Capítulo 8

1993

Debió de pensar en su habitación de la Universidad Popular de Stensjön como otros piensan en su primer apartamento. En cierto modo, ella se independizó entonces del hogar familiar, aunque desde los quince pasaba de vez en cuando varias semanas seguidas en la ciudad, en casa de amigos mayores que ella.

Desechó la posibilidad de dejarse caer por casa de su madre, ahora que todo sucedía demasiado rápido, ahora que la vida le había propinado una patada en las espinillas. Quería algo nuevo y la habitación abuhardillada con el aguamanil junto a la ventana representaba la novedad deseada.

El papel de la pared desprendía un ligero olor a humedad en otoño e invierno, pero la primera vez que se vio ante la puerta, que crujió al abrirla, y pudo ver la habitación y el paisaje a través de la ventana —desde esa perspectiva, sólo se atisbaba el cielo y las copas de los árboles—, el suelo de parqué exhalaba un aroma a polvo estival y a madera templada por el sol. Bajo el aguamanil había un antiguo armarito para el orinal y en la pared opuesta, un ropero amorfo con cortinas verde jade por la cara interior de las puertas de cristal. El ropero estaba vacío, pero impregnado del olor a bicarbonato y al bálsamo de tigre que usaban las abuelas. Por lo demás, sólo una cama, que hizo con las sábanas que llevaba de casa. La colcha era de estrellas, tejidas a ganchillo.

Las primeras semanas en la universidad fueron horribles. Por las noches iba a la salita del teléfono de la planta baja y cerraba la puerta, muda como un ladrón. Las paredes de la sala eran de color vino y aparte del teléfono, no había más decoración que un desgastado sillón de felpa y una mesita de bambú con un gran cenicero de piedra en el centro. My tomaba el auricular y reflexionaba sobre a quién, de los que quedaban en su pueblo, podría y querría llamar. No se le ocurría nadie.

Sobre el dintel de todas las puertas había colgado un letrero con el nombre de la sala a la que daban acceso. Totalmente adecuados y comprensibles en la planta baja: café, gran sala, oficina. En la segunda planta estaban las aulas, dedicadas a diversas celebridades en un afán de transversalidad, una osada mezcla de estrellas de cine, escritores, políticos y filósofos. Los dormitorios llevaban nombres tomados del espacio: el estrecho pasillo era la «Vía Láctea», y ella dormía en la habitación «Galilei». La buhardilla era, desde luego, la dependencia más próxima al cielo.

De vez en cuando hablaba con Caroline, pero no porque ella la buscase, sino más bien al contrario. Caroline la ponía nerviosa con la firme intensidad de su mirada y My sentía un gran alivio cuando la mujer se ausentaba de la universidad un par de días. Por otro lado, se preguntaba adonde iría Caroline cada vez que se marchaba. Y si tendría un novio al que visitar.

En cualquier caso, las conversaciones que mantenían surgían por iniciativa de Caroline. Se mostraba persistente y no dejaba a My en paz con su nostalgia. La veía venir y la abordaba sin rubor.

—Aún no estás a gusto aquí, ¿no?

Estaban sentadas en la parte trasera, en la escalera que conducía al jardín. My no quería comportarse como una adolescente enfurruñada, quería responder. Deseaba crear una relación de confianza, pero de pronto, sólo podía concentrarse en la hormiga que, despreocupada, se arrastraba por su pie desnudo en dirección a una piedra, en lugar de elegir un rodeo mucho más seguro. En realidad, hacía demasiado fresco para ir descalza. El otoño se había adueñado del jardín desde hacía varios días, fríos y lluviosos, y notó que los pies desnudos sobre la dura piedra se le helaban hasta los huesos.

—Yo tampoco estaba a gusto al principio. Sencillamente, odiaba este lugar, pensaba que me había equivocado por completo en mi elección. Y también estaba muy asustada.

Su conversación solía discurrir de ese modo. Caroline hablaba. My reaccionaba callando y reflexionando sobre lo que ella le decía, pero siempre incapaz de hallar una respuesta lo bastante rápido como para pronunciarla a tiempo.

—Y ahora voy a celebrar mi octavo aniversario desde que llegué. Espero que no llegue al decenio. Quiero decir que uno puede estancarse en un rincón del mundo sólo porque al final no sabe lo que le espera en el exterior. Y resulta más fácil quedarse.

—A mí eso me parece mucho peor. Yo la ciudad la conocía, claro. Y me largué y lo dejé todo.

Dijo aquellas palabras sin alzar la vista. Por un instante se hizo el más absoluto silencio, hasta que Caroline echó la cabeza hacia atrás y estiró las piernas. Emitió un ronroneo, como si dudara, pero no pronunció una palabra. Una leve brisa susurraba entre las hojas. Cuando por fin volvió a abrir la boca, declaró:

—Yo también me largué y lo dejé todo hace ocho años. E intuí que tú habías hecho lo mismo.

Una oleada de calor le inundó el pecho y se sonrojó. My maldijo su tendencia a ruborizarse. Para esconder la cara, inclinó la frente hacia las rodillas y se abrazó las piernas, hasta que el rubor desapareció.

—¿Tú vives aquí o qué?

Caroline lanzó una carcajada y señaló una de las pequeñas cabañas del soto.

—Sí, así es. Vivo en esa casa desde hace un par de años. Antes era el estudio para los cursos de pintura y de cerámica que, como sabes, ahora se imparten en la planta intermedia. Los primeros años me alojaron en una de las habitaciones del desván, pero está muy bien disponer de alojamiento propio para ti sola, tu propia cocina y todo eso. Y poder retirarte cuando no tienes ganas de ver a nadie y buscas un poco de paz y tranquilidad.

—Pero, ¿no tienes un apartamento al que ir cuando estás libre?

—Ya no. Me agencié una leonera cuando terminé los estudios, aunque durante el curso, cuando trabajaba aquí, no iba nunca —vaciló un instante y pareció evaluar a My con la mirada—. Yo… tuve una serie de problemas antes de venir a parar aquí. Ocurrieron tantas cosas… En realidad no me apetece hablar de ello. Pero digamos que venir aquí fue mi salvación, en muchos sentidos. Así que cuando llegó el verano y me di cuenta de que la idea de marcharme sólo me producía angustia, me asusté por si… Y entonces me deshice del apartamento.

My disimuló la vertiginosa alegría que le había provocado semejante confidencia. Observó al grupo de alumnos que hablaban a gritos delante del antiguo estudio.

—No creo que tengas muchos ratos de paz y tranquilidad en esa cabaña —exclamó.

Caroline escondió la cara entre las manos. Una ardilla trepaba correteando arriba y abajo por el tronco de un árbol y cada vez que llegaba al suelo, dejaba ver con más claridad los ojos y el hocico. Como si fuese acostumbrándose poco a poco a la presencia de los humanos.

—¿Sabes? La idea de verme aislada en un apartamento intentando hacer algo sensato con mi vida me descompone. Sencillamente, no me atrevo. Estar solo es un arte, y a mí no se me da nada bien.

Recogió la camisa y la taza de café.

—También es un arte estar con gente —observó My para consolarla.

Caroline se levantó.

—Gracias por esas palabras de ánimo, han sido un bálsamo para el pobre corazón de una mujer que se mira el ombligo sin el menor rubor. La próxima vez te toca a ti tumbarte en el diván.

—No, gracias, yo no.

My se frotó los brazos y antebrazos muerta de frío. Con mucho cuidado, como si se acercase a un animal esquivo, Caroline se inclinó hacia ella. Y posó las manos sobre sus hombros. Levemente, al principio, mientras My contenía la respiración.

Caroline olía a azúcar y a tabaco.