Beckman arrojó desganada el diario de la mañana. Los titulares apenas se interesaban por la muerte en Björsared, tan sólo publicaban una vaga noticia sobre un campesino hallado muerto, probablemente asesinado, en un taller de Olofstorp.
Se sirvió la primera taza de café con la esperanza de que la despabilara. Aquel no era un buen día. A medida que amanecía se hacía visible una llovizna que, como una niebla húmeda, cubría todo Fiskebäck y el descuidado huerto que se extendía al otro lado de la ventana de la cocina. Hacía días que no se preocupaba de encender la hilera de bombillas que bordeaban la barandilla de la terraza. Por si fuera poco, volvía a sentir aquella rigidez que, como si disparase un sinfín de flechas diminutas desde la columna vertebral hasta los omoplatos, terminaba ramificándose hacia el lado izquierdo de la cara, en las mandíbulas, las sienes y, finalmente, se concentraba bajo el ojo. Se masajeó las sienes durante un buen rato, pero sólo consiguió procurarse un letargo transitorio. Estaba a punto de caer enferma sólo porque Karlberg no había tenido la sensatez de quedarse en casa con su resfriado.
Cierto que hacía tiempo que le dolían el cuello y los hombros. Demasiado tiempo. Ya no era capaz de recordar cuándo empezó a ser un suplicio redactar largos informes, o más bien, cuándo empezó a ser un suplicio aún mayor que si no le hubiese dolido nada. Buscaba excusas para marcharse de las reuniones, cuyo final se prolongaba con frecuencia.
Lo peor era el sedentarismo, pero en determinados momentos de estrés hasta el abrigo que llevaba sobre los hombros le pesaba como el plomo. Como si el entumecimiento le hubiese hipersensibilizado hasta la piel.
La fisioterapeuta del servicio médico de la empresa era una mujer agria y anticuada con aspecto de jubilada, con bata blanca y, a su parecer, con una mirada desagradable y penetrante.
—Es como si tuvieras la cabeza completamente separada del cuerpo —le dijo mientras Beckman yacía bocabajo sin camiseta, desnuda sobre la camilla—. Parece que vivieras tu vida sólo en el plano teórico. Como si no tuvieras ningún contacto con tu cuerpo. Como si no quisieras reconocerlo. Ésa es la razón por la cual protesta.
Se sintió humillada e irritada. Se suponía que aquella mujer era fisioterapeuta, no adivina. Sin embargo, la cosa empeoró cuando empezó a masajear su cuerpo maltratado, ya con dureza, ya con suavidad.
—Suele ocurrir que las verdades inconfesadas se concentran en los músculos y producen dolor. Son deseos que uno no se atreve a formular. Se localizan sobre todo en los músculos del cuello y de la cara. Muchas personas sufren dolor de mandíbula y hasta de dientes. Muy sintomático, vamos. Cuando la boca se niega a pronunciar las palabras liberadoras, éstas se agolpan allí en forma de un dolor indefinido que se resiste a desaparecer. Las tensiones que presenta tu cuerpo se han convertido en inflamaciones. Si no te cuidas, te convertirás en una enferma crónica. Por cierto, no es extraño que, si uno no está acostumbrado, empiece a llorar en cuanto lo tocan. Hay que conectar el cuerpo con la mente.
Beckman no volvió nunca más, sino que acudió a otro médico que le recetó unas pastillas de Diclofenaco.
—Empieza a entrenar —le aconsejó éste—. Es lo único que ayuda. Ve al gimnasio, o a nadar.
Y en un par de ocasiones se fue a hacer unos largos después del trabajo, pero luego constató que los remordimientos que sentía por tener una obligación más para la que en realidad apenas disponía de tiempo difícilmente podrían encauzar los síntomas del estrés en la dirección adecuada. Entonces pensó en comenzar a jugar al tenis con alguien; le parecía que unir obligación y devoción evitaría esa cultura del aeróbic que tanto la aterraba.
Beckman jugaba bien al tenis de joven. A veces echaba de menos la sensación del esfuerzo físico. La sensación de encontrarse en el presente. Podría, por ejemplo, preguntárselo a algún compañero del trabajo. Pero la mayoría parecía tener sus actividades ya organizadas. Y a pesar de lo mucho que anhelaba disponer de compañía para su hipotética actividad deportiva, no estaba preparada para comenzar con spinning o con yoga.
¿Jugaría al tenis Christian Tell?, se preguntó. Christian Tell le gustaba como colega. Ambos eran compatibles, por así decirlo. A pesar de que a veces era un torpe, ella sentía que la respetaba. Sin embargo, le resultaba casi absurdo pensar en relacionarse con Tell fuera del trabajo.
Sin duda, lo absurdo era la vida privada de Christian Tell, si es que ésta existía. De hecho, el colega nunca hablaba de asuntos personales en el trabajo. Era más fácil imaginar que, en realidad, no había en su vida nada más allá del trabajo que pensar que tenía en cuenta las ventajas de separar la vida laboral de la privada. Pero por otra parte, ¿qué sabía ella? Nada.
Por un instante, se preguntó cómo imaginarían sus colegas su vida privada. Seguramente también la considerarían una persona bastante reservada. ¿Había sido siempre así? De pronto se sintió insegura, como solía ocurrir cuando pensaba en lo sucedido antes de conocer a Göran: si en realidad había sucedido o si pertenecía a un sueño difuso y lejano que ella creía recordar porque, a veces, otras personas se lo recordaban. Y ahora, desde que su madre había comenzado a perder la conexión con la realidad y desaparecía durante largos periodos en el incomprensible mundo de la demencia, ya no había nadie más que le recordara ese pasado.
Había conocido a los pocos amigos con los que se relacionaba hacía diez años, después de irse a vivir con Göran. Al menos acostumbraba a tratar con ellos antes de tener hijos y de que la vida se convirtiese en un horario irreal sin margen de error.
Sí, sin duda en el trabajo la consideraban una persona introvertida. «Integridad inquebrantable» era una expresión que solía oírles decir sobre ella. Le gustaba escucharlo. Sonaba solemne. Pero en realidad no era una cuestión de carácter: sencillamente ella nunca había pensado que su vida privada dijese mucho de ella como profesional, como la profesional por la que la tomaban. Su muro defensivo rara vez se resquebrajaba.
En una ocasión, antes de que nacieran las niñas, Renée Gunnarsson llegó al trabajo de madrugada y la sorprendió en la sala de personal con los ojos enrojecidos por el llanto. Göran llevaba un par de semanas desaparecido tras una penosa disputa y, para evitar quedarse sola en casa, acudía al trabajo antes del amanecer. Aquella mañana, casi a la hora de las brujas, estaba sentada en su despacho mirando fijamente los trámites del divorcio.
La llegada de Renée, su abrazo y sus palabras de consuelo la hicieron estallar del todo. Se fueron a un café de taxistas que había por allí cerca, antes de que llegaran el resto de los compañeros, y Beckman estuvo llorando durante horas. Le confesó lo sola que se había sentido durante los años de convivencia con Göran y cómo, día a día, había ido convirtiéndose en una persona distinta a la que ella creía ser, una persona que ni reconocía ni le gustaba especialmente.
No se avergonzó de haberse mostrado débil. Ni de haber llorado. Se avergonzó de que Göran volviera a casa unas semanas después, de que la vida continuara como antes de su partida, de que no era la primera vez y tampoco sería la última.
No, nunca más volvería a hablar sobre su vida privada, ni siquiera un fragmento. Por lo menos, no ante aquellas personas cuyo respeto quisiera conservar.
Una mujer con fuerza interior —porque así era como deseaba que la vieran— no era un junco al viento, ni se dejaba llevar por el estado de ánimo de los demás. Una mujer así no se mostraba, como ella, competente en el trabajo, aunque completamente incapaz de volar con sus propias alas en otros ámbitos. Así era como se veía a sí misma cuando se trataba del amor.
Una persona íntegra tomaba una decisión para luego cumplirla, con independencia de lo sola que se sintiera. No importaba cuánto pudiera doler una historia común que, de pronto, sólo existía en el pasado.
Sonó el móvil en el bolso. Corrió hasta el vestíbulo y lanzó una maldición: no había llegado a tiempo de atender la llamada. El reloj de plástico de la cocina indicaba que ya era hora de despertar a las niñas. El antiguo reloj de pared heredado de su abuelo había estado guardado en una caja del sótano la mayor parte del tiempo de su relación con Göran, ya que él lo consideraba horrible. El reloj fue lo primero a lo que recurrió durante los periodos de ausencia de Göran. Tan pronto como él, en un arrebato, abandonaba la casa con su maleta y mientras ella aún estaba más enfadada que triste, mientras la sensación de libertad seguía siendo más fuerte que la soledad, entonces colgaba en la pared el reloj del abuelo.
Al recordarlo, aquel triunfo silencioso le parecía absurdamente triste. Más de una vez consideró la posibilidad de arrojar el reloj a la basura para cambiar de modelo de reacción, pero nunca lo hizo. Lo patético no era el reloj en sí mismo, sino que éste fuera partícipe de su reprimida vida sentimental. Ella, que le gritó a Göran de tal modo que los vecinos llamaron a la policía y tuvo que correr a esconderse en el sótano por miedo a que el coche patrulla la reconociera…
Ella que, por lo visto, tenía verdades inconfesadas adheridas a lo largo de toda la columna vertebral como nódulos de dolor.
Mientras subía la escalera, oyó sus ronquidos estentóreos desde el cuarto de invitados. Tampoco hoy podría llevar a las niñas a la guardería. Tendría que hacerlo ella y llegar tarde al trabajo.
Ya delante del dormitorio de Julia y Sigrid, vio que la llamada perdida era de Andreas Karlberg. Y se la devolvió.
—Voy camino de Björsared, interrogaré a los vecinos —informó a través del carraspeo de la línea.
—Vale, yo llegaré un poco tarde.
Cerró los ojos. Desde el interior del dormitorio de las niñas se oyó el grito de Sigrid, que tenía dos años. La pequeña detestaba abandonar los sueños para volver a la realidad.
—Nos vemos allí —consiguió gritarle Beckman al colega, antes de que se cortara la conexión.
Abrió la puerta y quedó deslumbrada por la calidez de la luz amarillenta que irradiaba el candelabro de Adviento. Allí dentro olía a infancia.
* * *
En contraste con el frío del exterior, sintieron el calor como una bofetada. Los dos colegas estaban estragados y se sentaron en el salón, en un viejo sofá de terciopelo color verde musgo, encantados con el calor de la chimenea. La casa de los Molin estaba amueblada como suelen estarlo los hogares de las personas mayores: ordenada pero con exceso de mobiliario. Repleta de objetos decorativos que quizá tuviesen un valor afectivo o quizá, simplemente, estaban allí. Había muebles de diversos estilos y distintas épocas, lámparas de pie con bombillas de baja potencia y pantallas de colores desvaídos, adornos navideños… todo ello cubierto por una fina capa de polvo. Como si hubieran reunido los recuerdos de toda una vida en aquellas tres habitaciones, la cocina y el piso de arriba. En realidad, así era.
Pese a lo temprano de la hora, la señora Molin sirvió con esmero una fuente de tres pisos: galletas de canela y pimienta, bollos de azafrán y pastas. Ella misma había horneado el bizcocho de chocolate. Karlberg aceptó la invitación por cortesía y tomó un trozo del mencionado bizcocho pero, justo cuando le iba a hincar el diente, notó un olor a moho, por ligero no menos inconfundible. Dejó el bizcocho en el plato pensando que no sería la primera vez que hacía desaparecer un pastel imposible de comer en cuanto la anfitriona se disculpase y se diese media vuelta para ir a la cocina.
Dagny Molin se ajustó aún más la chaqueta de lana sobre los hombros, mientras se sentaba con dificultad en la butaca, frente a Beckman.
—Aquí hace frío, ¿verdad? Le pediré a Bertil que suba la calefacción.
—No, no es necesario —dijo Karlberg que ya notaba las primeras gotas de sudor por el labio superior. El fuego, que en un principio le había dado una grata bienvenida, comenzaba a consumir el último oxígeno que quedaba en la habitación.
Bertil Molin surgió de entre las sombras arrastrando los pies. Elevó la temperatura de un calefactor eléctrico, estratégicamente colocado junto al sofá donde estaba sentado Karlberg, que se quitó la chaqueta enseguida.
—No se me pasó ni un segundo por la cabeza que Lars pudiera estar muerto —dijo Dagny Molin cuando su marido se hubo sentado en la butaca de mimbre que había junto a la puerta, como si necesitara tener a mano una vía de escape—. Me refiero a la última vez que estuviste aquí. Te puedo tutear, ¿verdad?
—Claro. Me llamo Andreas. Desde entonces, el asunto también está algo más claro para nosotros. Sin embargo, quedan algunos interrogantes. Como ya saben, Lars Waltz fue asesinado por un desconocido. Sabemos que el asesino llegó en coche. Esa es la razón por la cual nos hemos puesto en contacto con todos aquellos que viven en los alrededores. El asesino tuvo que pasar en coche por esta carretera, entre la tarde y la noche del día 19. Ustedes ven la finca de los Edell desde el porche. Queremos asegurarnos de que no vieron, oyeron o notaron nada que hayan recordado desde la última vez que estuve aquí.
Karlberg les habló despacio y claro, para subrayar bien el significado de sus palabras. Dagny Molin negó con la cabeza.
—Como ya dije, estábamos durmiendo. Nuestro dormitorio se encuentra en el piso de arriba, orientado a la parte de atrás. Desde ahí no podemos ver ni oír los coches ni nada que pase por la carretera. Y aunque no fuese así… Waltz tenía un taller. Sería imposible prestar atención a todos los coches.
Karlberg no pudo por menos de admitir que tenía razón y lo intentó con otra pista.
—La última vez usted dijo que conocía bien a Edell, a Lise-Lott y a su primer marido.
—¡Sí, Thomas! Hace años solía rondar por nuestro sótano. Sven, nuestro hijo, tenía abajo su cuchitril, junto al cuarto de la caldera. Ahí se reunían. Ya sabes, a los jóvenes les gusta que los dejen en paz. Por lo menos cuando se hacen mayores. Es duro darse cuenta de que lo único que desean es que no los molesten. Es el primer paso de alejamiento: una sabe que los está perdiendo. Y hoy por hoy lo vemos muy poco. ¿Tú tienes hijos, Andreas?
—Eh… no. ¿Así que dice usted que su hijo se relacionaba con Thomas Edell? ¿Cuándo fue eso?
Dagny Molin sonrió como si la pregunta le resultara absurda.
—Fueron vecinos de niños. Tenían la misma edad, era normal que se relacionaran. Era como si no tuviesen más remedio que andar juntos. Piensa que la familia con niños más próxima vivía lejos y, por aquel entonces, los padres no andaban con el coche de un lado a otro para llevar a los hijos a jugar. No, entonces se jugaba con lo que uno tenía a mano y, en el mejor de los casos, con los niños que hubiera en la finca vecina, si los había. El vecino de Sven era Thomas y, bien mirado, no era de lo peor. De niños jugaban en el campo, montaban en bicicleta o en coche de pedales. Bueno, ya sabes, esas cosas que les gusta hacer a los niños.
—Y después —intervino Karin Beckman—. En la adolescencia, por ejemplo.
Dagny Molin pareció disgustada.
—Bueno, ¿qué puedo decir? ¿Qué madre sabe con certeza lo que hacen sus hijos adolescentes? Tenían las motos para ir de un sitio a otro. Y con ellos salían otros chicos de los alrededores, no recuerdo el nombre de todos, sabe Dios. Cuando una es así de mayor, se contenta con recordar lo importante.
Guardó silencio y lanzó una mirada a su marido. Éste había encendido la televisión, pero sin volumen. Ocupaba la pantalla la imagen de un debate parlamentario y el líder del partido conservador se reflejaba en el cristal lleno de hollín de la librería de caoba. Dagny Molin deslizó nerviosamente las manos por el borde de la mesa, antes de inclinarse y asegurarse de que el calefactor seguía encendido. Subió el regulador a la máxima potencia y se retrepó de nuevo en la butaca, aliviada, como tras un ritual tranquilizador.
—Thomas era un tanto tosco. Eso no lo puedo negar. Sven fue siempre un buen chico, pero era influenciable. Recuerdo que llegué a temer que acabara metiéndose en problemas por salir con Thomas. No porque él fuera malo, en absoluto. Y Reino tampoco. Pero los chicos son chicos. Durante esos años, en ocasiones, pueden ser impetuosos. Tenían que experimentarlo y probarlo todo. Seguro que tú lo entiendes, ¿verdad? Tampoco eres tan mayor como para haberlo olvidado.
El polvo recalentado difundió un hedor intenso a materia carbonizada. Karlberg sintió que lo invadía el pánico al descubrir que había perdido la capacidad de parpadear. Se diría que los párpados se le hubiesen pegado al globo ocular.
Al ver que Karlberg parecía perder el control, Beckman se apresuró a tomar el timón.
—¿A qué se refiere exactamente, señora Molin? ¿Alcohol? ¿Peleas? ¿Podría ser más clara?
Dagny Molin se retorció, visiblemente molesta y enfurruñada.
—¡Sí! Es posible que hubiera alcohol y algo de violencia, pero eso fue cuando eran jóvenes. Thomas ha muerto —dijo en tono severo—. Heredó la finca y se casó antes de que la mala suerte se cebase en él. Se convirtió en un hombre formal. Y Sven también, claro —de pronto, se le iluminó la cara—. ¿Sabes?, Sven ha rehecho su vida: se encontró con un viejo amigo y han comprado una empresa. Un criadero de visones, allá en Dalsland. Además, tiene dos hijos: un niño y una niña.
Señaló en dirección al piano que se veía junto a la puerta de la habitación contigua. Entre dos figuras de Papá Noel de porcelana había una fotografía enmarcada de un niño y una niña que parecían de origen asiático.
—Por lo visto, ella es de Tailandia, la mujer que Sven conoció, no recuerdo su nombre. Nunca nos la ha presentado, pero nos envió esa foto el invierno pasado. Estoy contenta de que haya encontrado una mujer. También necesita a alguien que se ocupe de él. Ya va siendo mayor. Es un buen chico. Todos eran buenos chicos.
«Como un mantra», pensó Beckman. Buenos chicos. El calor la obligaba a pasarse la mano por la frente una y otra vez para impedir que el flequillo se le pegara con el sudor. Ignoraba qué le depararía aquel amanecer frío y gris y se había puesto un jersey de cachemira encima de una combinación demasiado provocativa, así que no podía quitárselo, pero tampoco aguantarlo por más tiempo. Le dio la impresión de que Dagny Molin se percataba de su tormento y le sonreía con disimulo. Le picaba la nariz cada vez que respiraba, como si estuviera en una sauna. Apenas podía mantener en orden sus ideas.
—¿Qué sabe de la relación entre Reino Edell y Lise-Lott Edell? —preguntó por fin.
Sin apartar la vista de Molin, pudo ver la expresión de discreta sorpresa que se dibujaba en el semblante de Karlberg. Quizá el colega hubiese pensado en otro modo de abordar el tema pero, en ese preciso instante, a ella no le importaba lo más mínimo. Lo único que quería era salir de aquella fuente de calor seco y asfixiante, salir a la humedad de la mañana invernal, al aire libre, antes de desmayarse.
Bertil Molin apartó un segundo la vista del televisor y se encontró con la mirada de Beckman.
—La odia a muerte.
Dicho esto, subió el volumen y volvió a concentrarse en el presidente Rosenbad.