Karin Beckman observaba la cadena con desconfianza. Cada vez que el cuerpo musculoso del perro daba un salto, la cadena parecía tensarse hasta el límite. No quería ni pensar en lo que sucedería si se rompiese de verdad.
—Estás un poco pálida, Beckman —observó Gonzales entre risas—. ¿No me dirás que te asusta nuestro amiguito?
Beckman respondió con un bufido.
—Pues tú tampoco te has animado a hacerle unas caricias.
Calló al ver que la puerta de la terraza se abría de golpe.
—¡SILENCIO de una vez! ¡Simba! ¡A CALLAR!
La mujer llevaba unos vaqueros y una camiseta debajo de la bata, y un fino pañuelo en la cabeza llena de rulos. Se sacó el cigarrillo de la comisura del labio. Gonzales tuvo el tiempo justo de decirle a Beckman:
—Joder, ella me da mucho más miedo.
La expresión de la mujer los animó a exponer enseguida el motivo de su visita. Un rato después, habían dejado atrás al rottweiler. Una vez libre de la cadena, el animal no pareció tener otro interés que el de olisquearles la entrepierna.
Y allí estaban ahora, sentados en una vieja cocina, con sendas tazas decoradas con un Papá Noel llenas de café en polvo, pese a que ambos habían rechazado tal oferta. La mujer se había quitado la bata y amortiguó su poderosa voz hasta ajustaría al tono normal de conversación. La pared que había a su espalda estaba cubierta de portarretratos con fotografías de niños y niñas ante una pantalla de color azul cielo.
—Son mis nietos —explicó.
Puesto que Beckman estaba atareadísima rebuscando en su bolso, fue Gonzales quien se hizo eco de la aclaración asintiendo educadamente.
—Son muy guapos. Pero… vayamos al grano, señora Rappe. La tarde del 19 y… la noche del 19 al 20, así como la mañana del 20 de este mes. Nos interesa saber todo lo que pudo suceder entonces que considere fuera de lo normal. Si usted o su marido vieron a algún desconocido, por ejemplo.
Rappe apagó el cigarrillo en un cenicero decorado con anémonas marinas y sufrió un golpe de tos asmática antes de responder.
—Todo esto ha de ser por Edell, ¿verdad? Los Molin me dijeron que había un montón de coches en la entrada y… Este es un pueblo muy pequeño y la gente se interesa por saber lo que ocurre. Y cuando pasé con el coche vi que… bueno, que la zona estaba acordonada. Dagny creía que se trataba de un robo, pero vamos, yo no soy tan tonta y no me creo que se monte semejante escándalo por un atraco. Al menos, no fue así el año pasado, cuando se llevaron mi joyero y nuestro televisor Qué va, yo creo que a Waltz lo han asesinado, ¿no?
La pregunta quedó en el aire. La mujer indicó con toda la claridad deseable que no estaba dispuesta a continuar sin haber obtenido una respuesta. Gonzales se retorcía en la silla. Aquella mujer le parecía de lo más exigente.
Su mirada vagó hasta quedar atrapada en la escultura del enanito con su correspondiente trineo tirado por un reno que adornaba el jardín, al otro lado de la ventana de la cocina. Cientos de luces diminutas de todos los colores del arco iris lo hacían palidecer a la grisácea luz del día.
—Por ahora no podemos pronunciarnos al respecto, por razones técnicas que afectan a la investigación. Pero necesitamos su ayuda, dado que vive cerca y podría haber visto algo.
La mujer se encogió de hombros.
—Tanto como cerca… Yo no veo a todo el que pasa por aquí, ni siquiera veo muy bien la carretera desde la ventana. Pero sí sé que aquella noche transitaron por aquí bastantes coches. Se ve que enseñaban una vivienda a unos cinco kilómetros. Y no es que los inmuebles de esta zona atraigan a mucha gente, pero se trataba de una casa señorial antigua, del siglo XIX. Lo sé porque la agente inmobiliaria, una jovencita, se salió de la carretera y se quedó en la cuneta cuando llegó a Sänkan. Mi marido, Bo, tuvo que ayudarla a salir de allí y entre tanto la muchacha le fue contando alguna que otra cosa.
La señora Rappe empezó entonces a referir un episodio de su juventud, en la que al parecer estuvo de visita en el caserío en cuestión, pero al oír el ruido procedente de una habitación contigua, interrumpió su relato. Se levantó a medias y volvió a recurrir a su portentoso vozarrón para llamar a gritos a Bo.
Gonzales, que se había criado en un suburbio contra el que la mayoría parecía tener prejuicios, pensó para sus adentros que la gente del campo era, desde luego, mucho más rara que los chilenos y los yugoslavos que vivían en su calle. Volvió a dirigirse a la mujer que, a aquellas alturas, había apestado el aire con sus cigarrillos, y a Gonzales le lloraban los ojos.
—¿Conocen ustedes a Lise-Lott Edell y a Lars Waltz?
—No, no diría que los conozco. Al tal Waltz no lo conozco, bueno, no lo conocía en absoluto. Tampoco llevaba mucho viviendo aquí. A Lise-Lott la he visto algunas veces, lo normal en un pueblo tan pequeño. Mi marido conocía al padre de su primer marido: eran miembros del mismo club de caza. Lise-Lott consiguió la finca por su matrimonio, como quizá sabréis. Su primer marido, Thomas, murió. Por causas naturales, claro. Creo que fue el corazón. Y no es que fuese mayor, qué va, pero lo llevaba en los genes, supongo. Su padre también murió del corazón. Y luego creo yo que Thomas tenía una gran debilidad por el alcohol, también como su padre. Nunca le hacía ascos a una copa, vamos. Así es la vida, para algunos. Y Lise-Lott pudo consolarse bien de la herida, porque los terrenos de la finca son enormes. Y claro, Reino no estaba nada satisfecho.
—¿Reino?
Beckman se dio cuenta de que Gonzales iba escribiendo a cuatro manos y lamentó no haberse llevado la grabadora. En la cocina de una chismosa de pura cepa se podía obtener información muy interesante. Incluso algún que otro móvil de asesinato. Siempre que uno fuese capaz de seguir el hilo. Y de resistirlo.
—Reino. El hijo de Gösta y de Barbro. El hermano de Thomas.
—Ajá.
—Claro, es comprensible. Una cosa es que la herencia paterna vaya a manos del hermano mayor, y otra muy distinta es que su viuda hunda el negocio. Porque no se puede decir que Lise-Lott tenga vocación de campesina, precisamente. Yo creo que podría coger sus cosas y mudarse a un bonito chalet en otro lugar. Y sospecho que eso es lo que piensa Reino. Y mira que a mí Reino nunca me ha gustado especialmente, pero lo comprendo. Las cosas no son nada fáciles en la finca de Gertrud, su mujer. Es demasiado pequeña para tener beneficios.
La mujer se retrepó en la silla y deslizó los dedos por los bordes de plástico del asiento.
—Uno tiene que saber cuándo carece de aquello que exigen las circunstancias, Lise-Lott debería comprenderlo. Nosotros lo hicimos.
Exhibió media sonrisa que dejó al descubierto una hilera de dientes amarillentos.
—¿Qué hicieron?
—Mudarnos a esta preciosa casa. A Bo empezó a dolerle la espalda y no era ya capaz de cuidar de la finca «Rappska», la primera de la carretera principal, la de color amarillo. Propiedad de la familia de Bosse desde hace cuatro generaciones. Ahora la llevan nuestro hijo y nuestra nuera. Hay que dejar sitio para la gente capaz. Y además, compramos esta casa a muy buen precio. La madre de Anna-Maria… A ver, Anna-Maria es nuestra nuera, pues ella tenía…
—Gracias —Beckman la interrumpió alzando ambas manos y sonrió para quitarle hierro a su tono de voz—. Ya tenemos bastante, por ahora. Si recuerdan algún dato más que pueda ser de interés en relación con Lars Waltz, pónganse en contacto con nosotros, por favor.
Dicho esto, dejó su tarjeta de visita sobre la mesa, justo delante de la señora Rappe.
* * *
—Desde un punto de vista técnico, ¿no sería bueno para la investigación dejar que la señora Rappe dijese cuanto sabe? Parece estar al corriente de más de un dato sobre la gente de por aquí. Tal vez nos habríamos enterado de algo interesante así, sin pensarlo —dijo Gonzales cuando, después de usar la aldaba en forma de león para llamar a la casa del vecino más próximo de los Rappe, constataron que no se encontraba en casa.
Volvieron al coche.
—Desde un punto de vista técnico no sé, pero seguro que tienes razón. De hecho, yo pensé lo mismo cuando la oí hablar pero… Me perdí enseguida. ¿Quién era la tal Anna-Maria?
—Su nuera. Pero más interesante aún, ¿quién es Reino? A propósito de un móvil para liquidar a Waltz… Él debería tener uno, ¿no?
—Pues no. ¿Por qué? En todo caso, habría debido liquidar a Lise-Lott, ¿no te parece?
—Bueno, quizá no quisiera asesinar a una mujer y por eso se cargó al marido. Pensando que ella moriría de pena y se mudaría para no tener que convivir con los recuerdos.
—A ver cuándo creces, joder.
Beckman giró y salió de nuevo a la carretera. Echó una ojeada al reloj.
—Sólo nos quedan tres sitios más que visitar. Es la ventaja de investigar un asesinato en el desierto.
Gonzales soltó una risotada.
—Pues sí, oye, pero yo diría que también hay algún inconveniente. La gente del campo, por ejemplo. Quiero decir, si yo estuviera en su lugar, con independencia de que tuviese o no algo que ver con el asesinato, y si tuviese una inteligencia normal… ¡no me iba a comportar para nada de un modo tan sospechoso como la mayoría de los que nos hemos topado hasta ahora!
—¿Si tuvieras una inteligencia normal, dices?
—¿Almorzamos antes de continuar?