Capítulo 19

Fría y gris y aun así, agradable. Un año más, las navidades supondrían una desilusión para los niños, a causa de una lluvia extremadamente molesta que llenaba los pozos y que discurría formando riachuelos por las aceras. Tell cambió de emisora para ahorrarse oír el villancico «Oh, noche santa».

El aparcamiento de la comisaría de policía estaba iluminado como un escenario y la luz de la calle incidía sobre las carrocerías mojadas. La razón de aquella iluminación exagerada eran los destrozos y los robos que sufrían los coches estacionados en el aparcamiento de los empleados de la comisaría. Habían forzado un par de cerraduras pero, en general, la cosa se quedaba en actos de vandalismo simbólico: pintadas con spray rojo o abolladuras y arañazos provocados sin ton ni son con bates y llaveros.

El hecho de haber osado adentrarse en el terreno de la comisaría de policía denotaba, sin duda, cierto grado de audacia. La calle Skånegatan permanecía vigilada casi todo el día. Teniendo en cuenta la gran cantidad de coches que había en la ciudad, se suponía que los vándalos concedían especial importancia a que los propietarios fueran precisamente policías.

En una ocasión, Tell detuvo a un chico de dieciséis años por arrojar adoquines contra la policía durante una violenta manifestación antirracista. Le sorprendió la convicción del joven. Recordó su periodo de adolescente desconcertado y concluyó que él nunca se había sentido tan seguro de nada como aquellos jóvenes demostraban de forma tan evidente. Estaban dispuestos a luchar por aquello en lo que creían. Tell admiraba secretamente la convicción de aquellos muchachos, pese a que su cometido como policía consistía en evitar que ciertos grupos se tomasen la justicia por su mano.

—Por lo menos creen en algo —dijo en la sala de personal cuando, después del 30 de noviembre[5], la ciudad quedó asolada por varios bandos opuestos de manifestantes. Aquella afirmación no iba dirigida a nadie en particular, pero sin duda vino provocada por el obtuso comentario de Bärneflod sobre la chusma comunista.

Aparte de Bärneflod, había más personas escandalizadas por la falta de respeto de los jóvenes hacia la sociedad y las instituciones financiadas con el dinero procedente de los impuestos que pagaba la generación de sus padres. Los medios de comunicación no tardaron en sumarse a la moda de cargar las tintas contra la postura política que, con proverbial negligencia, todos vinculaban a los destrozos. De repente, la idea básica de la socialdemocracia se convirtió en sinónimo de una pandilla de locos enmascarados y agresivos.

Tell contó con el apoyo de Beckman, que tampoco creía que las aspiraciones políticas pudieran reducirse de una forma tan simple, con independencia de lo que se pensara de sus afiliados.

Bärneflod refunfuñó irritado.

—Es que los currantes normales trabajamos para mantenerlos a ellos, precisamente. En primer lugar pagamos una ayuda social para que esos cabrones se libren de trabajar, y luego, además, tenemos que cubrirles las espaldas cuando les apetece destrozar media ciudad, lo que le cuesta a la sociedad otros cuantos millones. Yo también me cabreo a veces, pero joder, no voy por ahí rompiendo cristales.

Beckman exhaló un hondo suspiro.

—No mezcles las cosas, Bengt. Estos jóvenes apenas cuestan nada en ayudas sociales. Son jóvenes de clase media, hijos de intelectuales políticamente correctos de la generación hippie, ya sabes; hijos de los abraza-árboles, que se hicieron adultos y consiguieron buenos puestos de trabajo. Nuestros jóvenes anarquistas también terminarán formándose y, un buen día, los veremos en su casa adosada, aunque aún falta para llegar ahí. ¿Cómo iban a rebelarse los jóvenes, si no siendo más rebeldes que sus padres?

—Parece que lo hayas vivido personalmente —masculló Bärneflod—. ¡Joder! Apuesto a que tú eras uno de aquellos a los que arresté en los años setenta. Con camiseta larga y sandalias. O bueno, perdón, quizá seas demasiado joven…

Soltó una carcajada que se apresuró a sofocar en cuanto comprendió que se había pasado.

—Quiero decir que no podemos permitirnos el lujo de ser condescendientes con personas que no aportan nada a la sociedad. Está claro que no tenemos dinero para escuelas, guarderías o geriátricos. Es como si uno tuviera que ser extranjero o delincuente para conseguir alguna ayuda de la sociedad. Quiero decir que… bueno, yo tengo un hijo de veinticinco años que aún vive en el sótano de casa sin perspectivas de conseguir su propio apartamento. Y apostaría cualquier cosa a que si hubiese sido menos formal, ya tendría vivienda y ayuda social y toda la puta historia. ¿Qué será de los chavales suecos normales y honrados?

Beckman se marchó a su despacho. Tell no lograba recordar si había continuado la polémica con Bärneflod o si, como solía, dejó que la irritación lo carcomiera un rato hasta que desapareciera por sí sola. A veces, el intercambio de opiniones exigía mucho más de lo que aportaba, exigía un tiempo y una energía que no merecía la pena invertir. Al menos, eso pensaba él.

Se extrañó al oír unos pasos fuera del despacho y miró automáticamente su reloj de pulsera. Las seis y veinte. Llevaba un rato pensando en Bärneflod y, de hecho, cuando levantó la vista, esperaba encontrarlo en el umbral de la puerta. De ahí su sorpresa al ver que era Karlberg quien asomaba la cabeza. Bien mirado, resultaba más que lógico. Era la víspera de Nochebuena: ¿qué hombre normal, con mujer e hijos, aunque fueran mayores, optaría por quedarse empollando informes en el trabajo o por permanecer junto a la ventana esperando la lluvia? Hacía horas que Tell había animado a sus compañeros a que se marchasen a casa a celebrar la Navidad.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó a Karlberg. Éste se encogió de hombros.

Tell fingió estar enojado.

—Venga, lárgate. Y feliz Navidad.

—Igualmente —respondió Karlberg antes de marcharse.

Y justo en aquel momento Tell cayó en la cuenta de que ni siquiera había pensado en cómo pasaría la Nochebuena. Cierto que Ingrid, su hermana mayor, lo invitaba todos los años a pasar la Navidad en su enorme casa de Onsala.

La relación entre los dos hermanos se había debilitado con los años, ante todo a causa del hombre con el que Ingrid se casó siendo aún muy joven. A Tell le parecía un corredor de bolsa bastante antipático y fanfarrón que no siempre actuaba conforme a la ley en las transacciones de valores. Y luego estaba su hermana.

Tell no tenía claro qué le causaba más desazón: que Ingrid conociera los chanchullos del marido pero no se viera en situación de mezclarse en ellos —puesto que él la mantenía—, o que fuese tan ingenua como para no comprender lo que ocurría en el despacho de su esposo. Como quiera que fuese, ambas alternativas abatían a Tell lo suficiente como para evitar la casa de la hermana excepto en Nochebuena, cuando su padre, un viudo cada vez más desorientado, acudía como invitado a disfrutar de aquellos muebles carísimos y presuntuosos, en señal de la generosidad y benevolencia de la pareja de anfitriones. A Tell no le hacía ninguna gracia. De repente comprendió que aquella era la razón por la que se había quedado pegado al escritorio después de que se apagaran las luces de los despachos de la comisaría ante la inminente fiesta navideña.

Echó mano del teléfono, marcó un número y esperó a oír la voz clara y algo tensa.

—Aquí Krook.

—Hola, hermana. Soy Christian. ¿Qué tal llevas el estrés?

—Más o menos, pero hay tanto que hacer. ¿Vendrás mañana? Te llamé el otro día, y papá también, pero no atendías el teléfono.

—No, ya lo sé. Debí llamarte y dejarte un mensaje pero estoy en medio de una complicada investigación de asesinato y… estaba esperando a encontrar un hueco pero…

—¿Así que quizá no puedas venir?

—No, me temo que no. Me veré obligado a trabajar todas las navidades. Lo siento. Habría sido un placer.

—Bueno, supongo que no tiene remedio. El deber ante todo. Pero para papá será una decepción. Dice que sólo te ve en Navidad, a pesar de lo cerca que vivís.

—Cerca, lo que se dice cerca… —dijo Tell, consciente de la rabia que lo embargaba. Era tan típico de Ingrid aprovechar cualquier oportunidad para inculparlo. Pronto mencionaría el tema de los regalos navideños que él, por supuesto, no había comprado—. Vive a unos diez kilómetros, no es que seamos vecinos precisamente.

—Bueno, bueno, de todos modos, ya nos veremos otro día. Te mandaré el regalo. No es nada del otro mundo, sólo una caja de bombones. Y cuídate, Christian. No te mates a trabajar. Feliz Navidad.

—Sí, feliz Navidad.

Si antes no había estado del todo convencido, ahora estaba completamente seguro de haber tomado la decisión correcta. No te mates a trabajar. No, ella que era económicamente independiente y que apenas había trabajado un solo día de su vida, no corría el riesgo de matarse trabajando. A menos que las tareas habituales de la casa, las comidas de representación y la educación de los hijos contasen como trabajo. Él tenía la certeza de que Ingrid así lo consideraba. Sin embargo, se le antojaba una mezquindad que una persona que disponía de todo el tiempo del mundo, sobre todo desde que sus dos hijos se hicieron mayores y no necesitaban ya que les cambiaran los pañales y les sonaran los mocos, cargara sobre él toda la responsabilidad de la vida social de su padre.

A veces se preguntaba qué haría la angustiada y mundana Ingrid sola en la gran mansión de Onsala cuando nadie la viese. Cuando no tuviese invitados a los que atender. ¿Se suavizarían entonces sus rasgos? ¿Tendría una sonrisa algo menos tensa? De repente, evocó su imagen con dieciséis o diecisiete años, cuando ambos vivían aún en la casa de sus padres. Recordó lo mucho que le molestaba que sus amigos comenzaran a desaparecer para fisgar en el dormitorio contiguo. Se quedaban allí en el umbral sonriéndole a Ingrid. De adolescente, Ingrid era guapa. Y bastante divertida.

Una figura cuya silueta se recortaba en la valla que rodeaba el aparcamiento acechaba desde allí mirando el edificio. Tell comprendió que, desde el exterior, nadie lo veía. El despacho estaba casi a oscuras, salvo por la luz eléctrica del candelabro de Adviento. Cuando el muchacho, con gran agilidad, empezó a trepar por la verja, Tell golpeó con fuerza el cristal de la ventana y consiguió darle un susto de muerte a la pobre criatura. Desde luego, un joven que, en lugar de celebrar el 23 de diciembre en casa comiendo nueces, bebiendo vino caliente y viendo la televisión, se dedicaba a robar era digno de lástima.

La idea de no tener que pasar la Navidad en la mansión de los Krook le había proporcionado un alivio que empezaba a disiparse, sustituido por una nueva sensación de malestar: la imagen de su apartamento vacío y el reflejo azul del letrero de neón de la acera de enfrente. Pensó en si quedaría algo en la botella de Jameson que había abierto justo después de Santa Lucía. De nuevo volvió a mirar el reloj. Sólo habían pasado diez minutos.

Las noticias de tráfico vinieron a interrumpir la monotonía de la radio al informar de que, por el momento, se había reducido el tradicional atasco de la víspera de Nochebuena en el túnel de Tingstad en dirección a Oslo. Estaba anocheciendo. Seguramente, la mayoría de aquellos que estuvieron parados a la altura de Gasklockan hacía unas horas ya estaría llegando a sus cabañas de Bohuslän, quizá incluso guardando los manjares navideños en el frigorífico. Y el aguardiente en el congelador.

Tell decidió dar un paseo.

* * *

Ya había finalizado la investigación de las inmediaciones del escenario del crimen. Sin embargo, la fuerza de la costumbre lo impulsó a aparcar a un lado del camino.

Tell bajó la persiana metálica. No deseaba que la fría luz del tubo fluorescente inundara el patio mientras él, dentro del despacho provisional del garaje, intentaba hacerse una idea de la contabilidad de Lars Waltz. Aun cuando era poco probable que el asesino regresara al lugar del crimen después de haber pasado tanto tiempo desde que cometió el asesinato, no quería que su presencia allí fuese demasiado obvia. Colgó el abrigo del respaldo de la silla.

Había un ordenador casi vacío que sólo contenía un sencillo programa de contabilidad donde se guardaban los ingresos y los gastos de la empresa. Tell no veía nada extraño ni en los trabajos realizados ni en las cantidades registradas, pese a que él no era un experto en coches. Estaba claro que Waltz no se había enriquecido con el garaje, a no ser que trabajara en negro, claro. Y, desde luego, podría haberlo hecho, pensó Tell severo, tomando conciencia al mismo tiempo de los prejuicios que le inspiraban los mecánicos. A decir verdad, no existía ninguna razón para que estuviera fisgoneando allí en aquel momento.

Apagó el ordenador y permaneció un rato inmóvil en la cómoda silla del escritorio, incapaz de decidir qué hacer a continuación.

Recreó mentalmente la promesa de la media botella de Jameson. Quizá fuera hora de irse a casa y pasar la velada delante del televisor como cualquier sueco normal. Cogió distraído dos archivadores de un anaquel que había encima del escritorio.

Aparte de un listín de teléfonos, los archivadores no contenían nada que pareciera extraño o que llamase la atención. Dobló el listín y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Y ya estaba a punto de ponerse el abrigo, cuando un sonido le hizo reaccionar. Parecía venir de fuera, sonó como si un coche se hubiera detenido en el camino, a unos pocos metros. Sin embargo, por allí no había más casas. Su mente empezó a barajar todas las posibilidades. ¿Sería Lise-Lott que, a pesar de todo, había optado por volver a casa, pese a que aseguró que pensaba pasar las fiestas de Navidad y de Año Nuevo en casa de su hermana? No parecía lógico dirigirse a aquella casa triste y vacía justo la víspera de Nochebuena.

A fin de no hacer ruido levantando la puerta del garaje, decidió salir por el lateral del cobertizo, una de cuyas puertas aparecía abierta al cielo nocturno. Se movió con tanto sigilo como pudo por la parte del granero que estaba organizada.

Allí dentro había una serie de aperos de labranza en diferentes grados de deterioro, alineados a lo largo de la pared, como esqueletos de un animal prehistórico. Aun cuando la luna, como el ojo de un gigante, iluminaba el suelo de cemento atestado de enseres, resultaba difícil no tropezar con cubos, sacos y herramientas.

El vano de la puerta al que se dirigía daba al camino, lo que le proporcionaba una buena oportunidad de sorprender al posible intruso por la espalda. Lo embargó un alivio contenido cuando, al salir del granero, comprobó que había dejado de llover. Unos metros más allá pudo distinguir claramente la silueta de un coche aparcado en el camino de grava.

Tell se deslizó por la esquina del granero con la espalda pegada a la pared desconchada, sin dejar de prestar atención. Un ruido entre los arbustos vino a romper el silencio e hizo que le diera un vuelco el corazón. Por supuesto, no llevaba el arma reglamentaria. Buscó a tientas algo con lo que defenderse y encontró una gruesa rama a sus pies. La sombra de un animal, tal vez una rata, salió de entre los arbustos y se metió debajo de una caseta.

Agarró la rama con ambas manos. En ese preciso momento todo quedó completamente a oscuras, salvo por un pequeño rayo de luz de luna que se filtraba a través de una grieta entre dos nubes. Y bajo dicha luz vio a una persona que avanzaba en dirección a la casa con movimientos rápidos y ágiles. Sin pensarlo dos veces, Tell dio tres zancadas desde su escondite, inmovilizó al intruso rodeándole el cuello con el brazo por detrás y apretó.

El grito que quebró el silencio le hizo perder la serenidad y fue suficiente para que el sujeto tomara ventaja y le clavara el codo en la barriga antes de darse la vuelta e incrustarle la rodilla entre las piernas, con lo que lo dejó medio doblado. Tanto la voz del agresor como las botas de goma rojas que llevaba le resultaron familiares. Quedó en cuclillas, gimiendo.

—¿Seja Lundström? Soy… el comisario Christian Tell.

—Es «berg» —dijo ella con voz temblorosa después de recuperar el aliento—. Seja Lundberg.

Consiguió ponerse de pie y, al ver el miedo en la mirada de Seja, estalló de rabia.

—¡Qué coño! ¡Qué coño haces aquí! ¡Éste es el lugar del crimen y tú eres una testigo! ¿No comprendes lo grave que es que andes husmeando por aquí de noche? ¿Y lo sospechoso que puede resultar?

—No. O bueno, sí. Sí que lo comprendo. Pero no es lo que crees.

Seja retrocedió un paso, como si tuviese intención de darse la vuelta y salir corriendo.

—Yo no creo nada —bufó él echando chispas y secándose una lágrima que se le había escapado por el rabillo del ojo a causa de aquel dolor intenso e inesperado—. Pero sí sé que vas a tener que explicar de una puta vez qué haces aquí, y creo que la comisaría será el mejor lugar para mantener esa conversación.

Ella se soltó y sacudió la cabeza con tanta fuerza que se le cayó el gorro que le recogía el pelo. Su melena rizada de color castaño oscuro aterrizó como un denso pelaje sobre la cabeza y los hombros. Un tanto distraído por su arrebato, Tell notó que la humedad, en forma de pequeñas perlas, se posaba enseguida en el interior de la melena, sobre el cabello. Parecía asombrosamente áspero, como hecho de cerdas. «Repele el agua como un animal». Experimentó un súbito deseo de tocarlo, pero no tardó en desaparecer.

—¡No! Quiero decir que no hay razón para ello. Comprendo que puede parecer extraño, pero no tengo nada que ver con esto, nada en absoluto, me refiero al asesinato. Yo ni siquiera estaba presente cuando Ke encontró al hombre, ya lo sabes. Te lo explicaré, pero te agradecería no tener que hacerlo en la comisaría. Es Navidad… no es que me importe mucho la Navidad.

Pronunció aquellas palabras con un hilo de voz, como si no esperase ninguna compasión por parte del policía.

Tell pensó en el edificio a oscuras de la comisaría. A aquellas horas, estaría casi vacía, con la sola presencia de los colegas que estuviesen de guardia y del pobre vigilante que, con toda probabilidad, intentaría pasar el rato resolviendo crucigramas y mirando la hora cada diez minutos. Suspiró y se encaminó hacia el coche, sujetando aún con fuerza el brazo de Seja Lundberg.

—¿Es que no has visto mi coche? —no pudo evitar hacer la pregunta en tono quisquilloso.

Ella se veía obligada a caminar casi a la carrera para seguir el ritmo de sus zancadas.

—No. Está muy oscuro y lo tenías al otro lado de la entrada.

Seja dudó ante la puerta abierta del lado del acompañante.

—¿Me dejas que conduzca mi propio coche? Si no, no sé cómo podré llevármelo a casa después.

Él vaciló un instante.

—Quizá no te importaría conducir hasta Hjällbo y tomarte una taza de café conmigo. A mí me apetece y no tengo otra cosa que hacer. Podrías interrogarme mientras tanto.

Tell examinó a fondo su voz en busca de algún eco burlón y, aunque no halló nada en ese sentido, le molestó la falta de respeto que mostraba ante sus esfuerzos por conducirse como una autoridad. Pensó en soltarla y concertar una cita para después de las fiestas. Hasta aquel momento, la joven no era sospechosa del asesinato de Waltz y, probablemente, no tenía intención de escapar a ninguna parte.

En honor a la verdad, el café se le antojó una buena idea en comparación con las alternativas de que disponía. La botella de whisky ante el televisor y el brillo del anuncio de neón… El sonido hueco de la comisaría… Y tomó una decisión.

—Si quieres tomar café un 23 de diciembre, tendrá que ser en la ciudad. En Hjällbo no habrá nada abierto a estas horas.

—¿Nos vamos al pub de la estación? —preguntó Seja con una sonrisa que a Tell le resultó familiar, aunque no supo decir por qué.

Se irguió un tanto confuso. Aquella mujer era una testigo. Se encontraba, sin razón aparente, en un lugar desierto en el que habían asesinado a un hombre hacía unos días. Si deseaba medir sus fuerzas con él jugando a ser su amiga y flirteando, no iba a ser tan tonto como para creérselo. La empujó ante sí sin miramientos hasta que llegaron al coche.

Mientras conducía detrás de ella por la solitaria carretera comarcal rumbo a la ciudad, no pudo por menos de constatar asombrado que Seja Lundberg provocaba en él cierta torpeza inexplicable.

* * *

Tras desechar el pub de la estación central, cuya clientela se componía en gran parte de delincuentes, de caras que Tell conocía del trabajo, tuvieron que pasar cerca de media hora dando vueltas hasta encontrar un café o un restaurante abierto la víspera de Nochebuena. Al final dieron con un establecimiento lleno de gente, la mayoría adolescentes, que se apiñaba en torno a las mesitas redondas del enorme local de tres plantas. El suelo estaba pintado de un color gris claro en extremo brillante que, más que nada, parecía hielo sucio. Las paredes tenían un color rojo intenso y estaban decoradas con fotos de los años cincuenta. Reconoció en una de ellas a Jackie Kennedy, por el pelo cardado y las grandes gafas blancas. En cierto modo, el mar de adolescentes que se frotaban unos con otros resultaba aún más extraño desde que se había aclarado el ambiente gracias a la prohibición de fumar. En su juventud, las cortinas de humo de los bares eran más compactas, desdibujaban los contornos y le permitían a uno traerse algo entre manos. Además, el tabaco constituía una excusa, triste quizá, pero aceptable para ligar.

Seja le quitó la palabra de la boca.

—Éste no es exactamente el tipo de lugar al que suelo ir.

—Ya —respondió Tell.

La música estaba a un volumen demasiado alto para su gusto. Una pareja que, al parecer, se marchaba a casa para poder dedicarse el uno al otro sin que los molestaran dejó libre la mesa donde se sentaron, junto a la ventana.

El marco de la conversación que Tell pensaba mantener con Seja era, pues, bastante absurdo.

Con la cabeza inclinada y muy concentrada en la tarea, la joven se afanaba en buscar algo en su gran mochila de tela. Una vez más le cayó la melena sobre la cara formando una espesa capa, como si fuese un miembro más de su cuerpo, o como si el cabello fuese un cuerpo en sí mismo. Iba sin maquillar y vestía ropa cómoda para el tiempo que hacía: vaqueros y jersey de lana. Así que ella también se dirigía al barrizal cuando la encontró.

Por fin halló lo que buscaba, una caja de tabaco de mascar. Tell descubrió dos cosas. Una, que le sudaba el labio superior. Por más que se resistió, no podía parar de pensar que aquello le resultaba extremadamente sexy. La otra, que Seja tenía un agujero en un alerón de la nariz, lo cual no dejó de sorprenderle. Denotaba un tipo de seguridad en sí misma que no había imaginado en Seja Lundberg. No obstante, no llevaba ningún pendiente y Tell pensó en un principio que el punto negro era una marca de nacimiento.

Ella se inclinó y apoyó los codos en la mesa.

—Yo no estaba con Ke cuando lo encontró —aseguró antes de tomar un sorbo de su taza.

—No, ya lo sé —respondió Tell—. Ya llegamos entonces a esa conclusión. Además, era bastante obvio que estabas mintiendo —dejó la taza en el posavasos—. La cuestión es simplemente por qué. Eso es lo que me tienes que aclarar, a ver si lo entiendo.

Seja dejó escapar un suspiro y se mordió las uñas mientras miraba hacia la terraza cerrada.

—No sé cómo explicarlo. Comprendo que puede parecer una locura, pero… sólo quería ver al hombre muerto. Algo me empujaba a ir allí, no fue sólo que Ke me lo hubiera pedido. Soy periodista, bueno, pronto lo seré. Pensé que quizá… Bueno, a la mierda lo que pensé. A Ke le resultaba todo muy desagradable y no quería ir allí él solo. Aparte de que, desde un punto de vista objetivo, necesitaba que lo llevaran. Su mujer siempre está enferma y creo que prefiere no preocuparla en vano. Además, suelo ayudarlos en todo lo que puedo, la verdad.

Miró a Tell mientras repetía:

—Quería ver el cadáver. Por esa razón mentí y dije que yo también había sido testigo. De lo contrario, nunca habría podido entrar en la finca.

—¿Y qué te pareció?

Él la escrutó desafiante y observó que dudaba. Tantos interrogatorios como había efectuado en su vida, aunque no en aquellas condiciones, le habían enseñado a distinguir cuándo el interrogado reflexionaba sobre lo veraz que debía ser. Medir al otro con la mirada. Procesar las distintas versiones posibles, como si fueran líneas que hay que seguir hasta el fin para poder investigar sus consecuencias. Al final, las mentiras se ovillan en una maraña imposible de desentrañar bajo el tubo fluorescente y la inexorable mirada inquisitiva del profesional que interroga. Los hay que se derrumban y cuentan la verdad. Lo difícil es saber si la persona que uno tiene delante miente o sólo oculta una parte de la verdad. Y si ese lado turbio de la verdad es, al menos, relevante para la investigación.

—Me resultó fascinante. Y me asustó.

Él asintió. Tenían en común la fascinación por el escenario del crimen. Seja miró a su alrededor, contemplando el local. La joven parecía haberse relajado y Tell temió haber perdido toda su atención.

—¿Qué hacías hoy allí? En plena noche. La víspera de Nochebuena.

En lugar de adoptar la expresión de alguien a quien acabasen de desenmascarar, que Tell habría encontrado adecuada, esbozó media sonrisa, apenas apuntada en la comisura de los labios.

—¿Y tú? ¿Qué tal es tu Navidad? ¿No tienes nada mejor que hacer que merodear por el lugar del crimen en una noche como ésta? ¿Vestir el árbol, quizá? ¿O preparar el jamón navideño?

—Responde a la pregunta —dijo Tell con el alma dividida. En otro contexto habría interpretado su sonrisa como un claro intento de acercamiento. Irritado por su apariencia resbaladiza, no pudo evitar, sin embargo, sentirse atraído por la calidez que emanaban aquellos ojos de color gris verdoso, la comisura de sus labios y su voz que era profunda y… sensual.

Ella ignoró la frialdad de su tono de voz, no del todo intencionada, y se acomodó en la silla.

—La Navidad me produce ansiedad. Acabo de separarme, vivo sola. A veces me siento sola. No siempre, pero hoy sí. Justo esta noche. Me entró ansiedad y simplemente, me lancé a la calle. Como te dije antes, me asustó. Me asustó y me fascinó. Con frecuencia, el miedo me fascina. Y la investigación se convierte en una manera de dominarlo. De encontrar sus raíces. Quizá. Así que me dirigí a Björsared porque, en cierto modo, me sentía involucrada. Pensé en su esposa, en la mujer de la víctima. Quería ver si estaba allí. Tenía pensado hablar con ella.

—¿Como parte de la investigación?

Seja pasó por alto el cinismo de su comentario.

—Sólo quería hablar con ella. Eso era todo. Pero no estaba allí, eso ya lo sabes tú. Y entonces te abalanzaste sobre mí.

Una versión tecno de Jingle Bells sonó a todo volumen y un grupo de chicos y chicas comenzó a vociferar junto a la larga barra del bar, lacada en rojo.

Tell miró a Seja y se permitió una sonrisa.

—Vamos. Conozco un sitio mejor, si nos apetece tomar algo más fuerte. Pero será sin el comisario Tell.

Él dudó un instante antes de renunciar al dictado de la razón.

—Habrá que arreglarse con Christian.

Ella le devolvió la sonrisa. Tell pensó en el tenue corazón que decoraba la espuma del café: ya sólo quedaba una rugosidad en la parte interior de la taza. Justo cuando volvía a cuestionarse su profesionalidad, recordó una noche en el pub de la estación. Ella, Seja, se había sentado cerca de él en un taburete, con la cazadora puesta. Tell pensó entonces que irradiaba la misma clase de soledad que él. En cierto sentido, pero sobre todo porque era una soledad espiritual, incurable. Hay gente que lo que hace es más bien aumentar la sensación de hallarse en un campo espiritual donde todo lo demás se lo lleva el viento. Carina, que fue la persona con la que más cerca estuvo de crear una vida en común, lo había expresado así: «Christian, según tu concepción del mundo, en su centro sólo existes tú. El resto de las personas son sombras periféricas. Poco fiables. Innecesarias».

—Christian será suficiente.

Seja Lundberg se puso el anorak.

* * *

Seja toleraba la cerveza mejor de lo que él sospechaba. Aquel error de cálculo le costó el resto de razón que aún le quedaba. Sencillamente, acabó con una borrachera monumental.

El tugurio, situado bajo el hotel Europa, tenía innumerables clases de cerveza y, en algún momento de la noche, decidieron probarlas todas. Cuando alrededor de la medianoche el jovial irlandés dueño del pub apagó los candelabros de luz artificial y los echó con amabilidad: «Don’t forget Christmas. Merry Christmas, kids», tuvieron que salir apoyándose el uno en el otro.

Había helado tras la lluvia y las calles aparecían desiertas y resbaladizas. Una frágil capa de hielo cubría el canal, cuyos puentes resplandecían con las luces decorativas. También la amplia escalera de piedra que bajaba de la calle hasta el agua estaba helada, al igual que las cadenas de hierro forjado que debían impedir que la gente cayera dentro. Por lo que pudo recordar después, no tuvieron ningún escrúpulo a la hora de ignorar aquella medida de seguridad. Simplemente se sentaron allí, en el último escalón, con las suelas de los zapatos posadas sobre el hielo quebradizo.

Al cabo de un rato, el relente se abrió paso por entre su ropa. Tenían los traseros congelados y no se sentían los pies, de modo que no resultó nada extraño que él le pidiera a Seja que lo acompañara a su casa.

—Vivo justo aquí al lado —dijo él—, vamos antes de que nos congelemos.

Y era cierto. En cualquier caso, ella no podría conducir en el estado en el que se encontraba.

No tenían planeado acabar en la cama. Fue el resultado de un error de cálculo sumado a una borrachera colosal, pensó Tell la mañana de Nochebuena mientras el pálido sol le hería los ojos.

La resaca le golpeaba la frente como un martillo al ritmo que marcaba la ansiedad. Aquello le costaría caro, y resultaría difícil de explicar a sus compañeros. O a Östergren, si el cotilleo cobraba las proporciones necesarias. Y lo haría con toda probabilidad, teniendo en cuenta que la comisaría era un corrillo de cotillas sin parangón.

Extendió el brazo y pasó la mano por la silueta de su cuerpo, con cuidado de no despertarla. Se había cubierto las caderas con la colcha antes de que los venciera el sueño al amanecer. Veía sus vértebras indefensas bajo la piel fina y, a la luz del mediodía, observó el cabello de la nuca, que unía la columna vertebral con la base del cuero cabelludo. Tenía una respiración tranquila y pausada como la de un niño.

Le iban llegando en oleadas inconexas los recuerdos de la noche anterior: recordó, de pronto, el rostro de ella bajo su cuerpo, la boca y los ojos abiertos que le hablaban de su miedo y de su confianza a la luz de aquella luna que estuvo alumbrando toda la noche. La luz en la que se bañaron sus cuerpos.

Cuando dejó de oírla respirar, supo que se había despertado.

—Christian.

—Sí.

—No me atrevo a darme la vuelta. Tengo miedo de verte el arrepentimiento en la cara.

Estaba afónica por la bebida y por lo vivido la noche anterior. Sonaba entrecortada y como un susurro que más que oírse, se intuía.

Tell se sintió embargado de un calor que irradiaba desde los dedos de los pies y que se extendía por todo su cuerpo como un reguero, hasta alcanzar la cabeza dolorida y estallar en forma de una sonrisa que deseaba ocultar y mostrar al mismo tiempo.

Siempre pensó que esas reglas no escritas eran difíciles de entender, las reglas que definían el juego al comienzo de una relación amorosa. Ese equilibrio perfecto entre lo que se da y lo que se recibe y que todo hombre ha de dominar por completo para no ser considerado como un arrogante de mierda con problemas de autoestima o como un calzonazos acosador que ata y asfixia.

Ella se dio la vuelta y él le acarició torpemente el pelo revuelto.

—Feliz Navidad —le dijo Seja, y se cubrió la cara con la colcha para ahogar un grito de alegría.

* * *

Seja se pasó el día repitiendo que no tardaría en salir e ir caminando hasta Nordstan, para recoger su coche y volver a casa. Pero antes tomarían el desayuno típico de Navidad. Llamó a Ke para pedirle que le echase el pienso a Lukas mientras Tell salía a comprar arroz con leche, pan de centeno y cerveza y queso Cheddar y, además, un bote de agua de colonia que halló en la sección de perfumes y que envolvió en un papel estampado.

Después del desayuno, se desplomaron juntos frente al televisor, vieron El Pato Donald y Las navidades de Karl Bertil Jonsson y una película antigua, tras haber dado cuenta de la media botella de Jameson que Tell tenía en la despensa. Así fue como Seja se quedó allí hasta la mañana del día de Navidad, no sin antes haber llamado a Ke una vez más para pedirle que hiciera por ella el resto de las tareas necesarias.

A la hora de despedirse, pasaron unos minutos cogidos de la mano en el vestíbulo, hasta que Seja logró liberar las suyas. Tell permaneció en la puerta unos segundos. Los pasos dejaron de resonar, se extinguieron y la puerta se cerró. Por primera vez en casi cuarenta y ocho horas, pensó en el trabajo. Aquella constatación le produjo un cosquilleo en el estómago.