Aquella mañana, cuando entraron en la casa de Lise-Lott Edell no tuvieron que forzar la puerta, pues una de las ventanas del sótano estaba entreabierta. Karlberg se sorprendía siempre de lo descuidada que podía llegar a ser la gente con unas propiedades que, con toda probabilidad, les habría costado mucho esfuerzo conseguir. Existían dos tipos: una minoría de exagerados que construían muros más altos que la casa, se agenciaban un perro guardián o contrataban a una empresa de seguridad o una de esas alarmas norteamericanas tan caras, cuando no recurrían a todo a la vez; o la masa, que cerraba la puerta con doble cerradura pero se dejaba abierta la ventana del sótano.
Quizá no contasen con que los ladrones dieran con casas tan apartadas e inaccesibles. También podía ser que Karlberg sufriese una manifiesta deformación profesional después de tantos años en la profesión.
Como quiera que fuese, el asesino había llegado hasta allí. La sola idea le produjo escalofríos.
La vecina —no es que pudieran charlar por encima del seto, precisamente, sino más bien enviarse señales luminosas a través del sembrado en las oscuras noches de invierno— le había dicho a Karlberg durante su reciente visita que Lise-Lott Edell estaba de vacaciones.
—En las Islas Canarias, ¡y sola! Mientras que su marido se queda en casa trabajando.
Y vaya si ellos lo sabían de buena tinta, porque la propia Lise-Lott se lo contó cuando coincidieron en la tienda.
—Lars no podía permitirse una semana libre para acompañarla. Él era quien llevaba el taller, desde que a Thomas, o sea, el anterior marido de Lise-Lott, se le ocurrió morirse. Demasiado que hacer, creo yo, porque rara vez lo veo salir de la finca. Ella, en cambio, se pasa los días yendo y viniendo con el coche. Uno no puede por menos de notarlo, señor inspector, puesto que tienen que pasar por delante de nuestra casa para ir a cualquier parte. Y cuando se es tan viejo como Bertil y como yo misma, no tiene uno otra cosa que hacer que mirar por la ventana. Por lo demás, no son muchos los que utilizan esta carretera hoy en día.
Hasta tres veces tuvo que rehusar Karlberg el café con galletas, antes de poder salir de allí. Se imaginaba la opinión que a Tell le merecería que se quedara allí mojando galletas en el café, cuando se hallaban en el fragor de la batalla.
—Volveré, o bueno, volveremos por aquí para hacerle más preguntas, señora Molin. Seguramente mañana mismo. Es estupendo que usted y su marido se pasen los días mirando por la ventana, seguro que han visto u oído algo importante.
Reculó por la escalinata y se encajó bien el gorro de lana. Pero la señora Molin no estaba del todo satisfecha y se retorcía ansiosa las manos arrugadas.
—Dimos por hecho que se trataba de un robo, pero luego vimos la ambulancia y, bueno, nos preguntamos si a Lars le había ocurrido algo. ¡Sería terrible! No hay derecho a perder a dos maridos cuando se es tan joven como Lise-Lott. Comprenda, inspector, que cuando Thomas, o sea, el primer marido de Lise-Lott… Sí, a Thomas lo conocía yo desde que era un mocoso… y a su padre también, por cierto… Pues cuando Thomas murió, Lise-Lott no podía sola con la carga de la casa y el taller y todo eso. Y claro, se comprende, porque ella no sabe nada ni de coches ni de campo… Nosotros creíamos que iba a venderlo todo y a mudarse pero… Así que sería una verdadera tragedia que ahora Lars también…
—Gracias, señora Molin, por ahora sólo quería saber si tenían idea de dónde estaban sus vecinos, pero ya le digo que volveré.
Karlberg atajó por el barrizal, que el frío del atardecer cubría de escarcha. Sintió un buen rato la mirada de la señora Molin en la nuca. Al otro lado de la campiña y recortada contra un soto se erguía ominosa la finca de los Edell, mientras oscurecía.
El comisario fumaba con gesto amenazante y visiblemente impaciente al pie de la escalinata cuando Karlberg regresó. Se alegró de no haberse entretenido en casa del vecino.
—La mujer está de vacaciones por su cuenta —aclaró adelantándose a las preguntas de Tell—. El marido, Lars, lleva el taller pero, por lo que me ha dicho la señora, Lise-Lott Edell es la propietaria de la empresa, que heredó de su anterior marido.
—Ya, gracias, eso ya lo hemos visto en la reunión.
—Bueno, de todos modos los vecinos parecen contar con un montón de información. Creo que puede ser rentable tener otra charla con ellos más adelante.
Karlberg pasó delante de Tell al subir la escalinata en dirección a la puerta, consciente de que, dado el humor de su jefe en ese momento, lo más sensato era no entablar una discusión con él. Más valía ponerse manos a la obra con el trabajo.
* * *
Una hora después, habían revisado parte del desbarajuste que contenían los cajones de la cocina y el pequeño despacho que había en la planta baja, sin hallar nada que les indicase cómo ponerse en contacto con la mujer que, se suponía, estaba de vacaciones en el extranjero. Eso sí, era evidente que en aquella casa vivía una mujer. Cierto que la fachada necesitaba una mano de pintura y el taller no merecía ningún premio de estilo, desde luego, pero las habitaciones de la vivienda eran agradables y estaban ordenadas.
—Se podría pensar que estando el gato ausente, los ratones se divierten, pero parece que no es ése el caso —observó Tell pensativo.
Karlberg le dedicó una mirada inquisitiva y su jefe le respondió irritado.
—Está limpio. Sólo quiero decir que el tipo ha estado solo, y podríamos haber encontrado un montón de cajas de pizza y de latas de cerveza vacías en la mesa de la sala de estar. O calcetines por el suelo. O quizá sea un prejuicio mío pensar que los mecánicos de los pueblos funcionan así. Puede que me equivoque.
—Ya… O eso, o la mujer se ha ido hace poco. Quizá el marido no haya tenido tiempo de desordenarlo todo.
Entonces cayó en la cuenta de que, naturalmente, habría tenido que preguntarles a los vecinos cuándo salió de viaje Lise-Lott y cuándo iba a regresar.
Tell no perdió un segundo.
—¿Te dijo la vecina cuándo se fue de viaje?
—Olvidé preguntarle —confesó Karlberg con sinceridad, aunque comprobó con alivio que el comisario no le daba más que un suspiro por respuesta.
Le gustaba trabajar con él, le gustaba de verdad, pero podía ser una auténtica tortura en aquella fase del proceso: antes de encontrar una línea de investigación clara, una galería de personajes a los que estudiar, un móvil, un sospechoso.
—Puede que haya huido —aventuró Tell—, que se haya cansado del tipo y de todo esto.
—Desde luego, está claro que alguien lo ha hecho. Cansarse del tipo, quiero decir —apuntó Karlberg con media sonrisa—. Puede que haya sido ella. La que lo haya matado, quiero decir. No sería la primera vez que una mujer se harta de un marido infiel y violento que le atiza cada vez que se toma un trago.
—Si nos atenemos a las estadísticas, son los hombres que atizan los que matan a las mujeres —masculló Tell.
—Sí, sí, claro, pero en este caso es al tío a quien vemos ahí muerto. O veíamos. Y el que el asesino lo haya atropellado… por debajo de la cintura… ¿No es un signo de algo sexual? Algo simbólico, quiero decir. Como infidelidad. Él se dedica a ir follando por ahí y ella se harta y lo atropella… por debajo de la cintura. Se prepara una coartada reservando un viaje y finge que se va. Pero en realidad, no se ha ido a ningún sitio.
Karlberg estaba entusiasmado y vio en los ojos de Tell una chispa que, por un instante, se impuso a la irritación.
La mayoría de los asesinatos que se cometían estaban más o menos claros y rara vez se requerían los conocimientos desplegados en todo tipo de series policiacas. En un número sorprendente de los casos que ellos investigaban, el autor del delito se encontraba en el lugar del crimen, listo para ser detenido o enviado al psiquiátrico o la celda de desintoxicación y para nada en condiciones de pensar siquiera en eliminar sus huellas y escapar de allí.
Tell no se tragó aquella teoría confeccionada por Karlberg tan a la ligera, eso estaba más que claro, pero también era evidente que se había puesto de mejor humor.
—Tendremos que ver a esa mujer y hablar con ella antes de declararla sospechosa de asesinato.
—Dado que los familiares siempre son sospechosos en primera instancia —osó apostillar Karlberg, aunque el comisario hizo oídos sordos. En efecto, la divinidad parecía haberse hecho eco de las palabras de Tell, pues enseguida se vieron un par de faros en la curva de la carretera.
El vehículo pasó de ir bastante rápido a perder velocidad para, finalmente, detenerse a diez metros de la entrada a la explanada. Se quedaron mirando el coche inmóvil durante algo así como un minuto, atormentados al saber lo que en aquellos momentos pasaba por la cabeza de la persona que iba al volante.
Era una mujer que, con una lentitud infinita, abrió por fin la puertay salió al camino: Lise-Lott Edell. Karlberg se preguntaría después por qué los familiares de alguien que ha muerto siempre saben lo que ha sucedido, mucho antes de que la policía los haya informado y les haya dado el pésame. También Lise-Lott Edell supo de inmediato que no se trataba de un robo ni de un acto de vandalismo. Karlberg cerró los ojos cuando el primer grito fue a retumbar contra la pared del cobertizo.
Aquella sería una noche muy larga.