«Nunca viviré así», se dijo Christian Tell, que acababa de encontrar la dirección que buscaba.
Las casas pareadas se alzaban sobre una zona de césped, agrupadas en forma de herradura, con unos columpios y cajones de arena en medio. Era una barriada bastante atractiva, el tranvía llegaba hasta allí y, en coche, se tardaba un cuarto de hora hasta el centro.
Tell estaba de pie frente a un buzón decorado con motivos de Dalarna y en el que se leía el apellido Waltz, escrito con letra muy recargada. Se dio la vuelta y llamó con un gesto a Gonzales, que intentaba finalizar una conversación con Dios sabía quién.
Una hilera de baldosas de piedra dividía los jardines en los que se veían grupos de sillas de plástico sucias y con los asientos encharcados. «Nunca viviré así», reiteró para sus adentros. Había vivido en el centro toda su vida y estaba acostumbrado al ruido y al estrés. Sin bullicio, se sentía extrañamente desnudo, como si él y la ciudad fueran un solo cuerpo. En alguna ocasión, en uno de esos momentos de confusión, había pensado en mudarse, como otros que habían renunciado a disfrutar de bares y cafés y ya sólo contribuían a la vida cultural del centro pagando un alquiler escandaloso por un pequeño apartamento de dos habitaciones. En aquel entonces, pensaba en destinar sus ridículos ahorros a la adquisición de una cabaña en algún lugar de la costa o de la montaña, una casita con vistas, en vez de malgastarlos alimentando con ellos a los insaciables caseros capitalistas. Así marcaría una diferencia. Quizá incluso podría conseguir una plaza en alguna comisaría rural. Investigar un asesinato cada decenio y tener tiempo para otras cosas. Empezar a resolver sudokus, tal vez.
A veces la idea le proporcionaba cierto consuelo, porque sabía que nunca la haría realidad. Tenía muy claro que seguiría viviendo en su apartamento de dos habitaciones en Vasastan, a un par de manzanas de la casa donde había nacido. Continuaría siendo inquilino en lugar de propietario, puesto que las cosas estaban así y que el sueldo de los policías era irrisorio. Seguiría quejándose de las subidas de alquiler mientras se congratulaba de su situación en secreto.
Nunca se había imaginado en otro escenario y menos aún en uno como el que ahora tenía delante. Carina lo llamaba elitista, se burlaba de su fobia al típico Svensson medio y de la angustia que le producía la idea de una casa adosada. En broma, pero con un punto de seriedad pedagógica, le decía: «Esas personas son felices, y no son peores que tú».
Él nunca le habría llevado la contraria y, sin embargo… Carina y él no dieron el paso de vivir separados a vivir juntos, no se mudaron del apartamento de dos habitaciones a la casa adosada… Y fue culpa suya que Carina, finalmente, recogiera las pocas pertenencias que tenía en su apartamento, muy pocas, teniendo en cuenta los años que habían pasado juntos, pues todo quedó en una triste bolsa de papel que le plantó ante las narices con los ojos anegados de lágrimas: «Esto que ves aquí, Christian, es la razón de que me vaya. ¡Esto!». Sí, fue culpa suya. Era el precio que tenía que pagar por la fidelidad a sus costumbres y por su falta de voluntad de cambio.
Bajo el porche se veía un balancín sucio y oxidado. Las persianas no estaban echadas del todo y por entre las ranuras de una de ellas se distinguía el movimiento de una sombra. Justo cuando Tell se disponía a llamar se abrió la puerta de una forma tan brusca que tuvo que dar un paso atrás para que la hoja no lo golpease en la cara.
—¿A quién busca?
Tell abrió la cartera para dejar su placa a la vista.
—Soy el comisario Tell. Éste es mi colega, el inspector Gonzales —subrayó sus palabras señalando a Gonzales, que se les acercó por el jardín con un par de zancadas—. ¿Maria Waltz? Queríamos hablar con usted de su exmarido.
La expresión de la mujer ya era impenetrable, pero al oír el nombre de su exmarido, se endureció más aún.
—¿Qué pasa con Lars?
—¿Podemos entrar?
Pareció sopesar la posibilidad de decir que no, pero finalmente decidió ceder, se apartó del umbral y los condujo por el estrecho pasillo hasta la cocina, donde los invitó a sentarse en un banco de madera. Desde allí podían ver una habitación cuya atracción principal era la mesa de comedor ovalada junto a otras pomposas decoraciones navideñas.
Maria Waltz se sentó frente a Tell, que carraspeó ligeramente antes de comenzar.
—Siento comunicarle que su exmarido, Lars Waltz, fue hallado muerto hace unos días. Por desgracia, no se trata de una muerte natural.
La sonrisa desencajada de Maria Waltz se congeló en una mueca.
—¿Lo dice en serio?
Ella movió la cabeza, como si así pudiera neutralizar tan desagradable información. Durante el transcurso de un largo minuto no se oyó absolutamente nada en la cocina. De pronto, la mujer se encogió en un sollozo.
—Yo no deseaba su muerte —declaró en susurros.
—Estamos seguros de ello —respondió Tell con serenidad.
Maria Waltz empezó a temblar. Si estaba actuando, lo hacía muy bien. De repente, la mujer pareció comprender el alcance de las palabras de Tell.
—¿No fue una muerte natural? ¿Quiere decir que murió asesinado?
—Lo lamento, pero así es. Y por eso estamos aquí.
Ella lo miró perpleja.
—Pero ¿acaso insinúa que yo tengo algo que ver? ¡Es absurdo!
—No, al contrario, pensamos que podría facilitarnos alguna información sobre su exmarido que nos ayudara a componer el rompecabezas, por así decirlo. Según los datos que poseemos, ustedes dos se separaron hace seis o siete años.
Justo cuando María Waltz iba a responder, sonó el teléfono que Tell tenía en el bolsillo. El comisario se disculpó y lo cogió. Seja Lundberg. Sintió una punzada debajo del ojo izquierdo cuando desvió la llamada y volvió a prestarle atención a María Waltz.
—Reconozco que he deseado verlo muerto, pero…
La mujer tenía la mirada huidiza, vacía, y parecía concentrarse en las peras maduras del frutero de cristal rojo.
—Y por esa razón, no puedo negar que comprendo que alguien lo hiciera. Comisario, ¿a usted lo han traicionado alguna vez?
Tell le sostuvo la mirada en silencio y aguardó a que continuara.
—Por otra parte, no se me ocurre quién tendría motivos para sentirse así con Lars. Él era un hombre pacífico.
Esbozó una sonrisa ante la elección del adjetivo, pero enseguida volvió a ponerse seria.
—Era bondadoso, responsable y todo eso. Buen padre. Luego todo se sacó de quicio, no sé si me entiende. Conoció a esa mujer y…
Unas lágrimas empezaron a brotar tímidamente de sus ojos. Quizá no supiese si lloraba por la muerte de su exmarido o porque el recuerdo de la sensación de abandono aún la quemase por dentro. Apretó los labios, en un intento por impedir que el dolor se reflejara en su semblante.
—A usted todo esto le parecerá ridículo. Se supone que, a estas alturas, debería haber superado una ruptura de hace seis años.
—No hemos venido aquí a juzgar nada —dijo Tell e hizo una pausa antes de continuar—. Tengo entendido que no se separaron de manera amistosa, ¿es eso cierto?
Sacudió la cabeza con gesto resignado.
—Me dejó de la noche a la mañana, literalmente. Una noche me contó que pensaba mudarse al cabo de dos días. Incluso había contratado el camión de la mudanza. Sin más explicación, salvo que había dejado de quererme. Ya hacía un tiempo que tenía a otra. Y los niños, ¿qué?, me dije yo. Tenían once y trece años, necesitaban un padre. ¿Y la casa? Entonces vivíamos en Hovås. La casa era demasiado cara, yo no podía permitirme seguir viviendo allí con los niños. Y él lo sabía.
Se enjugó torpemente las lágrimas de las mejillas, aspiró hondo y expulsó el aire despacio, para acompasar los latidos de su corazón.
—Destrozó mi vida en un abrir y cerrar de ojos. Y la de los niños también. Fue como si, de repente, hubiese dado rienda suelta a una faceta suya maligna y desconocida. Como si todo el sufrimiento que iba a causar le resbalara, simplemente. Como si no le importara nada. Era un témpano de hielo.
La mujer guardó silencio. Tell le hizo una discreta señal a Gonzales con la cabeza para que tomara el relevo.
—Comprendo que tuvo que ser duro.
Gonzales se acercó algo más a la mesa y buscó la mirada de Maria Waltz.
—Sabemos que también tuvieron una serie de desavenencias por motivos económicos.
—Sí.
Maria Waltz arrancó un trozo de papel de cocina de un rollo que había sobre la mesa y se sonó la nariz.
—Pensé que dieciocho años de matrimonio y dos hijos valdrían algo. Si no en el terreno emocional, al menos sí en el económico. Es un clásico: tuve que renunciar a mi carrera por la suya, yo me quedé en casa con nuestros hijos y lo apoyé en su vida profesional. Bueno, quizá usted sea demasiado joven para saber de qué hablo. Pero en Estados Unidos, esta situación no se habría dado jamás. Allí saben valorar las ocupaciones tradicionalmente consideradas como propias de la mujer. La familia es una estructura muy valorada. Aquí, en cambio, la gente se divorcia sin más. ¿Sabían que Suecia es el país del mundo con el índice de divorcios más elevado?
Gonzales asintió, a pesar de que él nunca había oído este dato estadístico.
El móvil volvió a sonar. Tell miró quién era, se excusó y se retiró al salón.
—¿Te has enterado? —se oyó la voz de Bärneflod al otro lado de la línea—. ¿Sabes quién ha denunciado a Reino Edell por vejaciones no menos de tres veces durante los últimos dos años y medio? Exacto, Lars Waltz. Karlberg y yo hemos constatado que es un cabrón.
—Entonces, ¿pudisteis sacarle algo?
—Bueno, Edell afirmó que Waltz tenía una relación con un marica que…
—Pero ¿vale la pena indagar por ahí? —Tell ahogó un bostezo—. ¿Qué hacen los otros?
—Beckman está revisando las llamadas telefónicas de Waltz.
—¿Del fijo o del móvil?
—De ambos.
—¿Ha encontrado algo?
Bärneflod retiró el auricular de la oreja y sacó a Tell de sus casillas al dejarlo en espera con una música espantosa.
Regresó después de un par de minutos.
—Bingo de nuevo. Hay un número que se repite con frecuencia, tanto en el fijo como en el móvil, además del de la hermana de Lise-Lott. Es de un tal Kristoffer Zachariasson en Västra Frölunda: ¡el maricón! Yo me encargo de él.
—Vale. Pero, escucha, ¿Bengt?
—¿Sí?
—Tómatelo piano, ¿vale?
Bärneflod estaba en forma. Tell enarcó las cejas, gratamente sorprendido ante el inesperado celo laboral de su colega.
Regresó a la cocina, donde halló a Maria Waltz ya más serena, buscando un paquete de galletas María en la despensa.
—Debo decir en su descargo que al principio hizo un intento por mantener su palabra. Llamaba a los niños de vez en cuando. Quería verlos y eso. Pero ellos… bueno… Estaban en una edad delicada. Los dos se lo tomaron mal, sobre todo Jocke, el mayor. Al cabo de un tiempo, Lars desistió. Dejó de intentarlo. Nunca es correcto abandonar a los hijos, ¿no cree? —miró solícita a Gonzales, que asintió obediente—. Los hijos tienen derecho a romper la relación con sus padres, pero lo contrario no puede ser. No, la mayor traición de Lars fue la cometida para con sus hijos.
—Es decir, durante los años que estuvieron separados, sus hijos no han tenido ningún contacto con su padre.
—Los últimos cuatro años no, apenas.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a su exmarido? —preguntó Tell desde el arco que separaba la cocina y el comedor.
Ella se sobresaltó como si hubiera olvidado su presencia.
—Fue… No recuerdo. Hace bastante tiempo. Quizá dos o tres años. Tuvimos una reunión con mi abogado, principalmente para tratar de los asuntos derivados de la venta de la casa.
Tell se acercó a la mesa de nuevo y se situó de forma que Maria Waltz no tuviera posibilidad de escapar de su rincón junto a la pared, y se pasó la mano por el pelo, con gesto reflexivo.
—No quiero que piense que soy insensible, pero me da la impresión de que, después de divorciarse de Lars, hubo un periodo en que usted presentó un comportamiento un tanto… inestable con su entorno. ¿Cómo se encuentra ahora?
Sostuvo impávido la mirada atónita de Maria Waltz. Ella se levantó de improviso y lo apartó casi con violencia para poder llegar al grifo. Se sirvió un vaso de agua y consiguió derramar la mitad antes de beber un par de tragos.
—Me encuentro bien, gracias. Y me he sentido bien durante la mayor parte de mi vida adulta. ¿Es que no lo entiende? Me lo arrebataron todo: mi familia, mi hogar, mi seguridad. Fui abandonada, traicionada, desechada como un trapo, ¿quiere que continúe? Perdí el punto de apoyo durante un tiempo, ¿le parece extraño, comisario?
Tell permanecía sentado en silencio.
—Ahora me encuentro bien. Llevo años visitando a un especialista. No he matado a mi exmarido, comisario.
—No era mi intención que se sintiera acusada. De ser así, le rogamos nos disculpe. Pero, si no tiene inconveniente, me gustaría que nos facilitara el nombre del médico y una autorización para poder hablar con él.
La mujer asintió. Su rostro, hasta ahora enrojecido por el llanto, palideció mientras buscaba una tarjeta de visita en uno de los muebles de la cocina. La sangre le latía con frenesí en las sienes.
—Señor comisario, señor inspector, ahora me gustaría que se fueran —declaró al tiempo que se dirigía al vestíbulo con gesto elocuente.
—Sí, claro, ya nos vamos. Le ruego disculpe los contratiempos que le hayamos ocasionado y que acepte nuestras condolencias —dijo Tell.
Cuando se marcharon, María Waltz cerró la puerta con dos golpes de cerradura.
* * *
Durante el breve trayecto de vuelta a la comisaría no cruzaron una sola palabra. Mientras giraban por la calle Skånegatan, el móvil de Tell anunció que había recibido un mensaje corto.
—Vaya, hoy estás muy solicitado, Tell —comentó Gonzales—. ¿Otra vez Bärneflod?
Tell negó con la cabeza mientras leía el mensaje: Última oportunidad. Cena en mi casa. 18.00 h.
El reloj indicaba que disponía exactamente de cuarenta y cinco minutos para llegar a tiempo. Quitó el freno de mano que acababa de echar y se volvió hacia Gonzales.
—Sal, tengo que irme. Cuando subas, verifica en el material la dirección de Seja Lundberg, una de los dos primeros testigos. Luego me llamas al móvil.
—Vale.
Cuando Gonzales llamó veinte minutos después, Tell estaba justamente a la altura del desvío que conducía al lugar del crimen. La niebla que emanaba del arroyo se extendía por los valles como una capa de algodón de azúcar. Sacó un cigarrillo sacudiendo varias veces la cajetilla medio llena que, por fin, había encontrado en la guantera, y bajó un poco la ventanilla para expulsar el humo. La oscuridad era prácticamente total.
La niebla humedeció su mano alargada y se abrió paso con rapidez hacia el interior del vehículo, para posarse como una membrana fresca sobre el reposacabezas.
Irritado, abrió el cenicero del coche y sacudió la ceniza encima de la montaña de colillas. No debería haberle pedido a Gonzales que buscara la dirección. Seja Lundberg era una testigo y, en realidad, no resultaba extraño que fuese a su casa, pero, claro, debería haber llamado al número de información telefónica.
Ella lo había llamado en tres ocasiones. Y él, como un cobarde, marcó el desvío otras tantas. La primera vez no estaba preparado y lo invadió una alegría sincera. Sin embargo, tan placentera sensación se tornó rápidamente en malestar, en cuanto recordó lo que había hecho y las consecuencias que su acción tendría si llegaba a oídos de Óstergren, por ejemplo.
Calculó con rapidez que lo más inteligente en aquel momento era poner fin a la relación y confiar en que nadie llegara a saber que había existido. Para ello, debería darle a Seja una explicación, era preciso que ella comprendiera su situación y por qué no podían volver a verse.
Detestaba la idea de enojarla, pero la idea de no volver a verla nunca más se le hacía más insufrible aún. No sabía qué hacer. Con cada llamada de Seja, se incrementaba su angustia.
Se convenció de que lo más humano era hablar con ella cara a cara. Simplemente, no tenía otra elección que verla de nuevo.
Tras subir por una cuesta asfaltada y cruzar un sendero de grava aún más estrecho pensó que allí se acababan las pistas, que se había perdido. Una señal que indicaba que se hallaba en un callejón sin salida pareció confirmar sus temores, hasta que vio una hilera de buzones en un soporte de madera, junto al arcén. Por lo menos, había indicios de alguna forma de asentamiento en la colina. Con la ayuda de una pequeña linterna que siempre llevaba en el llavero, consiguió leer el nombre de lundberg en uno de los buzones.
Tardó veinte minutos en escudriñar por entre las casas hasta que, finalmente, logró salir del pantanal por la pasarela de madera. Allí donde el bosque se abría se alzaba una casa. De su chimenea emergía una columna de humo cuyo olor se percibía desde la carretera.
Se ajustó el abrigo sobre los hombros. Allí arriba hacía más frío, la hierba del calvero estaba helada y crujía bajo sus pies.
No pudo evitar echar un vistazo al interior cuando pasó ante la ventana de la cocina: la mesa estaba puesta. Seja entró en la cocina. Llevaba un delantal a cuadros rojos y blancos sobre una falda larga y justo cuando se disponía a llamar a la puerta para no ser descubierto como un mirón, pisó sin querer un cuenco metálico que no había visto en la oscuridad. El estrépito la hizo mirar hacia la ventana. Él la saludó con la mano, algo abochornado, y agarró el picaporte.
El vestíbulo era minúsculo y estaba abarrotado de zapatos y de abrigos. Y allí la tenía, cara a cara. Seja tomó su abrigo y lo invitó a pasar con un gesto.
—Así que al final diste con el sitio.
—Ajá. No se lo pones fácil a tus admiradores. Sólo un comisario de policía podía encontrarlo.
Tuvo que inclinar la cabeza para no golpearse con el quicio de la puerta de la cocina. Además de un par de sillones, junto a la cocina de leña había espacio para un banco de cocina frente a la ventana, una mesa de alas abatibles y dos sillas. Las paredes estaban cubiertas de anchas estanterías atestadas de todo tipo de cosas, desde libros hasta cuadros, utensilios de cocina y la vajilla. En el desgastado suelo de madera había una jarapa larga y delgada que continuaba hasta la única habitación existente en aquella planta.
—Siéntate donde quieras —le dijo Seja—. La comida estará lista dentro de cinco minutos.
El fuego crepitaba en un rincón de la habitación y Tell se sentó enfrente y sacó un cigarrillo.
Seja se colocó delante, con los brazos cruzados y una expresión insondable. Él se preparó para explicarle por qué no había respondido a sus llamadas cuando ella le puso en la mano una copa de vino. No pudo por menos de interpretar aquel gesto como una invitación a pasar la noche e hizo cuanto pudo por ahogar la amplia sonrisa que se dibujaba en sus labios y que, seguramente, parecía demasiado obvia. El pretexto que se ofreció a sí mismo para justificar aquella visita, la determinación de poner fin a la relación cara a cara, se le antojó de pronto irrelevante.
—¿Hay otro piso? —preguntó, más que nada porque no veía ninguna cama. Ella asintió y él se abochornó al constatar que le había leído el pensamiento.
—Ven, te voy a enseñar la casa.
Ella abrió una puertecita medio oculta al otro lado de la cual había una escalera que conducía a la buhardilla. Dos colchones que descansaban directamente en el suelo cubiertos con sendas colchas de terciopelo rojo constituían el mobiliario. Ella iba justo detrás y le rozó los tobillos mientras él, sintiéndose más vulnerable que nunca, fue gateando hasta la cama.
Se sentó en el borde del colchón y se golpeó la barbilla con la rodilla. Ella le tomó las muñecas y, con suavidad, lo obligó a tumbarse y empezó a quitarle la camisa, el cinturón, los calcetines.
La ropa de cama olía un poco a incienso y a detergente. Por una claraboya que había en el suelo entraban la luz del vestíbulo y la voz áspera de Tom Waits, cascada por el whisky. Tell constató distraído que hacía un año que no oía «I Hope That I Don’t Fall In Love With You». Y cerró los ojos.
Abrió los ojos. Las paredes y el techo estaban cubiertos de antiguos carteles de películas, el clásico de Casablanca. Los amantes del Pont-Neuf con Juliette Binoche. Tiempo de gitanos. Un candelabro de Adviento decoraba un ojo de buey que las ramas de un alto abedul arañaban cuando soplaba la brisa.
* * *
Un ruido lo despertó por la mañana y al instante comprendió que, por primera vez en muchos años, se había quedado dormido. Ya había amanecido y la cama estaba vacía. Oyó el agua del grifo de la cocina. Bajó las escaleras y se encontró a Seja de espaldas, en bata y zapatillas de piel de oveja.
Ella advirtió su presencia al oírlo aspirar sonoramente el aroma del café.
—Buenos días, ¿tienes hambre? —preguntó señalando con ironía las ollas que había en los fogones—. Si quieres podemos cenar ahora, ayer se nos olvidó. Si no nos apetece un especiado guiso navideño, también podemos tomarnos un simple café.
Se secó las manos en las mangas de felpa de la bata y se arrebujó ruborizada entre sus brazos. Era una mujer alta, como Tell.
—Voy a vestirme.
—Mejor desnúdate.
Ella rió abrazada a su cuello.
—Alguien necesita hablar contigo desesperadamente, tu teléfono ha sonado unas cuantas veces.
Tres mensajes de la oficina. Justo cuando se disponía a escucharlos, volvió a sonar y Seja le señaló con un gesto elocuente el teléfono que él sostenía en la mano. En la pantalla aparecía el número de Bärneflod. Tell salió de la habitación.
—Soy Tell.
—¿Dónde diablos estás? Llevo llamándote desde las ocho.
—¿Hay novedades?
—Sí, Strömberg ha establecido la hora del asesinato entre las siete de la tarde y las nueve de la noche.
Tell cruzó el vestíbulo y subió a la buhardilla, donde le costó encontrar su ropa.
—Por lo tanto, el cadáver permaneció allí toda la noche.
—Claro. Y seguramente podría haber estado en el mismo sitio mucho más tiempo, ya que nadie que pasara por allí lo vería desde la carretera. Pero ¿te acuerdas de esa vieja cotilla con la que hablaron Beckman y Gonzales? La de los Rappe. Ella dijo que había habido una visita inmobiliaria en una casa del vecindario.
—Ajá, es verdad. ¿Quieres decir que la visita fue entre las siete y las nueve?
—Yes, boss.
—Comprueba qué inmobiliaria…
—Ya lo hizo Beckman, es la Agencia Inmobiliaria Estatal sueca. La agente se llama Helena Friman. Y lo que es todavía mejor: por lo visto los interesados en la visita se inscriben por Internet. Ya nos ha enviado la lista por fax.
—¿Quieres decir que hay una lista de todas las personas que estuvieron en esa visita a la casa y que, por lo tanto, pasaron por el lugar del crimen mientras se cometía el asesinato?
Era demasiado bueno para ser cierto.
—Con dirección y número de teléfono.
—¿Son muchos?
—Unos quince. A veces sucede que hay personas que se presentan sin avisar, la agente inmobiliaria no podía asegurar que no hubiera asistido alguien que no se hubiese apuntado previamente. Al parecer, la mayoría llegó alrededor de las siete, así que hubo bastante movimiento hasta las ocho. Es más que probable que alguno de ellos haya visto u oído algo importante.
—Vale. Les pediremos a los efectivos locales que examinen la lista. ¿Algo más?
Resonó un chirrido en el teléfono.
—Hola —se oyó de nuevo la voz de Bärneflod—. No hay cobertura en la escalera. Aquí estoy de nuevo. Bueno, a propósito de la policía local, resulta que al revisar la lista de pirados de permiso han encontrado un posible candidato. De las prisiones de Lillhagen y St. Jörgen no sacaron nada, al parecer. Sólo había uno que se ajustara al perfil, pero tenía coartada para esa noche. Sin embargo, un par de días antes del asesinato se fugó un tío del correccional de jóvenes de Långtuna, que está a sólo diez kilómetros a vuelo de pájaro. Continúa fugado, pero lo están buscando.
—¿Eso es todo?
Seja le ofreció un café expreso y Tell hizo una mueca de asentimiento. Llevaba unos vaqueros y una camiseta y se había recogido el cabello en un moño.
—Por ahora sí. ¿Vas a venir?
Tell cortó la conversación con Bärneflod y entró en la cocina. Aceptó agradecido el café que Seja le ofrecía.
—¿Se preguntan dónde andas?
—Ajá. Soy un esclavo. Cuando no estoy, se convierten en niños sin canguro.
Ella lo observó en silencio mientras él desayunaba.
—¿Tendrás problemas, Christian?
—Sí, tal vez —dijo sin darle importancia y encogiéndose de hombros en un gesto que no decía nada—. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. Ahora, de verdad, tengo que irme.
Para confirmar sus palabras, dio un par de tragos de café, y se quemó la lengua. Vio en un espejo su cara sin afeitar.
—¿El baño?
—Letrina.
Tell soltó una carcajada.
—Eres un trol del bosque.
Ella se puso seria.
—Entonces, querrás verme otra vez, ¿no?
—Claro —se oyó decir y se detuvo a besarla. Ella le cogió la cara entre las manos y lo miró a los ojos para averiguar si decía la verdad. Mientras le acariciaba la mejilla áspera por la barba, le pareció que así era.
—Bien. De lo contrario me habría apenado muchísimo.
La sinceridad parecía natural en ella, así como su aversión a los juegos de los primeros contactos a los que él estaba acostumbrado. Para él era una liberación.