—Malditos mocosos —masculló entre dientes después de haber cerrado la puerta de los establos con un elocuente porrazo. Fuera, en el pasillo, el tablón de anuncios estaba como de costumbre atestado de mensajes airados, como la lavandería común de un bloque de inquilinos: «Cuando barras el pasillo de los establos, no arrojes la mierda al pozo. ¡¡¡¡Se atasca!!!!», «¡¡¡¡La que me quitó una cubeta de ensilaje el otro día que me la devuelva el sábado, como muy tarde, y no se lo diré a Reino!!!!».
Reino exhaló un suspiro desde lo más hondo de su ser. Cuando decidió restaurar los establos de la finca y alquilar los boxes a las mozas de la zona que poseían caballos, pensó que aquello le reportaría unos ingresos adicionales fáciles de ganar.
Y allí estaba el edificio, sin utilizar. Puesto que su hija Sara llevaba años dándole la tabarra con que quería un caballo, se decidió a, por así decirlo, hacer confluir la utilidad con el placer.
Ahora, en cualquier caso, le resultaba muy difícil recordar cuál era el aspecto placentero de aquella empresa. Sobre todo desde que Sara, bastante pronto, por cierto, se cansó del animal y empezó a interesarse por las motos y por el sexo opuesto. Por lo que al sueldo adicional se refería, no era tan fácil de ganar, eso por descontado. De hecho, jamás había trabajado tanto por un salario tan ínfimo como el que ingresaba en la caja en concepto de alquiler de los establos.
Las obligaciones puramente evidentes que recaían sobre el arrendatario, como la reparación de una grieta en el tejado o de una verja rota, no eran nada comparado con la inmensidad de otras necesidades que se esperaba que él satisficiera.
Y los conflictos no parecían acabar nunca, ¡qué diantre! A saber cuántas veces las había pasado canutas sentado a la mesa de la cocina, ante una jovencita que acudía a llorarle amargamente.
Así que, desde luego, aquello era un no parar de correr, un no parar de trabajar, pero claro, había invertido setenta mil coronas en renovar los establos. Y dejarlos vacíos sería como tirar el dinero a la basura. Además, necesitaban todos los ingresos, incluso los menores. En lo económico, iban a rastras. Dado que Gertrud enfermó de la espalda y tuvo que dejar el trabajo de puericultora. Y dado que, a raíz de ello, se esfumó un tercio de sus ingresos mensuales. Y el campo daba ya poco dinero.
En ocasiones no veía otra salida que mudarse, pero entonces la rabia lo impelía a seguir trabajando. La rabia y la idea de vivir en un apartamento y del desempleo al que se verían condenados.
Y la idea de Sara. Reino alimentaba el deseo de darle a su hija la posibilidad de elegir la misma opción por la que él se decantó en su día: de elegir el campo, aunque en teoría fuese imposible vivir como agricultor en la sociedad actual. Es decir, a menos que uno quisiera vivir de las subvenciones.
Pero la rabia… era la condición para sacar fuerzas. Y no porque fuese tan viejo, pues aún era fuerte como un buey cuando hacía falta. No, las mañanas en que apenas podía reunir la energía suficiente para saltar al tractor, luchaba contra otro tipo de cansancio. Una apatía de otra naturaleza, que no podía remediarse ni con descanso ni con una visita al médico.
* * *
Y luego estaban los aporreos a la puerta del guadarnés, obligatorio durante los últimos años en cada una de sus visitas a los establos. Aporreos a los que se entregaba sin público, por lo general, pero había aprendido que eran necesarios para aligerar la válvula de la maquinaria que lo corroía y atormentaba de vez en cuando, dejar escapar un poco de rabia bajo la forma de un portazo o de una salida con el motor al límite por la pista de equitación. Un desgaste excesivo de la palanca de marchas que, al final, sólo lo perjudicaba a él. Desde luego, habían sido unos años infernales.
Cuando Reino se dejó caer en el asiento, se topó con su propia mirada en el espejo retrovisor: los ojos un tanto enrojecidos. Pensativo, se pasó la mano por la barba sin afeitar antes de girar la llave de encendido y ponerse en marcha. Al ir acelerando junto al cercado, los caballos se apartaron angustiados.
Como de costumbre, hizo acopio de fuerzas para pasar por delante del taller de Lise-Lott, pues no había niñata en las caballerizas —ni normativa de la UE, por cierto— que lo pusiese de tan mal humor como la sola visión de aquella tipa. Por no hablar de su nuevo marido, que se pasaba los días correteando por ahí como un memo, fotografiando cobertizos decrépitos o maleza y árboles medio podridos.
En una ocasión, Reino fue a tener una charla con el tal Waltz, puesto que todos los intentos de hablar con la tonta de su mujer fracasaron y terminaron en disputa. Se había preparado bien y se llevó incluso una botella de whisky, en señal de buena voluntad. Estaba dispuesto a resolver la situación de la manera más satisfactoria para todos los implicados. O sea, su situación económica era insostenible a la larga y bien mirado, la de Waltz también. Según Reino tenía entendido, Waltz no sabía mucho de coches cuando en el lote de Lise-Lott se había incluido, por así decirlo, el taller de mecánica y, desde luego, no sabía una palabra de campo. Si no lo había interpretado mal, Waltz no pensaba trabajar siquiera la tierra de la finca paterna de Thomas y de Reino.
«La casa paterna de Thomas y mía». Pronunció aquellas palabras marcando cada sílaba, pero el tal Waltz fingió no entender nada y siguió machacando con su fotografía y diciendo lo mucho que le agradaba el paisaje de por allí. Y lo contento que estaba de haberse ido a vivir precisamente a aquel lugar, gracias a Lise-Lott. A Reino le entraron unas ganas horrorosas de soltarle una bofetada y no tuvo más remedio que hablarle claro, para que lo entendiera:
—Thomas ha fallecido y, como hermano suyo, es mi obligación hacerme cargo de la finca y seguir cultivándola como es debido. Alguien tiene que hacerlo y mi terreno es demasiado pequeño, sencillamente no da la talla. No produce nada. Lise-Lott no tiene ni idea de cultivos y verla esforzarse a ella, ¡una mujer!, por mantener abierto el taller hasta el último momento ha sido un espectáculo —tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para contenerse—. Escúchame. Yo nací y crecí en estas tierras, mi padre aró estos campos. Mientras Thomas vivió y llevaba la finca con Lise-Lott, yo me dediqué a mis cosas, pero ahora que ha muerto, tengo derecho a la finca de mi padre. Es lógico. Y de hecho, Lise-Lott tenía pensado ceder la finca antes de que tú… bueno, aparecieras. Por una suma simbólica, claro está, quizá a cambio de la nuestra. Porque, vamos a ver, ¿para qué queréis vosotros toda esa tierra, eh? Sólo os traerá dolores de cabeza.
A su juicio, se había expresado muy bien, incluso se mostró generoso y le ofreció, como último argumento, que Waltz y la mujer se quedaran en la vivienda. En teoría, él no iba a necesitarla, pues vivía bien en la casa grande que pertenecía a la finca de los padres de Gertrud.
Pero el escuálido de Waltz se obcecó de pronto y se negó a escuchar. Y le dijo que, según la legislación sueca, era la viuda de Thomas Edell, es decir, Lise-Lott, quien tenía derecho a heredar la finca, de ahí que fuese ella la única que podía tomar decisiones tanto sobre la casa como sobre la tierra. Y que si Reino quería discutir sobre la herencia de su difunto esposo, tendría que hacerlo con ella directamente.
—Ah, y que sepas que trabajé de mecánico en la mili. Y no era nada malo.
Y tras soltarle aquella ráfaga, se dio media vuelta y, muy tieso, subió la escalinata de piedra que construyó el padre de Reino, porque su madre quería sentirse más como una dama que como una campesina. La misma escalinata en la que él y su hermano, vestidos con la ropa de domingo, se sentaban a esperar a que sus padres terminaran de arreglarse para asistir al oficio dominical.
La ira le bombeaba en las sienes. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contenerse y no salir corriendo detrás de Waltz y tumbarlo; no le interesaba, habida cuenta de que estaba pensando en iniciar acciones judiciales contra la viuda de su hermano.
Como de costumbre, se le calentaron las orejas ante el solo recuerdo de la conversación mantenida con Waltz. Pero de nada valían ya los viejos planes. Cuando llegó a la curva de Lise-Lott Edell, redujo la velocidad tanto como osó hacerlo sin que se percatasen de su presencia y pasó muy despacio los cordones policiales, que se mecían a la débil brisa que peinaba los campos. De pronto se dio cuenta de que la maquinaria que antes le corroía el estómago había cesado.