Capítulo 14

2006

Melkersson le había contado en alguna ocasión que, antiguamente, era posible llegar al río Alsjön a través de anchas veredas que discurrían sobre lo que hoy no era más que un páramo talado. De joven tuvo una novia que vivía en Lerum y él solía cruzar el bosque a pie para ir a verla. En línea recta, a vuelo de pájaro, la distancia ni siquiera era demasiado larga, según él.

Desde entonces, las taladoras y otras máquinas habían revuelto la tierra y ya apenas era posible identificar los senderos. Los pocos árboles que habían sobrevivido a la tala habían quedado como víctimas, expuestos a las tormentas, lo que le otorgaba a la comarca un aspecto aún más caótico.

El lago se extendía a la altura de la colina de Stenaredsbacken. En la actualidad, las familias de la zona acudían allí en coche y se veían obligadas a tomar el desvío al centro del pueblo, desde donde volvían a subir por la carretera Stora Ålsjövägen hasta un aparcamiento habilitado para ese fin. Desde allí tenían que caminar con sus toallas de playa y la comida, para llegar a los baños municipales, con plataforma y trampolín y un pequeño edificio para cambiarse, aunque los vestuarios de las chicas y los de los chicos estaban separados por una delgada pared a media altura.

Martin y ella se pasaron las vacaciones apiñados en la playa de Olofstorp. Al otro lado del lago se veían los acantilados que se precipitaban entrando en las aguas por la orilla de la colina de Stenaredsbacken, grande y lisa, con un óvalo que se adentraba ofreciendo un espacio perfecto para un par de cuerpos al sol. Un día, sin apenas esfuerzo, ambos atravesaron el lago a nado y se tumbaron a secarse sobre aquella roca.

Por allí las aguas eran profundas. No se veía el fondo, sólo se lo intuía entre las algas que, por algunas zonas, extendían sus viscosos tentáculos hasta la superficie.

—Deberíamos intentar ir a casa desde aquí —le dijo Seja—. No puede quedar tan lejos.

Más tarde comprendería lo ingenuo que fue dejar la ropa y el coche al otro lado del lago para, en traje de baño, abrirse paso por un terreno impracticable. Además, Martin era muy cómodo. Nunca logró convencerlo de que cogiese la pintura roja para marcar el camino, pese a lo mucho que le insistió, Al final, ya después de que él se hubiese marchado, fue ella la que echó mano del cubo y se encargó del asunto.

Un día entero le llevó encontrar la otra orilla del lago. Llegó destrozada y sudorosa, estaba avanzado septiembre y no había pensado en bañarse, pero lo hizo de todos modos. Sus miembros exhaustos se estremecieron al contacto con el agua helada.

Esa fue la recompensa, así como el café del termo que, envuelta en su viejo anorak, se tomó en la colina una vez concluida la tarea. Por primera vez en mucho tiempo sintió en el pecho el burbujeo de la alegría como el aletear leve pero inconfundible de una mariposa en el corazón. «Atreverse a estar sola», se dijo. Atreverse. Por el camino de vuelta a casa, fue marcando su recorrido en los troncos y piedras seleccionados, hasta que atisbo su cabaña entre los árboles.

Empezó a montar hasta el lago casi a diario, después de haber aserrado y retirado los troncos que enterraban el sendero. A aquellas alturas, Lukas se sabía el camino de memoria. Cuando Seja soltaba las riendas y se erguía en la silla de montar, caía en un estado meditativo que jamás había experimentado con anterioridad. El camino hasta el lago se convirtió en su secreto, simbolizaba su recién instaurada y, por ahora, frágil fortaleza interior, algo tan contradictorio. Y todos los dioses sabían que necesitaba aquella fortaleza.

—Has cambiado tanto —le dijo Martin poco antes de que se separasen. Ella sabía que se refería al hecho de que se hubiese entregado sin vacilaciones a la vida en el campo y en aquella cabaña. Ni ella misma se había atrevido a reflexionar sobre qué la hacía sentirse como en casa, pues siempre había vivido en la ciudad. Si no feliz, sí dispuesta a serlo.

«Aquí es posible la felicidad», había garabateado en términos algo pretenciosos sobre la pared del establo, encima del soporte para la silla de montar.

Tan sólo en una ocasión había estado en el pequeño pueblo del norte de Finlandia en el que nació su madre. Era bastante pequeña, unos cinco o seis años. Del asfalto aún emanaba el calor estival cuando toda la familia se acomodó en el viejo Saab, para partir de Gotemburgo. A Seja la vistieron con ropa de otoño. Cuando llegaron, los recibió una tierra cubierta de escarcha y un aire gélido y la abuela Marja-Leena le prestó algo de ropa. Fue la primera y la única vez que vio a su abuela materna. Seja no quiso aceptar aquellas ropas prestadas al principio, quería ponerse una camisa arremangada, como su padre, como si los dos sospechasen que ceder ante el frío era un signo de debilidad. Sólo cuando iban al bosque para retirar maderos se ponía el viejo chaquetón azul forrado del abuelo, que siempre colgaba de un clavo en el cobertizo.

El abuelo había muerto hacía seis meses. Por la noche, la madre de Seja habló quedamente en el dormitorio sobre su preocupación por cómo se las arreglaría ahora la abuela. Con la finca y todo el trabajo duro que exigía. Y el bosque que, con el tiempo, heredaría su única hija. Mucho después, Seja comprendería que su madre quería volver a Finlandia, pero que su padre se había negado. Al parecer, eso siempre los distanció.

Pero Marja-Leena ya había muerto y la madre de Seja había arrendado la tierra. Las viviendas se iban deteriorando en una región nada atractiva para el mercado inmobiliario. Seja apenas si tenía algún recuerdo fragmentario de la abuela y de la finca. Una mujer huesuda con delantal y un rodete en la nuca. Una casa lóbrega y un gran establo en medio de ninguna parte. Nieve en septiembre. Y el bosque.

Sin embargo, sí recordaba otras imágenes. Se le hacía un nudo de dolor en la garganta al pensar en cómo cambiaba su madre tan pronto como ponía el pie en aquella tierra helada.

Como si la aspereza de la tierra penetrase las suelas de los zapatos y hallase en el cuerpo un punto al que aferrarse, igual que el frío se instaló en la médula de la abuela de Seja convirtiéndose en una parte de ella. En el caso de Marja-Leena, resultaba evidente en todas sus palabras y acciones. La anciana asintió orgullosa ante la expresión de alegría de Seja cuando aprendió a conducir el tractor sentada en las rodillas de su madre. Fue la única vez que Seja la vio sonreír.

Y recuerda la súbita veneración con que vio entonces a su madre, y cómo ella, con mano experta, asumía las tareas abandonadas de la finca. Cómo se subía al tractor o apacentaba a los animales y los conducía con voces y chasquidos serenos y resueltos. Como una vaquera, en su elemento.

La madre de Seja llevaba treinta años viviendo en Suecia, pero aún hablaba sueco como si tuviese que salvar algún obstáculo en las mandíbulas. Sopesaba cada palabra al milímetro para pronunciarla correctamente. Y aun así, solía decirlo todo mal, de forma burda y sin matices. Era fácil darse cuenta luego, cuando las cosas no salían como ella tenía pensado. Se veía que estaba preparada para que la malinterpretasen.

Seja nunca volvió a Finlandia de adulta. Bueno, una vez. En un viaje de estudios a Helsinki, cuando cursaba la enseñanza obligatoria. Mientras Jarmo, un compañero de clase que hablaba finés mejor que ella, no anduviese por allí, era Seja quien traducía todos los letreros y los menús de McDonald’s.

* * *

Seja se rió de buena gana ante el sonoro relincho de Lukas al ver el establo. Soltó las riendas y sacó las botas del estribo. Por un instante, sintió alegre el corazón.

Hasta que vio el tejado. Cuando los árboles no estaban cubiertos de hojas ni vencidos por el peso de la nieve, el tejado de Ke y Kristina Melkersson, recién renovado con rojas tejas decorativas, relucía por entre el follaje. Apartó la vista, como si la negación de su malestar pudiese ayudarla a eliminarlo. Si no pensaba en los Melkersson, podría olvidar que estuvo allí aquel día.

Era injusto, pero desde que vio al hombre muerto tendido en la explanada de gravilla, el solo recuerdo del vecino había ido incrementando la aversión que vino a sustituir a la conmoción primera. Pese a que su única culpa fue haberla despertado y, sin sospechar nada, llevarla al taller de Thomas Edell.

Y allí estaba su nombre, haciéndola sentir vulnerable y generando en ella una culpa difusa que nunca admitió abiertamente y que desechó con la explicación de que entonces ella era demasiado joven e insegura. Por lo demás, seguía igual de insegura al respecto. Ni siquiera reconoció aquella cara arañada y aplastada contra el suelo, desencajada de dolor y de angustia ante la muerte.

Pero claro, habían transcurrido muchos años. Muchos años de dejar el pasado en el olvido, de cambiar la forma de pensar, de despejar el ambiente, de enterrar, idealizar, oponer resistencia a los pensamientos molestos y hacerlo todo soportable. Esas cosas que uno hace. Y, claro, ella era tan joven. Mucho era lo que se había esfumado con aquella época —personas, recuerdos—, entre remordimientos e intentos racionales de dar con una excusa.