Bärneflod meneó la cabeza. Algo le ocurría a su colega, por más que él ignorase de qué se trataba. Tell no era de los que lo contaban todo, uno tenía que adivinar si le había ocurrido algo que no guardase relación con el trabajo. Si es que había algo en la vida de Tell que no guardase relación con el trabajo. Pero eso de quedarse dormido y llegar tarde, de no estar disponible al teléfono en la fase más importante de la investigación… eso no era propio de él, se decía Bärneflod. No obstante, resultaba agradable ver que el jefe, por una vez, se relajaba y olvidaba su obsesión agobiante por el rendimiento. Y por alguna razón insondable, esa relajación de Tell surtía un efecto estimulante en el propio Bärneflod. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan cómodo en el trabajo.
¿Estaría Tell enamorado? La idea era, desde luego, ridícula.
* * *
Sin duda Reino Edell era un puto paranoico. Pero por lo menos tenía razón en algo sobre Zachariasson: el tipo era marica. No sólo por la camisa rosa pálida que, a pesar de frisar los cincuenta, llevaba con desenfado por fuera de unos vaqueros muy ajustados. Tampoco porque Zachariasson se comportase como una loca, no. Mientras se estrechaban la mano, le sostuvo a Bärneflod la mirada con firmeza, pero no intentó nada.
No, era sólo una sensación. Bärneflod solía alardear de tener un detector de maricas bien desarrollado. Podía distinguir a un marica en una reunión a veinte metros de distancia. Si alguien lo obligara a definir con más detalle este talento tan útil en ciertas ocasiones, habría sostenido que lo asociaba a la forma de moverse de los maricas con movimientos suaves, como los de una mujer.
Bärneflod era madero desde hacía casi cuarenta años. Desde su punto de vista, el conocimiento de las personas formaba parte del trabajo. Era una pena que las nuevas generaciones carecieran del sentido común necesario para apreciar la experiencia. En lo referente al salario era muy consciente de que se encontraba en peor posición que Beckman, por ejemplo. No resultaba difícil adivinar por qué Karin Beckman se deslizaba como una anguila hacia la cima de la jerarquía: se debía a las dichosas cuotas y a tanta monserga sobre la igualdad.
Estaba claro que los agentes que poseían conocimientos sobre el trabajo policial de toda la vida no tardarían en quedar exterminados. Hoy en día todo giraba en torno a quién estaba más cachas. Quién cambiaba sus rutinas de buen talante, cada año o cada dos, por alguna novedad, algún programa de ordenador portentoso que, a pesar de todo, quedaba desechado un par de años después y sustituido por una nueva modernidad. Él, en cambio, podría enseñarle algo a la dirección sobre inversiones rentables. Sobre lo que valía la pena de verdad, es decir, las viejas rutinas de eficacia probada.
En otra situación, Bärneflod habría pensado que quien había decorado aquella cocina era una mujer. Resultaba acogedora y elegante, como habría dicho su esposa Ulla. Él, por ejemplo, no sería capaz de crear un hogar acogedor —claro que nadie le pediría que lo hiciera— como el que Ulla había conseguido crear a lo largo de los años. Él siempre la elogiaba por ello.
Era el primero en reconocer que existían bastantes áreas en las que las mujeres eran superiores a los hombres. Por ejemplo, en lo que se refería a los pequeños detalles que los hombres solían olvidar. A veces Ulla lo acusaba de no apreciar esas cosas lo suficiente, de que ni siquiera se fijaba en ellas, pero estaba equivocada. Bärneflod reparó en el ramo de tulipanes que había puesto en Semana Santa. Y en la mantequera y la jarra para la leche, en lugar de poner la mesa directamente con el paquete de mantequilla y el tetrabrik. Y en que organizaba los cumpleaños de los niños. Podría continuar hasta la eternidad. El solo enunciado de todo aquello incluso llegó a arrancarle unas lágrimas. Y pensar que había gente que sostenía que él era un insensible de mierda.
Se secó discretamente el lacrimal con la manga de la camisa y se apercibió de la expresión interrogante de Zachariasson.
Atención.
A fin de asegurarse de que la voz no se le quebraría, la elevó más de la cuenta.
—¿Sabes por qué he venido?
—Sí —respondió Zachariasson tranquilo. Quizá le sorprendiese la inestabilidad del policía, pero de ser así, optó por ocultarlo—. Debe de ser por la muerte de Lasse.
«Un apelativo cariñoso, claro, como cabía imaginar».
—Lise-Lott me llamó al poco de que ocurriera. Lasse y yo éramos muy buenos amigos.
«Claro, también podríamos llamarlo así».
—Es una historia terrible. Estoy impresionado.
Bärneflod enarcó las cejas y, con grandes aspavientos, sacó el bloc de notas, donde garabateó algo que Zachariasson no pudo ver desde donde estaba. En realidad, sólo escribió «Flores para Ulla» en la línea superior, ya que no había abandonado del todo los pensamientos que habían entretenido su mente hasta hacía unos minutos.
—¿Cuál era tu relación con Ulla?
Esta vez, Zachariasson no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Ulla?
—Waltz. Quiero decir Lars Waltz. Dijiste que erais buenos amigos, ¿no?
—Sí. Lo éramos. En realidad crecimos juntos. Fuimos a la misma escuela desde primero.
Bärneflod asintió y entonces sí anotó: «Investigar escuela».
—Estaba en el barrio de Majorna. Nuestras madres se veían mucho, por lo menos cuando éramos niños. También fuimos a la misma guardería, nos íbamos siguiendo la pista. Luego, cuando elegimos diferentes líneas de bachillerato, continuamos viéndonos fuera del colegio.
—¿Cambió vuestra relación alguna vez? Cuando os hicisteis mayores, por ejemplo.
Zachariasson intentó eludir la pregunta adoptando un tono filosófico.
—¿Acaso no están las buenas relaciones en cambio constante? Quiero decir que se ven continuamente influenciadas por la situación anímica de ambas partes.
La mueca inexpresiva de Bärneflod fue suficiente y Zachariasson se apresuró a explicarse.
—Quiero decir que hubo un tiempo durante el cual nos vimos muy poco, en los años ochenta, cuando su vida y la mía eran muy diferentes. Lasse trabajaba mucho y se reunía con sus amigos de una forma diferente a la mía; mucho bar y… en fin. Luego, unos años después, durante el proceso de divorcio, él volvió a ponerse en contacto conmigo y reanudamos nuestra amistad.
Bärneflod suspiró para sus adentros. Aquello era peor de lo que había imaginado.
—¿Cómo os relacionabais tú y Lars Waltz?
—Como hace la gente, creo. Quedamos, hablamos. Hablábamos, quiero decir. Cuando ambos estábamos ocupados y no podíamos vernos, nos llamábamos por teléfono. A veces íbamos a tomarnos unas cervezas, pero yo nunca he sido muy dado a los bares. Y al final, Lasse también terminó cansándose de esa vida.
Zachariasson pareció percibir el doble sentido de aquellas palabras y esbozó una expresión de tristeza.
—Yo creía que la gente con tus inclinaciones tenía debilidad por la vida glamorosa —espetó Bärneflod.
Zachariasson se tornó, de pronto, reservado.
—Supongo —dijo con una frialdad manifiesta en su voz— que con inclinación te refieres a mi condición de homosexual, ¿no es así, señor policía? Es cierto, pero pensar que la homosexualidad conlleva determinado tipo de personalidad denota bastante simpleza. Somos muy distintos unos de otros, señor policía. Igual que vosotros los heterosexuales. Unos aman los placeres, otros viven en casas adosadas y juegan al bingo. A unos les gusta pasear por el bosque, a otros tener sexo con extraños en lugares públicos. Unos son genios reconocidos, otros son idiotas.
Acentuó la palabra idiotas con una insolencia extrema que desconcertó a Bärneflod.
—Soy inspector —precisó paralizado sin saber con claridad si hacía bien al sentirse ofendido. Para facilitar las cosas prefirió dejar pasar el posible agravio sobre su inteligencia. Además, pronto sería la hora de comer y bajo ningún concepto deseaba permanecer en la casa de aquel hombre más tiempo del necesario. Sobre todo teniendo en cuenta que no había tenido la delicadeza de invitarlo a nada comestible.
A pesar de todo, se apreciaba claramente la ausencia de una mano femenina en aquella casa. Ulla nunca habría permitido que una visita se tomara el café sin algo que mojar.
De pronto, al pensar en el almuerzo y el café, sintió que estaba harto de acertijos.
—Dime, ¿mantenías una relación con Waltz? Sólo tienes que contestar sí o no.
—¿Acaso me lo ha preguntado ya antes, señor inspector? Perdón, quiero decir inspector.
—Lo pregunto ahora.
—Lasse vivía con Lise-Lott, creía que ya lo sabíais. Antes estuvo casado con una mujer que se llama Maria, pero me imagino que también estáis al corriente de eso. Yo vivo solo, aún no he encontrado al hombre de mi vida.
Le sonrió a Bärneflod, con una expresión más rebelde que pícara. Bärneflod lo miró con repugnancia.
—Como tú mismo dijiste hace un momento, vosotros los maricones funcionáis igual que la gente normal, y hasta tú deberías saber que la gente normal, a veces, flirtea. Por lo tanto, te lo pregunto de nuevo, ya que aún no has respondido a mi pregunta: ¿manteníais tú y Lars Waltz una relación?
—No manteníamos ninguna relación. Y en todo caso, ¿qué tendría eso que ver con su muerte?
Bärneflod se encogió de hombros con desdén y se colocó el bolígrafo en la oreja, de donde resbaló de inmediato para rodar debajo de la silla. El inspector no se molestó en recogerlo.
—Bueno, cabe imaginar un drama, por ejemplo. Él se niega a dejar a su mujer y tú, el amante celoso, no lo resistes. Si no puede ser tuyo, no será de nadie, ya sabes.
Bärneflod se sentía satisfecho de sí mismo. Zachariasson sacudió la cabeza como si no pudiera dar crédito a lo que oía.
—Eres ridículo. No sólo porque suenas como una mala película de detectives. Insinúas, además, que un gay no puede ser amigo de un hetero, sin intentar cambiarlo. Ni siquiera me halaga que presupongas que lo conseguí. Te lo repito: no manteníamos ninguna relación.
—Una persona que figura en la investigación afirma lo contrario.
—Ese cateto loco que quería el terreno de Lise-Lott. Sí, lo sé. Lasse estuvo bastante enfadado durante un tiempo. Hasta llegó a denunciarlo cuando todo empezó a degenerar.
—¿Dirías que Lars le tenía miedo a Reino Edell?
Zachariasson se puso de pie y se sirvió más café, pero no le ofreció más a Bärneflod, como si quisiera decir: informo a la policía porque es mi obligación como ciudadano, pero tu visita no es bien recibida.
«¡Rencoroso de mierda!».
Bärneflod empujó su taza vacía sobre la mesa con gesto elocuente.
—No diría que le tuviese miedo —dijo Zachariasson—. Más bien lo ponía furioso. Al parecer, el campesino lo había amenazado en alguna ocasión. Creo que lo denunció más que nada para marcar el límite, para que entrara en razón.
Zachariasson miró el reloj de pulsera y dejó escapar lo que Bärneflod consideraba un grito típico de loca.
—Dios mío, tengo que irme. Empiezo dentro de veinte minutos.
El reloj de Bärneflod marcaba la hora del almuerzo.
—Vale, puedes irte. Sólo quiero saber cuándo viste a Lars Waltz por última vez.
Zachariasson recapacitó.
—Tuvo que ser un par de días antes de Santa Lucía. Lasse tenía algo que hacer en Frölunda Torg. Nos encontramos y tomamos un café.
—¿Se comportó de un modo extraño? ¿Notaste algo raro? ¿Dijo algo digno de mención?
—No. Estaba como de costumbre. Habló del viaje que pensaba hacer Lise-Lott. Le preocupaba la economía, como era habitual, pero no tanto como para arruinarle el buen humor. Oye, de verdad que he de irme, ya voy a llegar tarde al trabajo.
—¿Dónde estabas la noche del lunes?
—¿Soy sospechoso?
—Tú limítate a responder. Seguramente has visto bastantes películas de detectives en la televisión como para saber que debo preguntarlo.
—Después de trabajar estuve en Götas Kökoch Bar, en la plaza Mariaplan, con tres compañeros. Cuando se marcharon, me encontré con una persona a la que conocía y me quedé allí. Estuve hasta las diez y media, más o menos, después tomé un taxi para volver a casa.
—¿Solo?
—Sí, solo.
—Y el resto de la noche estuviste solo en tu apartamento, ¿no? Vale. Tus compañeros y ese… amigo al que te encontraste… —dijo con un tono elocuente— ¿pueden corroborar que estuviste con ellos por la noche?
—Por supuesto. Ahora mismo te doy sus números de teléfono. Por cierto, el amigo en cuestión es una chica, una vieja amiga de la universidad —se puso de pie con una expresión mal disimulada de desprecio—. Ahora pienso irme a trabajar. Si quieres que sigamos hablando, tendrás que citarme para un interrogatorio.
—Vaya, trabajas durante el puente. ¿Dónde? —preguntó Bärneflod, más por curiosidad que porque pensara llevar a Zachariasson en coche al trabajo.
—En viviendas comunales. Hoy tengo horario de tarde.
—Vale, suerte —dijo Bärneflod y después de hurgar un rato debajo de la mesa rescató su bolígrafo del suelo de la cocina. Era un Ballograf.