Capítulo 10

La pintura se había resquebrajado en grandes porciones de la fachada y la madera del alféizar de la ventana se notaba al tacto como una esponja fría, húmeda y blanda. El agua debía de llevar años filtrándose por el interior del marco. Por las mañanas, una fina capa de escarcha ocultaba a la vista los montones de leña y el estercolero en la linde del claro del bosque. Era obvio: había que mejorar el aislamiento, o cambiar aquellas ventanas.

Seja dejó escapar un suspiro. No tenía ni idea de cómo cuidar una casa, puesto que siempre había vivido en un apartamento. Detrás de ella, Lukas resoplaba en el box que Martin le había dejado construido antes de largarse. Era de madera de pino sin tratar y tenía una portezuela de color verde. En realidad no se trataba de un establo, sino de un trastero desvencijado donde el viejo Gren, que les vendió la cabaña, tenía su taller de carpintería. Allí seguía su banco de trabajo, pegado a una de las paredes, debajo de pilas de sacos de avena y de cubos de forraje. El calor del radiador alcanzaba un par de metros de diámetro.

Tras una noche tan fría como la anterior, a Seja le remordió la conciencia cuando oyó el chirrido al abrir la puerta y descubrió la luz parpadeante de los fluorescentes y a Lukas, que se sacudía la paja de la carísima manta de color verde oliva que ella le había comprado a principios de noviembre. En el establo hacía tanto frío como fuera.

Había preparado el box con una capa de paja gruesa como un colchón de muelles, y le había extendido una alfombra ante la puerta, pese a que Martin aseguraba que era una tontería. Ahora que se acercaba la Navidad, colocó incluso un candelabro de Adviento en el pequeño alféizar carcomido. Al menos tenía un aspecto acogedor, se decía para convencerse a sí misma, y pronto volvería a ser primavera.

Seja rodeó con sus brazos el cuello de Lukas y ocultó el rostro entre su abultada crin. En realidad, tampoco sabía nada de caballos. Nunca fue aficionada a ellos de jovencita. Al igual que tantas otras chicas, empezó a montar de niña, pero desde que su madre tuvo que dejar el trabajo como profesora de finés como lengua materna, la economía familiar se resintió bastante. Y no es que le dijeran nunca expresamente que la escuela hípica fuese demasiado cara, pero cada vez que llegaban las facturas, se leía entre líneas y se palpaba en el ambiente que todo lo superfluo debía suprimirse sin piedad. De modo que dejó la equitación y se limitó al coro y a las clases de piano municipales. Lo de escribir también era gratis, como el centro recreativo para jóvenes.

Por lo que ella recordaba, no sufrió especialmente por tener que dejar los caballos. De hecho, aquellos animales tan grandes la asustaban de niña tanto como los hirientes codazos de las compañeras de equitación de más edad. Y le resultó un alivio no tener que tomar ella misma la decisión de quedar fuera del entorno social hípico.

Aun así, se quedó con Lukas. Pese a lo barato que se lo vendieron, pues era muy joven, le había costado todos sus ahorros y buena parte de su préstamo de estudios mensual. Por no hablar del tiempo y de lo atada que la tenía, pero jamás se arrepintió.

El día que el viejo Gren les enseñó a Martin y a ella la casa situada al final de la loma de Stenaredsbacken, que él llamaba «Gläntan», atisbó el caballo y lo integró en una visión de cómo podría llegar a ser su futuro con Martin. El animal se encontraba justo donde el claro daba paso al bosque y los pequeños abetos aparecían encaramados a un monte cubierto de musgo que se erguía detrás de la casa. Lo vio comiendo hierba y bebiendo agua de una bañera vieja. Seja había vallado justo aquella zona para que le sirviera de redil a Lukas. Incluso la bañera seguía allí, entre la maleza, llena de agua cuya helada superficie se había cubierto de pinocha seca. Esa parte de su visión de futuro se había cumplido.

Con la mejilla pegada al cálido cuello de Lukas, solía ser capaz de ahuyentar el recuerdo de Martin, pero hoy le resultaba difícil. En su pantalla interior, reprodujo una vez más la escena que tan feliz la había hecho hacía tan sólo unos meses. El día que, en la cocina de su pequeño y abarrotado estudio de Mariaplan, vieron en el Göteborgsposten un pequeño anuncio que rezaba: «Cabaña antigua, se vende barata y urgente», llamaron y quedaron en ir a verla enseguida. Tomaron el autobús, pues aún no tenían coche, y cuando llegaron a la última parada ya atardecía. Desde allí tuvieron que caminar hasta «Gläntan», atravesando pendientes y bosques.

Un taxi de los servicios sociales aguardaba en el camino de grava. Y de él salió un anciano de piernas temblorosas y endebles. El viejo Gren. Les contó que había sufrido un ataque de apoplejía hacía seis meses y que seguramente no saldría ya de la residencia de Olofstorp, de modo que había decidido vender la cabaña.

Para llegar a la casa tuvieron que atravesar un terreno pantanoso. La turba humeaba a aquella hora de la noche. El viejo caminaba infinitamente despacio y con gran cautela por las pasarelas. La cabaña no tenía dentro ni baño ni ducha. El aseo exterior era un anexo del trastero y en la parte posterior, el viejo tenía fuera una cocina y una manguera con ducha y agua caliente. La compra fue una ganga.

Seja se había preguntado infinidad de veces qué fue lo que sucedió, cuándo empezaron a ir mal las cosas. Si recibió alguna señal de que Martin no se encontraba a gusto, de que ella era la única en quedar sobrecogida por la paz que se extendía por todo su cuerpo cuando se afanaba pendiente arriba, cuando al final de la calle Stenaredsvägen giraba para entrar en el bosque, con su intenso olor a mantillo, a pinochas y hojas marchitas. Claro que tuvo que haber señales.

El que, cada vez con más frecuencia, Martin durmiese en el apartamento de la ciudad. Que se quedase a trabajar hasta tarde, a ver a un amigo o, simplemente, que prefiriese darse un baño caliente en lugar de una ducha detrás de la casa, al resplandor de la luz exterior. Ella se quedaba allí sola cada vez más a menudo, junto con Lukas y el gato, que le regalaron con la compra en una de las granjas ecológicas de Stannum.

Cada vez que Martin salía de la cabaña, se llevaba consigo algunas de sus cosas. Hasta que una mañana se marchó para nunca más volver.

Se lo explicó por teléfono: el desasosiego le destrozaba los nervios. El silencio. Se le caía el techo encima. La calma que a ella le encantaba era para él un paso de gigante hacia la muerte. El aburrimiento podía con él, le dijo. «¿Y yo qué? —habría querido protestar ella—. ¿Formo yo parte de ese aburrimiento?».

En una ocasión, Martin le confesó que no entendía cómo nadie era capaz de vivir con la misma pareja toda la vida. Vivir en el mismo lugar, trabajar siempre en lo mismo.

—No lo comprendí hasta que te conocí a ti —la tranquilizó al ver su expresión de sorpresa. Sin embargo, la garra de la duda había hecho presa en Seja. En cierto modo, ella barruntaba que todo terminaría así. Martin era un espíritu inquieto, siempre en pos de algo más, quería viajar, conocer gente, probar nuevas experiencias. Por lo que a ese aspecto básico se refería, eran muy distintos. Seja era más de viajes interiores, y para ellos la tranquilidad constituía una condición indispensable. Un marco en el que los sueños pudieran fluir libremente. Los paseos a caballo por el bosque a primera hora de la mañana y el helador baño otoñal en la laguna eran auténticos acontecimientos. Eso bastaba.

Desde que Martin se marchó, había desarrollado una relación íntima con su llanto y cada una de sus fases. En cierta medida, se trataba de elegir. Por lo general, era perfectamente posible disponer del atisbo de control necesario para no perder del todo la razón. Al menos en aquel estadio de su dolor, una vez limadas las aristas más hirientes. En la actualidad, sólo lo recordaba por la noche y en situaciones que, de forma específica, la hacían evocar lo que había perdido.

Varios meses después de que hubiese terminado de deshacerse de las cosas de Martin, encontró el par de zapatillas Converse rojas, desgastadas y pálidas por el sol, arrumbadas en un trastero del establo. Había ido a buscar fusibles —aún no se había acostumbrado a que resultaba imposible pasar la aspiradora, encender la cafetera eléctrica y tener el ordenador en marcha al mismo tiempo—, y de repente, allí estaban sus zapatillas. Pese a que apenas si podía verse la mano en medio de tan densa oscuridad, sabía de sobra que tenían ambas suelas agujereadas y que el logotipo de la marca se había borrado hasta lo irreconocible a causa del uso. Acudió a su mente el recuerdo de una tarde de aguanieve que pasaron entre el hipermercado Göfab y la tienda de ropa de hogar Klädkällaren. La humedad fue calando por aquellos agujeros y los pies de Martin se enfriaron hasta perder la sensibilidad, algo que él empezó a repetir constantemente a partir de aquel día.

—Me voy a resfriar, lo sé. No puedo permitirme caer enfermo, ¿no hemos terminado aún? ¿Para qué queremos más cojines, si ya tenemos uno cada uno? Pero a ver, ¿cuánto piensas despilfarrar en esa casa tan pequeña? Yo no puedo afrontar tanto gasto.

—Martin —le contestó ella—, no importa el gasto que tú puedas afrontar. Pago yo. De hecho, cuando se trata del hogar común, siempre pago yo. Es una cuestión de prioridades. Tú le concedes prioridad a ir de bares a Gotemburgo varias veces a la semana. Yo, ahora, se la concedo justamente a este tipo de cosas. Perfecto. Pero, joder, por lo menos deja ya de quejarte. Lo único que te pido es que camines a mi lado y finjas estar contento e implicado. Sólo hoy, ¿vale?

«¿Fue eso lo que dijo? ¿Lo que sintió?». Parecía significativo para las arengas iracundas de las disputas matrimoniales: falta de claridad constructiva. Una y otra vez evitaban el asunto, perdían la perspectiva en una pelea en que, al final, sólo se trataba de derribar al otro, de ganar puntos en una especie de deporte de lucha sin unas reglas fijas. Los ratos en que no conseguía mantener a raya los recuerdos, éstos acudían a su mente en tropel.

Ante la sorpresa de verse abandonada sin previo aviso, todo su dolor se esfumaba al constatar lo indignante que resultaba justo eso: que la ruptura hubiese sido tan inesperada. ¿Ellos, que acababan de comprarse una casa, que acababan de empezar, que tan a gusto estaban? Como si alguno de los dos hubiese debido pensar en un cambio, algo así como tener hijos o quizá casarse. El que él la engañase y, con ello, arrasara lo que habían comenzado a construir juntos le resultó al principio algo imposible de comprender. Y lo de que el tiempo todo lo cura se le antojaba una patraña.

En cambio, no le quedaba más remedio que admitir que, a medida que pasaba el tiempo, habían aumentado sus posibilidades de ver las cosas con algo de perspectiva. El dolor pervivía, pero también palidecía. En momentos de lucidez, era capaz de posar una mirada más sobria sobre el naufragio de su relación. Recordar días como aquel de Göfab, y verlos sumarse a otros idénticos; y noches en bares bulliciosos llenos de borrachos desconocidos y un montón de cerveza de varias clases, mientras ella, con la cazadora puesta, esperaba irritada en la puerta a que Martin concluyese la batalla de la despedida: «Sólo una cerveza más, sólo una más».

A Martin no le interesaba el alcohol en sí, sino más bien el miedo a perderse algo: justamente, los bares bulliciosos llenos de borrachos desconocidos y ese sinfín de cervezas, por el día a día del sueco medio y el eco vacío y aterrador de la vida en pareja.

Miró el termómetro. Había subido un poco la temperatura y decidió dejar que Lukas saliera un rato al redil. Le pasó el ronzal por la cabeza y lo sacó al césped. Fuera del establo había rollos de rejilla que pretendía usar para, un día, levantar una cerca entre el establo y el redil, de modo que Lukas tuviese más libertad para entrar y salir según el tiempo que hiciera. Un proyecto que, como tantos otros, quedó frustrado cuando Martin se marchó.

—Tú no me necesitas —le dijo Martin.

«Sí —habría querido responder—. Claro que te necesito». Pero no dijo nada, sino que se pasó una semana llorando.

Por las mañanas, cuando se dirigía al buzón para recoger el periódico, iba llorando. Ke Melkersson la miraba impotente, ladeando la cabeza, e incluso se atrevió un día, aunque a instancias de Kristina, a ofrecerle su baño, si lo necesitaba. Y, desde luego, que no se lo pensase dos veces si necesitaba ayuda.

—Una muchacha como tú no debe vivir tan mal, sola en el bosque —el hombre parecía sinceramente preocupado—. Y mucho menos en la vieja cabaña de Gren. ¿No pasas frío por las noches?

Cuando Kristina le ordenó a Ke que le preguntase a Seja si no quería alquilar una habitación en su moderna y bien equipada casa de una sola planta, Seja respondió que no, amable pero decidida. Se las arreglaría. El tiempo curaría las heridas. Y además, tenía a Lukas.

Desde que acompañó a Ke al lugar donde asesinaron al hombre, sentía que necesitaba mantener las distancias con él, debido a lo contradictorio de sus sentimientos. Experimentaba cierto malestar, pese al afán con que se puso a describir la escena del crimen. En efecto, se sentó al ordenador nada más volver del interrogatorio. Los ojos semicerrados del hombre muerto seguían acudiendo a su memoria en cuanto se descuidaba. En sus pesadillas, ella misma yacía muerta allí en la grava, pero algo le faltaba a aquella vivencia, no estaba completa.

Una parte de ella se sentía atraída hacia el lugar donde se produjo el asesinato, necesitaba volver. Sentir el ambiente. Fotografiar el escenario. Una atracción mórbida la empujaba hacia el cruce, una de cuyas carreteras conducía al taller de Thomas Edell. Thomas Edell.

Había intentado despistar a aquel comisario, pero estaba segura de que él no lo olvidaría. Aun así, se sentía culpable de algo mucho más grave que haber mentido sobre una nimiedad. En efecto, era incapaz de defender ni de explicar el móvil de su mentira. Algo la había obligado a quedarse, quería tener acceso libre al lugar del crimen y que se le permitiera ver al muerto de cerca, eternizar el instante. Y aquel impulso no tenía que ver sólo con sus ambiciones periodísticas. Se trataba de un suceso acontecido hacía mucho tiempo, en una realidad completamente distinta.

«Volveremos a ponernos en contacto con vosotros, para completar la información», le había dicho el policía del diente torcido y las manos vigorosas.

Pretendía dedicar aquel día a escribir. Tenía a medias un artículo sobre los entusiastas de la vida asociativa, pese a que ella misma había elegido el tema, naturalmente, con la idea de vendérselo al diario de alguna organización. El trabajo que, al principio de sus estudios, invirtió en establecer contactos con posibles empleadores había sido rentable, hasta cierto punto. De vez en cuando, aunque no con demasiada frecuencia, la llamaban para que acudiese como reportera a la inauguración de algún polideportivo. De hecho, la competencia era feroz incluso para trabajos de poca repercusión. Y ella ni siquiera había terminado los estudios.

Seja comprendió desde el primer momento que había que abrirse paso a codazos en una profesión donde la contratación fija parecía ser una utopía. A veces se preguntaba si habría elegido bien, si un trabajo seguro en un puesto mediocre no sería mejor que la lucha eterna por hacer lo que a uno le gustaba. Y cuando se esforzaba en la redacción de una noticia sobre un asalto con rotura de cristales a la tienda de lámparas o en el resultado de las encuestas sobre los servicios de asistencia social domiciliaria, le resultaba difícil sostener la idea de que aquello la entusiasmara. Y temía que el deseo de escribir que había sentido desde niña, de escribir cartas, diarios, historias, se secase y se perdiese finalmente al verse constreñido por andar siempre negociando consigo misma.

Las suposiciones sobre la futura vida profesional no eran, sin embargo, más que especulaciones, pues nada sabía aún. Había emprendido un camino y, para conocer las consecuencias, tendría que llegar al final.

El gato fue a frotarse contra su pierna e interrumpió el hilo de sus pensamientos. Seja esparció la última pala de paja en la carretilla, la empujó y dobló la esquina del establo en dirección al estercolero. Decidió que dejaría al caballo en el redil mientras hubiese luz del día. Verdaderamente, la lluvia había atenuado el frío y Seja sentía el aire templado sobre la piel.

Entró y se puso unos vaqueros y un jersey limpios, que no oliesen a establo, y se cubrió el cabello con un pañuelo. Una vez más quedó ensimismada con todo aquello que le ocupaba la mente por completo, las imágenes del muerto, que le imposibilitaban cualquier otra actividad. La atraían, reclamaban su atención, resultaban traicioneras cuando, movida por la fascinación, bajaba la guardia. De modo que, cuando le sobrevino el miedo, no estaba preparada; cuando, en un instante, la inundó entera y la hizo desear no haber ido con Ke al taller, sino haber colgado el auricular y haberse vuelto a dormir.

Siempre era posible, se decía, darle un giro total al pensamiento. Quizá no por mucho tiempo y, desde luego, no para siempre. Pero uno podía, por un plazo limitado y si lo consideraba necesario, desechar una idea y sustituirla por otra. Por una que exhalase un perfume a protección, a algo cotidiano y un tanto soso.

Tal vez debería ir a la biblioteca de la facultad y tomar prestados algunos libros para el próximo examen pero, en cuanto se sentó en el coche, supo que le sería muy difícil pasar de largo por el cruce. Las copias de las fotos desvaídas del lugar del crimen estaban guardadas entre las páginas del bloc de apuntes, junto con el primer borrador de la historia. Se había pasado la mayor parte de la noche delante de esas páginas, pensando en sucesos ocultos durante años y años y en la pena que podrían imponerle por entorpecer el desarrollo de una investigación de asesinato. Y en la posibilidad de anticiparse al dichoso Tell y de obtener más información sobre lo ocurrido. En otras formas posibles de saber más sobre el suceso.

Un fogonazo de excitación le estalló en la cabeza al rememorar una vez más el lugar del crimen, una mezcla de afán sensacionalista y de vergüenza. Las vías de asociación se interrumpían de la manera más eficaz en cuanto el miedo se hacía presente, de modo que Seja casi conseguía obviar el recuerdo de la mirada del comisario cuando éste constató que le había mentido.

Había mentido, ya había dado los primeros pasos por ese camino. Para conocer las consecuencias, tendría que llegar al final.

Pensaba volver a la finca, por insensato que fuera.

La sangre fluía acelerada por sus venas, más rápido, más ardiente. Más palpable que desde hacía mucho tiempo.