1995
Su profesor de dibujo entornó los ojos al sol y cargó el equipaje en el Volvo familiar.
—¿Volverás después del verano, My? —preguntó y se puso las gafas de sol que llevaba en la frente. My asintió—. No dejes de pintar hasta que nos volvamos a ver —se detuvo un momento—. Pensarás que se lo digo a todos, pero no es así.
My se sintió turbada mientras jugueteaba con un rayo de sol que se reflejaba en su pie desnudo. Había entregado puntualmente sus trabajos; siempre los dejaba en su casillero de la sala de profesores, ya que era demasiado tímida para entregárselos ella misma. Lo que más le costaba era darle los bocetos a lápiz de personas en movimiento que solía hacer a toda prisa.
Había intentado pintar al óleo. El resultado fueron cuadros con gruesas capas de color, de cuya superficie rugosa quedaba satisfecha. Le gustaba sentir todas las capas bajo la última.
Caroline había posado para ella y nunca sabría lo que había bajo la superficie de la tela. A My también comenzó a gustarle que posaran para ella, pero ante todo le infundían energía los bosquejos rápidamente plasmados en el bloc. Eran dibujos que realizaba mientras buscaba inquieta otra cosa, más concentrada en los movimientos e intenciones de las personas que en la reproducción de los mismos. Esto le permitía sorprenderse del resultado final al ver qué o quién había surgido del enjambre de acontecimientos en apariencia insignificantes.
El coche del profesor fue el último en dejar una nube de polvo tras de sí al salir rodando hacia la curva. El traqueteo moribundo del motor dio paso a una densa calma. My anhelaba quedarse a solas con Caroline, pensaba que si pasaban algo de tiempo juntas, acabaría el silencio que crecía entre ellas. Ahora, en cambio, sintió pánico.
Hacía sólo un par de días que la mayoría de los alumnos había abandonado el colegio por el verano, pero el vacío ya había impregnado sus muros. De pronto reparó en lo desgastados que estaban los paneles de las paredes, en las manchas de suciedad incrustada que salpicaban el suelo y en el color blanco del marco de las ventanas, que comenzaba a desconcharse. Hasta en el olor se detectaba el vacío: humedad y tiza vieja.
Con Caroline se había acostumbrado a que era preciso poner a prueba la lealtad, el amor estaba sujeto a condiciones, se fragmentaba, se comparaba y exigía constantes demostraciones. My comprendía lo destructivo que podía llegar a ser convertir el amor en una lucha de poder. Sin embargo, esa actitud le resultaba extrañamente familiar. Su madre siempre había experimentado con la proximidad y la distancia con respecto a otras personas: por un lado, la aterraba ser engullida por ellas y, por otro, temía quedarse sola. Y lo que uno conoce brinda seguridad.