Capítulo 15

Tell vertió un poco más de café del termo que Bärneflod había rescatado de algún escondite de la comisaría. También había encontrado un candelabro antiguo pintado de rojo al que dieron uso inmediato: ahora luchaba por igualar a los tubos fluorescentes.

Delante de Ullevi se hallaba congregada una multitud, atraída por un coche que, invadiendo el carril bici, había chocado contra un ciclista. Karlberg se dijo que debía de ser grave: la ambulancia y el coche patrulla llevaban allí cerca de una hora. Cerró la ventana sin reparar en que Beckman la había abierto hacía tan sólo cinco minutos.

La reunión de la mañana había desempeñado hasta el momento una función unificadora. Se presentó la información que se había ido sumando al caso durante la jornada anterior. Tell anunció que, en los próximos días —nadie hizo el menor comentario sobre la inminente Navidad—, dejarían a un lado las demás investigaciones en curso y trabajarían todos a una con el asesinato de Björsared. Sabían que los primeros días eran decisivos para la resolución del caso.

Los peritos le ofrecieron un informe oral al forense Magnus Johansson que, al parecer, interrumpió sus vacaciones para acudir de inmediato. Y acababa de informarlos de que, según el SKL[3], la bala hallada en el cadáver procedía de una 9 mm Browning HP.

Pasaron por megafonía una llamada del forense Ingemar Strömberg.

—No creo que pueda informaros de ninguna novedad, precisamente —se lamentó Strömberg, una vez que logró controlar los auriculares—. Lars Waltz murió de un disparo en la cabeza y la muerte fue, con toda probabilidad, inmediata. Cayó al suelo en el momento de morir, seguramente boca arriba y de costado, y su cuerpo fue atropellado.

—¿Cuándo y con qué? —preguntó Karlberg.

—Como ya os dije, en algún momento entre la última hora de la tarde y las primeras horas de la noche. Para una indicación horaria más precisa, tendréis que esperar a después de Navidad. A tu segunda pregunta sólo puedo responder: con un turismo más pesado de lo normal. Por ejemplo, un todoterreno.

Johansson asintió conforme.

—A juzgar por las huellas de los neumáticos…

—… que le han aplastado las caderas y las costillas, encaja perfectamente.

Nadie hacía más preguntas, de modo que Strömberg continuó.

—El cuerpo cayó de espaldas en el mismo instante en que fue embestido y después atropellado una segunda vez, cuando el asesino retrocedió. Puede que… en el arrebato del momento, no mirase por el retrovisor sino que simplemente metiese la marcha atrás y acelerase, de modo que sólo la parte inferior del cuerpo resultó atropellada: las rodillas, las piernas y los pies. Los astilló enteros, vamos… En fin. Sólo esa parte, sí. Bueno, voy a entrecomillar «sólo».

Sonó abochornado, como si la brutalidad racional de aquel trabajo se le hubiese evidenciado de pronto.

—Quieres decir que las lesiones más evidentes se produjeron en la primera pasada con el vehículo. Cuando el asesino retrocedió y pasó otra vez por encima del cuerpo, se desvió y sólo atropello los pies —aclaró Tell.

Strömberg asintió.

—Exacto. Lo que tal vez parezca una circunstancia escasamente atenuante, teniendo en cuenta que ya estaba muerto.

Johansson asintió despacio.

—Vamos, que en principio, lo que mantenía unida la parte inferior del cuerpo era la ropa. El tipo estaba hecho puré.

Tell se alegraba de que Lise-Lott Edell no hubiese vuelto más pronto de las Canarias.

—Que no se me olvide —intervino Strömberg—: Waltz tenía restos de alcohol en el cuerpo, no mucho, el equivalente a una copa de vino. Insuficiente para que llame la atención, pero aun así.

El forense se despidió y un silencio reflexivo inundó la sala. Magnus Johansson volvió a concentrarse en las chuletas manuscritas que pensaba dejarle a Tell antes de marcharse.

—Encontramos huellas de zapatos recientes, de las zapatillas de deporte de la víctima, talla cuarenta y tres, pero aunque hubiese habido otras igual de claras, podrían haber sido de cualquiera que hubiese ido a dejar o a retirar el coche en los últimos días —se rascó la cabeza—. Ninguna señal de lucha entre la víctima y el asesino, ni en la ropa ni en el cuerpo de Waltz, ni tampoco a su alrededor. Sí encontramos fibras de tejido azul en la gravilla, junto a la víctima pero, tal y como sospechamos, procedían de su jersey.

—Vale, ¿algo más?

—Sí… Todas las muestras de sangre recogidas en el lugar del crimen pertenecían a la víctima, sin excepción. El envoltorio de un chicle que hallamos ante la terraza acristalada presentaba una gran cantidad de huellas, probablemente de los dependientes de diversos comercios y de otras personas de las que se espera que manejen el envoltorio de un chicle… No, no creo que podamos sacar nada de ahí.

Cuando Johansson abandonó la reunión y después de que Tell diese unas sonoras palmadas para acallar el alboroto que surgió con la interrupción, Gonzales expuso una teoría según la cual el asesino no habría salido de su vehículo durante el asesinato. A decir de Gonzales, sencillamente entró en el jardín, consiguió que Waltz saliera del taller y se le acercase y luego, sin más, le pegó un tiro en la cabeza.

—Pues de ser así, ¡vaya cerdo con más sangre fría! —opinó Karlberg poco antes de estallar en una serie de estornudos que hicieron temblar los vidrios de IKEA—. ¡Y qué listo!

Conseguir que un mecánico de coches abandonase el taller unos minutos no era ningún milagro. El asesino pudo haber tocado el claxon mientras bajaba la ventanilla y Waltz lo habría tomado por un cliente que quería preguntar lo que le costaría cambiar la correa del ventilador o cualquier otra cosa.

—Claro, fue con el pretexto de algún fallo en el coche —sugirió Beckman—. Le pidió a Waltz que se acercase para escuchar el ruido del motor mientras él seguía en el coche pisando el acelerador y luego, cuando lo tuvo lo bastante cerca, lo agarró y le puso la pistola en la cabeza.

—Eso indica que la víctima no conocía al asesino —señaló Bärneflod—. Quiero decir, de lo contrario no se habría creído lo del fallo del motor ni se habría acercado al coche.

—¿Qué quieres decir? —intervino Gonzales—. También puede ser que lo conociera muy bien, pero que no se esperase que le metiera una bala en la cabeza. ¿No será más bien que sí, que lo conocía, que podía quedarse en el coche y pitar para que saliera, en lugar de, como cualquier otra persona, aparcar, entrar en el taller y buscar al mecánico? ¿No crees que Waltz habría sospechado si…?

Incapaz de ocultar su impaciencia, Tell zanjó la disquisición.

—¿Podemos continuar? No sabemos si sospechó nada. De hecho, ni siquiera sabemos si fue así como ocurrió.

No había acabado de decirlo, cuando ya se había arrepentido. Lo deseable era un clima de discusión abierta en el que pudiesen circular libremente diversas hipótesis. Por si fuera poco, Tell debería animar a su colega de más edad en su lucha diaria por mantener a raya la desidia.

Beckman había hablado el día anterior con Lise-Lott Edell en casa de la hermana de ésta, en Sjövik. La inspectora les ofreció una síntesis de la reunión, que se prolongó durante dos largas horas, incluidas las pausas para el llanto y el tiempo invertido en recuperar el hilo que Lise-Lott perdía a causa de los fuertes tranquilizantes que Angelika Rundström le había administrado.

La conversación resultó un retrato, enmarcado por el dolor, de la persona de Lars Waltz. Lise-Lott también aceptó escribir el nombre de aquellos con quienes se relacionaba su marido. Beckman propuso elaborar una lista de prioridades para organizar los interrogatorios a dichas personas. Todo ello, con el propósito de forjarse una idea de quién era Waltz y de por qué razón querría nadie verlo muerto.

—Yo recomendaría otra charla con Lise-Lott más adelante, cuando esté más despabilada. Ayer necesitaba hablar de Lars a su modo y no era fácil conseguir que se atuviera a lo que nos interesa. Además, no hay que menospreciar el efecto terapéutico de ciertos interrogatorios —añadió Beckman.

Tell se mordió la lengua, con mucho esfuerzo, para no decir lo que pensaba, a saber, que la misión de Beckman no era en modo alguno actuar como terapeuta de los familiares, sino la de hacer preguntas que facilitasen el avance del trabajo hacia la detención del asesino. Sin embargo, asintió sin decir nada, aunque captó de soslayo la mirada elocuente de Bärneflod, que no fue tan discreto como él.

Por alguna razón, Bärneflod buscaba siempre su aprobación cuando se trataba de cuestiones relacionadas con novedades versus el trabajo policial a la antigua usanza. Ignoraba por qué y, en honor a la verdad, lo asustaba. Tell sólo tenía cuarenta y cuatro años. A sus ojos, Bärneflod era un carca retrógrado que, además, en no pocas situaciones daba muestras de escasa inteligencia. Pese a que el propio Tell podía enojarse, por ejemplo, ante el modo en que Beckman lo relacionaba todo tan alegremente con cuestiones de sexo masculino y femenino; y pese a su escepticismo sobre todo ese rollo de las cuotas y las ventajas de recurrir al «modo de pensar femenino» en el trabajo policial, las bromas de Bärneflod sobre «chochocracia y odio al hombre» lo sumían en un profundo abatimiento. Él no quería que se lo asociara a un tío como Bärneflod, ni en cuanto a sus opiniones sobre el último grito en café, ni tampoco en conversaciones espontáneas. Por esa razón, le respondió a Beckman con una palabra de aliento. Sin embargo, también lo hizo porque le parecía que, a la larga, resultaría adecuado desde un punto de vista estratégico.

En efecto, se había enterado de que Beckman había mantenido el año anterior una serie de conversaciones con Östergren sobre el clima machista reinante en la comisaría. En un primer momento, tal información lo dejó perplejo. ¿Sería él mismo un machista asqueroso sin saberlo?

—Jamás he considerado la jerga que se usa en la comisaría como especialmente machista —respondió un tanto a la defensiva—, aunque a veces pueda ser cruda. Más bien la considero profesional, jerga policial, ni más ni menos.

Desde luego, él se sentía cómodo con dicha jerga, después de veinte años en la profesión. Tentado estuvo de decir que aquel que no se sintiese cómodo en los pasillos de la comisaría podía empezar a pensar en buscar trabajo en otro sector.

—Nada indica que el lenguaje utilizado entre los policías sea constructivo, ni que tenga nada que ver con el trabajo policial —señaló bruscamente Östergren.

Él optó por mantener la boca cerrada.

—Me alegro de que Karin Beckman aporte su competencia y de que demuestre estar curtida —prosiguió—. Tanto como me alegro de que Michael, que es joven y está algo verde, aporte su visión fresca y novedosa. Luego está Bengt, que es algo mayor y ofrece otro punto de vista. Del mismo modo me congratulo de que tú seas más resuelto y Andreas más reflexivo.

La comisaria jefe ladeó la cabeza pensativa. Tell experimentó la desagradable sensación de que quería de él algo que no acertaba a adivinar. Se despabiló y dejó oír un murmullo que bien podía interpretarse como aprobación. Claro que tenía intención de observar al grupo desde una variada serie de perspectivas y de abrir camino tanto para el punto de vista masculino como para el femenino. Seguramente, aquello sonaba juicioso, pero él ignoraba por qué.

Después de haber reflexionado bastante sobre sus conversaciones, la semana siguiente se dirigió al despacho de Östergren y le dijo que él también se alegraba de que el grupo contase con Karin Beckman, pero que jamás la había visto como mujer, en primera instancia; ni siquiera como mujer policía, sino lisa y llanamente como policía.

—Y, por cierto, como una policía muy buena.

La expresión de Östergren, que durante los preparativos del resumen estadístico anual se condujo con tensa concentración, se iluminó ahora con una amplia sonrisa.

—Bien, Christian —respondió—. Eso era exactamente lo que quería oír.

Y Tell regresó a su despacho con la sensación de haber obtenido de la señorita del parvulario la máxima calificación en conducta, aunque sin comprender exactamente por qué.

Volvió a la realidad al oír los golpecitos de Beckman en la pizarra. Había en el centro una instantánea del cadáver de Lars Waltz, tomada con una Polaroid.

—He conseguido recabar bastante información sobre su pasado… Veamos, nació en Gotemburgo, en Majorna, para ser exactos, en 1961. Sus padres se separaron cuando él tenía diez años y, a partir de entonces, no tuvo mucho contacto con el padre. Vivió una situación económica difícil, su madre trabajaba de noche en el hospital Sahlgrenska, como auxiliar de enfermería. Tiene un hermano mayor…

Se colocó las gafas en la punta de la nariz y hojeó sus documentos.

—Ah, sí, aquí está. Sten Roger Waltz, responde al nombre de Sten. Es siete años mayor y, al parecer, vive en Malmö. Soltero, sin hijos. Los hermanos tampoco se relacionaban.

—¿Quién se pondrá en contacto con él? —preguntó Tell.

—Ya lo he hecho. Y me aseguró que apenas tenían relación, aunque, como es natural, quedó impresionadísimo. Así, de forma espontánea, no tenía la menor idea de quién podría querer acabar con su hermano. Sin embargo, también añadió que, en realidad, ya no lo conocía. Y no creía poder sernos de ayuda.

—Bien, Karin. Empezaremos por otro lado y ya veremos más adelante si hemos de ir a Malmö. ¿Y su madre? ¿Sigue viviendo en Gotemburgo?

—No, murió hace un par de años.

—Continúa.

—Estudió en la escuela Karl Johansskolan, luego en el instituto Schillerska. Se tomó un año sabático y vivió en una granja de ovejas en Australia. Desde los veinte años, trabajó en todo lo habido y por haber, como mecánico, entre otras cosas, y… bueno, de todo. Siguió algunos cursos de mercadotecnia, algún otro de arte y un curso de fotografía de un año de duración. A los treinta empezó a sufrir alergia a la pantalla del ordenador, después de un par de años como director artístico, y estuvo de baja durante año y medio.

Beckman dibujó en la pizarra la trayectoria vital con una línea bastante torcida y fue escribiendo las fechas y los epígrafes de las distintas fases de la existencia de Lars Waltz.

—Hasta que conoció a Lise-Lott Edell —concluyó Bärneflod. Con ello habían llegado al presente y, para ilustrarlo, dejó caer el bolígrafo en la mesa de golpe, como si, hasta el momento, no hubiese hecho otra cosa que tomar notas.

—Bueno, más o menos. Estuvo casado con anterioridad. Lise-Lott no estaba segura de las fechas y esas cosas relacionadas con la vida de Lars antes de que ella apareciese en escena. Después de todo, sólo hacía seis o siete años que lo conocía. Publicó un libro de fotografía a principios de los noventa y, al parecer, estaba trabajando en otro, que trataría sobre el abandono de la explotación agrícola en su zona, desde una especie de punto de vista medioambiental. Como quiera que sea, él llevaba el taller de mecánica a media jornada, que veía como unos ingresos extraordinarios para poder dedicarse a la fotografía. Al parecer, recibía encargos del ayuntamiento de Lerum de vez en cuando, algún que otro folleto informativo y cosas por el estilo.

Barrió el aire con un gesto. Y anotó «Ayuntamiento de Lerum» junto al círculo en el que figuraban las fechas «2000-2006».

—¿Es esto lo que se llama mapa recordatorio? —preguntó Bärneflod enojado, al tiempo que cogía el bolígrafo para proseguir con sus propias notas. Nadie se molestó en responderle.

—Parece ser que existía un conflicto entre Waltz y su empleador del ayuntamiento —añadió Tell.

Beckman asintió.

—Exacto. Pero, en realidad, Lise-Lott no sabía nada sobre ese particular. Según ella, el asunto estaba zanjado.

—Bengt, tú hablarás con él —dijo Tell señalando con la mano entera a Bärneflod que, por su parte, señaló su reloj con un gesto elocuente. Sin embargo, Tell dejó muy claro que no pensaba interrumpir su discurso por el café de las diez—. ¿Algo más? Tenía exmujer e hijos.

—Una exmujer y dos hijos de entre quince y veinte.

—Yo me encargo de ellos —resolvió Tell.

Gonzales extendió el torso sobre la mesa para alcanzar la pizarra, cosa que logró con un esforzado lamento: «M. G. se encarga de Reino Edell».

—Esa es la figura más interesante, a mi entender —dijo hundiéndose de nuevo en la silla. Tamborileó con el rotulador sobre la mesa—. Veamos, es el hermano menor del anterior marido de Lise-Lott y le tiene la guerra declarada desde hace muchos años. Lo he comprobado y hay metros y metros de procesos jurídicos en los que mirar. Al menos, hay bastante. Para resumir una larga historia, él opina que Lise-Lott le ha arrebatado la herencia de sus padres. Sencillamente, está cabreadísimo, como la mayoría de la gente que mata a sus semejantes.

—Claro, pero no todos los que están cabreados se convierten en asesinos —observó Bärneflod con una verdad de Perogrullo—. Además, yo no veo claro qué provecho sacaría Edell asesinando a Waltz, puesto que no tiene ningún derecho legal a heredar la finca.

—Cierto, pero les guardaba rencor como pareja. Ante todo a Lise-Lott pero, imagínate, lleva años hecho una hidra sólo de pensar en esa bruja, que se ha quedado chupando de la finca como una sabandija y, de repente, aparece Waltz, se baila un vals, y ocupa el lugar de su querido hermano muerto, un lugar en el que piensa quedarse a vivir sin más consideración y dejar que se pierdan los cultivos, para dedicarse a tirarse a la mujer de su hermano y a fotografiar rastrillos oxidados. Joder, es para querer matar al tipo. Además, pudo suceder de un modo espontáneo. Él pensaba ir a leerle la cartilla a Lise-Lott pero se encontró con Waltz y la cosa… degeneró.

—Sinceramente, yo creo más en la exmujer —insistió Bärneflod—. O sea, después de veinte años de matrimonio, el tío se larga y se muda de inmediato con otra mujer. Eso duele, y ya sabemos que sufrió un periodo de inestabilidad tras la separación, nos lo dijo Lise-Lott Edell. Además, ¿no se trata de un modo femenino de matar? Pegarle un tiro y luego atropellarlo con un coche. No requiere fuerza física, sólo un buen coche.

Bärneflod tomó aire y comprobó la respuesta del auditorio.

—¿Rastrillos, Gonzales?

Beckman exhibió una sonrisa burlona.

—Y yo qué coño sé.

—Hemos de comprobar los coches de todos aquellos cuyo nombre aparezca en la investigación, para cotejarlos con el lugar del crimen, por supuesto —terció Tell—. Dejadle ese trabajo a los de Angered.

Dejó escapar un suspiro al ver que Karlberg se las arreglaba para darle un codazo a Beckman, que derramó el café sobre el viejo proyector. En el mismo momento se fundió un plomo y el candelabro de Adviento que había en la ventana se apagó.

—¡Vale! Lo dejamos por hoy.