo colega de cuando trabajaba en seguridad ciudadana.

—Vaya, míralo, pero era previsible —dijo Karlberg pensativo antes de dar un trago de su Heineken—. Sin duda, a las chicas les gusta ese tipo de comentarios a lo casanova. Directo. Yo nunca me atrevería. Por miedo a que se rían de uno, ya sabes, cuando al oírte, la chica mira jocosa a su amiga. Es algo que odio.

—Sí, Andreas, de ti seguro que se reirían. Los cumplidos burdos hay que decirlos con el enfoque correcto, de lo contrario resultan ridículos. Eso sólo saben hacerlo los tíos como Palmlöf: cien por cien inmunes al patetismo. Entonces sí funcionan. Sencillamente, él nunca pensaría que quizá esté metiendo la pata.

Tell se echó a reír al ver el abatimiento reflejado en la cara de Karlberg.

—Ánimo, hombre. De todos modos, el brillo no era de Dolce Gabbana. He visto la etiqueta de H M: le sobresalía por la nuca. Venga, salud, hermano de infortunios.

Brindaron de nuevo mientras Tell sentía que, con el consumo de alcohol, lo embargaba una extraña alegría. Era un hombre afortunado y se permitió darle al colega una palmadita en el hombro.

—Es duro de sobrellevar, ¿eh?

Karlberg asintió.

—Tu chica… ¿ha tomado una decisión?

—Marie… Sí —Karlberg volvió a asentir sombrío—. No sólo eso, ha encontrado a otro. Un amigo los vio juntos delante de un centro deportivo. Es un puto analista de mercados, un trepa.

—Bah, eso no funcionará. El despecho nunca funciona. Lo estará usando como paño de lágrimas.

Estaba sorprendido de su propio optimismo, pero Karlberg no se dejaba convencer. Y Tell decidió hacer lo que cualquier buen amigo habría hecho, o sea, acompañar a aquel infeliz a la ciénaga del alcohol, de modo que pidió dos whiskies dobles.

—Ojalá se resbale y se parta la crisma. ¡Salud, hermano!

Karlberg lo miró sorprendido, como si nunca antes hubiera visto a Tell tan animado de paisano —como así era, de hecho—, pero siguió su ejemplo y tomó un trago de whisky. Luego sacudió la cabeza, sin poder contener la risa.

—Si no te conociera tan bien, creería lo que dijo Bärneflod el otro día, cuando te quedaste dormido. Que te habías liado con una mujer.

Tell se refugió detrás del vaso hasta que los efluvios del alcohol le llenaron los ojos de lágrimas.

—Es lo que yo digo —observó Tell—. Lo nuestro no es un centro de trabajo, sino una puta reunión de chismosas.

* * *

Eran casi las dos de la mañana cuando Andreas Karlberg sucumbió a la embriaguez con la cabeza apoyada en el respaldo de la agradable butaca de cuero. La gente comenzaba a canturrear.

Tell intentó reanimar a Karlberg, que entreabrió un ojo para decidir enseguida que no valía la pena el esfuerzo. Sopesó la posibilidad de asumir su responsabilidad como compañero y llevárselo a casa. Podría dormir en el sofá un par de horas, hasta que estuviera en condiciones de irse por su propio pie. Pero entonces recordó: con un poco de suerte, Seja estaría en casa esperándolo en la cama. Y esa posibilidad resolvió la cuestión. Llamó a un taxi y ayudó a Karlberg a levantarse y a salir a la calle. El taxista meneó la cabeza preocupado cuando Tell le dio la dirección.

—Es mi vehículo particular.

Tal vez temía que Karlberg vomitara, pero el comisario no mostró la menor consideración y lo metió en el asiento trasero. Si el taxista se negaba a llevar a un cliente por estar borracho, lo más probable es que no le salieran las cuentas a fin de mes.

Cuando el taxi se marchó, Tell encendió un cigarrillo y comenzó a buscar en el bolsillo la ficha del guardarropa. Oyó voces cercanas y vio a Palmlöf metiéndole mano a la rubia debajo de un balcón. La risa de la chica volvió a resonar a sus espaldas. Tell volvió con los que aún aguantaban estoicamente y se encontró con Beckman en el bar.

—Oye, Christian. No te he visto desmadrarte en la pista de baile ni una sola vez en toda la noche. Bueno, no te he visto desmadrarte en ninguna parte. Nunca.

Ella le dio un fuerte puñetazo en el pecho, con esa inconsciencia de la propia fuerza física característica de las personas ebrias. Retrocedió y sonrió comprensivo, satisfecho de haberse pasado al agua mineral un par de horas antes, al pensar en Seja. Gracias a eso había recuperado la perspectiva.

—¿Qué se esconde ahí dentro?, tras esa fachada… de entereza.

—Un tío cansado que se va a retirar. Sólo quería saludarte.

Ella se echó a reír, le pasó el brazo por la cintura y se encaminaron juntos a una de las mesas. Palmlöf y su ligue aparecieron justo detrás de ellos, con el aroma de la noche prendido a la ropa.

—¿Ya os vais? Tú no, ¿verdad, Karin? La noche acaba de empezar. Podemos tomarnos un par de cervezas antes de irnos. Venga, Tell. No aceptaré un no por respuesta.

Al cabo de un rato, volvió haciendo equilibrio con una bandeja y cuatro tazas de humeante café irlandés.

Johan Björkman se unió a ellos.

Les dio por hablar de recuerdos comunes, aunque no tuvieran tantos. Björkman, que estaba enamorado de la ciudad de Borås, sintió añoranza poco después de terminar sus estudios en la Escuela Superior de Policía y, cuando le ofrecieron un puesto en su ciudad natal, aceptó sin vacilar. Allí también se podía hacer carrera, decía.

Pasó a hablar de la oleada de drogas que asolaba la ciudad y que ahora se adueñaba de pueblos en los que, hacía veinte años, ni siquiera habían oído hablar del hachís.

—En Svaneholm apuñalaron a un tío de treinta tacos que les vendía anfetaminas a los alumnos de bachillerato. Resultó que tenía un par de millones en anfetas en el granero de su padre —Björkman meneó la cabeza—. Están envenenando este puto país entero, está claro.

Tell asintió reflexivo, aunque el tema no era novedoso y se sentía demasiado cansado para mantener una conversación tan seria. Procuró dejar de mirar la mano que Palmlöf tenía sobre la rodilla de la rubia. Björkman la había presentado como una de sus inspectoras.

—En estos momentos tenemos a todo el grupo trabajando en un asesinato ocurrido a las afueras de Kinna —continuó Björkman incansable—. Lo más probable es que se trate de un ajuste de cuentas por un asunto de drogas. El otro día, sin ir más lejos, un tipo de la zona de Frisjö fue asesinado a tiros en medio del bosque. Fue una auténtica ejecución, bang bang, como en un thriller americano, y luego el cabrón del asesino lo atropello con el coche dos veces. Poco quedó de aquel cadáver. Me pregunto qué pasará dentro de otros veinte años. Sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día la opinión general es que no debería haber policía en las zonas rurales. Vamos, ¿de qué sirve una comisaría sin personal, eh? Joder, si ya tardamos más de una hora en llegar cuando hay un aviso…

Tell cerró los ojos e intentó salir de su embriaguez con la única ayuda de su fuerza de voluntad. Levantó las manos como un muro a fin de frenar la verborrea de Björkman.

—Espera un poco… Eso que acabas de contar, a ver, repíteme la historia. Háblame del asesinato de Frisjö.

Björkman pareció sorprendido.

—¿Es que quieres que hablemos de trabajo?

Tell asintió y extendió el brazo en busca de una botella de Vichy Nouveau medio llena que alguien había dejado allí olvidada.

—Exacto.

Diez minutos más tarde —también Beckman se había repuesto de su borrachera con una celeridad impresionante— Björkman les había pormenorizado un asesinato que, por las similitudes que guardaba con el que ellos tenían entre manos, les pareció digno de la máxima atención.

—Pasaré a verte mañana temprano. En la comisaría —el reloj de Tell marcaba las tres y veinte—. A las nueve.

—Pero… —Björkman miró a Tell confundido—. Mañana es Nochevieja. No trabajo.

—A ver, parece que no lo has pillado —insistió Tell—. Mañana, a las nueve en punto.