Capítulo 6

Una especie de zumbido atravesó el avión cuando éste tomó tierra.

Por fin. Lise-Lott Edell sintió entonces que todos los músculos de su cuerpo habían permanecido en total tensión desde que salieron de Puerto de la Cruz. La próxima vez que volara, tomaría un taxi hasta el aeropuerto de Landvetter, en lugar de dejar el coche en el aparcamiento de larga duración. Y no es que tuviese costumbre de viajar mucho, hacía ocho años que no salía al extranjero, pero precisamente por eso, debería haberse permitido templar sus nervios con un whisky o un Martini en el avión. Su miedo a volar no había mejorado con los años, eso estaba claro.

—Se diría que acabaras de ver un fantasma —rió Marianne cuando el avión se detuvo por fin. Su amiga se había mostrado totalmente inmune al hecho de hallarse tan alta en el cielo como para que la tierra pareciese un mapa abstracto de sí misma. Llegó incluso a decir que le encantaba volar, como si estar en un avión suspendido en el aire fuese lo mejor del mundo, después de volar por uno mismo. Esa sensación de libertad, de abrigar un sinfín de expectativas ante lo que le depararía el viaje al extranjero o de volver cargada de historias que contar, de recuerdos que conservar.

Su opinión bien podía tener algo que ver con el hecho de que ella sí que se tomó una copa, o dos, para ser exactos. Y no es que a Lise-Lott le importase demasiado. Por algo estaban de vacaciones, pero la afición de Marianne por los cubalibres la hacía parecer a ella una novicia. Y desde luego, la copita para conciliar el sueño que Marianne se tomaba en el hotel, después de la ronda de cubatas, era cada noche una copita de más.

Pese a todo, Lise-Lott estaba más que satisfecha con su viaje y contenta de que su amiga hubiese insistido con tanto entusiasmo cuando, la semana anterior, le propuso que compraran un billete de última hora a algún lugar soleado. Lars no podía ir con ellas, puesto que el plan de trabajo de la temporada de invierno no le permitía tomarse vacaciones. Y las escasas semanas de verano presentaban siempre la tendencia a esfumarse en una nubecilla de humo mientras uno cortaba el césped o abordaba las reparaciones domésticas que llevaban esperando todo el año. Sólo de pensarlo, se le ensombrecía el ánimo.

En realidad, el fallo no radicaba en lo que sentían el uno por el otro. Se amaban y seguían teniendo mucho de qué hablar, y aún se deseaban. Si tuvieran tiempo de hablar, o fuerzas para hacer el amor. Era tan absurdo: dos personas enterradas en sus respectivos trabajos hasta el punto de no tener tiempo de vivir.

Sólo llevaban casados seis años; sin embargo, con los dos trabajos de Lars y desde que ella abrió su tienda de tejidos (que fue la realización de un sueño, sí, pero que tanto tiempo y esfuerzo le costó) empezaron a distanciarse. Lise-Lott conocía los síntomas: Lars se dormía cada vez con más frecuencia en el sofá, ante el televisor de la planta baja. Sabía que se había quedado dormido cuando oía caer al suelo el mando a distancia. Y cuando bajaba a medianoche para ir al baño, un hormiguero de puntos blancos y negros se había adueñado de la pantalla. Lars ya no siempre se molestaba en ducharse antes de meterse en la cama después del trabajo en el taller y el olor a lubricante y a gasolina le ponía una sordina definitiva al interés de Lise-Lott por la vida marital.

Por si fuera poco, él pasaba cada vez más tiempo en la habitación donde revelaba sus fotos: ése era su segundo trabajo, aunque la frontera entre trabajo y afición se desdibuja cuando la actividad sólo exige tiempo y no genera, en principio, ningún beneficio económico. En la década de los ochenta, Lars publicó un libro de fotografía que fue acogido por la crítica con encomiosas recensiones, pero ahora sólo recibía encargos del municipio, por lo general de poca importancia, fotos para folletos informativos y cosas por el estilo, que les proporcionaban unos ingresos adicionales. Durante unos años intentó abrirse camino en el sector publicitario e hizo un buen trabajo como diseñador gráfico antes de volverse hipersensible a la pantalla de ordenador y, con gran alivio, verse obligado a abandonar sus ambiciones en ese frente.

La fotografía era, no obstante, su más querida afición. Aparte de eso, lo único que deseaba era un trabajo extra que le reportase ingresos y que no le exigiese más de lo que estaba dispuesto a dar en cada momento. Quería trabajar menos para poder dedicarse más a aquello que la apasionaba. O ésos eran sus planes cuando aceptó encargarse del viejo taller de Thomas.

Sólo que las horas dedicadas al taller más las horas invertidas en su cuarto de fotografía resultaron sumar mucho más que un trabajo de jornada completa, algo con lo que Lars quizá no hubiese contado.

Lise-Lott no tenía ya la menor idea de lo que Lars revelaba en la cámara oscura. Ésa era la más triste de todas las señales: Lars había dejado de fotografiarla a ella. Cuando acababan de conocerse, ella era su motivo fotográfico favorito, con diferencia. Lise-Lott a contraluz, Lise-Lott al despertar, Lise-Lott un tanto embriagada y con los ojos seductoramente entornados. A ella le encantaba, una vez superada la timidez inicial, claro está.

Fue el precio que tuvieron que pagar por ver cumplido su sueño de trabajar en aquello que les interesaba: trabajaban sin cesar. En cualquier caso, era una suerte que Lars contase con el taller para unos ingresos más seguros, era una suerte que Thomas se lo hubiese dejado en herencia al morir y, desde luego, era una suerte que ella se hubiese mostrado tan tozuda o tan apática, quizá, como para no venderlo después de la muerte de su anterior marido. Una suerte que hubiese conocido a Lars y una suerte, en fin, que a él se le diesen tan bien los coches.

Pensó que, pese a todo, la suerte la había acompañado siempre. Todo dependía, naturalmente, de la manera en que cada uno elegía ver las cosas. Y pensar así la ponía de muy buen humor. Después de todo, Lars era un buen partido.

Desde luego que había tenido suerte. Una viuda camino de hacerse vieja con una casa destartalada y un taller de mecánica sin empleados no era un cuadro que los hombres se desviviesen por adquirir. Lars, en cambio, había sabido ver sus cualidades. No sólo las interiores, sino también las externas: él sabía extraer con su cámara una belleza de cuya existencia no sabía ni ella ni nadie, seguramente. Y también fue él quien la convenció de que apostase por su sueño de siempre, quien la apoyó cada vez que estuvo a punto de perder el ánimo con la apertura de la tienda de tejidos. Con él, casi todo parecía más fácil y, con esa actitud, todo resultaba viable.

Bien mirado y después de conocerlo, no podía comprender que hubiese pasado por la vida tan temerosa de… bueno, de fracasar, tal vez. Había crecido varios centímetros durante los últimos años, se decía. Claro que eso podía deberse a que también habría encogido varios centímetros durante su matrimonio con Thomas y que, en la tranquilidad de una relación normal con un chico normal y estupendo, se reencontró y recobró la confianza en sí misma. Cualquiera que fuese la causa, se alegraba de la situación.

En el coche, de camino a casa, decidió que era preciso un cambio y que ella tomaría la iniciativa del mismo. A partir de ahora, invertirían más tiempo juntos. Tendrían más cenas de lujo con velas, más baños compartidos y más fines de semana románticos en la pensión de Österlen. Ya empezaba a hacer planes, consciente de la sonrisa romántica que afloraba a su rostro, pero no tenía la menor importancia, puesto que Marianne dormía a su lado con la mejilla clavada en el cinturón de seguridad. Cuando Lise-Lott la ayudó a sacar el equipaje hasta la puerta de su casa adosada, su amiga tenía una marcada arruga roja en la sien.

—Muchas gracias por esta fantástica semana, Lise-Lott. Me ayudará a sobrevivir mucho tiempo en este frío espantoso. ¿No podríamos repetir el año que viene?

Lise-Lott le dijo adiós con la mano al partir. Se sentía feliz. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina; por una vez, apenas si podía contener las ganas de comenzar con el trajín y el decorado de las fiestas. Serían unos días deliciosos.

Un gran sosiego presidía el ambiente cuando tomó la cerrada curva que desembocaba en el camino de gravilla. Estaría en casa en cuestión de segundos.