No tenía ninguna gana de que a Navidad que, como de costumbre, sería un exceso. Demasiada comida, demasiada bebida, sin duda, y, sobre todo, una relación familiar demasiado intensa.
Para colmo, antes de coger el coche para salir desde su casa de Floda camino del ayuntamiento de Lerum, había visto a su mujer desnuda. En efecto, entró por error —evidentemente, a juzgar por la reacción de su mujer— en el dormitorio mientras ella se cambiaba y la encontró desnuda por completo. A él no le importó.
Hacía ya quince años que empezó a usar un camisón largo para dormir, con la vana intención de ocultar su decadencia física. No es que no tuvieran vida marital. Aunque no con mucha frecuencia, ocurría que él le tocaba el hombro cuando el programa de televisión llegaba a su fin, subía arrastrando los pies por la escalera, se lavaba los dientes y, quizá, se echaba en el cuello un poco de loción para después del afeitado. Lo que sucedía era que Ulla creía que su cuerpo constituía una excepción, lo cual no se ajustaba en absoluto a la verdad. No estaba ni mejor ni peor de lo que suelen estar los cuerpos de las señoras de sesenta años. Esto colgaba un poco por aquí, aquello presentaba una pequeña depresión por allá, unas cuantas arrugas… ¿Qué cabía esperar? Mientras no hubiera disponible alguna modelo joven y guapa, y para un hombre de la edad y vigor de Bärneflod no la había, tampoco valía la pena quejarse.
Sin embargo, para las mujeres era distinto, claro. La confianza que los hombres tenían en sí mismos residía en su estatus laboral. En el caso de las mujeres, en cambio, dicha confianza guardaba relación con su aspecto físico. En particular, cuando se trataba de mujeres como Ulla, cuyo único aporte a la economía familiar no daba ni para golosinas. Además, ella siempre había sido una mujer insegura, siempre presa del temor a no ser apreciada. Él no compartía ese punto de vista. Siempre había razonado así: si no le gustas a alguien, pasa de él. Y en la mayoría de los casos, la desaprobación era mutua.
Bärneflod rodeó el centro comercial Solkatten y la plaza, que tenía un aire años cincuenta, todo en color beige y verde pálido, y ribeteada de comercios cuyos nombres se remontaban a la época en la que los letreros de neón eran una novedad. La pandilla de los alcohólicos de Lerum ya se había sentado en círculo: cuatro bancos en forma de media luna a una distancia bastante cómoda del Systembolaget[4].
Lo embargó cierta satisfacción cuando estacionó el coche en el aparcamiento sin pagar la tarifa correspondiente. En efecto, había dejado bien visible en el parabrisas de su vehículo particular un folio manuscrito donde se leía: «Trabajo policial en curso», que debería bastar para ahuyentar a las guardias del aparcamiento.
* * *
—Per-Erik Stahre lo recibirá tan pronto como le sea posible.
La secretaria, o quizá fuese recepcionista, había olvidado quitarse la bufanda de lana que, muy a tono con la época navideña, era de color rojo. La joven tenía aspecto de estar irritada. Seguramente, al igual que Stahre, había tenido que interrumpir sus vacaciones recién comenzadas para ponerse a disposición de la policía.
A Bärneflod le fastidiaba tener que esperar en el triste pasillo del ayuntamiento a aquel funcionario engreído que, con seguridad, lo tenía allí plantado por sentir que equilibraba la balanza del poder. Bärneflod chasqueó los dedos irritado.
Por un instante sopesó la posibilidad de ir a la ferretería del centro comercial que estaba al otro lado de la calle y comprar esas bisagras para la cancela en las que tanto tiempo llevaba pensando. La última tormenta había arrancado la verja de sus goznes aunque mejor así, teniendo en cuenta que estaba medio podrida. En realidad, no había ninguna razón que justificase la existencia de una cancela en aquella valla tan endeble que separaba el lote de casas pareadas de la calle, pero Ulla quería una cancela a toda costa y al final se puso una cancela. Para determinadas cuestiones, Ulla era inamovible.
Desechó la idea de ir a comprar las bisagras. Corría el riesgo de que Stahre volviera a desaparecer si no se mantenía alerta.
Desde el rincón donde estaba sentado podía ver con claridad que la secretaria navegaba por Internet. Seguro que estaba chateando con algún chico, hoy en día eso lo hacían hasta las chicas guapas. En su época, sólo las feas ponían anuncios de contactos o llamaban a la línea caliente.
Sobre la cabeza de la recepcionista y a su espalda había colgado un reloj enorme. El segundero sacó a Bärneflod de sus casillas. Al final se levantó y extrajo la cartera del bolsillo interior de la cazadora de cuero.
—Se trata de un asunto policial, como ya dije. ¿Sería tan amable de indicarme cuál es la oficina de Per-Erik Stahre?
Pasaron unos cuantos segundos durante los cuales los dedos de la chica se deslizaron veloces sobre el teclado. Hizo clic en Enviar y, por fin, se dio la vuelta hacia Bärneflod.
—Como ya dije, está ocupado.
«Niñata de mierda».
—Como ya dije, no puedo tener en cuenta dicha circunstancia.
Por increíble que pudiera parecer, la joven hizo un gesto de profunda desidia. Sin embargo, terminó por levantarse y, pasando por delante de Bärneflod, enfiló el pasillo trotando ruidosamente sobre sus tacones. El policía se apresuró a seguirla y, unos segundos después, se encontró frente a Stahre. Lo halló sentado a una mesa redonda, enfrente de una mujer con el cabello de un color rojo fuego que no le favorecía. Le sorprendió lo joven que era, pues se había esperado a un vejestorio.
—Estoy ocupado…
—Soy Bengt Bärneflod, policía. Se trata de un asesinato.
Dicho esto, le puso la placa en la cara.
* * *
Stahre miró el reloj por décima vez en apenas media hora y tamborileó con los dedos sobre la agenda abierta.
—No sé qué decir. Lo que ha ocurrido es terrible, pero aún no entiendo cómo puedo serte de ayuda.
—Yo tampoco. Tú te relacionabas con Lars Waltz; yo intento averiguar cómo era Lars Waltz. Hay personas que opinan que Lars Waltz y tú estabais enemistados.
—¡Eso es ridículo! —su móvil vibraba en el bolsillo de la chaqueta, pero él no lo atendió—. Hubo un periodo de tiempo durante el cual estuve en contacto con Waltz por una serie de trabajos fotográficos, eso es todo.
—Durante un periodo de tiempo largo, si no me equivoco.
—Varios años, sí. Fueron unos cuantos encargos. Puede ser que Lars Waltz se molestara durante nuestra última reunión, pero decir que estuvimos enemistados me parece una exageración.
Bärneflod asintió pensativo.
—¿Por qué se molestó Waltz?
Stahre apretó los dientes y miró por la ventana, como sopesando si debía dar la versión abreviada o una más extensa.
—Suspendí nuestra colaboración en beneficio de otro fotógrafo.
—¿Lo echaste?
—¡No! —Stahre golpeó con furia la mesa con la palma de la mano—. ¡Era un freelance! No estaba contratado. No habíamos firmado ningún documento que le otorgara la exclusiva del trabajo del que hablamos. Yo estaba en mi derecho de elegir a otro fotógrafo si lo consideraba más cualificado para el cometido.
—Pero no se trataba de encargos aislados. Y has dicho que tú suspendiste la relación.
Stahre lanzó un suspiro y se pasó dos veces la mano por el pelo, que se le erizó como un penacho.
—Si te soy sincero…
—Me sorprende que hasta ahora no hayas entendido que debías serlo.
—… Lars Waltz no era un fotógrafo lo bastante bueno como para que su calidad compensara sus inconvenientes.
—¿Inconvenientes?
—Era bastante peculiar. Espero que comprendas que me cuesta un poco hablar mal de un muerto, por eso no lo he hecho de inmediato.
—Si todo el mundo pensara como tú, Stahre, nosotros no podríamos hacer nuestro trabajo. Así que suelta el rollo, no tengo todo el día. Y tú tampoco, ya me has informado de ello.
—Era impulsivo. Llamaba a sus problemas de disciplina libertad artística y en general, tenía mal carácter. Respecto al trabajo, quiero decir. No tengo ni idea de cómo era Waltz en privado.
—Explícate mejor.
Stahre alzó los brazos con resignación.
—Los encargos a los que me refiero tenían una estructura bastante fija. Se trataba de documentar información local. No había lugar para excesos artísticos. A Waltz le costaba aceptarlo. Quería que todo se hiciera a su manera.
—Y ¿cuando no lo conseguía?
—Entonces se enojaba —se encogió de hombros—. Vociferaba y daba portazos; supongo que se creía un excéntrico, pero en realidad era sólo insoportable. Además, resultaba muy caro. No había ninguna razón para seguir usando sus servicios. Como ya dije, lo contratábamos como freelance y no teníamos ningún compromiso con él. Pero decir que estábamos enemistados me parece que es…
—De acuerdo, comprendo.
Bärneflod se puso de pie y subió la cremallera de la cazadora de ante. Lamentó para sí el hecho de que la gente en general, y las víctimas de asesinato en particular, rara vez fuesen tan gratamente sencillas como uno solía imaginar al comienzo de la investigación criminal. Siempre aparecía algún pirado que iba en contra de la opinión reinante.
—Gracias por dedicarme tu tiempo. Encontraré la salida.
Aún tendría ocasión de comprar las bisagras.